Si existe una manera suicida de iniciar un libro que pretende ser ameno, ésta es, sin duda, la de ponerse a dar definiciones de entrada. Pero, aun sabiendo que estoy corriendo un riesgo, considero más que necesario hacerlo así. Puede que una vez leídas las primeras páginas, el lector tome la decisión de aparcarlo en su biblioteca, justo en la sección de los de «ya lo leeré un día de éstos ».
Si, pese a ello, vamos a arrancar de un modo tan clásico, es porque creo que, antes que nada, hemos de ponernos de acuerdo sobre los aspectos fundamentales de lo que vamos a tratar. Por tal razón, partiremos de lo que es la concepción de la Economía, que advierto, será un tanto diferente de la habitual. Mi propósito es que podamos compartir desde el principio lo que la actividad económica significa realmente. La Economía, tengamos en cuenta, es una Ciencia joven. Si bien la Humanidad realizó actividades económicas desde épocas muy remotas, el estudio científico de las mismas no comenzó hasta hace 300 años y pico. Desde entonces, se han dado diversas definiciones, que en mi opinión, no son plenamente satisfactorias, porque ninguna de ellas expresa la razón última de porqué el hombre realiza toda una serie de actividades económicas.
Quizá esta última afirmación no sea del todo cierta, pues puede que algún autor sí que se haya preocupado por encontrar dicha finalidad.
O quizá, esté implícita en las definiciones hasta hoy propuestas. No importa, puesto que lo que realmente me preocupa, es que esta apasionante Ciencia aún no tiene una visión clara ni universalmente aceptada de su razón de ser.
Razón de ser, finalidad, razón última, tres sinónimos que utilizo con el propósito de fijar en la mente de quien está leyendo la misma imagen que existe en mi cabeza. Pero, sigamos.
¿Por qué trabajamos? O mejor, ¿por qué tenemos que trabajar?
¿Por qué hemos de doblar el lomo sobre un pedazo de tierra, o hemos de bajar a la mina para extraer carbón, o debemos estar interminables horas ante una máquina produciendo tornillos o, para no alargarnos indefinidamente, tenemos que pelearnos con abrumadores montones de papeles en una oficina?
La respuesta es que hemos de trabajar para vivir. Nadie va a discutir ese punto y, sin embargo, cuando estudiamos la Ciencia Económica, ¡qué raras veces aparece esta conclusión tan evidente!
Siguiendo en esta línea, sabemos que hay países donde la gente se muere de hambre porque no son capaces de producir lo que necesitan para subsistir. Y aunque hoy apenas nos acordemos de ello, tal situación también ha ocurrido en nuestras avanzadas sociedades. La historia de Europa ha estado plagada de épocas hambrunas que nuestra memoria ha borrado consciente o inconscientemente.
Sin embargo, hoy, la Economía se ocupa de otras cosas más «elevadas»: Finanzas, Bolsa, P.N.B., Marketing, Inflación, Paro,...
Pero descendamos de las alturas y toquemos tierra. Seamos conscientes que desde siempre han existido comunidades incapaces de alimentar a sus miembros en determinados momentos.
La Economía no es una ciencia mágica a la que los modernos sacerdotes del siglo XXI deban recurrir, mediante sus incomprensibles imprecaciones, para conseguir que los dioses o los hados (o la coyuntura) nos sean propicios.
No, nada de eso. En la Economía hay seres humanos, hombres y mujeres trabajando para ganarse el pan, luchando por sobrevivir. Esa es la finalidad, o lo que es lo mismo, la razón de ser, de la actividad económica: la lucha por la supervivencia, y por consiguiente, la Economía, como Ciencia, debe arrancar de esta realidad.
—Pero, pero... —me preguntarán— ¿De verdad piensa que altos ejecutivos, empresarios, políticos y resto de responsables que se hallan en la cúspide de la sociedad, están trabajando para sobrevivir?
—Pues sí. Por increíble que parezca, sí. Están tratando de vivir su vida como ellos creen que deben vivirla. Sobrevivir es la condición necesaria para vivir, y de lo que se trata es vivir lo mejor posible. Además, ¿cuál es nivel mínimo de supervivencia? ¿Un poco de comida y agua, ropa que nos proteja del frío y un sitio donde estar a cubierto? ¿Es sólo eso? ¿Serían las mismas cosas las que un trabajador del siglo XIX y otro del XXI considerarían como indispensables? ¿A qué tipo de «bienes» estaríamos nosotros dispuestos a renunciar?
Las condiciones mínimas de supervivencia son, pues, relativas. Cada cual lucha por alejarse cuanto más mejor de ese límite. Unos porque si caen por debajo de él, mueren y otros porque su manera de entender la vida se vendría abajo. ¿Admitiría un millonario tener que llevar la vida de uno de sus empleados? ¿Admitiríamos nosotros convertirnos en siervos de cualquier señor feudal de los muchos que todavía existen?
Que mis colegas me perdonen, pero si no entendemos esto, si no conocemos la finalidad, la razón de ser de la actividad económica, nosotros los economistas, difícilmente seremos mejores que esos doctores que unos siglos atrás se dedicaban a tomar el pulso, oler y observar los orines para acabar recetando sangrías y lavativas. A veces acertaban.
No puedo resistirme a dejar de observar la similitud entre el origen y desarrollo del tipo de Ciencias como la Medicina y la Economía. Estamos empezando, y como hizo la Medicina en su día, aplicamos nombres técnicos e incompresibles a las cosas comunes.
Cuando un físico del Renacimiento (un médico, vamos) diagnosticaba a un paciente una hemiplejía facial, éste pagaba más gustosamente (es un decir) por ese diagnóstico que si su vecino le dijera:
—Lo que a ti te pasa es que «te s’h’agarrotao» media cara.
Sin embargo ambas expresiones son idénticas. Hoy, empleamos frases como la siguiente:
«Las Estructuras Comerciales deficitarias impiden el abastecimiento adecuado de nuestro Sector Secundario». O sea, que las fábricas están a medio gas porque no existe un buen mercado para poder comprar lo que necesitan.
Hubo un tiempo en el que se dijo de la Medicina que era el arte de acompañar al paciente a la tumba con palabras griegas. Es difícil resistirse a la tentación de parafrasear tan jocosa definición. Así la Economía sería el arte de explicar con palabras anglosajonas, porqué no debimos haber hecho lo que hicimos.
Esta crítica sólo tiene sentido si sirve para comprender que al igual que las otras Ciencias evolucionaron a lo largo de los siglos, así lo hará la Economía en cuanto encuentre toda una serie de principios básicos que emanan de su palpable finalidad: la supervivencia. A partir de ahí, podrá empezar a construir (y reconstruir) teorías y modelos válidos.
Las operaciones aritméticas elementales, los principios fundamentales de la Física, los elementos simples de la Química, etc., constituyeron dichos principios básicos para todas estas Ciencias, cosa que, desgraciadamente, aún no hemos encontrado en la nuestra.
Resulta realmente frustrante que, con más de dos siglos de existencia, no tengamos clara la «Teoría del Valor», o lo que es lo mismo, el porqué las cosas valen lo que valen. O, mejor, cuánto valen las cosas. En honor a la verdad, desde Adam Smith a nuestros días, incluyendo a Piero Sraffa, ha habido intentos serios, que si bien no han dado la solución al problema, han permitido descubrir algunas de sus leyes.
Y esto en sí mismo también es un problema, porque esas leyes, algunas de ellas controvertidas e incluso rechazadas, han servido de base para modelos económicos e incluso para planteamientos ideológicos, pero que al arrancar de unos principios cojos e incompletos, han acabado finalmente derrumbándose, no sin antes haber provocado enormes destrozos:
«Dejemos actuar al Mercado, que a través del mecanismo de la búsqueda del bien individual, desencadenará el bien colectivo.»
Vamos, el «Laissez faire» al servicio de una ideología liberal que acabó derrumbándose tan estrepitosamente que dio origen a su antítesis y a la antítesis de esta antítesis, el comunismo y el fascismo. Pero eso es otra historia.
Nos engañamos a nosotros mismos, convencidos de las maravillas del Sistema o al revés, de sus calamidades, creyéndonos los planteamientos de unos cuantos economistas y políticos, tomándolos como Ciencia, cuando en realidad no pasan de ser meras proposiciones ideológicas o casi.
Se ocasiona, así, unos daños enormes a nuestra Economía. De pronto aparecen épocas de vacas flacas que nadie se espera. Luego épocas de pujanza, que vienen seguidas invariablemente por otras desastrosas de nuevo. Grandes fortunas, modos de hacer negocios a lo grande por «genios» de la Economía, y de repente, todo acaba por los suelos.
Crisis financiera, hot money, paralización industrial, caída de la Bolsa, desempleo, inflación, etc., son palabras que todos conocemos. ¿Ha sido capaz la Economía de prever con antelación lo que se nos venía encima? ¿Se conocían los mecanismos que iban a provocarlos? ¿Qué tratamiento eficaz habríamos de aplicar?
Despido libre, proteccionismo, subida de los impuestos, reducción del crédito, freno del consumo, apretarse el cinturón... En resumen, para unos médicos, sangrías, para otros, lavativas. Por suerte la naturaleza humana es muy resistente.
Es muy difícil contestar a estas últimas preguntas sin tener las ideas muy claras de los principios que surgen de la propia razón de ser de la Economía. Es imposible comprender porqué un barco desaparece en el horizonte si no sabemos que la tierra es redonda.
Pero si dijéramos que la Economía es el Ciencia de la supervivencia, significaría quedarnos cortos; y lo que es peor, pecaríamos de inexactos. La Medicina y las Artes Marciales, pongamos por caso, entrarían también de pleno en esta definición. Por tanto, para delimitarla correctamente, nos faltaría añadir algo más a lo que ya sabemos. Precisamente, habríamos de agregar cómo nos lo montamos para alcanzar esa meta de la supervivencia. Ese cómo es el que la diferenciará de las Ciencias que mencionábamos más arriba. La respuesta a tal pregunta no nos va a costar mucho esfuerzo descubrirla:
En primer lugar, conseguimos sobrevivir, trabajando. Esto es, produciendo, extrayendo o recolectando bienes; pero también, haciendo acopio de ellos o prestando servicios a terceros. (Sabemos que hay gente que no le hace falta trabajar para vivir. No nos preocupemos por ahora.)
En un segundo momento, tendremos que repartirnos lo obtenido conforme a unas reglas preestablecidas. Y finalmente, estaremos en disposición de intercambiar lo «producido», por lo realizado por otros. Será posible, asimismo, intercambiarlo por otro servicio o destinarlo a producir más bienes, mediante un proceso de acumulación de capital.
Pues bien, para que podamos decir que una actividad es realmente económica, son precisos estos tres elementos: la «producción », el reparto y el intercambio.
La mera producción y acumulación de bienes por una persona aislada o por su familia carece de transcendencia ante terceros, pues no va a hacer partícipes a estos últimos de los frutos de los primeros, ni viceversa. Estaríamos, pues, hablando de unidades independientes.
Cuando un individuo produce, es capaz, si lo hace adecuadamente, de generar algo que «vale» más de lo que le «cuesta» producirlo. Esta diferencia es lo que denominaremosexcedente: lo que me sobra después de descontar lo que he empleado para hacerlo y lo que voy a tener que retirar para mi propio uso.
Las palabras «vale» y «cuesta» deben ser tomadas, en este momento, con una amplitud bastante generosa. Lo contrario sería perdernos en los enmarañados vericuetos de la Teoría del Valor. En capítulos posteriores espero dejarlas definidas.
Ahora que hemos introducido el concepto de excedente, podemos quitar las comillas al término producción y emplear en adelante el mencionado de excedente.
Podemos afirmar, de una manera taxativa, que allí donde se genera un excedente, siempre se produce un reparto del mismo.
Pongamos un ejemplo. Pensemos cuánta gente se encuentra involucrada en la confección y venta de algo tan simple como una barra de pan envasado: agricultores, molineros, transportistas, panaderos, fabricantes de plástico, publicistas, repartidores, vendedores, merchandisers, ejecutivos, accionistas,... y la cajera del supermercado que cobra su precio. ¡Cuánta gente viviendo de lo que se le «gana» a una simple barra de pan!
La pregunta inmediata es cuánto le toca a cada uno de ellos del excedente producido por la barra. Si se lo preguntáramos, obtendríamos de todos una increíble coincidencia en sus respuestas: demasiado poco.
Además esta pregunta no es baladí, sino absolutamente trascendente, ya que la generación del excedente no es independiente de su reparto: dependiendo de a quién y en qué proporción vaya a ir a parar, obtendremos un modelo u otro de organización económica. En efecto, con la descripción del ejemplo del pan aparece claro que estamos hablando de un tipo de sociedad con una Economía avanzada. Por contra, si únicamente intervinieran el agricultor, el molinero y el panadero, la imagen que nos vendría a la mente sería la de otra, con una Economía más atrasada y primitiva. (¡Ojo! No estoy tratando de ensalzar las maravillas de la venta de un pan envasado en comparación con la del horno tradicional. Es un simple ejemplo.)
El asunto del reparto es, pues, fundamental. Aunque no estuviéramos de acuerdo en lo expuesto en el anterior párrafo, no podríamos dejar de pasar por alto el hecho de que desde siempre se ha producido un permanente tira y afloja sobre la parte del botín que ha de repartirse cada cual. Las discusiones sobre este tema, han distado de ser desapasionadas y constructivas, llegando incluso a constituir un motivo por el que un ser humano mate a otro ser humano. ¿Cuántos crímenes, guerras incluidas, se han debido al deseo de acceder a una mayor parte de lo que le correspondía en un principio? Demasiados, desgraciadamente.
Finalmente, para que podamos hablar de actividad económica debe existir la posibilidad de intercambiarlo. (Pensemos qué ocurriría si todo lo que les sobrara a los agricultores lo dejaran desperdiciar.)
Ese excedente, cuando lo intercambio con el de un tercero, o tengo la intención de hacerlo más adelante, es cuando adquiere valor. El mecanismo que actúa es muy simple: si me sobra algo de lo que yo produzco, subjetivamente le doy menos valor que a lo que le sobra a un tercero y me falta a mí. Del mismo modo, pero a la inversa, a él le ocurre lo mismo, con lo cual nos convendrá un intercambio:
Si tengo un exceso de dos capazos de manzanas y mi vecino tiene un exceso de un par de puñados de sal, esa sal que a él le sobra, me parece más valiosa para mí que mis manzanas, por consiguiente el negocio me interesa. Estamos asomándonos a la Teoría de la Utilidad, que explicaremos en el séptimo capítulo.
(Puede darse el caso de que por cualquier razón, intercambiemos no sólo el excedente sino todo el producto o incluso los elementos y medios necesarios para producirlo. Este hecho es, en sí, una complicación del modelo, pero que puede obviarse, si tenemos en cuenta que este último tipo de intercambio, está motivado por que, al menos una de las partes piensa en una futura generación de excedente. Nadie compra un campo a un campesino que necesita hacer frente a sus deudas, si no cree que puede sacarle provecho en un futuro.)
Alto. Todo lo afirmado sobre la necesidad de intercambio para que podamos hablar de que exista un excedente, parece complicado, pero no lo es. Simplemente estoy diciendo que si dos seres humanos truecan dos productos que les sobran, ambos tendrán dos necesidades satisfechas en vez de una sola. Ahí precisamente, radica la importancia del intercambio.
Una última cuestión que me he dejado colgada al principio de este apartado. No todo aquél que genera excedente tiene derecho al mismo. Ni todos los que se lo reparten han contribuido a crearlo. Esclavos y rentistas acaudalados, podrían ser dos ejemplos. Una pregunta para ver si vamos todos en la misma onda. ¿Cómo consideraríamos según lo expuesto a los jubilados?
Los jubilados ya no generan excedente pues no trabajan, pero sí entran en su reparto. El mecanismo que actúa podríamos describirlo diciendo que en su época activa, guardaron en un fondo común una parte del excedente al que tenían derecho y ahora lo van retirando.
Pues bien, es precisamente la existencia de esos tres elementos junto a la finalidad de la supervivencia, lo que confiere el calificativo de económica al substantivo actividad. Con ello, estamos en condiciones de dar respuesta al título de este capítulo: «Una definición preliminar». La que aparece seguidamente es larga y farragosa, así que léanla una sola vez y olvídenla. Por eso, aparece en letra más pequeña.
La Economía es la actividad humana tendente a la supervivencia del individuo, su familia o su sociedad, mediante la producción, extracción, recolección o acaparación de bienes o la prestación de servicios; de modo que, una vez establecido su reparto, lo generado directamente por dicha actividad o lo ya existente previamente, se intercambie, se guarde para intercambiar (o para generar más bienes), puesto que, en opinión de las personas que acuerdan el trato, lo que se obtiene de la otra parte, les va a proporcionar una mayor utilidad que aquello de lo que se van a tener que desprender.
Es realmente un galimatías. Y si, finalmente, me he decidido a incluirla, no es porque me haya costado una barbaridad de tiempo escribirla, cosa cierta, ni tampoco porque cuando alguien escribe algo verdaderamente incompresible exista la tendencia a considerarlo un sabio, sino porque nos da idea de la propia complejidad de la Economía.
Después de releerla infinidad de veces, creí conveniente resumirla de manera que, incluso, yo mismo pudiera entenderla y recordarla:
La Economía es la actividad humana tendente a la supervivencia mediante la generación, reparto e intercambio del excedente.
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Estando, finalmente, de acuerdo sobre lo que es la Economía y que ésta es un enmarañado embrollo, sólo me queda por exponer antes de cerrar este capítulo, que el propósito de este libro, no es otro que el de solucionar alguno de los aspectos básicos de esta enorme madeja conceptual que supone nuestra actividad económica. Pero si damos una mirada al guirigay que representa la Economía actual va a marearnos más que a aclararnos las ideas. Por ello, será conveniente remontarse a los orígenes de nuestra Historia, en los que las relaciones eran muy elementales (o así pensamos hoy en día) y donde será fácil seguir el rastro e identificar los diferentes procesos económicos. Empecemos, pues, por ir a una tribu prehistórica, totalmente imaginaria, en la que realizaremos esa búsqueda de los principios básicos. Asomémonos a su vida y vayamos descubriendo las cosas asombrosas que van a ser capaces de lograr, por el simple hecho de hacerlas de una manera u otra.
Como comentamos en la Introducción, debo recordar que no se trata de un libro de Historia Económica y que, por mi parte, me he tomado alguna que otra libertad. Además será necesario añadir que la mayoría de los personajes y situaciones son ficticios, aunque he procurado que el marco histórico en el que se desenvuelven sea lo más fiel posible. Busco mostrar la vida económica real mediante ejemplos situados en determinados momentos y lugares. A partir de ahí, vuelvo a insistir, espero demostrar su finalidad y poder sacar a la luz algunos de los principios de esta estimulante Ciencia.
Soy consciente que buena parte de las afirmaciones anteriores pueden quedar algo vagas y que se enumeran ideas que no se profundizan. Pero no es este el momento de desarrollarlas, tenemos todo un libro por delante para ir viéndolas.