Capítulo 2
“Esta excesiva necesidad de un futuro radiante separó al presente de todas las épocas y experiencias pasadas. Aquellos que habían vivido antes estaban aún más lejos que nunca en toda la historia. Sus vidas se volvieron muy lejanas de la excepción única del presente. Así, durante dos siglos, la “promesa” futura de la historia garantizó a los vivos una soledad sin precedentes.”
—El alma y el operador, John Berger, Cumplir con una cita, 1992. p. 218
El progreso como una imagen constituida en realidad le otorga emanencia y trascendencia a las ideas del bienestar, en este capítulo se presenta un análisis desde su etimología y filosofía política, desde Sócrates a las concepciones de estructuración social, construcción del Estado y las nuevas formulaciones sobre la cultura, para dar cuenta de cómo el principio de la necesidad del bienestar como exigencia política, aduce a nuevas formas de existencia y de resistencia en un entramado de modernidad y ambivalencia, que está procurando las vías hacia un nuevo orden social. Implicando que se asuma una nueva actitud y conocimiento de los riesgos de estos tiempos, donde ha quedado atrás la existencia de una sola conciencia de nuestra época.
La búsqueda de nuevos indicios sociales más allá de la tradición del desarrollo o de sus formas de apropiación permite analizar las nuevas funciones de un Estado en crisis que ha traído la limitación física del espacio de vida, emergiendo nuevas elites políticas más preocupadas por la actuación pública, con sus respectivos rituales, que por resolver los problemas de la gente, políticas institucionales que se desarrollan desde nuevos espacios de poder multinacional, la conformación de elites para el mantenimiento de la gobernanza, construidas bajo una óptica militar y una permanente desigualdad, donde las propias instituciones cumplen su rol de distribución. Luego observamos que la actual desintegración de la fe en el progreso ha traído un desdoblamiento de la vigilancia social, técnica y tecnológica que repercute sustancialmente en nuestras vidas, donde la desconfianza en la autoridad es el signo del actual acontecimiento de la crisis estructural del sistema capitalista.
Reflexionar el sentido de los cambios, que tienen lugar en el entorno, ha hecho que nos preocupe la idea sobre el viejo y siempre renovado problema del progreso. Desde la antigüedad aristotélica hasta el siglo XXI, la idea de darle sentido a la historia de la humanidad ha discurrido por múltiples e intrincados caminos, que en mucho se asemejan al laberinto del minotauro, pues más pronto que tarde, ha de enfrentarse a la bestia.
Para reconocer lo que es hoy el progreso, podríamos recurrir a la explicación de los valores como estimativa general, la cual dibuja magistralmente José Ortega y Gasset como cualidades donde el hombre va obteniendo una creciente experiencia a lo largo de la historia (1964). La idea de progreso mueve a una reconstrucción de la historia como un proceso de descubrimiento de valores, donde cada época parece haber tenido cierta sensibilidad para reconocer unos y cegarse a otros. Esta experiencia invitaría a explorar que hay un cierto perfil estimativo de los pueblos como un sistema típico de valoraciones que rebelan y definen cierto carácter general de una época.
Para Nisbet (1980/1994, p. xiii) el progreso es más que un avance material, moral y espiritual “The concept of progress-of slow, gradual, and continuous change that is uniform in its large encompassment of the human race, has been for several centuries the means of accounting for cultural differences among the peoples of the world”. Como una idea del cambio lento, gradual y continuo, que le da cierta uniformidad al largo acontecer de la raza humana, y ha sido por varios siglos la forma de dar cuenta de las diferencias culturales de los pueblos del mundo. Ciertamente se deben diferenciar, con claridad, aspectos ligados a la idea de progreso como evolución social, historia natural o desarrollo. Lo cual lleva aparejada la idea misma de complicaciones, conflictos y paradojas.
La idea de progreso, que nace en el seno del pensamiento moderno, como centro de la ideología occidental desde el siglo XVIII, parece encontrarse contenida como lo describe Manuel García Morente (2002), en las actitudes fundamentales que el pensar moderno adopta para repensar los problemas de la vida. El ser humano frente a la necesidad de explicaciones coherentes sobre su naturaleza recurre a este idea/concepto y lo lleva más allá de la esfera de la ciencia:
Y trascendiendo de la esfera en que se mueven las ciencias, penetra también en el comercio social de los hombres por las puertas de la técnica, anima las esperanzas de todos, estimula los deseos, orienta los esfuerzos y ofrece la pauta más espontánea y natural al hombre moderno, cuando éste quiere representarse el pasado de la especie humana e intenta imaginar su futuro (2002, pp. 21-22).
Se da a entender que esta idea impregna los sentidos y trastoca los actos humanos, como un bien común de todos, como si fuera una ley inquebrantable de la naturaleza. Así, como el mismo autor señala, se trata de una idea práctica que moldea el pensar habitual, más que una teoría filosófica o histórica, debido a que el hombre de hoy cree que la humanidad ha progresado y, además, que seguirá haciéndolo en términos kantianos. No obstante en estas creencias hay una infinitud profunda acerca de sus disímbolos significados.
Es entonces cierto que, en estas nociones de progreso, se encuentran y dislocan múltiples aspectos de un modo de ser y de pensar que hoy se le ha llamado la modernidad. García Morente desdobla la idea señalando que en cada época de la historia hay un repertorio de ideas, creencias, esperanzas, preferencias y odios, que se generalizan, y forman la personalidad singular del “alma colectiva” de dicho momento. Donde, precisamente estas ideas generalizadas son las que actúan en los individuos y se encuentran más arraigadas. Por ello mismo no se acostumbra preguntarnos por su legitimidad, pues la damos por hecho.
Varios científicos tanto desde las esferas de las ciencias naturales como de las sociales y humanas, hicieron suya la noción de progreso, llegando incluso a mistificarlo. Para pensadores como Darwin, Wallace, Turgot, Condorcet, Saint-Simón, Kant, Hegel, Marx y Spencer, entre otros, el progreso es el impulsor y productor de la razón, la libertad, la igualdad y la soberanía. En el momento que la Ilustración secularizó a la sociedad, el concepto de progreso cobró potencia. Los evidentes adelantos en los conocimientos de la ciencia y la tecnología, el dominio del hombre sobre el mundo de la naturaleza, parecían prueba fehaciente y palpable de la realidad del progreso, para ello, era indispensable la libertad teórica y práctica. Para muchos de ellos, sin libertad no habría progreso.
La idea misma de progreso conlleva entonces la noción de movimiento; como cierta cosa que se mueve hacia una cierta meta. Esta noción del sentido del movimiento nos permite ver que al pasar un efecto o circunstancia, bajo ciertas condiciones, es que una cosa progresa. Tenemos entonces una primera idea: que el progreso es un desplazamiento hacia una meta. Este movimiento, a su vez, puede observarse desde dos posiciones: desde, el punto, hacia dónde va; y desde dónde viene y se aleja; y entonces se le denomina “retroceso” o “regreso”. Un tercer espacio inherente al concepto de progreso es la tercera dimensión del tiempo, la meta del futuro: que visto de una manera integral conforman un plano tridimensional de valores que el hombre les otorga.1
Si el progreso es una idea práctica y si el hombre no sólo es naturaleza sino también historia, entonces la existencia de uno o varios acontecimientos, nos remiten a pensar en el futuro como posibilidad donde se entretejen los signos de nuestra época. Es evidente, como bien lo señala García Morente (2002) “la conducta ética del hombre no puede discurrir al margen de su acción política” (p. 36). Si el progreso se ve desde el punto de vista de la esperanza de felicidad, es válido entonces preguntarse nuevamente por la cuestión kantiana, de si el género humano se halla en continuo progreso hacia lo mejor. Para lo cual, diserta sobre la existencia de una causa posible de este progreso, definida esta posibilidad mostrar que esta causa actúa efectivamente, poniendo de relieve un cierto acontecimiento. 2 Para Kant (1784/2005a) en ¿Qué es ilustración?, esta causa permanente que en el curso entero de la historia ha guiado a los hombres por la vía del progreso, es el signo; el signo de la existencia de una causa o una disposición moral del género humano. Este signo es una constante, que hay que mostrar que ha actuado en otro tiempo, que lo hará ahora y se mantendrá. Por consiguiente, el acontecimiento que podría permitirnos decidir si hay progreso, será un signo rememorativum, demonstrativum, prognostikon.3
Este es el problema, señala y se pregunta Foucault (2003), en su Seminario sobre el texto de Kant «¿Was ist Aufklärung?». ¿Existirá, en torno nuestro, un acontecimiento que pueda ser rememorativo, demostrativo y pronóstico de un proceso incesante? Al buscar y reflexionar sobre las pruebas del progreso o de su ausencia en el género humano, y sobre todo; en el derrumbamiento de los imperios, en las grandes catástrofes en virtud de las cuales desaparecen los Estados mejor consolidados, en los cambios de fortunas que abaten los poderes establecidos y hacen aparecer otros nuevos. Foucault advierte, usando las palabras de Kant, sobre voltear a buscar el signo no en los grandes acontecimientos sino en aquellos menos grandiosos. Ello remite a ejemplificarlo al proceso de la revolución francesa, y se pregunta, ¿qué es este acontecimiento que no es, pues, un «gran» acontecimiento?, la revolución no es acaso un acontecimiento resonante, -dice-, ¿no es el ejemplo mismo del acontecimiento que cambia todo? Foucault interpreta en Kant la manera de cómo lo más significativo de la revolución no es el drama como tal, sino su conversión al constituirse en un espectáculo, su manera de ser acogida en su alrededor por los espectadores que no participan en ella pero que la observan, la presencian y que, para bien o para mal, se dejan llevar por ella. Por ello, apunta, la revolución en sí misma no puede ser considerada como signo de progreso.4
El signo del progreso, referente a la revolución, es lo que acontece en la conciencia de aquellos que no la hacen. Lo que significa y lo que va a constituir el signo del progreso es que, en torno a la revolución -diría Kant-, hay “una simpatía rayana en el entusiasmo”. De ahí que, entonces, sea el entusiasmo por la revolución el signo del progreso, como una disposición moral de la humanidad. 5 En este sentido la revolución es como un foco de espectáculo, no como gesticulación, como reflector de entusiasmo para quienes la presencian, y no como principio de sacudida para los que participan en ella. Si acaso la revolución acabara en fracaso, o si todo volviese de nuevo a su mismo cauce, el principio está en que su pronóstico filosófico no perdería nada de su fuerza. Pues ese acontecimiento es demasiado grandioso, se halla estrechamente ligado al interés de la humanidad. Está diseminada por el mundo la causa de su influencia, para siempre está la tentativa de su repetición. Al mismo tiempo Kant y Foucault muestran el rostro de la actualidad que existe en la revolución, al igual como acontecimiento de ruptura y sacudida en la historia, o como fracaso, pero, a su vez, como valor, como signo de una disposición que opera en la historia y el progreso del género humano.
Entonces el acontecimiento, resultado del progreso social, en todas las esferas de la vida no es en sí mismo lo que acontece, sino su imagen, como signo reiterativo de quienes, expectantes, observan constantemente su propagación y se dejan llevar por ella.
2 En síntesis, la fijación de una causa nunca podrá determinar sino efectos posibles o, más exactamente, la posibilidad del efecto; pero la realidad de un efecto sólo podrá ser registrada por la existencia de un acontecimiento.
3 Es necesario “que sea un signo que indique que esto ha sido siempre así (es el signo rememorativo), un signo que haga patente que las cosas suceden actualmente de esta forma (es el signo demostrativo), que muestre en fin que esto sucederá ininterrumpidamente de esta manera (signo pronóstico)” (Kant, 1784/2005a, p. 31).
4 Lo importante entonces no solo es el proceso revolucionario en si mismo, si fracasa o tiene éxito, esto no tiene nada que ver con el signo del progreso. “El fracaso o éxito de una revolución no son signos de que haya o no progreso. Más aún, si a alguien le fuera dado conocerla, saber cómo se desarrolla, y al mismo tiempo conducirla a feliz término, calculando el precio necesario de esta revolución, pues bien, este hombre sensato no lo haría. Por tanto, como «inversión» «retournement», como empresa que puede triunfar o fracasar, como precio demasiado elevado a pagar, la revolución en sí misma no puede ser considerada como el signo de que existe una causa capaz de sustentar a través de su historia el progreso constante de la humanidad” (Foucault, 2003, p. 63).
5 El entusiasmo por la revolución es el signo que ubica Foucault en Kant, de una disposición moral; “esta disposición se manifiesta permanentemente de dos maneras: en primer lugar, en el derecho de todos los pueblos a darse la constitución política que les conviene y, en segundo lugar, en el principio conforme al derecho y a la moral, de una constitución tal que, evite, en razón de sus propios principios, toda guerra agresiva” (Foucault, 2003, p. 64).