PROGRESO, BIENESTAR Y MODERNIDAD: EL BIENESTAR SUBJETIVO COMO UN DESAFÍO PARA LA DEMOCRACIA EN MÉXICO

PROGRESO, BIENESTAR Y MODERNIDAD: EL BIENESTAR SUBJETIVO COMO UN DESAFÍO PARA LA DEMOCRACIA EN MÉXICO

Ernesto Menchaca Arredondo
Universidad Autónoma de Zacatecas “Francisco García Salinas”, México

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La vida como concepto político

En la antropología filosófica de los años 20s del siglo XX se pensaba que los animales tenían un ambiente y los humanos un mundo, diferenciados unos por el instinto y otros por su tendencia a la libertad. Ahora se ha restringido la condición de ligar ambiente a una sola especie, se le ubica como un determinante que influye sobre los individuos, pero se encuentra mucho más ceñido que a un mundo.
Blumenberg (2013) plantea que en ausencia de un ambiente biológicamente especifico, es decir, vinculado a nuestra dotación de cuerpo, inmediatamente exige un sucedáneo y, este, es la institución, 1 la cual actúa como somnífero, pero también como efecto de liberación de los actos, porque delegamos, nos despojamos de responsabilidad y, a su vez, exige de está otorgar un cierto nivel de certidumbre. De ahí el malestar que nos provoca la situación actual de fugacidad institucional, porque hay una decepción de las expectativas creadas por ese proceso de institucionalización una vez despojados del ambiente vital.
En la vida actual, la inmediatez es signo e ideal, algo completamente distinto a nuestra forma normal de vida, desde su status naturalis 2 que antiguamente se poseía, pero la inmediatez trae consigo también desposesión. Un mundo de la vida, retomando a Blumenberg comprendido por predicciones que facilitan la toma de decisiones y las acciones, pero también signos que permiten dejar preguntas sin respuestas sólo para ser representadas, asumidas. A su vez la anomalía, es decir la inmediatez, es parte del mundo visto como:
Un “mundo en el estilo normal que me es familiar, con el que puedo contar constantemente", también la anomalía tiene su estilo, predecible incluso para "el tipo de los acontecimientos anómalos impredecibles “. Parte de eso es siempre la organización del tiempo, que incluye el día normal como día de vida, la periodicidad normal de días festivos y cotidianidad, de dedicación pública y privada. (Blumenberg, 2013, p. 111)

            Al romperse el mundo de vida a través del tiempo, lo que marca una nueva periodicidad y una nueva ubicuidad sobre el mundo, lo que encontramos al final es el desconcierto, la desorientación. Y frente a eso, aún permanece la utopía de la revolución política, las expectativas permeando las fronteras del mundo, porque el orden que hacemos es el que imponen los juegos conceptuales a los usos terminológicos que damos ante la facticidad de lo dado socialmente, como bien interpreta Reguera a Wittgenstein “nuestras formas de vida, nuestra idiosincrasia humana (antropológica, natural), nuestro propio juego (jugar mejor) ¡Todo podría ser completamente diferente a como es!” (Reguera, 1977/2013, p. xii). Esa es la utopía del mundo de la vida, que refuerza la ironía universal ante la finitud de lo contingente.
            Pero también se rompió el espacio del mundo, cuya unidad se centraba en ser “el último horizonte externo de todos los objetos y de todos los sujetos intersubjetivamente dependientes” (Blumenberg, 2013, p. 11). De tal forma que el espacio que circundaba y circunscribía, nuestros límites, ahora no es un círculo plano, sino múltiples círculos desplegados según nuestra capacidad de romper los moldes impuestos por la homogeneidad reinante. ¿Hasta dónde llega el mundo?, Hasta donde nuestra intersubjetividad se libere y, por supuesto, constantemente es actualizada con cada inclusión que realizamos en el tiempo y el espacio.
            Para trastocar el mundo, se utiliza como herramienta principal la trasgresión de la coherencia, Blumenberg la identificaba a su vez como la “disonancia” del comportamiento. De tal forma que nuestra coherencia permanentemente es agredida, por un lado, se difunde lo acertado y lo correcto como posibilidad y seguridad; por otro lado, lo contingente destruye todos los incipientes cimientos sólidos de nuestra estabilidad. Estamos frente al sucedáneo post-biológico del ambiente, como bien lo describe el autor, la del éxito de las actividades de adaptación y las docilidades, que incluye también las imaginarias, introduciendo incluso lo mágico-chamánico, hoy tan presente.
En este sentido, efectivamente, el mundo de la vida es a la vez cercano, que incluye factores que están a nuestro alrededor, pero está sitiado a su vez de un espacio lejano e indeterminado; y además, ambos en constante cambio, por lo tanto fugaz. En este sentido nuestra vida ha dejado de pertenecernos.
            Pero la vida agrega siempre su indocilidad, su flujo tendencial en los sujetos, como principio de destrucción creativa, de ahí la necesidad permanente de fundamentación y racionalización, que permita otorgar sentido a nuestra presencia y adoptar lo sobreentendido. 3 La vulnerabilidad es parte de este mundo y nuestra capacidad de alejarnos de los preceptos (cercano y lejano a la vez) es lo que pone distancia a la objetividad, en muchos sentidos la vida es un concepto límite, con el cual se pueden deducir los valores de nuestra nueva cotidianidad.
            De tal manera que el mundo de la vida es entonces como lo plantearía Blumenberg: “el mundo en el que ya no estamos pero en el que creemos poder estar o incluso debemos estar” (Blumenberg, 2013, p. 43), constantemente redefinido dinamizamos ese mundo, esa esfera socio-imaginaria en la que se vive. En este entendido no sólo hay muchos mundos, sino además, esos mundos cambian de forma radical y permanente.
            El mundo de la vida es, concordando con Hans Blumenberg, la tendencia a lo sobreentendido —lo dado desde Wittgenstein— un concepto límite del valor inicial de nuestra experiencia del mundo en general. Desde lo cual podemos decir que, como tendencia, se asume y se da por establecidos aspectos de la vida que nunca han estado resueltos o dados, esto limita nuestra percepción en la construcción del mundo, es decir, derivamos en institucionalizar nuestras percepciones, contra las cuales debemos permanentemente luchar.
La relación entre vida y política ha adquirido centralidad teórica y práctica a lo largo de todo el siglo XX. Hoy es el eje de todos los análisis filosóficos, políticos y económicos que giran en torno a la cuestión del biopoder o la biopolítica. Los textos de Michel Foucault y de Gilles Deleuze muestran la reflexión sobre como la vida adquiere una dimensión política: para pensar la resistencia, en el caso de Foucault, para pensar la liberación de un acontecimiento para Gilles Deleuze.
Lo que ambos se preguntaban es sobre la posibilidad de pensar de otra manera, y en los ambos casos entender la vida como concepto político es la clave, porque el hombre aprende poco a poco en qué radica ser una especie viviente, en un mundo viviente, tener un cuerpo, condiciones de existencia, probabilidades de vida, salud individual o colectiva, fuerzas que es posible modificar y un espacio donde repartirla de manera óptima. Dice Foucault (1976/2005) que de ahí el reflejo de lo biológico en lo político, el hecho de vivir pasó al campo del control del saber y de la intervención del poder y éste ya no sólo se enfrenta con sujetos de derecho, sino con seres vivos en los cuales se ejerce su dominio; el haber tomado a su cargo la vida dio al poder su acceso al cuerpo. Entonces a las presiones mediante las cuales los movimientos de la vida y los procesos de la historia se interfieren mutuamente, es a lo que Foucault denomina biopolítica, para designar lo que hace entrar a la vida y sus mecanismos en el dominio de los cálculos explícitos para convertir al poder-saber en un agente de transformación de la vida humana (Foucault, 1976/2005, p. 173).
Pero la vida escapa sin cesar a estas formas y a estos dispositivos del poder que quieren atraparla y subyugarla. Una forma donde encuentra su salida es en la política pensada como lucha por la vida, analizada como una forma de emergencia y ruptura, como formas de vida de convivencia colectiva que nos llevará juntos no a la eternidad ni a la trasmutación del espacio-tiempo sino, simplemente, a vivir de una mejor manera en este mundo.

La búsqueda inalcanzable de la felicidad

La interminable búsqueda de nuevos y mejores deseos es otra forma de salir de compras. Sobre todo a partir de nuestra enseñanza: de que la felicidad depende de competencias personales. De aquí el juego ahora, de verlo todo como un asunto de competencias —al igual que antes todo es un asunto de trabajo— ahora de destrezas y habilidades. Años atrás el discurso era “si trabajas lo tendrás todo”, hoy se dice, “si eres competente el mundo se rendirá a tus pies”.
Pero el consumismo de hoy no tiene como finalidad satisfacer los deseos, ni aún los más sublimes. Ahora la actividad de consumir no es un conjunto de necesidades a satisfacer, o del otorgamiento de bienestar, sino el deseo líquido, frágil y efímero. Evasiva y caprichosa y mucho más vaga que las necesidades, es algo auto-generado y auto-impulsado que no requiere ni justificación ni causa, se trata de mantenernos siempre al punto, siempre deseantes, angustiados, sedientos, ansiosos, siempre expectantes. Se trata de comulgar con nuestras angustias.
            Nuestra felicidad se divide en función de la forma de organización de nuestra vida, productor o consumidor. Hay un edificio lleno de pisos, el rol del productor es continuar con vida y ser capaz de cumplir con su cometido: hacer que el consumidor permanezca expectante. Para el consumidor del piso de abajo, desear más allá de sus posibilidades es un lujo y una afrenta, casi un pecado, privilegio inmerecido. Para el rico, del piso de arriba, la vida de éxito; es la comparación universal, sus límites el cielo, para ellos no son lujos, son necesidades, no hay referencias para medir su conformidad. La vida son oportunidades; sus deseos han de ser cubiertos en el instante, por ello “salud”, “estar en forma” no son sinónimos, si bien aluden ambos al cuidado del cuerpo.
La comparación ideal del bienestar nos pone en el piso de productores, mídete con tu igual, como solían decir algunos universitarios "hay niveles", colócate en tu lugar, no puedes pedir más de esto, no puedes merecer menos de aquello. Por encima de eso cualquier cosa es un lujo, un privilegio, por debajo de eso, no serás miembro del club de invitados. La realidad nos pone, a la mayoría, como simples consumidores y sabemos que, por lo regular, se hará cada fecha de pago salarial.
Desde la vida de consumo nuestras necesidades se reconvirtieron en seducciones y desde ahí todo es posible. Empezó a preguntarse, por qué no puedo tener una TV gigante (80 pulgadas), no puedo tener un teléfono de $16,000 M.N., no debo ir a la mejor tienda de supermercado, no puedo ser socio de la megaempresa. ¡Claro que puedo!, lo deseo y lo tengo, solo que el muro de la casa donde habito mide 2.5 metros y el teléfono sólo sirve para hacer lo mismo que cualquier otro —es decir, llamar y mensajear—, la megaempresa le replica: estimado Sr. o Sra., socio, puede reclamar su atención solo cuando el producto está roto, además, puede des-estresarse bajo el manto de las compras.
Nuestras vidas están en las pantallas, entre más grande sea, más grande es nuestra libertad de mirar. Entonces nuestra vida está llena de riegos, incertidumbres, sobre todo por saborear el éxtasis de elegir. El exceso de opciones fragmenta y desarticula la cooperación y la solidaridad. De ahí que, todo lo que no sea “satisfacción” provoque desdicha y sufrimiento, además, un creciente número de vidas destrozadas por la desolación, sin perspectivas.
Desde la antigüedad se ha planteado por revolucionarios, filósofos y pensadores que el objetivo primordial en la vida es la felicidad pública. La cual, si concordamos con Hardt y Negri (2009/2011), debería retomarse como concepto político e insistir en su naturaleza colectiva como condición pública y no privada. Por lo tanto, la felicidad debería ser el objeto de cualquier gobierno, sin dejar de lado que la felicidad es un efecto activo y no pasivo, de tal forma que como lo muestran los autores, la multitud, entonces, debe gobernarse a sí misma para crear un Estado de felicidad duradero.
La felicidad no es un estado de satisfacción que acaba con la actividad, sino un acicate del deseo —o más bien de la voluntad— un mecanismo de aumento y amplificación de lo que se quiere y se puede hacer, con este sentido es el proceso para desarrollar nuestras capacidades para la toma de decisiones democráticas y capacitarnos para autogobernarnos.
Como señalan Hardt y Negri, no hay un movimiento automático al progreso, ninguna garantía de que el mañana será mejor que hoy, solo el reconocimiento de que esa contingencia no debería llevar a nadie a una conclusión cínica o ignorar el hecho de que está también en nosotros mejorar este mundo, nuestras sociedades y a nosotros mismos. Así el progreso se medirá por los poderes crecientes de consumar la felicidad común y de formar un mundo mejor, para eso necesitamos restaurar nuestras concepciones políticas sobre la felicidad, alegría, amor a la vida y a los seres humanos. Implica romper con la miseria de la condición de estar separados de lo que uno puede hacer de lo que uno puede devenir.
Hoy más que nunca se necesita un gobierno de la multitud que mande obedeciendo, para que las personas atraviesen las fronteras de su autocreación política. Por supuesto que esto no lo permitirán los poderes dominantes, ni siquiera van a reconocer las mínimas condiciones de sobrevivencia. Frente a ello, como lo señalan los autores antes citados, no podemos sólo lamentar nuestra mala suerte y regodearnos en la melancolía del pasado. Pero la respuesta más adecuada tampoco sólo es la risa, sino la mirada compañera, no como consuelo o debilidad sino como signo de estos tiempos, como potencia de vida, para con ello atrevernos a la construcción y organización de prácticas políticas comunes, para mostrar no sólo la singularidad de nuestra multitud sino nuestra pulsión de y por la vida. Por lo tanto, la felicidad y el amor sí tienen un lado obscuro, se requiere la destrucción de los deseos y prácticas ligadas a la esclavitud bajo las que se duerme, destruir los cimientos e instituciones que corrompen la materia común del ser humano.
Más allá de lo que sucederá, siguiendo a Bauman (2003 [2013]), una vez que los seres humanos se deshagan de dioses, eternidades y que el hombre se concentre en «exprimir de la vida cuanto ésta pueda dar, pero sólo para alcanzar la felicidad y la alegría en este mundo», porque el conocimiento de que la vida no es sino un momento efímero, que no se ofrece segundas oportunidades, cambiará la naturaleza del amor y la felicidad, pero también abrirá nuevas expectativas, formas no conocidas de convivir en el mundo. Nuevas maneras de ver el amor, por ejemplo, el amor poseído de Hardt y Negri (2009/2011), con los elementos teóricos formulados desde la multitud de los pobres al proyecto de la alter-modernidad o desde la productividad social del trabajo biopolítico, los cuales tienen el riesgo de perder su potencia si no están animados en un proyecto más coherente con un concepto central que puede ser el amor, pero no ese amor corrompido como carga de sentimentalismo, el amor como potencia, movimiento, sobrevivencia concepto esencial para la teoría y práctica política.
Para comprender el amor como un concepto filosófico y político Hardt y Negri (2009/2011) dicen que resulta útil empezar desde la perspectiva de los pobres y de las innumerables formas de solidaridad y producción social que podemos reconocer por todas partes.. Entonces la solidaridad, el cuidado de los demás, la creación de comunidad y la cooperación en proyectos comunes son mecanismos esenciales para la sobrevivencia, muestra cómo las personas nunca están solas, sino siempre llenas de potencia e invención. Cuando hacemos causa común formamos un cuerpo social más potente que cualquiera de nuestros cuerpos individuales, construimos una subjetividad nueva y común, de ahí, que el amor sea visto como un proceso de producción del común y de subjetividad (Hardt y Negri, 2009/2011). Pero también una fuerza política nueva que se reconstituye en los cimientos de la cohabitación social. 4
El amor —en la producción de redes afectivas, disposiciones de cooperación y subjetividades sociales— es una potencia más que económica, concebido de esta manera, el amor no es, como suele ser caricaturizado, espontáneo o pasivo. No nos ocurre sin más, como si fuera un acontecimiento que llega místicamente desde algún lugar, por el contrario, es una acción, un acontecimiento biopolítico planificado y realizado en común. Cuando nos involucramos en la producción de subjetividad, el amor es productivo, no estamos creando objetos ni mucho menos mercancías; por el contrario, estamos produciendo un nuevo mundo, una nueva vida social.
Bauman (2005 [2013]) se pregunta ¿qué hay de malo en la felicidad?, apoyado en lo que plantea Michael Rustin y otros investigadores que observan, incluyéndonos, que las sociedades tal vez se vuelvan más prósperas pero no más felices. Parece que la búsqueda de la felicidad fuese un artificio, al igual que el progreso fue una de las grandes promesas de la modernidad. Hasta hoy todos los datos empíricos muestran que no hay una relación geométrica entre una riqueza mayor, la cual se consideraba la principal ruta para lograrla, y un mayor nivel de felicidad, la presente investigación encontró una separación entre felicidad y satisfacción con la vida. Parece suceder a la inversa, un índice social que crece de forma espectacular junto con el aumento del nivel de vida es el de la criminalidad, hay más robos, asaltos, crímenes, tráfico de drogas, tráfico de armas, explotación sexual, más corrupción y también más impunidad.
            El capitalismo reemplazó otras formas de vida bajo el supuesto del derecho humano de la búsqueda de la felicidad, porque se aducía que era más rápida esa vía y mucho más efectiva. La caída del muro en el antiguo Berlín, mostró cómo la muchedumbre corría a los aparadores para obtener los bienes prometidos, esa fue una de las primeras desilusiones que ya anunciaban lo que hoy tenemos.
La pregunta sobre si el crecimiento económico traería bienestar y felicidad está contestada. De ahí que quepa preguntarse ahora cómo debemos vivir hoy, con más rapidez pero menos reposo, con más dinero pero más antidepresivos, más automóviles y más accidentes, más estacionamientos pero menos casas para vivir, con más botellas de agua embotellada y menos agua pura. Sí, tal vez, hay más guarderías y deberíamos preguntarnos por qué no estamos más tiempo con los hijos, hay más escuelas pero mayores dificultades para pensar, sí, las latas se abren más fácil y eso nos da más tiempo para ir al gym y comprar aparatos que no requieran de esfuerzo. No está claro, dice Zygmunt Bauman la altura del valor añadido de felicidad de los productos cuya ausencia o escasez tratamos de compensar Bauman (2008 [2013]).
El valor de reunirse alrededor de una mesa llena de alimentos que hemos preparado con la idea de compartirlos, o ser escuchados con atención y sin prisas, por una persona importante a quien realmente le interesen los pensamientos más íntimos, esperanzas, temores y sueños. Muchos de esos valores no tienen etiqueta de supermercado, no tienen código de barras, no tienen precio. Hay un común denominador de las cosas que no pueden ponerse a la venta son imposibles de cuantificar. Aún a pesar de todo y de la decadencia de la cultura occidental, enajenación y automatización de los procesos de trabajo que conducen a un desequilibrio mental; aún podemos parafrasear a Chaplin “todo el mundo es feliz, salvo que no lo sentimos”.
Siempre ha sido necesario encontrar a un diablo, un espíritu, duende, bruja o a quien quemar para satisfacer nuestra sed de venganza o sacar nuestras frustraciones, lo nuevo es que la presencia espacial de esos merodeadores se ha vuelto un sentimiento común, se ha filtrado a los lugares más íntimos. Ahora la expulsión de calles y plazas públicas de los feos o lo sucio, al igual que los exorcismos del pasado, se han reconocido como un despropósito gubernamental, para aducir protección de los peligros que nos inquietan.
Se trata de montar un espectáculo para mostrarse, aparentar ser duros contra el crimen, rígidos contra la corrupción, insertar en el debate público la política del miedo, hacer de los espacios públicos lugares más seguros pero menos libres, con mayor vigilancia y con acceso selectivo.
Finalmente se puede señalar que la separación y no negociación de la vida en común es el signo de la fractalización de los diferentes y una de las principales dimensiones de la evolución actual de la vida cotidiana. Por un lado tenemos una felicidad espontánea y fugaz, por el otro el amor se aprisiona y se individualiza, pero más allá de eso la búsqueda incansable del ser humano por sobrevivir, por vivir en el mundo hace que a cada encuentro con ambos aspectos siempre se necesite una nueva búsqueda.

1 Una institución desde esta perspectiva es “cualquier creación que, con independencia de los recursos que utilice, apunta a establecer o restablecer regulaciones de vida inmediatas, no sujetas a reflexión” (Blumenberg, 2013, p. 77).

2 El status naturalis en Hobbes es “ese estado de insostenibilidad racional, de implicaciones letales, no sólo y no en primer lugar por presunciones antropológicas adicionales sobre la crueldad o la agresividad del hombre como lobo” (Citado en, Blumenberg, 2013, p. 45).

3 Al preguntar por el sentido de la vida, una respuesta la encontramos en Niels Bohr: al responder, “El sentido de la vida es que no tiene sentido decir que la vida no tiene sentido” (Citado en, Blumenberg, 2013, p. 70).

4 Esto significa “que el cambio es posible en el nivel más básico de nuestro mundo y de nuestro sí mismo y que se puede intervenir en este proceso para orientarlo con arreglo a nuestros deseos, hacia la felicidad” (Hardt y Negri, 2009/2011, p. 379).