Un autor francés especialista en América Latina, Alain Rouquié, nos advierte que los intentos de teorizar un prototipo único o exclusivo de actor militar en la vida de las sociedades de esta parte del mundo aún no se ha logrado. En efecto, señala que los juicios de valor emitidos sobre diferentes intervenciones militares, aprueban o denuncian esta forma de actuar, lo que ha desembocado en la tentación de plantear interpretaciones con cierta intencionalidad o de carácter aproximativo:
“Los observadores tienden a emitir juicios de valor sobre la acción extramilitar (sic) de las Fuerzas Armadas, ya sea que la aprueben o la denuncien. Algunos buscan responsables cuando no culpables de la usurpación militar. Dado que ésta es sentida como una patología de la vida política, una anomalía en relación con el bien supremo de la democracia pluralista, la impaciencia indignada tiende a descubrir explicaciones globales y hasta la clave única de ese fenómeno antes de describirlo y conocerlo. Por ello se han multiplicado las interpretaciones instrumentales y aproximativas, que no podemos simplemente ignorar. Sobre todo porque sólo es legítimo interesarse en los militares en cuanto tales si esas visiones metafóricas del militarismo, que trasladan la hegemonía marcial a ‘otra parte’ histórica, geográfica o social y que consideran a los ejércitos indescifrables ‘cajas negras’, se revelan discutibles y hasta erróneas”. 1
Así por ejemplo, entre las explicaciones propuestas de la inestabilidad democrática del siglo XX debido a intervenciones militares en América Latina, está aquella que enfatiza en la influencia ibérica a través de la cultura, la lengua y la tradición jurídica, como causante de una incapacidad democrática. En la hipótesis historicista, por otra parte, el militarismo reciente sería heredero del caudillismo de ayer, fruto a su vez del desorden político y anarquía derivados de las guerras independentistas. Otra vertiente explicativa de las acciones militares en nuestro continente es lo que Rouquié ha denominado la historia-complot, que reconoce al beneficio instrumental como la explicación central. En esta última visión los militares del subcontinente latinoamericano, en especial por los golpes de Estado en Brasil (1964) y Chile (1973), son manipulados desde el exterior en beneficio de grandes capitales económicos.2
El análisis de las interpretaciones antes señaladas conduce inevitablemente a desecharlas, a lo menos en parte, debido a evidencias circunstanciales diferentes que contradicen una posible generalización. Respecto a la influencia ibérica, Rouquié contrapone el hecho de que, en otros lugares como África negra o en Surinam holandesa, las dictaduras militares también han estado presentes. La hipótesis historicista no resulta adecuada para explicar largos períodos de estabilidad política, como cuarenta años sin intervención militar en México, o la evolución venezolana después de 1958. Por otra parte, la idea de historia-complot no concuerda con la desaparición hacia 1985 de la “necesaria complementación” entre el gran capital estadounidense y el militarismo represivo que apremiaba las democracias desde 1976.3
Las dificultades existentes en la búsqueda de modelos paradigmáticos o de una teoría que explique de manera satisfactoria el accionar de las Fuerzas Armadas en América Latina incluyen además los hechos de que el tamaño de los ejércitos ha sido desigual y de que el rol del Estado, respecto a su organización inicial, fue también muy disímil. Las instituciones armadas de naciones centroamericanas no son comparables con las sudamericanas en cuanto a poderío por número de efectivos y armamento, por ejemplo. El rol del Estado en Nicaragua, República Dominicana, Cuba, Haití fue más bien tardío y, sólo a principios del siglo XX, sus ejércitos emergieron de guerras de clanes y caudillos, sufriendo de paso un lapso bastante largo de ocupación norteamericana. Antes de que Washington retirara su “protección”, se aseguró que en estos países las guardias civiles fueran organizadas por los marines, independientes de eventuales disputas de fuerzas internas, garantizando el orden y la paz en defensa de los intereses comerciales estadounidenses. 4
En lo que respecta a América del Sur y algunos estados de América Central, a pesar de las dificultades de teorizar sobre el quehacer castrense en América Latina, Rouquié propone un modelo explicativo por etapas históricas, es decir por períodos que cumplen cierta uniformidad en la evolución de los ejércitos, reconociendo ciertamente particularidades y hasta disparidades notables. Si bien su propuesta no alcanza una continuidad entre los primeros años independentistas y el presente, anota tres ciclos de interés: el primero lo establece desde 1869 a la década de 1920, en los que los ejércitos se forman. Señala que el segundo va entre 1920 y 1930, en que comienza la era militar. Finalmente, el tercero comienza en la década de 1960 –no precisa su término- en que el papel de las Fuerzas Armadas adquiere presencia internacional, en el marco de la hegemonía de Estados Unidos y bajo el manto de la guerra fría.5
1 Rouquié, Alain, América Latina. Introducción al extremo occidente., (Amérique Latine: introduction à l’extrême occident, éditions du seuil, París, 1987), Siglo Veintiuno Editores S.A. de C.V., 1ª edición en español, p. 206, México, 1989.
2 Ibid., véanse pp. 206-208.
3 Rouquié, Alain, op. cit., véanse pp. 208-210.
4 Ibid., p. 211. El autor, que exceptúa a Guatemala y El Salvador en esta parte del análisis, hace notar que al menos en dos países, Nicaragua y República Dominicana, las guardias nacionales legadas por la ocupación yanqui se transformaron en ejércitos privados guardianes de las dinastías Somoza y Trujillo.
5 Rouquié, Alain, op. cit., (1989), p. 212.
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