La experiencia ha demostrado que no es posible llevar adelante un plan de gobierno si sólo se cuenta con la buena voluntad de los individuos aislados, puesto que en un sistema democrático, éstos están separados unos de los otros y no pueden conformar una fuerza coordinada y sólida. En realidad, el individuo como ciudadano está a merced de los grupos constituidos, tal como lo está en su calidad de consumidor con relación a los que ofrecen bienes y servicios. Veamos cómo se desarrolla este proceso. Cuando el consumidor va al mercado de bienes y servicios se encuentra con un vendedor, es cierto, lo que le proyecta la idea de que el vendedor, al igual que él, es un individuo aislado que trae sus bienes al mercado para venderlos a los consumidores que acuden allí en nombre propio. Lo que el consumidor muchas veces no toma en cuenta es el hecho de que ese vendedor forma parte de todo un entramado de personas interconectadas entre sí, para que el producto llegue a sus manos: desde el pequeño o gran capitalista, o accionistas en su caso, que han invertido su dinero en la producción del bien respectivo, hasta los ejecutivos, funcionarios, empleados, asesores, comerciantes, financistas, intermediarios… entre los que se realizan operaciones y acuerdos destinados a asignar a cada uno lo que debe ganar en cada operación de venta. Todas estas personas conforman un equipo institucionalizado (en mayor o menor grado) con información adecuada y el poder suficiente para moverse en la dimensión mercantil. En cambio, el consumidor está completamente sólo y de nada le sirve saber que el número de consumidores es mucho más grande que el de vendedores asociados. El consumidor está alienado: cuando “elige” un producto, el precio subre y se vuelve en contra del.
Lo mismo ocurre con el ciudadano: siempre está solo ante los que están organizados, ya sea conformando la cúpula de un partido político o en las filas de alguna institución: junta de vecinos, cocaleros, campesinos, fabriles, artesanos… y otros similares. El ciudadano incorporado a alguna institución comparte sus expectativas con los demás para enterarse de que sus problemas son comunes; pero, sobre todo, se encuentra con que todos conforman una fuerza debidamente organizada dispuesta a hacer conocer sus problemas y a luchar por lograr sus objetivos. En este proceso, descubre también que las instituciones, poco a poco, se convierten en las verdade-ras pasarelas entre la Sociedad Civil y el Estado. Los Presidentes ya no se apoyan sólo en los partidos políticos; también buscan el aval de las instituciones; es que nadie conoce los problemas más importantes del país en el grado que los conocen las instituciones, en sus respectivos planos de actividad y nadie está más dispuesto a resolverlos colectivamente como lo están ellas. Gobernar con las instituciones es ingresar a una etapa democrática verdaderamente participativa, en la que la vieja distinción de “Gobernantes y Gobernados” parece ridícula por lo rimbombante y cursi.
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