DE KEYNES A KEYNES. LA CRISIS ECONÓMICA GLOBAL, EN PERSPECTIVA HISTÓRICA
Federico Novelo Urdanivia
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“No parece que pueda discutirse mucho el hecho de que en 1929 la economía –a diferencia de lo que sostiene un famoso cliché- funcionaba fundamentalmente de modo incorrecto. Esta circunstancia es de una importancia de primera magnitud” .
La conexión de crac con la Gran Depresión debe entenderse tal y como se mencionó
previamente. El estado de salud del sistema económico estadounidense, lo que
algunos llaman economía real, distaba mucho de la fuerza y solidez sobre la que
insistía el presidente Hoover, por las siguientes razones, descubiertas y
priorizadas por John K. Galbraith:
“1.- La pésima distribución de la renta. En 1929 el cinco por ciento de la
población con rentas más altas recibió aproximadamente la tercera parte de toda
la renta personal de la nación. Esta distribución de la renta tan excesivamente
desigual significaba que la economía está asentada sobre un alto nivel de
inversión o un alto nivel de consumo de bienes suntuarios, o sobre ambos a la
vez. El rico no puede comprar grandes cantidades de pan. Si el conjunto de éstos
se decide a transferir lo que recibe habrá de ser a cambio de bienes suntuarios
o inversiones en nuevas instalaciones y proyectos. Inevitablemente, tanto el
gasto suntuario como el de inversión están sometidos a influencias y
fluctuaciones mucho mayores que el pan. Este tándem esencial –gasto e inversión-
fue especialmente susceptible a las destructoras noticias del mercado de valores
en octubre de 1929.
2.- La muy deficiente estructura de las sociedades anónimas. La realidad era que la empresa norteamericana de los años veinte había abierto sus hospitalarios brazos a un número excepcionalmente alto de promotores, arribistas, sinvergüenzas, impostores y todas sus supercherías. Pocas veces, en la larga historia de estas actividades, se las ha visto operar como una marea de latrocinios corporativos de tan vastas proporciones. Las tareas corporativas más importantes eran inherentes, por lo demás, a la enorme estructura de creciente creación de los holdings, y los trust de inversión. Las holdings controlaban amplios sectores de las sociedades por acciones, de ferrocarriles y esparcimiento. En estos casos, como en los trust de inversión, siempre existía el peligro de devastación por una acción a la inversa de la palanca. En particular, los dividendos de las compañías de producción pagaban los intereses de las obligaciones de las recién ascendidas holdings. La interrupción de los dividendos significaba la orfandad de las obligaciones, la bancarrota y el colapso de la estructura. En esas circunstancias, era perfectamente obvia la tentación de reducir la inversión en plantas productivas a fin de seguir obteniendo beneficios. Sin olvidar que esto venía a sumarse a las presiones deflacionarias. Pero una vez llegadas a esta situación, las entidades se veían obligadas a reducir sus beneficios, con lo cual toda la pirámide de empresas disminuía de tamaño y fuerza. Cuando esto sucedía, eran inevitables nuevos cercenamientos. Solicitar préstamos para nuevas inversiones se hacía imposible en estas condiciones. Sería realmente difícil imaginar un sistema mejor dispuesto para facilitar la continuación y acentuamiento de la espiral deflacionaria.
3.- La pésima estructura bancaria. En los primeros seis meses de 1929, quebraron 346 bancos de distintas localidades del país, con un total neto de depósitos de 115 millones de dólares. Las quiebras de bancos pueden convertirse rápidamente en un mal epidémico cuando la renta, el empleo y los precios o el valor de los objetos se hunden como resultado de una depresión. Esto fue lo que sucedió después de 1929. Y, una vez más, sería difícil un mecanismo más apropiado para ampliar al máximo los efectos del pánico. Lo frágil y tarado destruyó no solamente a los restantes mecanismos frágiles y tarados sino que contaminó lo fuerte. Por todas partes, ricos y pobres se dieron cuenta del desastre mediante la persuasiva conciencia de que sus ahorros habían sido liquidados. No hace falta decir que este sistema bancario, una vez inmerso en las convulsiones de la quiebra, afectó de modo definitivo el gasto de sus depositantes y la inversión de sus clientes.
4.- La dudosa situación de la balanza de pagos. Los países extranjeros no podían cubrir su balanza comercial adversa con EE.UU., mediante crecientes pagos en oro, o al menos no por mucho tiempo. Lo cual significaba que o bien aumentaban sus exportaciones a EE.UU., o reducían sus importaciones o bien dejaban incumplidos los pagos de los préstamos anteriores. El presidente Hoover y el Congreso actuaron rápidamente para eliminar la primera posibilidad –eliminar la cuenta con mayores importaciones-: elevaron fuertemente el arancel. Consecuencia de esta medida fue que las deudas –incluso las de guerra- no pudieron ser satisfechas, y esto de rechazo provocó una estrepitosa caída de las exportaciones norteamericanas. La reducción no fue grande en relación al producto total de la economía norteamericana, pero contribuyó al desastre general y repercutió de forma particularmente grave en la agricultura.
5.- Los míseros conocimientos de economía de la época. Los economistas y todos
aquellos que ofrecían consejo económico durante los últimos años veinte y
primeros treinta eran fundamentalmente malos economistas y perversos consejeros.
En los meses y años siguientes al crac del mercado de valores, los honorables
consejos económicos de los profesionales cargaron su orientación hacia el tipo
de medidas más apropiadas para empeorar las cosas. A partir de entonces, la
política económica adoptada no hizo sino empeorar cada vez más las cosas. Para
los republicanos el presupuesto equilibrado era, como siempre, alta doctrina.
Pero el programa del partido demócrata en 1932 abogaba –con una concreción que
los políticos rara vez aconsejan- por un ´presupuesto federal equilibrado cada
año sobre la base de una precisa estimación gubernamental dentro de los límites
señalados por los ingresos fiscales...´ El presupuesto equilibrado no era un
tema de reflexión y ni siquiera, como a menudo se ha asegurado, una cuestión de
fe. Más bien era una simple fórmula, y no fue el único corsé que se aplicó a la
economía. Hubo también el espantajo de un abandono del patrón oro –cuya vigencia
impedía la elevación del tipo de cambio- y, todavía más sorprendente, de un
riesgo de inflación. Si la economía hubiese estado ´fundamentalmente firme y
sólida´ en 1929 los efectos del gran crac de la bolsa habrían sido pequeños” .
La extensión de esta cita se justifica en la enorme sabiduría que encierra. El
primer punto descrito por Galbraith, la pésima distribución de la renta –a mucha
distancia, la primera causal del advenimiento y prolongación de la Gran
Depresión- nos coloca frente a las evidencias favorables a la Teoría del
subconsumo, en tanto variable explicativa del ciclo económico, cuyo añejo y más
significativo autor fue John Atkinson Hobson . En sus elaboraciones, Hobson
sostiene que la desigualdad en la distribución del ingreso genera, tarde que
temprano, una crisis de realización de la oferta; la mecánica es la siguiente:
El capitalismo industrial avanzado tiende a producir muchos pobres muy pobres y,
por otro lado, pocos ricos muy ricos. Los primeros, gastando todo su ingreso, no
pueden consumir todo lo que desean, mientas, los segundos, tienen una enorme
capacidad de consumo pero no el deseo de gastar todo su ingreso. Ya se sabe que,
para éstos, todo incremento en su ingreso lo será en su ahorro –mismo que, por
una convención de la economía descriptiva, será igual a la inversión-. De aquí
se sigue que al disponer de una desproporcionada parte del ingreso nacional, los
ricos invertirán preferentemente y, así, promoverán un crecimiento excesivo de
las ofertas de bienes de consumo y de bienes de capital, siempre colocando a los
salarios a la zaga de los precios. De todo ello resulta que la oferta (Z) tendrá
un crecimiento mucho más acelerado que la demanda (D), con lo que la realización
de la primera enfrentará notables y crecientes complicaciones:
Z >> D de las ventas, crisis de realización (con todo y desempleo) y
eventual deflación.
Resulta lógico, entonces, que para Hobson el único remedio seguro a este círculo vicioso sea una mayor igualdad . La que no es, no puede ser, proporcionada por la mano invisible del mercado. Por lo que hace al 4o. punto, la dudosa situación de la balanza de pagos, resulta conveniente intentar el análisis de los efectos que, en aquel momento, tuvo la decisión de poner en ejercicio un notable nacionalismo económico, expresado en la extraordinaria elevación de los aranceles a las importaciones. La historia es la siguiente: “Ya desde 1920, el Congreso dominado por los republicanos aprobó a la carrera un decreto de urgencia sobre aranceles que tenía como objeto levantar un muro proteccionista para impedir la entrada de productos extranjeros. En el mensaje en el que expresó su veto, el presidente Wilson pidió que se actuara con sentido común al respecto. Dijo: ´Si hubo un tiempo en que los Estados Unidos pudieron tener algo para tratar con la competencia extranjera, ese tiempo ya ha pasado. Si queremos que Europa pague sus deudas gubernamentales o comerciales, debemos estar dispuestos a comprarle. Es patente que no ha llegado el momento de levantar altas barreras comerciales´. Pero los republicanos decidieron no prestar oídos a este sabio consejo y tan pronto como tuvieron el control completo del gobierno decretaron el arancel Fordney-McCumber (1922), que elevó a alturas sin precedentes los impuestos a las importaciones e impidió efectivamente que las naciones europeas vendieran sus artículos en los Estados Unidos. Ocho años más tarde, la recalcitrante mayoría republicana impuso el arancel Smoot-Hawley (1930), el más alto en la historia de los Estados Unidos y, a pesar de las protestas de casi todos los economistas respetables del país, Hoover lo firmó. Estos aranceles no sólo cerraron el mercado estadunidense a los productos de las granjas y de las fábricas de Europa, sino que dio lugar a aranceles en represalia que cerraron los mercados europeos a los artículos estadunidenses” .
Respecto al último punto, asumiendo la claridad y consecuente comprensión de los restantes, los míseros conocimientos de economía de la época, debe destacarse que, también para Harold James (en El fin de la globalización, ya citado en páginas anteriores), el crac del 29 y la Gran Depresión se hicieron acompañar de una suerte de bancarrota intelectual, más que visible en gobernantes y responsables de la marcha económica. Al respecto, Charles Kindleberger evoca la interpretación de Gibert Burck y Charles Silberman: “La razón básica para que la depresión durara tanto fue, por supuesto, la ignorancia económica de los tiempos”, y aporta un útil comentario: “Esta respuesta es inadecuada a nivel mundial. Pero encaja muy bien con Estados Unidos” .
Una inquietante pregunta ronda cualquier intento de explicación de la crisis actual y, sin duda, tiene que ver con los parecidos de estas cinco cuestiones ayer y hoy. La inequidad en la distribución del ingreso, que se ha profundizado desde la reaganomics en los Estados Unidos y que conforma el corazón de la exportación, al calor de globalización, del capitalismo estadounidense, vuelve a hacer acto de presencia, sólo que a una escala mucho mayor, en la actual crisis. La recurrente aparición de los arribistas, sinvergüenzas e impostores, con Bernard L. Madoff, Merrill Lynch y Goldman Sachs, como sujeto y corporaciones, tan o más emblemáticos que los del final de los años 1920 y comienzos de los 1930. El desorden, fragilidad y tendencias al contagio de los intermediarios financieros autorregulados, que –en su actual regreso- acusan notables avances en su conmovedora incompetencia; el nacionalismo económico, que ya ha comenzado a mostrar su pavorosa cabeza, y la bancarrota intelectual, que obligó a percibir una suerte de Oráculo, donde sólo se encontraba un tradicional y mediocre banquero central, Alan Greenspan, son acontecimientos que, en una suerte de reproducción ampliada, vuelven a pasar lista de presentes, para volver a completar la ruina.