Palb se despertó con la sensación de bienestar que siempre sentía después de haber dormido de un tirón. Pero pronto le abandonó cuando empezó a pensar en el día que se le venía encima. Todavía sin querer levantarse, dejó que su mente y sus ojos vagaran por la cueva. Del fuego sólo quedaban rescoldos. Leru, su compañera, yacía acurrucada junto a él en su rincón de la caverna. Ronroneaba plácidamente bajo una de las pieles. Palb, después de observarla durante un rato, pensó que no resultaba ni la mitad de atractiva que durante el día. Al calor de lo que quedaba del fuego, sus cuatro retoños dormían increíblemente silenciosos. Pronto abrirían los ojos y ya no dejarían de hacer ruido ni de estarse quietos hasta que cayeran rendidos al final del día. Se incorporó un poco y divisó los bultos que formaban los cuerpos del resto del grupo. Ya alguno se desperezaba, otro, medio levantaba los párpados. Aquella tranquilidad iba a cambiar en breves momentos.
Hoy irían a cazar al oso de las cavernas. Lo habían divisado ayer mismo en la vaguada de la roca negra. Ese pensamiento le produjo un aguijonazo en la boca del estómago.
«¡Por el gran dios Tshak! —pensó—. Si ya de por sí es peligroso enfrentarse a uno de esos animalotes, con una boca toda colmillos y con unas garras descomunales, todavía es peor que el cazurro de Güeje esté al mando.»
«Va a ser un desastre otra vez. Más de uno podrá acabar despanzurrado al atacar al animal (quiera el gran Tshak que no sea yo). Pero el hambre empieza a apretar, las verduras, las raíces y las frutas hace tiempo que han sido devoradas; ahora esquilmamos las bayas. Los niños, las mujeres (y nuestras barrigas) ya empiezan a quejarse.»
Aún sin levantarse, y medio reflexionando, se daba cuenta, al igual que todos los demás, que en pocos días tendrían pocas fuerzas para cazar. Con el invierno asomándose, el grupo tendría que emigrar, sin provisiones y expuestos a las inclemencias de unos fríos atroces. Pronto empezarían a morir los niños y luego los adultos. Si ahora había más hombres que los dedos de una mano y mujeres unas pocas más, para cuando acabara el invierno, sobraría con los dedos de una mano para contarlos a todos, si había suerte.
No se descubre ningún gran misterio. El grupo iba realizar una actividad cazadora por una razón muy simple. Necesitaban aprovisionarse para poder seguir viviendo. Se iban a trabajar a la búsqueda de su sustento. ¿Esto constituye una actividad económica ya de por sí?
La respuesta es no. El aferrarse a una tabla después de un naufragio constituye una actividad de supervivencia, que a nadie se le ocurre calificarla de económica. Lo mismo ocurre con la acción de cazar para alimentarse, o el propio hecho de alimentarse. Podemos hablar de Economía cuando aparezcan otros elementos en el proceso.
Casi como por arte de magia, todos se despertaron y se pusieron de pie. Las mujeres empezaron a atender a los niños y a repartir las míseras bayas para engañar al estómago. Hubo un rifirrafe entre dos críos por un trozo de carne que quedaba de alguna cena, quién sabe de cuándo, que se saldó con un coscorrón al intervenir uno de los adultos, quedándose como prenda el objeto en disputa. Lo confiscado pronto desapareció en su barriga, antes de dar tiempo a nadie a apelar por el pedazo en cuestión. Dos o tres miradas cargadas de malos propósitos, pero eso fue todo.
Como ya se había decidido la noche anterior, los hombres cargaron con sus palos y hachas de piedra y salieron de la cueva. El aire fresco de la mañana les saludó con un escalofrío que les recorrió las espaldas. Nuestro amigo Palb, medio distraído, recogió una larga tira de cuero con la que los niños jugaban a ver quien lanzaba más lejos una piedra atada a uno de sus extremos.
En el camino, no dejaba de pensar en el oso y en la tira de cuero. Palb sabía que no era el más valiente y que sus gestas jamás serían contadas en las reuniones junto al fuego. En realidad no le importaba en absoluto, le bastaba por el momento que el oso no le alcanzara con sus zarpas, y para ello lo mejor era estar lejos. Pero el grupo no admitía rácanos. Había que dar la cara, a menos que...
«Podría ser posible que le dé al oso desde lejos —iba pensando ensimismado—. Simplemente he de usar este juguete como lo hacen los niños, pero con una piedra más gorda.»
Durante el camino fue fijándose en el suelo hasta que encontró una lo bastante grande y puntiaguda. Tenía el tamaño de tres de puños. Dándole y dándole más vueltas al asunto, ató el cuero a la piedra, mientras curiosamente experimentaba un afán, desconocido en él, de encontrarse con el oso para poner en práctica su invento.
Ya con el sol muy alto lo vieron. Enorme y terrorífico. Mientras empezaban a rodearlo, el oso los descubrió y dándose la vuelta se dispuso a hacerles frente. Se levantó sobre sus patas traseras, alzó sus brazos y mostrándoles sus garras, les lanzó un rugido estremecedor.
Esto, desde luego no contribuía a tranquilizarles en absoluto. Se detuvieron en seco inmovilizados por el miedo, mientras que con ojos muy abiertos miraban una vez al oso, otra, a ellos mismos. El jefe Güeje, desde luego el más bruto de ellos, soltó una o dos palabrotas y se movió hacia adelante haciendo que los demás lo imitaran.
—¡Venga! ¡L...! ¡Moved el c...! Hacia adelante —les ordenó con gritos y bruscos ademanes.
Después de uno o dos amagos de alguno de ellos y alguna que otra piedra que rebotó sobre el cuerpo de la fiera (enfureciéndolo más que otra cosa), Palb empezó a dar vueltas a su artefacto como había visto hacer a los niños.
El peso era mucho. Estaba a unos siete u ocho pasos de su presa. Cuando la piedra y cuero estaban a punto de salir, trastabilló, con el resultado que el proyectil fallara por bastante. Pero lo que había visto nuestro buen Palb, bastó. La piedra había salido tan fuerte que si hubiera a alcanzado al oso, lo habría dejado sobradamente aturdido. Los demás quedaron asombrados porque a todos les pareció que si el invento funcionaba, se iban a ahorrar más de un arañazo.
El palurdo del jefe, no estaba tan de acuerdo, si bien no sabía aún porqué. De todos modos, era cuestión de dedicarse al oso y no a filosofar. Dos gritos más y el acoso continuó.
—¿Qué hacéis ahí plantados como pasmarotes? ¡Os mováis, c...!
Palb no obedeció. Salió corriendo hacia donde había caído su piedra y ya con ella de vuelta, realizó los mismos movimientos para relanzarla.
Se inició por segunda vez el molinete. Sus compañeros quedaron como suspendidos mientras miraban fascinados el giro de la piedra. Sin solución de continuidad, salió de entre sus manos, y en un suspiro, pasó cerca, muy cerca del oso.
Volvieron a mirarse unos a otros. Una bombilla fue iluminándose en sus rostros al comprender lo que se proponía Palb.
Empezaron a hacerle el juego, incluido el jefe que quiso saber en qué quedaba todo aquello. Así que se pusieron a marear al oso y a hacerle fintas, mientras Palb iba a por su piedra. Ya de vuelta, reinició por tercera vez el volteo del proyectil.
La piedra alcanzó pecho, cuello y parte de la barbilla del oso, que vio miles de puntos luminosos dentro de su cabeza a la vez que perdía su sentido del equilibrio, inclinándose hacia adelante y hacia atrás, sin ver otra cosa que las hojas de los árboles dándole vueltas como una noria alrededor de su cabeza.
El grupo vio el impacto, la sangre saliendo de entre sus dientes y sus pasos de beodo, así que sin darle tiempo a recuperar su aturdimiento, el jefe, Buop y Uilt atacaron clavando sus puntiagudos palos de punta endurecida por el fuego, en la carne del oso, sin preocuparse en lo más mínimo de la multiplicidad de agujeros que estaban haciendo en tan hermosa piel.
Lo siguiente ya fue rutina. Le cortaron la cabeza con un hacha y después de abrirle la panza con un cuchillo de piedra, le vaciaron las tripas. Lo ataron sobre una pértiga para transportarlo y comenzaron a andar el camino de regreso. Contentos y relajados, no paraban de comentar el invento de nuestro Palb. Amplias sonrisas, palmadas y una no disimulada admiración se reflejaban en sus rostros cuando, por turnos, examinaban con profunda (experta, casi podríamos decir) atención el artefacto.
—Ya decía yo que este Palb llegaría —decía Buop.
—Ya había pensado antes que lo de los críos podía servir para esto —replicaba Uilt.
A decir verdad, no todos estaban satisfechos. El jefe había comenzado a filosofar y decididamente pensaba que aquello no le gustaba. Ahora tendría que haber sido él quién fuera objeto de la adulación de los demás por su valor e inteligencia.
«Jefe, ¡eres el mejor! —haría la pelota uno, al que el propio Güeje habría salvado durante el enfrentamiento.» «¡Güeje es el más valiente! ¡Viva! —gritarían a coro ahora mismo todos ellos.»
Él, claro con su infinita modestia, restaría importancia a los riesgos que había corrido. Así había sido siempre, y así debería seguir siendo. Pero ahora, nadie le prestaba la más mínima atención. Estaban todos alelados con el tonto de Palb. Un análisis más profundo, le llevó a la conclusión de que aquello no estaba claro, que la cosa era buena y a la vez mala (para él).
«¿Cómo podía ser esto posible?» —se preguntó.
Tal contradicción lo sumió en una profunda intranquilidad. Él también había descubierto algo, aunque no se daría cuenta de ello en su vida. Se había topado con un dilema. Los dilemas funcionan así, si hago una acción, malo, si hago la contraria, malo también. Si felicitaba a Palb, malo, pues ya no sería el «más mejor» del grupo y si se oponía al invento, podría acabar igual de descuartizado que el oso.
Siguiendo la misma línea que el comentario anterior, hasta este momento no se ha producido ninguna acción de tipo económico. Matar al oso más o menos bien, no implica actividad económica, como tampoco recoger frutas y raíces del bosque. Tan sólo son actividades básicas de supervivencia.
Para que se produzca una actividad económica es preciso algo más que una cierta eficacia en la manera de hacer las cosas. La producción masiva de globos aerostáticos en la luna difícilmente constituirá una actividad económica desde el mismo momento que nadie va a comprarlos por no servir en una atmósfera sin aire. Para que podamos juntar las palabras económica y actividad, van a hacer falta más elementos. Producir por producir, hacer por hacer es simplemente producir o hacer, pero nada más. Volvamos a la historia de Palb y comprenderemos el porqué de ello.
Con una inmensa satisfacción entraron en los aledaños del campamento. Más pronto que nunca y sin ningún rasguño, portaban orgullosos su trofeo. El resto del grupo, mujeres, niños y el patoso de Zem, notaron que algo extraño había pasado. Primero con una cierta aprensión y luego de ver que estaban todos y bien, se fueron acercando a los cazadores con la ansiedad de saber lo que había ocurrido.
No se hicieron de rogar mucho y con pelos y señales explicaron los maravillosos acontecimientos que habían sido capaces de llevar a cabo. Sacando pecho, comentaban los fulminantes efectos del misil manual diseñado por Palb. Los oyentes, con la boca muy abierta y con los ojos como platos, miraban ahora al oso, ahora al artefacto, que mostraba en uno de sus cantos la mancha parda de la sangre seca del animal.
Güeje, el jefe, estaba más fastidiado que nunca. Siempre había sido él el centro de la historia de cada caza, y era muy duro ocupar un segundo plano. Así que con un par de bramidos, cortó por lo sano y ordenó a las mujeres que se pusieran a trabajar en el oso.
—Las mujeres a lo vuestro. A preparar el oso.
¡Alto! Aquí aparecen unos terceros que van a realizar una actividad diferente: el hombre ha ido a cazar y la mujer va a desollar y descuartizar el oso. Hay una especialización del trabajo basada en el sexo. En teoría empieza a parecer un esbozo de actividad económica. No obstante, por convención, cuando se trate de relaciones entre miembros de la familia, no vamos a considerarlas como económicas. Al igual que hoy en día, el trabajo del hogar que realiza uno de los cónyuges no se considera como «trabajo remunerado »; en nuestra historia tampoco vamos a hacerlo. (En este mismo sentido, y a fuer de ser purista, tendríamos que considerar que el conjunto de los ancianos de la tribu, sí que hacían un trabajo diferenciado, e importante, aunque no lo vamos a distinguir así, para simplificar.)
Antes de ser quemado en cualquier hoguera, me veo en la obligación de aclarar que esta historia no se narra desde una perspectiva machista. El que los hombres cazasen y las mujeres estuvieran en la cocina, fue una realidad. Hoy en día ya somos muchos los que sabemos que la mujer puede ser peor, igual o mejor cazadora que el hombre, y que éste en la cocina puede hacer auténticos desastres o auténticas delicias. Dependerá de cada cual, no de su sexo.
La cena fue apoteósica. Por trigesimosegunda, o quizás trigesimotercera vez se contó la misma historia. El contento era general, salvo por dos excepciones. Una ya la conocemos. La otra era Zem. Se le había insinuado mediante indirectas, dos o tres empellones, un coscorrón y un estacazo en la mano cuando la alargó a coger un pedazo del muslo, que si no cazaba, no comía. Podría hartarse con todas las bayas y moras que cogiera, pero del oso, nada.
Zem, se sentía incomprendido, y mucho. Tendría que pensar algo. Eso de liarse a trompazos con el oso le parecía poco culto y él estaba destinado a otras cosas más elevadas. Su premio, un puñado de moras, que de todas formas habría de procurarse él mismo, no le parecía que le hiciera justicia.
En el altercado, el pedazo de carne había caído al suelo a escasa distancia del fuego sin que nadie lo notara. Al cabo de un cierto tiempo, el trozo empezó a cambiar de color, de rojo vivo a marrón obscuro, y en una parte a negro carbón. El tufo a socarrado llenó la cueva, y, Cío, una de las mujeres lo cogió, se quemó y con un alarido, lo arrojó a un rincón. Jurando en arameo, la buena mujer explicó que con la comida no se tontea y que eso de desperdiciarla debería estar castigado por la ley.
Güeje, entre grandes risotadas como todos los demás, en un inusual destello de ingenio, le dijo a Zem con bastante mala idea:
—Si quieres oso, puedes comerte ese pedazo, ya que al fin y al cabo tú has sido el causante.
Un sinfín sentimientos pasaron por la mente de Zem. Su orgullo, su sentimiento de transcendencia propia, el ser blanco de las ironías de los demás... Así que decidió, en un arranque de gallardía, pasar olímpicamente de tan deshonesta propuesta. Pero ante las apelaciones y protestas de su estómago y sin sentirse rebajado en lo más mínimo, recogió con mucho cuidado el pedazo y se lo llevó a la boca.
Primero se quemó los labios y la lengua, luego, la parte negra le amargó la boca, así que escupió tan desagradable substancia en dirección a sus pies.
Las carcajadas fueron como el retumbar del trueno. Hacía lunas que no se reían tan a gusto. Con la barriga medio llena, con los próximos días asegurados y al calor del hogar, nada mejor que una sesión de payasadas para sentirse bien.
Uilt, uno de los miembros más obtusos del grupo, como quiera que se divertía mucho, no estaba dispuesto a que se acabara tan pronto la juerga. Así que se levantó, recogió el famoso filete y se dirigió hacia Zem. Blandiendo el puño como argumento de convicción, se empeñó en que Zem le diera otro mordisco. Éste, que ante la fuerza de los argumentos rara vez se resistía, le aplicó una ligera dentellada en la parte menos caliente. Con una docena de pares de ojos mirándole expectantemente, Zem se dispuso a repetir su actuación de escupirlo.
Pero, como un relámpago, pensó que era eso precisamente lo que ellos querían. Si volvía a arrojarlo, volverían a reír y a hacerle morder aquello. Por eso, con mucha dignidad, según él, y con una regocijante cara de aprensión según los demás, fue masticándolo para tragárselo. Cuando lo que esperaba era un fuerte amargor, lo que saboreó fue una exquisita combinación de sabores y sensaciones que nunca había pensado pudieran existir. No hizo falta que le invitaran a repetir la experiencia. Él mismo, levantó la mano y dirigió a la boca el trozo de carne por la misma parte que acababa de ser mordida. Esta vez, el bocado fue enorme, glotón. Las expresiones de los demás cambiaron de las de burla a las de perplejidad y finalmente a las de curiosidad.
Zem se tragaba con enorme satisfacción el filete. Acababan de presenciar en directo el nacimiento del arte de cocinar.
Como quiera que a ninguno de ellos se le ocurrió que les estaban tomando el pelo, Güeje, le arrancó de un tirón la carne restante, la mordió y a mitad del proceso de masticado, emitió su apreciación positiva al nuevo descubrimiento. El poder acababa de sancionar la introducción de un nuevo sistema en la vida del grupo.
—Acercad la carne al fuego, pero ¡ojo!, sin que se queme y luego probadla —les dijo Güeje actuando como un buen político que sabe ver la oportunidad de aprovechar una situación.
En este momento se daba cuenta que iba a recuperar su prestigio y de paso a arrinconar a Palb. Así lo hicieron, y como todos aprobaron el resultado, alabaron la sabiduría del jefe, quien sintiéndose generoso hizo dos cosas, una consciente y la otra que jamás llegaría a descubrir.
—Zem, puedes comer tu parte del oso —le dijo. Esa fue su acto consciente.
Con ello, segunda consecuencia, había dado lugar al nacimiento de la Economía (¿Eh?)
Un tercero ajeno a la caza y propiedad del oso, había tenido acceso a parte de lo que sobraba de él, al haber prestado un servicio, digamos de asesoramiento, o de conejillo de Indias involuntario, lo mismo da, por el que fue recompensado en justa contraprestación.
Este punto está deliberadamente exagerado. Su único propósito es poner de manifiesto una disociación entre la producción del «bien» y el disfrute del mismo.
Evidentemente, todos estos descubrimientos no se produjeron en el mismo día, ni en el mismo grupo. Quizá estuvieron separados por decenas de miles de años y de kilómetros. Importa poco a efectos del objetivo perseguido en esta narración. Ya indicamos que íbamos a permitirnos alguna que otra licencia. La leyenda que tanto aparece en las películas, «Los personajes aparecidos en esta obra son ficticios y cualquier parecido con acontecimientos reales, es pura coincidencia», es perfectamente aplicable a este libro.
De todos modos, reflexionando un poco más, no es improbable que, de entre las primeras transacciones, bastantes fueran intercambios de bienes por servicios. Personas de la misma tribu, pero no de la misma familia, que ofrecieran ayudas, curas, oraciones, etc. y que recibieran en pago, algunas provisiones. Se trató, en todo caso, de situaciones esporádicas. Todavía no de una actividad generalizada.
En cuanto a tomar los alimentos «cocinados», la tribu abandonó esa moda a los pocos días. Quizá hubo una discusión acerca de la vuelta a una alimentación más natural. Parece que no fue hasta hace unos pocos miles de años que la Humanidad usó el fuego para preparar los alimentos, aunque no exista sobre este extremo un acuerdo generalizado.
El día siguiente fue muy placentero para el grupo. Como para sumarse a la celebración, el tiempo mejoró, llenando el otoño de un azul deslumbrante que rivalizaba con el dorado majestuoso de las copas de los árboles. El sol, por su parte, contribuía proporcionándoles un cálido confort.
El grupo estaba fuera de la cueva gozando del aire libre a sabiendas que los días de bonanza estaban dando sus últimos coletazos. No parecía preocuparles mucho el futuro, tenían carne de sobra, para más de cinco (|||||) días, casi toda una eternidad. En esos cinco (|||||) días, con todas sus fuerzas al completo, podrían hacer muchas cosas. Pero no hoy, hoy era el día después de la caza, o sea, festivo. Era una tradición que venía de antiguo y que era seguida escrupulosamente.
La festividad consistía en que, a parte de un breve acto de gratitud hacia Tshak, los niños podrían jugar (pero eso ya lo hacían todos los días), los hombres dedicarían todo el día al difícil arte de no hacer nada (a excepción de las siete necesidades fisiológicas básicas) y las mujeres, por su parte, harían lo de todas las jornadas, además de aguantar a sus hombres (y satisfacer algunas de dichas necesidades).
Dedicados como estaban a la vida contemplativa, una voz chillona les arrancó de su ensimismamiento.
—Cuéntame otra vez cómo Palb mató al oso —preguntó uno de los mocosos a Buop.
Buop se estaba convirtiendo en uno de los admiradores más destacados de Palb; lo que desde luego no favorecía su carrera política, puesto que Güeje estaba pensando seriamente apartarlo de sus listas electorales.
Buop se dispuso a contar con toda clase de gestos la hazaña, pero como estaba al aire libre, a pleno sol y fuera de la cueva, de dos zancadas, pensado y hecho, se metió en la susodicha cueva para salir al poco con el aparato en la mano, presto a hacer una demostración en vivo.
Hete aquí la piedra dando vueltas, la totalidad del grupo mirando el espectáculo y el artista de Buop en medio de todo... Pero como las armas las carga el diablo, el cuero, finalmente, se rasgó, de suerte que un pedazo quedó fuertemente agarrado a su mano y el otro acompañó a la piedra en su recorrido. La cabeza del proyectil junto con su cola, describieron un arco hacia arriba y hacia atrás, dirigiéndose, ya en sentido descendente, hacia Cío, quien paralizada, no pudo hacer otra cosa que observar fascinada su caída.
Casi como esperando el ruido sordo de la piedra golpeando sobre la carne, se encogieron de hombros entrecerrando los ojos.
Cuando todos los utensilios esparcidos a los pies de Cío saltaron por los aires hechos añicos, ocurrieron varias cosas simultáneamente. Cío, ametrallada por astillas y piedrecillas, brincó como impulsada por un resorte, volvió a usar el arameo para maldecir a Buop, y el grupo, al unísono, se levantó para socorrer a la accidentada.
El incidente no fue a mayores porque sujetaron a Uilt, su compañero, y además porque Buop se comprometió a entregarle su ajuar de algunos caparazones, palos, quijadas y huesos, como compensación por el destrozo causado. Se acababa de producir el primer accidente en pruebas experimentales de armas de caza.
Ya olvidado el incidente, dedicaron su atención al arma y a la necesidad de repararla. No sólo eso, sino que alguien propuso la idea de construir alguna que otra más.
Zem, bastante más habilidoso, se las ingenió para hacer un duplicado más resistente al trenzar dos tiras de cuero que ató a otra gran piedra.
Tener un juguete implica la necesidad imperiosa de jugar con él. Así que todos y cada uno de ellos, se pasaron el resto del día practicando con su artefacto, sin que a decir verdad lo hicieran del todo mal.
Al caer la noche, el grupo se retiró a la cueva, donde después de cenar, hubo reunión del consejo.
—Hemos de seguir viajando —fue la frase de Cío que inició formalmente el asunto.
En realidad, no hacía falta que hubiera dicho nada. Ya todos lo sabían. Había que seguir moviéndose ahora que podían, sin que el hecho de abandonar esos parajes les representara ningún trauma. El resto de la discusión se limitó a unas pocas instrucciones intranscendentes y comentarios banales. Se levantó pronto la sesión y se fueron a dormir.
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La tribu había recalado en la zona hacía unas cinco lunas. Venían de donde sale el Sol, e iban camino de donde se pone. Normalmente, no habrían pasado tanto tiempo en el mismo sitio, pero aquella área era perfecta. Una amplía caverna, cuyo dueño, un oso, sirvió como cena y manta; la proximidad y abundancia de agua limpia y fresca, la profusión de vegetación y árboles frutales, gracias a la influencia del río, y sobre todo, la enorme sensación de seguridad y confort que sentían, hicieron que el grupo permaneciera en la gruta más tiempo del debido.
Empezaron por ponerse morados a comer, como nunca en su vida habían podido. Arramblaron con la fruta y tallos silvestres. Y si bien no cazaron mucho, los ciervos y jabalíes acabaron por abandonar el lugar, al darse cuenta de la presencia permanente del hombre.
Por otro lado, la zona frutal, que no era tan grande como creían, al cabo de un cierto tiempo, fue perdiendo frutos al madurar y caerse al suelo donde terminaban pudriéndose.
Nadie daba la voz de alarma, pues todos estaban convencidos que un poco más allá habría comida. Y en efecto, así había sido todos los días, excepto los dos últimos. Por lo tanto, decidieron hacer un tercer intento y averiguar que había más abajo.
El resultado fue, que allá abajo, había un pantano maloliente. La decisión estaba clara. Iban a tener que moverse.
Pero un auténtico aguacero otoñal cayó aquella noche sobre ellos y sobre las montañas. La lluvia continuó todo el día siguiente de un modo irregular, desde simples chispeos a colosales cortinas de agua.
El río, fue creciendo e inundando los parajes adyacentes, y si bien, no hubo, en ningún momento, peligro de que alcanzase la cueva, el resultado fue que quedaron aislados durante cuatro días, hasta que el agua se dignó volver a sus cauces.
Cuando pudieron salir, se encontraron con que la tierra estaba impracticable debido al lodo. Además, el bosque estaba prácticamente arrasado. De los árboles que quedaban en pie, nada les podría servir para procurarse alimentos.
Totalmente hambrientos y descorazonados, fueron arriba y abajo de la montaña, donde la tierra había sufrido menos, con la esperanza de encontrar algo que comer.
No fue mucho, y en los tres días siguientes, consiguieron dar caza a algunas pequeñas piezas y obtener algunos vegetales comestibles.
Lo que conseguían no era suficiente para pensar en levantar el campamento y vagar a la aventura. Ningún grupo lo haría, a menos que estuviera tan desesperado que prefiriera arriesgarse, a sabiendas que iba a perder a la mayoría de su gente.
Lo peor de todo, no era que lo que obtenían fuese poco, sino que cada vez era menos.
O empezaban el camino bien alimentados y pertrechados o llegarían muy pocos. No es lo mismo hacer el camino hambriento y desesperado, a la búsqueda constante de comida, que limitarse a andar y simplemente reponer lo consumido, en una parte al menos. Finalmente encontrarían otra zona en la que asentarse por una temporada.
Así de negros estaban los nubarrones, cuando el propio Palb, descubrió las huellas recientes de un oso que se dirigían hacia una vaguada situada en dirección donde se pone el sol y a bastante menos de media jornada de la caverna. Pero, esa parte de la historia ya la conocemos.
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Muchas, muchas jornadas de viaje. Lentamente se desplazaban por tierras yermas y con poca caza. Iban cargados con las provisiones y sus pocos enseres (no es cosa ir vagando por el mundo acarreando mucho peso). No obstante, no había una gran preocupación puesto que las provisiones no disminuían alarmantemente.
Zem, ni nadie, podía dedicar mucho tiempo a mejorar el artefacto ni a otras cosas que no fueran andar, comer, andar, coger raíces y tallos, andar, cazar, andar, reproducirse y dormir. Parecían ejecutivos modernos que están tan ocupados en trabajar que no tienen tiempo ni para pensar.
De hecho, Zem se convirtió en un hábil cazador (a distancia), en vez de un artesano diseñador y productor de armas. Pero para que eso se produjera eran precisas unas condiciones que en aquellos tiempos estaban muy lejos de alcanzarse. Uno no confecciona una cosa que no pueda llevarse. Uno no produce esa cosa si tiene que estar dedicado constantemente a procurarse alimento.
El caso de Palb, en nuestros días habría sido más rentable, pues, por aquel entonces no existían derechos de patente que le habrían dado acceso a una porción de cada pieza cobrada sin tener que participar directamente en su caza. No estaba la situación como para tales sutilezas. Una palmadita en la espalda, un «te recordaremos en todas las leyendas de la tribu», pero ahora, como todos, a cazar. A Palb, claro, esto le parecía correcto.
Un día, divisaron otro grupo que acampaba en un páramo. Con las debidas precauciones por ambas partes se produjo el proceso de acercamiento. Respetando el protocolo completamente, en la distancia se avisaron, señal de que no pretendían atacarse, alzaron y mostraron sus manos vacías, indicando que no pensaban usar las armas. Estando ya establecido que se trataba de una visita de cortesía, las mujeres y los retoños del grupo de Güeje, salieron de detrás de los hombres y se pusieron a su altura a la vez que echaban a andar despacio. Algo parecido hicieron en la otra tribu. Saliendo de sus escondites, se reunieron con sus adultos, y allí, esperaron a los forasteros.
Cuando entraron en contacto, los hombres, dejando sobre el suelo sus armas, procedieron a estrecharse ambas manos, agarrándose por los antebrazos, símbolo universal de que no ocultaban ninguna arma.
Continuaron durante un buen rato con los saludos rituales y puesto que no había forma de entenderse (sólo algunas pocas palabras parecían significar lo mismo), usaron el lenguaje de las manos para comunicarse.
En medio de tanto formalismo, uno de los miembros de la otra partida se percató del invento de Palb. Señalándolo con el índice, encogiéndose de hombros, alzando las cejas y proyectando su barbilla en dirección a la cosa, hizo la eterna pregunta:
—¿Qué es eso? —(Traducción literal).
La naturaleza humana es de tal forma que le es casi imposible dejar de comunicar a terceros sus logros. Y ellos no iban a ser la excepción. Con alegría, no exenta de precipitación, todos a la vez se aturrullaron en explicarlo. Palabras, gestos, demostraciones y más palabras, gestos y demostraciones. Primero, los de la otra tribu entendieron más bien nada. Luego, poco a poco, se fue haciendo la luz. Quedó claro, que uno de ellos, un tal Palb, había sido el inventor y que con ello se podía cazar infaliblemente (incluso al terrible oso de las cavernas).
La cara de admiración y respeto de los otros fue pago más que suficiente al orgullo de la tribu de Güeje ya que por aquel entonces no estaba de moda pagar por información sobre alta tecnología, (los consultores aún no existían).
Era el momento de narrar por centésimo segunda vez (la primera, sin embargo, para los de la otra tribu) toda la historia de la caza del oso. Ya habían anticipado trozos, pero estaban ansiosos por contar con pelos y señales toda la hazaña.
Al finalizar, los del otro grupo no podían dejar de disimular su admiración, cosa que hizo aumentar la satisfacción de los de Güeje. Inevitablemente, en los anfitriones fue creciendo progresivamente el deseo de poseer uno de los proyectiles. Señalando el primero de ellos con el índice de nuevo, extendiendo, a continuación, la mano abierta en amplio abanico sobre las posesiones de los anfitriones y con los puños semi–cerrados a la altura del pecho moviéndose hacia adelante y hacia atrás, lanzaron su proposición:
—Te lo cambio. Elige lo que te gustaría —(Traducción fidedigna).
«Bueno —pensó Güeje—, esta es una nueva moda que se está imponiendo en nuestros días. El trueque tan sólo llevará unos pocos miles de años, y no es cosa que se diga que no estamos a la última. También hay que pensar que no nos cuesta mucho fabricar uno de estos cacharros, así que veamos que nos ofrecen». Se encogió de hombros y puso cara de póker.
—No sé —(Traducido). El resto, es el extracto literal del acuerdo.
—Mira, tenemos muchas frutas. ¿No te gustaría esa maza? ¿Carne de ciervo? ¿Te has fijado en estos cuchillos? —ofreció el otro.
—No sé, ya tenemos... —respondía Güeje, mientras el resto de la tribu asistía interesado al trato. Finalmente se decidieron por la carne, las frutas, un par de cuchillos y un hacha de piedra. Pararon de pedir cuando los otros empezaron a poner cara de mosqueo.
Durante aquellos tiempos el trueque no estaba muy extendido, a las dificultades de comunicación existentes había que añadir el hecho de que no había mucho que intercambiar. En nuestra definición le dábamos al cambio una importancia fundamental, de hecho lo considerábamos como una condición necesaria. No obstante, el cambio en sí, no es una condición suficiente. En esa época, la práctica inexistencia en términos reales de un excedente, impedía un gran desarrollo de la Economía.
Analizando lo sucedido, ¿qué significaba el acuerdo alcanzado? Por un lado la tribu de Güeje, conseguía unas provisiones que reponían sus existencias garantizando por unos pocos días más su sustento. Por el otro, para la tribu que conseguía el artefacto y la tecnología para reproducirlo, significaba una mejora en su manera de realizar la caza. No está nada mal en principio. Pero eso no implicaba que el grupo de Güeje dejara de depender de su propia caza, ni que los otros no tuvieran que fabricarse en un futuro más artefactos. Ninguno de ellos generaba mucha «riqueza» y ni mucho menos se producía una especialización del trabajo, en el sentido que unos cazaran y otros produjeran armas, que luego podrían cambiar por el excedente de caza de los primeros. Seguían todos haciendo de todo. Se trató de los primeros pasitos, y por tanto hemos de concederles la trascendencia que tuvieron como tales.
Después de proseguir su camino al día siguiente, la rutina del viaje se volvió a imponer. Fueron pasando los días, y el invierno fue alcanzando su pleno apogeo.
Un día sucedió. Zem hacía tiempo que notaba la vista borrosa. Debía entornar los ojos si quería imágenes algo más claras. Pero ese truco le servía de poco en las zonas de poca luz, como en la penumbra de ese bosque donde estaban cazando. Vio tarde un bulto que se le venía encima, precisamente el de un jabalí acorralado. Pateado, ensartado por sus colmillos y mordido en mil partes, Zem quedó seriamente herido. Le atendieron lo mejor que supieron, lamiéndole las heridas e invocando a Tshak por su recuperación.
Permanecieron tres días a la espera de la evolución de Zem, quien no mejoraba. Lo esperaron porque podían hacerlo, tenían alimentos y aquella zona, aunque mala, podría proporcionarles algo. La convicción, nunca expresada en voz alta, era que Zem no se sobrepondría. Los desgarros en muslo y pantorrilla eran muy feos y le tenían inmovilizado. Además, desde hacía poco, daba alaridos, sudaba y la pierna le olía de un modo raro.
De nuevo la decisión estuvo clara. No es que sintieran un especial afecto por nadie. Todos los miembros eran necesarios para el grupo y por eso eran valiosos. Pero no podían permitirse sentimentalismos. De hecho no los conocían. Zem iba a quedarse solo, abandonado a su suerte. Habría un miembro menos.
Cuando levantaban el campamento, Zem se dio cuenta. Con auténtico pánico, redobló sus gritos de que lo ayudaran, que lo llevasen con ellos. Pero sabían que no podían quedarse a cuidarlo hasta que, probablemente, se muriera, ni cargar con él arrastras todo el invierno. Aunque no muriera, sería muy difícil que volviera a poder andar. Ese era un lujo que tampoco podrían permitirse, todos tenían que contribuir a la tribu.
Alguien dejó a su lado un poco de agua y de comida, y sin mirarlo, abandonaron el lugar.
—No me dejéis —suplicaba.
Los gritos aún se oyeron durante un rato, cada vez más lejanos y lastimeros. Pero Zem había salido definitivamente de su mundo. El resto del invierno fue muy duro. La buena suerte parecía haberlos abandonado. Dos niños muy pequeños murieron después de enfermar. Era lo normal. También era normal que murieran los jóvenes. Alocados e imprudentes, se arriesgaban sin ton ni son. Los mayores aunque se lo advirtieran, no conseguían meter en sus molleras la pizca de sentido común que precisaban.
Tres machos jóvenes murieron estúpidamente a lo largo del invierno. Uno se perdió en la nieve (se les decía que era traidora, que no se alejaran mucho si iban solos, que cuidado con las tormentas). A otro lo cazó una manada de lobos (se les decía que convenía alejarse de los lobeznos, que no jugaran con ellos). Y el tercero se las compuso para partirse el cráneo al caer de un árbol (se les decía que no practicaran deportes de alto riesgo).
Como consecuencia de estas muertes, otro problema se les vino encima. Las tres jóvenes compañeras de los muertos estaban preñadas. Sus hijos no iban a tener hombres que los sustentaran, lo que, junto a la abundancia de niños y a los otros dos embarazos en curso, iba a provocar una exceso de población a la que iba a ser muy difícil alimentar. La ley era dura. Los niños sobrantes eran eliminados. Cuando Kiy, la primera parturienta, acababa de expulsar el feto, Leru se lo arrebató y sin darle tiempo a iniciar el llanto, le dobló el cuello. Se lo llevó y arrojó el cadáver a un agujero que cubrió con tierra y piedras.
Kiy conocía lo que iba a pasar. Se lo habían explicado. Pero el sentimiento de dolor que le sobrevino fue tan intenso que le era imposible mitigarlo. La supervivencia del grupo era lo primero, por encima de cada uno de ellos.
Muy poca actividad de la realizada por este hombre de hace unos 200.000 años puede ser considerada como económica. Estaba tan involucrado en conseguir sobrevivir todos los días que no podía dedicar tiempo a otra cosa. Si bien era ya un hombre, dominaban en él los rasgos del depredador. En unas condiciones de vida terribles bajo nuestra perspectiva actual, fue abriéndose paso lentamente y lo que es más importante fue abriendo el camino hacia lo que somos hoy en día.
Nuestra tribu sobrevivió aún miles de años. Su ventaja a la hora de cazar, aún no le proporcionó un excedente que le permitiera «garantizar» su vida, pero mejoró sus posibilidades de conseguir subsistencias, al menos un poco. Y ese poco fue mucho; dice un proverbio que un largo viaje empieza por un sólo paso.
En efecto, y aunque la historia de tan dilatado período, no trajera una gran cantidad de novedades al sistema de vida de este Homo sapiens, durante los siguientes ciento y pico mil años, los neardenthales fueron aprendiendo nuevas técnicas que, gracias a los intercambios con otras tribus, fueron expandiéndose. También empezaron a organizarse mejor, a ser más solidarios con el grupo y a depender cada vez menos del día a día. Hacia el final de su época, y coincidiendo con un periodo glacial, ya eran capaces de conservar alimentos que les permitieran sobrevivir en aquellos terribles inviernos. No obstante, eran una raza que ya no evolucionaba. Habían alcanzado su zenit, cuando otro pueblo, venido del Este, hizo aparición en escena. Probablemente fue el causante de la extinción de los neardenthales. Su menor inteligencia y capacidad de adaptación, haría que fueran siendo arrinconados hacia lugares cada vez más inhóspitos. Aunque, eso es algo que no sabemos a ciencia cierta.
Demos, pues, un salto para encontrarnos con ese otro grupo.
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Nos hallamos ahora, a finales del invierno de hace unos 25.000 años (metro arriba, metro abajo), en una comarca de características nada semejantes a las que hemos descrito anteriormente. Ante nosotros, un panorama helado...
Arropado hasta el cuello y encogido todo lo que podía dentro de sus pieles, Palle avanzaba muy lentamente en medio de la ventisca. Por la posición del sol y la distancia que le faltaba por recorrer, se daba cuenta de que iba a tener muy difícil llegar a su campamento antes de la caída de la noche. Aquella mañana había salido de exploración en busca de huellas de animales que el grupo pudiera cazar. También de alguna zona con raíces comestibles, que habría que desenterrar. Le llevó más tiempo del previsto porque tuvo que dar varios rodeos motivados por las profundas grietas en el hielo con que se encontró a lo largo de la ruta. Cuando los síntomas de la ventisca aparecieron, Palle, se dio la vuelta hacia su campamento con el corazón encogido. Apretando el paso y sin que el miedo le hiciera en ningún momento cometer un error, siempre fatal en la nieve, fue recorriendo de regreso el camino hacia la seguridad del grupo.
Ahora, en medio de la tormenta y con la noche excesivamente próxima, era el momento de pensar qué hacer. La temperatura ya estaba cayendo y en breve, sería de tal magnitud que ningún hombre podría hacerle frente a la intemperie durante mucho tiempo y menos toda la noche.
La memoria colectiva de la tribu marcaba qué hacer:
«Coge ramas con hojas, heno, musgo, paja, todo lo que encuentres. Coge mucho, has de formar un montón que sea como tú de largo y un trozo más, y de alto, poco menos. Ponlo a buen recaudo de los vientos, detrás de una roca o medio entiérralo en la nieve. Luego trénzalo para que no se vuele y por último cúbrelo con tus pieles, sujetándolo lo más fuerte que puedas. Métete dentro y duerme.»
Así lo hizo, y moviéndose con celeridad y habilidad fue amontonando debajo de un gran peñasco que hacía de parapeto contra el viento, toda clase de materiales. Evitaba que se le volaran, colocando encima algunas piedras de tamaño medio. Cuando consideró que tenía suficiente, procedió a formar su refugio y lo remató con sus propias pieles que sujetó a la parte superior del gran haz que había realizado, metiéndose de inmediato dentro.
Mientras el sueño iba venciéndole, el destello de una idea le rondó por la cabeza. Sin ser nada definido, sintió como un cosquilleo en la boca del estómago, la ansiedad de algo importante pero cuyo significado se le escapaba. Con esa sensación se durmió.
Al despertar, confuso, tardó unos instantes en recordar donde estaba. Se encontraba calentito y perfectamente. Sólo la ligera molestia de la hierba en la cara y en la boca, que inmediatamente escupió. Se asomó y comprobó que el sol acababa de salir.
Bien, pensó, es hora de poner manos a la obra. De repente y sin saber cómo, le volvió la inquietante sensación de la noche anterior. Con la cabeza asomando, quedó quieto un buen rato dándole vueltas y más vueltas, sin acertar a saber de qué se trataba.
«Sea lo que sea —se dijo—, volverá a aparecer y si no, es que tampoco valía la pena. ¡Arriba holgazán!»
Se vistió rápidamente después de deshacer su lecho, orinó largamente y emprendió el camino a casa. Intermitentemente le volvía el pensamiento y de la misma manera se le iba. De este modo fue todo el rato, hasta que finalmente llegó al campamento.
Salieron a recibirle con indudables muestras de contento y de alivio, especialmente de Leto, su mujer. Palle que en otras circunstancias, ante sus preguntas, habría relatado su incidente con pelos y señales, dándose importancia y destacando su propia inteligencia y sangre fría (pero eso sí, como sin darle importancia, con modestia), no se sentía, ahora, muy comunicativo.
—Me atrasé y como vi que no podría llegar a tiempo, me cubrí con ramajes y pasé la noche al abrigo de un peñasco —fue toda su explicación.
—¡Ah! —le respondieron. Y como por su cara no parecía fueran a poder sacarle mucho más, se dispersaron y cada uno se largó a lo suyo, excepto Guefre.
—¿Encontraste rastros o alguna otra cosa? —fue la pregunta, ya en plan profesional, del jefe.
—No, nada —fin de la conversación. Su cabeza seguía en otro sitio.
El resto de la mañana lo pasó sentado, muy quieto, mirando fijamente un pequeño montón de pieles que el mismo había sacado de la cueva.
Leto, intrigada lo dejó estar un rato. Después de Yirna, la mujer de Guefre, Leto era la más importante del grupo. No sólo por su sabiduría sino también por su presencia física y carácter, dominaba a todos sin necesidad de la autoridad que representaba ser la mujer de alguien. De impresionantes dimensiones, sus caderas y pechos eran el ideal de fecundidad y feminidad deseadas por todos los hombres. Había dado a luz muchos niños, la mayoría de ellos sanos y robustos. Cinco sobrevivían y todavía tendría muchos más. Algunas veces recordaba a Palle, antes de emparejarse definitivamente con él, entregándole una hermosa estatuilla suya, que la representaba encantadoramente. Palle siempre había sido ingenioso y habilidoso.
Cuando lo consideró oportuno se dirigió a su pareja.
—¿En que estás pensando todo el tiempo? —le espetó.
—No lo sé. Algo me ronda la cabeza desde que me hice el refugio anoche —fue su respuesta.
—Cuéntame —le animó a seguir Leto.
Mientras lo escuchaba, una imagen se le fue formando en su mente. Lo estaba viendo. La peña, el montón de paja y hojarasca, todo tapado por las pieles, y a Palle dentro, al abrigo de los elementos. Esa imagen era muy fuerte. ¿Por qué hemos de depender de las cavernas para poder vivir en una zona? El refugio de Palle era la respuesta. ¡No harían falta las dichosas cavernas!
—Haz otro refugio —le indicó Leto. No era momento de grandes explicaciones. Había entendido la preocupación de su marido y sin teorizar en lo más mínimo, quiso ver aquello, palparlo y probarlo.
Palle, que conocía a su mujer y la fuerza de su carácter obedeció. No habían sido infrecuentes las trifulcas, hasta que paulatinamente fue comprendiendo que Leto mandaba en su reino, como todas las madres de la tribu. Además, la idea le parecía excelente y se preguntaba porqué no se le había ocurrido a él primero. «Si hasta he sacado yo mismo las pieles», pensó.
Con su ímpetu habitual, Palle se puso a la faena. Mandó le ayudaran sus dos hijos mayores, a los que envió a por rastrojos. Los chavales, medio extrañados medio divertidos, comenzaron a amontonar las brozas, yendo con cuidado de que no se les volara todo en un repentino ramalazo de aire.
Cuando Palle consideró que las medidas eran adecuadas, lo cubrió por encima, atando las pieles entre sí o ayudándose con algunas hojas largas que había trenzado previamente. Al acabar retrocedió varios pasos y contempló su obra. No estaba mal. No se parecía a nada de lo que él conociera. Que supiera, no existía ningún animal todo barriga multicolor, sin cabeza ni patas.
—Bueno, esto ya está. Llamad a vuestra madre —ordenó a sus chicos.
Leto llegó, lo vio y se metió dentro. Pasó un rato y salió. Dos conclusiones había sacado, se estaba bien (caliente y cómodo) y que tanta paja era una lata. Ese era el refugio que ya conocían. Como algo provisional resultaba pasable, pero no era lo que necesitaban para solucionar sus problemas de vivienda.
Mientras tanto, los críos y restantes curiosos se fueron alejando, pues allí parecía que no existía ya nada de interés.
Leto se volvió a meter dentro del refugio, donde se las ingenió para vaciar la parte de arriba, quedando una zona libre entre la paja y las pieles. La razón por la cual no caían las pieles al nuevo nivel de la paja era, evidentemente, la cabeza de Leto.
—Dame un palo —pidió a Palle, asomando la cabeza. Este encontró una lanza de juguete de los críos y con ella en la mano la alzó en la distancia en dirección de Leto.
—¿Te vale ésta? —gritó desde el otro extremo del campamento.
Leto, ya con el palo dentro, consiguió plantarlo a modo de mástil en el centro del refugio. Como quedaba corto, vació más hierbas y logró mantener una cámara de aire. Poniéndose de rodillas, las hierbas le llegaban a la altura de los hombros y las pieles se encontraban unos pocos dedos por encima de su cabeza.
—Pasa, Palle —le pidió.
Este para entrar, apartó más paja. Una vez dentro, dio una mirada circular a su interior y sintió la misma sensación de bienestar y abrigo de la noche anterior. Era como cuando de pequeño, al jugar al escondite, conseguía un sitio oculto y se tapaba con algunas ramas o matorrales. Tenía ese sentimiento de estar mágicamente aislado y protegido. Nadie le podía ver, nadie le podía atacar.
Por lo demás, allí dentro la temperatura era muy agradable. El calor de los dos cuerpos calentó no sólo el interior, sino que inflamó a Palle. De rodillas, como estaba, hizo que Leto se inclinara hacia adelante y la tomó. Como la cosa más natural del mundo, nadie prestó atención a los meneos de las pieles y a los gritos ahogados que surgían de la tienda. Se quedaron, luego, adormecidos.
Al poco tiempo, los ruidos normales del campamento les fueron llegando haciéndoles volver lentamente de la semi– inconsciencia de la siesta.
Leto y Palle se pasaron los siguientes días trabajando en aquel proyecto de tienda. Habían quitado casi toda la paja. Sólo dejaron una poca a modo de alfombra. El mástil, ahora mas alto y robusto, lo hincaron ligeramente en el suelo, y unieron las pieles con trenzas y pequeños palos tapando los resquicios por los que pudiera entrar el aire frío del exterior. Dejaron sin unir una pequeña rendija por la que poder entrar y salir. Por la parte del suelo, sujetaron los bordes con piedras.
La tienda era pequeña, muy puntiaguda, alta en el centro y con unos laterales que rápidamente descendían hacia al suelo. El palo en medio, restaba movilidad en su interior. Más de una vez lo habían tumbado de un empellón involuntario, cayendo las pieles suavemente sobre el ocupante descuidado. Por ese motivo, lo acabaron clavando profundamente en el suelo.
Una noche, no tan fría como las anteriores, abrigados con más pieles que nunca, dijeron al resto de la tribu, que iban a dormir en su tienda. Sentían ese impulso, algo desde dentro de ellos les impelía a hacerlo. En verdad, era Leto quien tenía tal impulso y la que había manifestado ese deseo. Palle, la siguió porque no pensaba dejarla sola. El resto del grupo, al igual que se repetiría innumerables veces a lo largo de la Historia, se burló de ellos y los tomó por tontos, sino por locos.
Pasaron la noche más despiertos que dormidos. Excitados y temerosos, se preguntaban continuamente si se sentían bien. Con el acuerdo expreso de que a la más mínima señal de frío o peligro saldrían corriendo hacia la caverna. Sin fuego, pero muy bien aislados del frío y de la nieve, pudieron aguantar la noche. Un par de veces oyeron los pasos de Bope, su amigo, que vino a interesarse por ellos, no fuera que su aventura acabara de mala manera. Le aseguraron que todo andaba bien, con lo que más tranquilo, pero poco convencido, hicieron que se volviera a su lecho. El alba les sorprendió abrazados. Las dos capas de pieles, las de la tienda y las que actuaban como mantas, los mantuvo calentitos.
Leto y Palle, acababan de construir una cabaña, la primera. Totalmente rudimentaria y poco funcional, si bien conseguía su primer objetivo, resguardarlos del frío del exterior.
Esta cabaña, a la que habían dedicado muchas horas de trabajo, en sí misma, no tenía nada de «valor». Ningún miembro de la tribu, salvo nuestra pareja, sentía el más mínimo interés por ella, ni tampoco les proporcionaba utilidad alguna porque la cueva les era más que suficiente en amplitud, comodidad y seguridad.
Por tanto, lo que habían hecho Palle y Leto no podía ser considerado como una actividad económica. Imaginemos dos niños en la playa haciendo un castillo de arena.
Al explicar todo esto, imagino, estoy creando confusión más que aclarando cosas. No nos preocupemos. Retengamos sólo una cosa, nuestros amigos han construido algo, impulsados por una fuerza interior que desconocen y cuya finalidad tan solo perfilan vagamente.
Yirna y Leto se llevaban a morir. La una pensaba que la otra era una métome en todo, que de todo quería enterarse o que de todo pretendía saber. Sin el más mínimo miramiento a su condición de la mujer de Guefre, osaba contradecirla y criticarla. Yirna, según la costumbre, debía ser objeto de respeto y con el paso de los años, de una auténtica veneración, y Leto se empecinaba en llevarle la contra. No era de extrañar que la tuviera atravesada como un hueso en la garganta.
La otra pensaba que Yirna era una cabeza hueca integral, más preocupada en que las otras (y en que los otros) le hicieran la pelota y le rindieran pleitesía, que en ocuparse de las tareas que eran necesarias realmente al grupo. Charlatana y mandona, descuidada e imprudente, se dedicaba a pasar el día yendo de aquí para allá, interrumpiendo, molestando y exigiendo pequeñas atenciones que maldita falta hacían.
No era, pues, raro que las chispas saltaran cuando ambas estaban cerca. Siempre que discutían, se diría que temblaban las graníticas paredes de la caverna. Como la pelea continua, cansa y desgasta, llevaban ya algún tiempo practicando sólo la guerra fría. Guerra que se calentaba en cuanto una de las dos veía una buena oportunidad de zurrar a la otra.
Yirna había visto la oportunidad. Estuvo rumiando todo el día lo que «comentaría» acerca de la experiencia de Palle y Leto dentro de aquella cosa toda la noche anterior. Después de la cena, en la cueva y con todos reunidos a la luz del fuego, atacaría.
—¡Qué cosas! Pensaba que tantos días dedicados a hacer una necedad semejante tendría algún propósito —empezó con fuego graneado Yirna—. Parecía que alguien quería librarse de nosotros.
Leto calló y encajó. Los demás quedaron mudos de repente. Olían la electricidad en el ambiente.
—Hacen algo, van a la suya, no oyen nuestro consejo. ¿Y para qué? —continúo Yirna—. Ahora no dicen nada y vuelven. ¿Acaso no somos lo suficientemente buenos para ellos? ¿Es que quieren estar lejos de nosotros?
Una risotada general retumbó en el interior de la cueva. Las burlas y murmuraciones de los días anteriores se materializaron alrededor del fuego con una fuerza que, se diría, hacía que las llamas danzasen más trémulas que nunca.
—La que siempre me está criticando porque no hago nunca nada de provecho... —continúo Yirna, ya cuesta abajo y sin frenos.
—Mi querida Yirna —habló Leto con una suavidad y delicadeza que habría sorprendido a quien no la conociera, sobre todo después del varapalo recibido—, por mí puedes irte a...
—Gracias Leto, tu amabilidad me conmueve —dijo con una sonrisa igual de candorosa que la de su oponente—; tú, siempre, tan amable.
—Yirna, si fueras capaz de mirar más allá de tus narices — empezó el contraataque Leto—, comprenderías que esa «tontería », como tú la llamas, sí que puede sernos útil.
—¡Seguro! Ha servido para que nos dejes una noche tranquilos. Confío que se repetirá.
Leto estuvo a punto de volver a enviarla al mismo sitio y que si esperaba que volviera a dormir fuera, lo tenía claro. Pero, se mordió la lengua a tiempo. Precisamente era lo que pretendía Yirna. Que dijera que no dormiría en ella nunca más, con lo que implícitamente, reconocería que habían estado trabajando en una tontería. La respuesta de Yirna sería tan rápida y cortante que la dejaría malparada para el resto de la discusión. Habría perdido. Y no sólo la discusión, sino que en el futuro, no perdería ocasión para restregárselo por las narices a la más mínima. Eso era algo que no estaba dispuesta a permitirse.
—¡Por supuesto que lo repetiremos! —fue su finta—. Pero no creas que es para que tengas el placer de perdernos de vista. Pensamos irnos dentro de unos días a pescar a los lagos negros, donde estaremos todo el tiempo que queramos hartándonos de peces.
A la vez que improvisaba se volvió hacia Palle, a quien con una mirada dejó sin opción a contradecirla.
—Quien quiera venirse con nosotros dos y los niños, será bien recibido. Pensadlo, días y días comiendo sin parar truchas, percas y cualquier pez que se ponga a mano.
Para consternación de Yirna, la propuesta de Leto hizo mella en varios de ellos, la tentación de comer todo el pescado que quisieran fue demasiado fuerte. Al hombre se le conquista por el estómago, según se dice. Al final, se les unieron no sólo su amigo Bope y familia, si no también los Dag, que eran de lo más majo, especialmente Shemi, su primogénito.
Yirna, que veía perdida la batalla si seguía, erre que erre, atacando a Leto, tuvo que buscar una salida airosa. Y nada mejor que un reto camuflado dentro de una fórmula de cortesía.
—Estoy segura que nos traerás unos cuantos peces a los que nos quedamos a cuidar el campamento —se zafó Yirna de una manera que el guante seguía desafiante (¿Serás capaz de hacerlo?).
—Tenlo por descontado —fue la inmediata respuesta.
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Los siguientes días, además de la actividad habitual, el grupito se dedicó a preparar la excursión a los lagos negros. Las pieles constituían un problema, pues era evidente que no serían suficientes para elevar tres cabañas. Leto, obvió la cuestión, farfullando un no sé qué acerca de críticas poco constructivas. Ya se las apañarían.
Por otro lado, los tres hombres se dedicaron, con auténtico placer, a construir sus arpones. Usaban largos huesos de animales que afilaban en uno de sus extremos a la par que los dentaban hacia atrás para, una vez ensartado el pez, evitar que se escapara.
También pusieron a punto sus armas e hicieron acopio de provisiones. Ya con todo preparado, iniciaron su marcha sin muchas despedidas protocolarias. Jornada y media iba a costarles el camino. Hicieron noche debajo del saliente de una roca que era sitio obligado siempre que iban a los lagos. Al calor del fuego y bien envueltos en sus pieles durmieron hasta que el sol salió. Evidentemente, aquel sitio carecía de las comodidades de una buena cueva pero el sentimiento de aventura les compensó más que de sobra (curiosamente hoy pasa lo mismo, nos encanta dejar por unos días nuestro confortable hogar para pasarlos en contacto con la naturaleza y sus bichos).
Llegaron con el sol muy alto, así que no tuvieron tiempo de recrearse en el majestuoso panorama que se abría ante sus ojos. Era de un contraste maravilloso, con una amplia variedad de colores, el verde casi negro de los bosques, el blanco de las nieves sobre las montañas y sobre buena parte de las tierras que circundaban las aguas, pero sobre todo el azul obscuro de aquella laguna recientemente liberada de sus hielos.
Sin apenas detenerse a reponer fuerzas y comer algo, se pusieron a montar su cabaña. Iba a ser demasiado pequeña. La estructura de un único mástil y la escasez de pieles para montar más de una, tuvo como resultado que pasaran la noche hacinados en su interior, sin poder tumbarse. No fue extraño, pues, que el palo acabara siendo derribado y que las pieles se vinieran sobre sus cabezas formando un bulto irregular, en vez de la airosa tienda que se suponía tenía que ser.
Por la mañana, entumecidos por la mala postura aunque no fríos, salieron de aquel desastre.
—Esto no está nada claro —comentó a guisa de buenos días Dag— otra noche igual y me vuelvo «pa'l» pueblo.
El sentimiento era compartido por todos, pero antes de volver con el rabo entre piernas al campamento, donde serían objeto de las más corrosivas burlas de los demás, decidieron hacer otro intento.
Fue el propio Dag quien tuvo la primera inspiración. A no mucha distancia de los restos informes de la tienda, existía una hoya redonda. Su largo era superior a dos hombres. De hondo, después de haberlo comprobado apartando algo de nieve, llegaba hasta el pecho de Dag en el centro y hasta los muslos, en los lados.
—¿Por qué no quitamos la nieve ahí dentro, lo rellenamos con paja y montamos la tienda sobre ese agujero? —lanzó su pregunta al grupo, pero mirando sobre todo a Leto.
Después de no pensárselo mucho, pues era evidente que allí cabrían todos y necesitarían menos pieles gracias a que parte de las paredes ya existían, se pusieron a la tarea.
Limpiar la hoya y llenarla de brozas fue la parte fácil y rápida. Montar las pieles, era lo que no estaba claro; ni si serían suficientes ni si aguantarían en pie. Después de dos intentos, se hizo patente que sólo con el gran palo en medio, la tienda acababa por los suelos, pues al estirar por una parte para que apenas alcanzara uno de los bordes, dejaban al descubierto el lado opuesto y el mástil se vencía o se partía.
Una vez más, alguien tuvo una idea. En este caso, fue Wami la mujer de Dag. Wami, pequeña y delicada, era la que más tirria le tenía al palo del medio. No en vano, lo había tenido incrustado en su costado toda la noche. Ella fue la que, agarrotada por la falta de movimiento, dio con palo y tienda por los suelos al intentar desentumecer sus músculos. A más abundamiento, sólo ella fue herida en el incidente. Una larga astilla le arañó la espalda. Un simple rasguño superficial, nada grave, pero que le escocía irritantemente.
Lo primero que pensó fue plantar el mástil sobre los bordes, en vez de en el centro, dejándolo inclinado de tal manera que su parte superior estuviera, más o menos, sobre la perpendicular del centro del agujero. Con el acuerdo de todos, se probó la alternativa.
Fue bien en principio, pero cuando dejaron de sujetarlo después de colocar las pieles, se vino abajo de nuevo. Sin desanimarse reemprendieron la tarea. Palle puso otro palo opuesto al primero, inclinado como aquél y juntándose en el extremo superior, donde fueron atados finalmente los dos.
Al volver a cargarlo con las pieles, resistió, pero más que una cabaña parecía un pellejo secándose al sol. Al estirarlo de uno de los lados para dejar espacio en el centro, la tienda se inclinó peligrosamente en dirección de Bope que era quien estaba tirando. Si aquello hacía un pequeño estirón, un vendaval se la llevaría sin ninguna clase de resistencia.
Ya sin saber de quien eran las ideas, pusieron otros cuatro palos más. Cuando lo tuvieron acabado, comprobaron que a simple vista aquel armazón tenía un aspecto como de muy resistente.
Por tercera vez lo cubrieron de pieles, sin que pudieran cubrirlo completamente; quedaba una franja de la altura de un brazo entre el suelo y las pieles. La taparon con ramajes y broza, que ataron a los postes y entre sí. Remataron la protección de la parte de abajo, colocando sobre el borde grandes piedras que dieron al conjunto una presencia y acabado realmente imponentes. Su contemplación proporcionó a sus almas el mismo sentimiento de orgullo y complacencia que sintió el Hombre del Medioevo al ver acabadas sus esbeltas catedrales góticas. Estas tres parejas habían puesto, de hecho, la primera piedra de estas catedrales, y también de nuestros modernos edificios.
Pasaron varios días en los lagos negros, pescando, recolectando frutas y durmiendo confortablemente en su «casa».
Estaban saciados de peces, que pescaban introduciéndose en las aguas hasta no más allá de sus muslos, permanecían quietos hasta que una trucha o una carpa pasaba cerca de ellos. Entonces, de un rápido arponazo, la atravesaban y con ella ensartada, salían del agua demasiado fría como para aguantar mucho tiempo en ella.
Leto, los dos últimos días, animó al grupo a hacer un buen acopio de pescado, pues no había olvidado su promesa a Yirna.
La última mañana, nada más despertarse, desmontaron las pieles, cargaron con sus aparejos y provisiones y emprendieron el camino de vuelta.
—Yirna, querida, ha sido maravilloso —fue lo primero que dijo nada más verla—. Puedes comer todos los que quieras.
—Muchas gracias, Leto —respondió resignada y hábilmente Yirna, quien sabiendo perdida esa batalla, inició la retirada a la espera de otra oportunidad mejor.
Aquella noche, como era de rigor, contaron otra vez la historia, repetían lo que los últimos en llegar no conocían, añadían trozos que aún no habían narrado, e incidían con auténtico deleite de todos, en las partes más interesantes y divertidas.
Y cuentan las crónicas que la tribu pasó el verano en los lagos; que volvió al siguiente; que, algunas generaciones después, se estableció definitivamente en ellos, pues no sólo había pesca y frutos, sino también gran variedad de caza y que las cabañas que montaban en verano y desmontaban en otoño, se hicieron casi permanentes...
...Y con ello sentaron los cimientos de una de las actividades económicas más grandes de la Historia de la Humanidad, el Negocio Inmobiliario.
El hombre había sido un depredador que dormía a la intemperie en unas áreas muy limitadas: con caza y plantas o frutos comestibles, con agua y con una temperatura soportable. En ese mismo sentido, debía seguir a sus presas cuando éstas realizaban los movimientos migratorios obligadas por el ciclo verano-invierno.
Posteriormente habitó en cuevas, lo que le permitió permanecer en zonas que por su clima le sería imposible vivir sin cobijo.
Con la construcción de tiendas, como hemos visto, el hombre quebró una de las limitaciones que lo mantenían atado a unos pocos lugares de la Tierra. De hecho, los primates no se han expandido más allá de las áreas cálidas o templadas a las que están adaptados.
La importancia de este avance es descomunal, el hombre podrá vivir en adelante en todos aquellos sitios que necesite. Y empleo la palabra «necesite» con toda intención. Ya que no sólo me refiero a zonas en la que no haya comida. Existen muchos «poblados» en zonas sin apenas recursos alimenticios, pero que están íntimamente ligados a la consecución de determinados «bienes» que cubren otro tipo de necesidades. Si bien, en nuestra historia, la única necesidad que satisfacen es alimenticia, ampliar su zona habitable de cara a obtener comida.
De esta manera, nuestra tribu va a ser capaz de producir más excedente con menos esfuerzo. Le va a costar menos tiempo desplazarse, podrá elegir mejores zonas, etc.
Al igual que el invento de Palb, el misil manual, produjo una mayor productividad, algo semejante le ocurre a la vivienda de Leto y Palle. Y también al igual que en el caso del proyectil, la cabaña, no constituye de por sí una actividad de tipo económico. Aún le faltaba algo. Iban a tener más excedente, que de tanto en tanto intercambiarían, e iban a poder expandirse por todo el mundo, pero no habían cambiado todavía su organización. Eran más eficaces cubriendo sus necesidades, pero cada miembro de la tribu tenía que seguir haciéndoselo todo él. Aunque fuese a cazar en grupo, aunque alguna de las armas que utilizaba se las pidiera prestadas a otro, siempre, al final, para comer tenía que ir a cazar y procurarse sus propias armas. Lo mismo es válido para sus cabañas. Dependía de su propio trabajo y los frutos de su trabajo revertían directamente en él o en su grupo. Para decirlo gráficamente, se comía a sus presas con las manos todavía manchadas con la sangre del animal (o recogía con sus propias manos las manzanas del árbol mismo). En cambio, hoy, pongamos por caso, un analista de programación que trabaje en la ciudad de Estocolmo, jamás habrá matado ninguno de los animales que se ha comido (incluso le repugnaría la idea) y ni tan siquiera reconocería si los viera, los árboles que le han proporcionado fruta tan sabrosa. Otros hombres se lo suministrarán. Hombres a los que él, en contraprestación, no les entregará directamente su propio trabajo, no existirá el intercambio filete por software.
Pero otro acontecimiento que sucedería en la tribu, unos cinco veranos más adelante, podría ayudarnos a entender esta cuestión...
Con el rostro desencajado por el miedo, los ojos abiertos llenos de un vacío absoluto y con la mente colapsada, el muchacho escapaba al encuentro de la bestia. Shemi, no sentía que sus piernas le movían, no oía los gritos de aviso de sus compañeros ni notaba el hacha que colgaba flácidamente en su mano.
Cuando vio al enorme mamut, Shemi dejó de pensar. Su mente despavorida se bloqueó y sólo un reflejo le hizo salir corriendo, sin que ninguno de sus sentidos le dijeran que estaba yendo en la dirección equivocada. De pronto, todo se ralentizó, fue ganando la suficiente consciencia como para ver al animal, en un movimiento eterno, levantar la trompa hacia la derecha y luego, despacio, muy despacio, caer en su dirección. Quiso gritar, correr, huir, todo al mismo tiempo, pero seguía agarrotado. En milésimas de segundo, lo vio todo en tiempo real, la trompa, el suelo, su derecha, su izquierda. Emprendió una única acción, saltó en escorzo hacia la izquierda. Eso le salvó la vida. La enorme masa de carne le golpeó, si bien de refilón, pero lo suficientemente fuerte como para lanzarlo a una distancia de varios pasos de donde estaba. Aterrizó inconsciente.
El mamut tuvo que olvidarse de Shemi, pues los otros cazadores empezaron a acosarlo.
Así acabó el rito de iniciación a la caza de Shemi. Fue su primera partida y la última. Podríamos decir que era un espíritu gemelo de Zem. Si bien, éste acabo cazando (y siendo cazado) como mandan los cánones, Shemi se las ingenió para conseguir desde aquel día un rebaje permanente.
De niño, las historias de las heroicas partidas de caza del mamut y del oso de las cavernas, le aterrorizaban. A medida que fue haciéndose mayor, la certeza de que pronto le tocaría a él, le ponía enfermo. Por contra, los demás muchachos estaban ansiosos de unirse a sus mayores y se burlaban ridiculizando a Shemi, de quien, se podía decir, eran capaces de oler su miedo.
Condenado a ser un solitario, sus momentos de goce los constituían sus largos e interminables paseos en los que no perdía detalle de todo cuanto le rodeaba. Su mente hervía, entre tanto, en abundantes imágenes, ideas y pensamientos que inevitablemente lo arrastraban a su otra gran pasión, reproducir todas esas cosas hermosas. Como niño pudo dedicar mucho de su tiempo a hacer lo que más le gustaba, desarrollando a medida que iba creciendo, una especial habilidad para escaquearse de las clases teóricas de caza y de las faenas que hacían acarrear a los muchachos. Aprendió a hacer pequeños favores, a ser útil y a tener buenas relaciones con los mayores, sobre todo con las señoras.
Sabía confeccionar adornos que las volvían locas, moldeaba el barro con maestría y era tradición que sus agujas de hueso fueran las mejores. En los cortejos fúnebres, pintaba en el cadáver los signos que marcaba la costumbre. Escuchaba y aprendía deleitado todo lo relacionado con las plantas mágicas; no sólo las conocía ya igual que Torz, la mujer-medicina, sino que conocía dos o tres secretos más que ella.
El ostracismo al que estaba condenado por el resto de los muchachos se veía compensado, en cierto modo, por la simpatía que le profesaban las mujeres. Y es que en aquellas tribus, la fuerza de las mujeres era una realidad. De hecho, gozaba de los mismos privilegios que los demás niños, puesto que en más de una ocasión lo habían protegido de los abusos de sus compañeros.
Sus pesadillas se vieron confirmadas un día cuando su padre, Dag, le comunicó que tendría que acompañarles en la próxima partida.
—Hijo, ya tienes edad de ser un cazador —le dijo en forma solemne.
Cualquiera de los otros se habría sentido orgulloso, mostrando en su rostro la ansiedad de todo adolescente por demostrar su hombría. Shemi por el contrario, se limitó a asentir, puesto que en su garganta se le puso tal obstáculo que fue incapaz, tan siquiera de emitir un carraspeo.
La historia de aquella cacería ya lo conocemos. Después de muerto el mamut, su padre recogió al muchacho y echándoselo al hombro, lo cargó hasta el campamento. Su madre, Wami, y todas sus amigas, incluida Leto, prorrumpieron en lamentaciones y se desvivieron por atenderlo. Cuando recobró el conocimiento, se les hizo patente que no iba a morirse del trompazo, lo que las tranquilizó enormemente.
—Pensábamos que te ibas a morir —le dijo Leto.
—Qué susto nos has dado —medio balbuceó su madre.
Shemi, abriendo sus grandes ojos, reflejó en su rostro el infinito sufrimiento por el que estaba pasando. Aquello fue demasiado. Con ese solo gesto logró despertar todo el sentimiento maternal de las siete mujeres. De la mismísima Yirna, la que más. Su enchufe fue más potente si cabe.
Su convalecencia fue lenta, en ningún momento quiso arriesgarse a una recuperación demasiado rápida.
—Si me esfuerzo antes de tiempo, se me puede reproducir la lesión —les explicaba cuando venían a interesarse por él.
Al cabo de varios días, la amabilidad sufrió un ligero descenso. A la siguiente luna, se tornó en una patente sospecha no exenta de una cierta animadversión. Decidió, pues finalmente, adelantar su alta. Había dispuesto de toda una luna para pensar un buen plan.
—Mañana salimos de exploración, estate preparado —le dijo Dag.
—De acuerdo, mañana ya podré salir con vosotros —replicó.
Su primera medida era no oponerse directamente a sus deberes, especialmente a los menos peligrosos.
Durante la marcha, se colocó regularmente, en medio de todos. Iba con los sentidos alerta y el corazón encogido.
Volvieron con alguna fruta y una cabra. Este animal le resultó simpático, pues, en vez de hacerles frente, se echó a correr (señal de que tenía más miedo que él mismo). Pero le sirvió de poco, dos hombres del grupo esperaban al otro extremo. Cuando la cabra llegó a su altura, la alcanzaron sin dificultad con sus lanzas.
La segunda medida que tomó fue hacerse cargo del cuidado de las armas del grupo. Las cogió, las arregló y mejoró. Posteriormente se dirigió hacia donde estaban las mujeres y les entregó algunas chucherías que había encontrado en el camino: a Torz, hierbabuena, a Leto una piedra negra, muy pulida y alargada, a Yirna unos huesecillos y a su madre, unos granos amarillentos que se encontraban al final de unos largos tallos (estaban muy duros, pero su sabor era bueno).
Por la noche, les contó una vieja historia de la tribu que, aunque, la conocían bien, les gustaba oír frecuentemente. Esta vez, era algo distinta, no en los hechos, sino en la forma de contarla. Sus mentes se sumergieron en la narración, fuera de ella, no parecía existir nada. Con la boca entreabierta y los ojos fijos en el infinito fueron viendo las escenas que describía Shemi como si las tuvieran ante sí. Sufrieron con los problemas de los protagonistas, quisieron estar con ellos para matar a tan terrible fiera, saltaron de gozo cuando fue abatida, asistieron llorosos al entierro de Hyfs, el héroe...
Cuando acabó, el mágico silencio que reinaba en la cueva se mantuvo durante un tiempo, luego, casi sin atreverse a levantar la voz, se dispusieron a dormir. Shemi, tuvo que repetir muchas noches esa historia y otras que conocía.
El día que le fue anunciada la siguiente partida de caza del mamut, Shemi, muy relajado tomó sus disposiciones.
—Padre, no sabes cómo me gustaría, pero le he prometido a Yirna llevarle las espigas que le regalé a madre —mintió Shemi.
—¡Ah! Bueno —no más cuestiones. La palabra Yirna fue suficiente. Nadie discute las órdenes de las alturas.
Shemi había puesto una excusa cualquiera de entre las muchas que se le ocurrieron. Sólo mencionó una, en su mente aparecía claro que dar más era signo de falsedad.
Mientras los otros estaban a lo suyo, se dedicó a cumplir su autoencargo.
—Yirna, aquí tienes este grano que te prometí —le dijo al ofrecérselo.
La mujer, complacida por el detalle, apenas prestó atención a lo de «que te prometí». En ningún momento se planteó si, efectivamente, había existido tal promesa. Pero Shemi acababa de completar su montaje. Ante alguna improbable pregunta acerca del encargo, Yirna corroboraría su coartada.
Esa noche, Shemi contó otra historia inspirada en el precioso animal que habían cazado. El final de la misma se les quedó grabada a fuego en sus mentes.
—El espíritu de aquel bravo bisonte alcanzó la paz. Era feliz. Había defendido a su manada, quedándose a luchar en lugar de huir. Ahora los hombres le rendían homenaje, ensalzando su valor al dios de los bisontes. Su carne no moriría, pasaría a formar parte de ellos. En prenda de su agradecimiento, el espíritu del bisonte les habló por boca de un águila en la que se había convertido.
»Desde hoy se establecerá un compromiso entre hombres y bisontes —oyeron decir al ave—. Os daremos nuestra carne cuando la preciséis, pero respetaréis nuestro espíritu y descendencia.
»Como sello de este pacto, permanecerá mi figura sobre la roca donde luché —concluyó.
»Así fue en efecto. Aquel dibujo estuvo allí muchos, muchos veranos.
»Pero cuando los hombres dejaron de respetar el acuerdo, matando por diversión y sin medida, el dibujo se fue borrando.
»Un día, desapareció y simultáneamente con él, la manada misma. Los hombres arrepentidos, imploraron perdón y dibujaron otro bisonte. Pero el dibujo era humano y las lluvias lo borraban. Aún no habían sido perdonados.
»Insistieron verano tras verano y cada vez el dibujo perduraba más. Hasta que una mañana, volvieron a ver a la manada en respuesta a su arrepentimiento.
»Nunca más volvieron a incumplir el pacto.
Esta puede parecer una facilona historia ecologista. Pero no van por ahí mis tiros. El hombre primitivo no alteraba su entorno de esta forma. Shemi, lo único que pretendía era montar una historia que aprovechando los temores supersticiosos del grupo, le permitiera realizar una tarea que había planeado como parte de su proyecto de evitarse las tareas más peligrosas.
Cuando se produjera la siguiente expedición se quedaría a dibujar la figura del bisonte, les había dicho, para que el espíritu de la manada les fuera propicio. Todos estuvieron de acuerdo.
Dedicó los siguientes días, aparte de sus trabajillos normales, a preparar sus útiles de pintura. Rehizo sus pinceles, como los que utilizaba para los actos fúnebres; cortó la cabeza de varios huesos alargados e insertó muy apretadamente sobre el agujero central, pelos de animales. Recogió tierras rojizas y hollín, que mezcló con agua y grasa. Por último buscó en la cueva el mejor lugar donde plasmar su pintura.
Inevitablemente vino el día de caza. Se encerró en la gruta y dio comienzo a su tarea.
Por puro azar, aquélla fue una partida memorable. Habían obtenido un preciado trofeo, el bisonte más grande nunca conseguido. Sin duda, el sucesor del que defendiera tan bravamente su manada. Como aquél embistió, atacó y no retrocedió.
Shemi, al oír el júbilo de los expedicionarios de vuelta, salió de la cueva, no sin antes dar una última mirada a la figura terminada del animal.
—El espíritu del bisonte nos favorece sin duda —les dijo al ver tamaña pieza—; mientras vosotros lo cazabais, se me apareció y guió mi mano. Entrad.
Lo que vieron sobre la pared era realmente mágico. La figura estilizada en negro tenía la mancha de sangre allí donde ellos habían alcanzado a la res. Alucinados por lo que significaba y embobados por la belleza de la pintura, dieron a Shemi el empleo perpetuo de brujo de la tribu, con funciones, asimismo, de pintor, narrador, hombre-medicina y artesano.
Shemi, definitivamente dejó de ir de caza, exceptuándose apariciones esporádicas cuando suponía que no habría ningún peligro. Con su sustento garantizado, tuvo tiempo de dedicarse a hacer otras cosas. Y en verdad, por encima de sus marrullerías iniciales, la tribu salió ganando.
Su Servicio de Sanidad era el mejor, varias vidas se salvaron por sus conocimientos. Disfrutaban de las narraciones a la luz del fuego, lo que contribuía a su felicidad. Cuando iban a los lagos negros, sus arpones eran imprescindibles. Perfeccionaba constantemente sus utensilios y su fama hizo que los contactos con otros grupos fueran de lo más fructíferos.
Cuenta la leyenda, que ya de mayor, su estrella entró en declive, pues, como brujo, fallaba una de cada dos predicciones. Dado que nunca se podía saber de cuál de ambas se trataba, empezaron a desconfiar de él. Pronto dejaron de interesarles sus historias y su autoridad pasó de un «Lo ha dicho Shemi» a un «¡Bah! Lo ha dicho Shemi». Finalmente, harto, tomó una decisión. Una mañana de verano, cargó sus pertenencias y dijo adiós.
La vida ambulante no le fue nada mal. Conocido y respetado por muchas tribus, era magníficamente agasajado. A cambio, les proporcionaba historias, arreglaba sus artefactos, decoraba paredes y curaba enfermos y heridos.
Murió ya viejo. En un atardecer borrascoso, en el que no se podía saber de qué gris era el color del cielo, caminaba lentamente, bien arropado por sus pieles, por el medio de un amplio valle. De improviso, estalló una tormenta de luz y sonido como para anunciar el fin del mundo. Una manada de bisontes que pastaba entre él y la tormenta, cobró pánico y salió de estampida en su dirección...
Nunca sabremos como habría narrado el propio Shemi la historia de su muerte. Por pura ironía, la mancha sanguinolenta de lo que fue su cuerpo permaneció estampada durante bastante tiempo sobre la roca en la que murió sin poder defenderse ni huir.
Shemi fue uno de los primeros «bichos raros» que aparecieron en el mundo. Rompió con las reglas establecidas. Para ello, tuvo que usar, al principio, de una cara dura como el cemento armado. No es que vayamos a disculparlo, pero fijémonos en los resultados obtenidos. Shemi para comer, ya no cazaba; la relación presa-comida se rompió, o dicho con palabras más técnicas, se disoció.
Si uno del grupo ya no cazaba, pero comía igual que los otros, el resto, debía hacerlo más frecuentemente, debía «producir» algo más de lo que necesitaba para él (y para su familia, mujer, niños y ancianos). Ese algo, el excedente, es el que iba a parar al estómago de Shemi.
De esa manera, y con algo tan aparentemente simple como que los unos se dediquen a hacer unas cosas y los otros, otras con el fin de satisfacer recíprocamente sus necesidades, llegó a buen término esa larga gestación, a la que hace referencia el título de este capítulo.
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Un conjunto de hombres, producen por encima de sus necesidades de subsistencia. Lo que les sobra, lo entregan a cambio de otras «cosas» que diferentes hombres producen (o poseen, o...)
¿Por qué hacen eso? La razón es que con lo que obtienen a cambio cubren otro tipo de necesidades que ellos mismos no podrían (o no sabrían o no querrían) producirse.
En varias ocasiones a lo largo de estas historias se han estado produciendo embriones de actividad económica. Embriones que dieron a luz un hermoso bebé que luego se convertiría en el complejo Sistema Económico de nuestros días.
Hemos de distinguir, necesariamente las actividades meramente productivas, que no podemos calificarlas de económicas: el tallado (accidental) de la primera piedra, el misil de Palb, la caza, la recolección de frutos y la construcción de la cabaña, fueron en aquellas ocasiones, simplemente «elementos» que contribuyeron a mejorar la vida de estos grupos, su productividad y subsistencia. En ellas y bajo las circunstancias expuestas, no se establecía el acceso al excedente en función de una división del trabajo, salvedad hecha de la basada en el sexo (y en la edad) que por conveniencia, dejamos de lado.
En cambio, en el episodio de Zem y la cocción de la carne, en el intercambio entre las tribus y, especialmente, en el montaje de Shemi, el elemento que califica a una actividad como económica se halla, en efecto, presente.
Pero, ¿cómo se conjuga todo esto con el tema de la supervivencia que dábamos en la definición? Cuando Shemi contaba sus historias al resto del grupo, la necesidad que se satisfacía no era, aparentemente, la de la supervivencia sino la de la diversión. Así era, realmente, para el grupo. Pero no para Shemi que lograba su manutención a costa los demás. Éstos lo sustentaban entregándole vituallas, porque estaban dispuestos a trabajar más a cambio de «otras cosas». Este aspecto no es banal, bajo ningún concepto. Pensemos que nuestros modernos cantantes, artistas, deportistas y famosos en general, están disfrutando de una vida envidiable porque masas ingentes de trabajadores están dispuestos a desprenderse de una parte del excedente que generan a cambio de sus actuaciones o de sus obras.
En un rápido resumen de este primer capítulo, encontramos a un hombre primitivo cada vez más hábil en asegurarse su subsistencia, que aprende a utilizar los objetos que la Naturaleza le brinda, inclusive mejorándolos y creando otros nuevos.
Durante ese proceso de adaptación, es cada vez más eficaz en la producción de bienes que satisfagan sus necesidades, de modo que, finalmente, es capaz de producir unexcedente. Excedente que de forma esporádica, genera una cierta actividad económica.
De lo expuesto, podemos afirmar que el hombre primitivo no fue un homo oeconomicus, salvo en ocasiones aisladas. Iba a hacer falta algo más. Entre Palle y nosotros tuvo que haberse producido un acontecimiento que provocara la aparición de una Sociedad tan enormemente estructurada como la actual.
¿Cómo es posible que las tribus de indios norteamericanos estuvieran todavía en la Edad de Piedra cuando entraron en contacto con los europeos? ¿Cómo es posible que en África pasara lo mismo en muchas zonas, no hace mucho? ¿Y cómo es posible que aún existan seres humanos viviendo igual que sus antecesores del Paleolítico?
¿Por qué unos evolucionaron y otros no? ¿Cuál fue el agente provocador de aquella primera gran Revolución? Revolución cuya crónica me gustaría narrarles.