DE KEYNES A KEYNES. LA CRISIS ECONÓMICA GLOBAL, EN PERSPECTIVA HISTÓRICA
Federico Novelo Urdanivia
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“El enemigo de la sabiduría convencional no son las ideas, sino la marcha de los acontecimientos” .
En el terreno del pensamiento económico, el primer paso del conservadurismo
consistió en un intento, temporalmente exitoso, de convertir a la teoría
keynesiana en un caso especial de la teoría económica convencional, la llamada
Síntesis Neoclásica-Keynesiana, elaborada por el economista John Hicks, en su
célebre artículo Keynes y los clásicos (1937), que origina el diagrama SI-LL,
metamorfoseado en IS-LM hasta 1979. La conclusión de Hicks, en ese artículo, es
la siguiente: “La Teoría general del empleo es un libro útil; pero no es el
principio ni el fin de la economía dinámica” . Con este trabajo se inaugura el
llamado (por Joan Robinson) keynesianismo bastardo que, en el caso específico
del diagrama IS-LM, terminó resultando insatisfactorio para su propio creador:
“Debo decir que el diagrama IS-LM es ahora mucho menos popular conmigo que con
muchas otras gentes. Éste reduce La teoría general a economía de equilibrio; no
es realmente una teoría de la economía moviéndose a través del tiempo. Es mi
propia opinión que ésta, la economía del crecimiento en estado sostenido, ha
sido más bien una maldición; quizá será una de las ventajas de la presente
crisis económica que nos enseñará a superarla, por cuanto ha estimulado a los
economistas a desperdiciar su tiempo en construcciones de gran complejidad
intelectual pero tan fuera de tiempo, y tan fuera de la historia, como para ser
prácticamente fútiles, y de hecho confucionistas” .
En un aspecto fundamental en la crítica de Keynes a la correlación clásica entre salarios nominales y desempleo, la flexibilidad de los salarios monetarios, otro notable economista, Jacob Viner, describió a la teoría keynesiana como una elaboración consistente con la teoría convencional, que supone que esa flexibilidad, a la baja por supuesto, es el camino adecuado para elevar el empleo y que, también en opinión de Keynes, algunos elementos institucionales, destacadamente los sindicatos, imponían rigideces de tal importancia que hacían totalmente inviable le necesaria flexibilidad .
Además del análisis que hace Keynes de los efectos que una reducción de los
salarios nominales produciría en cada una de las variables independientes de su
interpretación del sistema económico (adversos en la propensión marginal a
consumir, y en la eficacia marginal del capital y favorables, a la baja, en la
tasa de interés) , Joan Robinson aporta algo importante sobre la cuestión:
“La teoría ortodoxa, que Keynes atacaba, sostenía que una reducción de las tasas
de salarios monetarios implicaba una reducción de los salarios reales, y que una
reducción de los salarios reales conduciría a un incremento del empleo. El
argumento de Keynes era muy diferente del que después han elaborado
inadecuadamente los keynesianos bastardos; porque, según éstos, las tasas de
salarios monetarios son rígidas por razones institucionales. El argumento (de
Keynes) se fundaba en que, si durante una depresión se consiguiera reducir los
salarios, la situación empeoraría porque ello conduciría a una disminución de
precios y a expectativas de caídas posteriores que desanimarían la inversión;
por otra parte, la caída del valor monetario de las acciones reduciría la
disponibilidad del crédito y pondría a los bancos en peligro de quiebra” .
El tema, central en la construcción de la economía política keynesiana, convocó
a opinar a importantes economistas keynesianos, como Lawrence R. Klein, Abba P.
Lerner y, más recientemente, Hyman Minsky; es éste, el espacio adecuado para
evocar algunas de sus reacciones:
“El profesor Viner concluyó que la única diferencia entre Keynes y los
economistas clásicos, con respecto a temas como la oferta de mano de obra y las
tasas de salarios, consistió en la negación previa por parte de Keynes de que
una reducción de los salarios monetarios reduciría el desempleo. Viner fue uno
de los primeros críticos que puso en duda la habilidad de Keynes en continuar la
correlación clásica entre las reducciones de salarios reales y el desempleo.
Viner creyó que Keynes no había refutado en realidad a los economistas clásicos
sino que simplemente había indicado que las reducciones a los salarios
monetarios podrían conducir a expectativas adversas y a un comportamiento rígido
de la inversión. En realidad, Keynes permitió a los economistas demostrar más
que esto, fundamentalmente que el mecanismo clásico no es la palanca automática
que se pensaba que era” .
“Si un hombre no está dispuesto a aceptar un salario real menor, entonces es un desocupado voluntario, y Keynes no se ocupa en absoluto de él. Pero hay millones de personas que están desocupadas según la definición de Keynes pero que caen fuera de la definición clásica de desocupación, y éstas crean uno de los más apremiantes problemas sociales modernos. Éstos están dispuestos a trabajar por menos del salario real actual –estarían dispuestos a trabajar a cambio del salario monetario actual incluso si el costo de la vida aumentara un poco-, sin embargo, no pueden encontrar trabajos. ¿Qué determina el número de personas en una sociedad que se encuentran en esta posición? O, para hacer la pregunta de otra manera ¿qué determina el número de personas que encuentran ocupación? La negativa clásica a considerar a estos hombres como realmente desocupados involuntarios se resuelve a sí misma en una receta para encontrarles ocupación. Sólo necesitan aceptar salarios menores y encontrarán trabajo. Keynes hace objeciones a este procedimiento de los economistas sobre dos bases separadas. Su primera objeción se refiere a la base práctica de la inutilidad de dar consejos que sabemos que no se aceptarán, incluso si son buenos consejos. Es tiempo de que los economistas que desean dar consejos prácticos a los estadistas comprendan que los salarios monetarios son rígidos, que los trabajadores, de hecho, rehusarán reducir los salarios monetarios. Pero la principal objeción de Keynes consiste en la negativa de la teoría que se expone como base para el tratamiento. Si se reducen los salarios monetarios, no se deriva de esto necesariamente que habrá algún aumento en la ocupación” .
“En opinión de Viner, la teoría de Keynes es en esencia el modelo marshaliano al que se agrega una especificación precisa del modo en que se determina la velocidad. Similar a la de Viner es la interpretación de la Teoría general que hace Hicks en ´Mr. Keynes and the Classics´, donde afirma que “su teoría (la de Keynes) es difícil de distinguir de las teorías marshallianas revisadas y modificadas que, como hemos visto, no son nuevas”. La repulsa de Keynes a la interpretación de Viner no deja lugar a ambigüedades. Keynes escribió: “No puedo estar de acuerdo con la interpretación de Viner; estoy convencido que los teóricos monetarios que tratan de abordar a la demanda de dinero de esa manera (la de Viner) andan totalmente sobre la pista falsa” .
Durante los años sesenta, el pensamiento conservador abandonó el propósito de incorporar a un Keynes desfigurado, con perversiones como las descritas, a sus filas, para optar por el camino, más contundente y expedito, de enfrentarlo directamente. El orquestador en jefe de dicho enfrentamiento fue Milton Friedman. “A principios de la década de 1960, Friedman había completado casi su retorno al fundamentalismo del libre mercado, proclamando que la Gran Depresión no vino dada por un mal funcionamiento de los mercados sino del gobierno, y recurriendo a tal fin a argumentos que resultaban resbaladizos y que, yo diría, rayaban en la deshonestidad académica. En cualquier caso, el hecho de que el gran economista que era Friedman se sintiera compelido a entrar en juegos de prestidigitación intelectual revela por sí mismo hasta qué punto el fundamentalismo del libre mercado resultaba una poderosa tentación. [...] En una primera fase, los intelectuales conservadores eran, con pocas excepciones, profesores universitarios que casualmente resultaron ser o decidieron hacerse conservadores. Así, Milton Friedman, por citar el ejemplo más revelador, fue en sus inicios un economista cuyas tesis sobre el comportamiento de los consumidores, las fuerzas monetarias y la inflación se ven aceptadas y reconocidas en nuestros días por la inmensa mayoría de los economistas, sin que importe cuál sea su filiación política. En estas circunstancias, Friedman habría obtenido el premio Nobel de Economía cualquiera que hubiese sido la opción política por la que se hubiera decantado” . Nacido el 31 de julio de 1912, en Nueva York, de padres provenientes de Cárpato-Rutenia (que terminó siendo parte de la Unión Soviética), este notable economista fue alumno, entre otros, de Jacob Viner, en la Universidad de Chicago; Milton Friedman complementó sus conocimientos sobre estadística matemática bajo la conducción de Harold Hotelling, durante una estancia en la Universidad de Columbia; en 1935 trabajó en el Comité Nacional de Recursos (una institución del Nuevo Trato), en Washington; fue asistente de Simón Kuznets en el National Bureau of Economic Research, durante 1937. Entre 1941 y 1943 trabajó en el Departamento del Tesoro de los EUA, y en los dos años siguientes en la Universidad de Columbia; en 1946 aceptó sustituir, como profesor de teoría económica en la Universidad de Chicago, a Jacob Viner (quien marchó a la Universidad de Princeton), trabajo que combinó con una investigación realizada, de nueva cuenta, en el National Bureau of Economic Research, donde conoció a Anna J. Schwartz, con quien más tarde escribiría su A Monetary History of the United States, 1867-1960. En 1950 fue consultor de la agencia administradora del Plan Marshall, en París. En 1964 fue asesor económico del senador Goldwater, y durante 1968 formó parte de un comité de asesores económicos en la campaña de Richard Nixon. Después de 1977, durante los otoños y los inviernos, se desempeñó como investigador principal en la Institución Hoover de la Universidad de Stanford .
Esta apretada autobiografía, tiene la cualidad suplementaria, y más que conveniente, de ocultar los años de asesoría al criminal gobierno del usurpador golpista, general Augusto Pinochet, así como la provisión, desde la Universidad de Chicago y/o desde su sucursal latinoamericana, la Universidad Católica de Chile, de los principales gestores económicos de dicho gobierno, promotores incansables, en Chile y, más tarde, en Bolivia (de igual forma, después de un golpe militar), de medidas brutalmente impopulares e invariablemente represivas de las organizaciones sociales . También oculta el carácter ideológico, de extremo conservadurismo, con el que la Institución Hoover se ha comprometido históricamente .
No es casual, ni mucho menos, que una parte significativa de los esfuerzos intelectuales de Friedman se enderezaran en el propósito de proponer ciertos ajustes a la curva de Phillips , sobre la base de una tasa natural de desocupación, de imposible compresión (aunque de magnitud variable), con la que –en el largo plazo- la curva de Phillips cambiaría su pendiente negativa, para adoptar una forma vertical. Una tercera etapa, acompañada de una segunda metamorfosis –apreciable particularmente en la primera mitad de los años setenta, con la impronta de la estagflación-, se caracteriza por un comportamiento simultáneo al alza de las tasas de inflación y desocupación, con lo que la curva de Phillips adopta una pendiente positiva (ver las gráficas 1A, 1B y 1C).
Para Friedman, la hipótesis central de la curva de Phillips, la de una relación inversa entre inflación y desempleo, no supera la prueba ácida de los datos empíricos o, en su caso, no lo hace de manera perdurable. Como se verá más adelante, esta deficiencia, la falta de eficacia explicativa de la versión estándar de la curva de Phillips, se convierte en la base del examen friedmaniano de la relación entre inflación y empleo.
El punto de partida es la existencia de una suerte de desempleo irreprimible, la tasa natural de desempleo, que estará presente frente a cualquier nivel de inflación (de ahí la forma vertical que adopta la curva en este primer ajuste), y que es el resultado imprevisto y lamentable de la intervención económica gubernamental, ya para promover una política económica tendente a alcanzar el pleno empleo, ya para crear instituciones propias del Estado de bienestar que provean del seguro del desempleo y que fijen un mínimo salarial rígido; es decir, resistente a la baja.
En la elaboración correspondiente a su tasa natural de desempleo, Friedman ataca
la idea relativa a la presencia de algunos espíritus animales, como la ilusión
monetaria y la disposición colectiva a buscar la equidad, que no toman sitio
alguno en sus “aportaciones”. Es conveniente conocer, en este asunto, la
posición de dos reconocidos autores:
“Son varias las razones por las que la teoría de la tasa natural no funciona. La
determinación de los salarios y los precios presupone todo tipo de
consideraciones sobre la ilusión monetaria y la equidad. Estas consideraciones
se oponen a las suposiciones de la teoría de la tasa natural. No deberíamos
aceptarla sin espíritu crítico” .
Desde el punto de vista teórico, la aportación de Friedman, si así se le puede llamar, carece de originalidad, por cuanto no hace sino actualizar la añeja propuesta neoclásica que percibe a las rigideces, institucionales o de otro tipo (los sindicatos, por ejemplo), que impiden la reducción de los salarios, primero, monetarios y, después, reales, como las variables explicativas de la inviabilidad del pleno empleo .
Como los clásicos, pero en una versión de mayor conservadurismo, Friedman encuentra la “solución”, por la vía de desaparecer, en lo particular, todas y cada una de las rigideces; y, en lo general, impidiendo la gestión económica gubernamental. Que, de dicha solución, derive una mayor desigualdad social es, para este autor, un asunto secundario. Hasta la llegada de Margareth Tatcher al poder en el Reino Unido, en 1979, el derrumbe de las rigideces propuesto por Friedman, sólo pudo establecerse en países no desarrollados, Chile y Bolivia, víctimas de gobiernos dictatoriales, y por medios brutalmente violentos.
Con Friedman, se origina un sólido cuerpo de malas ideas, con un extraordinario poder destructivo, que descansan en una deliberada falta de realismo en los supuestos, en una definición de la disciplina económica parcial, en el mejor de los casos; equivocada, en el peor, que encuentra en la escasez a la variable explicativa del accionar económico y que, por ello, se encuentra estructuralmente imposibilitada para dar cuenta de los problemas de realización que originan las crisis de abundancia. Estas ideas perniciosas ignoran la presencia de los espíritus animales, otorgando cualidades a los agentes económicos –como el conocimiento pleno de una suerte de información perfecta- que simplemente no existen; suponen, también, que las decisiones resultantes de ese utópico conocimiento siempre son racionales e incentivadas por motivos exclusivamente económicos, cuando la realidad nos enseña la existencia de una cantidad enorme de decisiones irracionales, cuyos motivos –igual que en algunas decisiones racionales- son distintos a los económicos. La llamada hipótesis de las expectativas racionales, y las alegremente denominadas teorías, ya sean del ciclo económico real, o de los mercados financieros eficientes, cuyas limitaciones y notables fracasos son, hoy, más que evidentes, son herederas legítimas del errado conservadurismo de Milton Friedman.
En la comprensión de la elaboración friedmaniana, resulta fundamental el análisis del concepto tasa natural de desempleo: “... un término que introduje en recuerdo de la “tasa natural de interés” de Wicksell, no es una constante numérica sino que depende de factores “reales” por oposición a los monetarios: La eficacia del mercado de mano de obra, el grado de competencia o monopolio, las barreras o los estímulos para el trabajo en diversas ocupaciones, etcétera. Por ejemplo, la tasa natural ha venido aumentando claramente en los Estados Unidos por dos razones principales. Primero, las mujeres, los adolescentes y los trabajadores a tiempo parcial han venido constituyendo una fracción creciente de la fuerza de trabajo. Estos grupos son más móviles en el empleo que otros trabajadores, pues entran al mercado de mano de obra y salen de él, cambiando de empleo con mayor frecuencia. Por lo tanto, tienden a experimentar tasas medias de desempleo más altas. Segundo, el seguro de desempleo y otras formas de asistencia a los desempleados se han extendido a otros grupos de trabajadores, y su duración y cuantía se han vuelto más generosas. Los trabajadores que pierden sus empleos sienten menos presión para buscar otro trabajo, tenderán a esperar durante más tiempo con la esperanza, generalmente justificada, de que los vuelvan a llamar a su empleo anterior, y pueden ser más selectivos en las alternativas que consideren. Además, la existencia del seguro de desempleo vuelve más atractiva la entrada a la fuerza de trabajo en primer lugar, de modo que puede haber estimulado el crecimiento ocurrido en la fuerza de trabajo como porcentaje de la población y también el cambio de su composición” .
No debe sorprender que, en su irredento conservadurismo, Friedman responsabilice a los esfuerzos de política económica por alcanzar el pleno empleo y a la institución reina del Estado de Bienestar, el seguro de desempleo que, como ya se ha visto, significó el mejor argumento para la aceptación de dicho Estado, de la existencia y expansión de su tasa natural de desempleo.
La conclusión a la que arriba, desde esta elaboración, es que la intervención del gobierno, y las instituciones que la hacen posible, tienden a producir efectos adversos a sus propios propósitos. De acuerdo con la llamada sabiduría económica convencional, las rigideces institucionales que impiden la flexibilización –siempre a la baja- de los salarios (normas que establecen salarios mínimos, sindicatos, presupuestos de pleno empleo y, muy especialmente, seguro del desempleo), se convierten en las responsables directas de la existencia del desempleo, como problema estructural. ¿Qué hacer? Desde su perspectiva, que es la misma del pensamiento clásico, algo muy sencillo: remover a las instituciones que actúan como fuente de las rigideces y permitir que los trabajadores se dispongan a aceptar salarios monetarios menores que, a la muy corta, se convertirán en salarios reales menores, con los que volverá a crecer la ocupación y... la desigualdad social. Nada más ni nada menos que el expediente económico del ideario del conservadurismo radical.
El incremento del desempleo, escoltado por el incremento de la tasa de inflación, del todo visible durante la primera mitad de los años setenta, de la que deriva una curva de Phillips doblemente ajustada, con pendiente positiva, y que para muchos autores fue el resultado de los notables aumentos en los precios del petróleo durante 1973, en la lectura de Friedman es un fenómeno (el de la estagflación) que antecede a dichos aumentos, al menos en la forma que analiza a algunas economías desarrolladas, en una considerablemente larga etapa, en la que las variaciones en desocupación e inflación, especialmente durante los dos primeros quinquenios, se sintonizan bastante menos de lo que Milton Friedman quisiera, tal como puede apreciarse en el siguiente cuadro:
Friedman admite que Italia y Suecia escapan a lo que él denomina un patrón general, de inflación con desempleo; según su apreciación del período, de aparición previa al incremento de los precios internacionales del petróleo. Sin embargo, antes del último quinquenio, y con sus propios datos, dicho patrón simplemente no es evidente.
El papel decisivo del dinero en el funcionamiento del sistema económico es otra cuestión central para Friedman: “En su tarea de mostrar la importancia del dinero, Friedman desencadenó los debates monetaristas-fiscalistas de los sesenta y setenta, llegando a afirmar que lo único importante para la determinación del ingreso nominal es el dinero y que la inflación es un fenómeno esencialmente monetario” .
A su conservadurismo se deben polémicas aportaciones: “La desregulación económica, el ejército voluntario y el impuesto al ingreso negativo como mecanismo redistribuidor, existiendo diferencias respecto a su instrumentación y alcances. Otras propuestas, como los vales educacionales y la abolición de los salarios mínimos y del seguro social están sujetos a controversias, debido a que la información asimétrica y las normas sociales restringen las bondades del individualismo de mercado, por lo que es también dudoso que la privatización de la salud sea mejor alternativa” .
A los esfuerzos de Friedman, especialmente los enderezados en afirmar que los
agentes económicos gozan de la capacidad para adelantar los efectos que la
política económica (especialmente la monetaria) tendrá en ingresos y precios,
casi naturalmente siguió la construcción del cuerpo teórico conocido como de
expectativas racionales, en el que tal capacidad extendía considerablemente el
ámbito de las previsiones. A ningún economista escapa la enorme deuda que tal
teoría contrajo con Milton Friedman. Ésta es la historia:
“... la teoría de las <<expectativas adaptativas>> de Friedman no fue lo
suficientemente lejos para una generación de economistas con formación
matemática, como su antiguo estudiante Robert Lucas. Friedman tiene agentes que
aprende de (y adaptan su comportamiento a) las señales de cambio que emiten los
mercados, pero con un desfase inevitable porque los procesos de mercado tienen
lugar en el tiempo. Pero los agentes racionales tienen que poder hacerlo mejor
que eso. Ellos ya tendrían que haber aprendido de la experiencia del pasado (de
la suya y de la de cualquier otro) que determinados tipos de acontecimientos
provocarán determinados resultados. En ese caso, la distinción que hace Friedman
entre el corto plazo, en el que los agentes pueden ser engañados, y el largo
plazo, en el que saben lo que cabe esperar, resulta superflua. El comportamiento
adaptativo es una descripción del comportamiento irracional si los agentes ya
saben lo que cabe esperar.
Así, en la década de 1980, la teoría de las expectativas adaptativas fue seguida por la teoría de las expectativas racionales. Los teóricos de las expectativas racionales han llevado el escepticismo de Friedman acerca de la dirección del ciclo económico a su conclusión lógica. Si la política monetaria se utiliza sistemáticamente según los principios keynesianos, se podrá prever y no tendrá ningún efecto real, ¡ni siquiera a corto plazo! Entonces la política de estabilización sólo será posible si el gobierno tuviera mejor información que los agentes privados. Al eliminar el <<corto plazo>>, la nueva macroeconomía clásica suprimió el estrecho intervalo de tiempo que el monetarismo de Friedman había dejado para que funcionase la política keynesiana. En palabras de Solow, la revolución de las expectativas racionales eliminó <<todas las escapatorias que proporcionaban algún margen “borroso” en el tramo vertical de la curva de Phillips a largo plazo>>” .
La hipótesis de expectativas racionales, al apoyarse en el supuesto que los agentes económicos pueden hacer pronósticos que se apoyan en la práctica evaporación de las imperfecciones de la información disponible, construye otro supuesto, consistente en la capacidad de los mismos agentes para anticiparse a las medidas de política económica y actuar en consecuencia. La historia económica, la experiencia, ha demostrado que dicha teoría, que explica la prolongación de la fase descendente del ciclo económico a partir de la desorientación de los trabajadores y –en general- de todos los agentes por adoptar percepciones no racionales sobre el comportamiento del sistema económico, carece de sentido práctico y enfrenta dificultades invencibles para explicar recesiones prolongadas, si es que tiene alguna eficacia explicativa en el corto plazo. Parte del falso supuesto clásico, que explica a la desocupación como dominantemente voluntaria.
Las expectativas racionales, en realidad, tuvieron una corta vida, en lo
fundamental, por la notable falta de eficacia explicativa, derivada de partir de
supuestos irreales:
“Pese a la confianza expresada tan a menudo sobre el buen funcionamiento de los
mercados, existe una gran cantidad de investigaciones que sugieren que una parte
de los inversores no es racional y, si tal es el caso, los precios que aparecen
en el mercado no proporcionan buenas ‹‹direcciones›› acerca de dónde invertir.
Durante casi un cuarto de siglo, que comenzó a principios de los setenta, el
pensamiento de la escuela de economía de las expectativas racionales dominaba la
escena económica. Ésta describía al individuo no sólo como un ser racional, que
toma decisiones coherentes, sino también como alguien capaz de procesar
información compleja y asimilar sus nociones esenciales. Los defensores de esta
escuela se fijaban en modelos que partían de la base de que todos disponían de
la misma información, sin ningún tipo de desigualdad. En realidad, pocas
personas tenían suficientes nociones de matemáticas para procesar la amplitud de
conocimientos relacionados con la decisión de inversión más sencilla. (Los
teóricos de las expectativas racionales admitían dicho razonamiento, si bien
afirmaban que, de alguna manera, los individuos actuaban como si los hubiesen
procesado). No contentos con defender la racionalidad de los individuos,
describían la economía, a su vez, como un mecanismo racional, en el cual, de
forma milagrosa, los precios reflejan al instante todo lo conocido en el día y
los precios del día manifiestan un conjunto coherente de expectativas
relacionadas con los precios que se darán en un futuro infinitamente lejano. La
agenda política de dicho trabajo se ha mostrado con frecuencia de una manera
prácticamente evidente: si las expectativas racionales estaban en lo cierto, los
mercados eran eficaces por sí mismos y sería necesaria muy poca intervención
estatal, si es que se necesitaba alguna.
Me complace anunciar que el momento glorioso del movimiento de las expectativas racionales ha tocado a su fin. Aunque su pensamiento sigue ejerciendo una inmensa influencia, ha sido objeto de tres ataques amplios, cada uno de ellos devastador a su manera. Todas las conclusiones de los teóricos de las expectativas racionales –en especial, las relacionadas con la eficiencia de los mercados- caen por su propio peso si gente diferente sabe o cree cosas distintas, como realmente ocurre. Se supone que los mercados dirigen la economía a su eficacia, como guiada por una mano invisible. Las dificultades sufridas como consecuencia de los felices noventa parecen indicar que la mano invisible no funciona demasiado bien y las teorías de la información asimétrica ayudan a obtener una explicación al respecto. El descontrol de los mercados, con numerosos conflictos de intereses, conduce a la ineficacia de su comportamiento. Nunca podremos acabar con los problemas, pero sí al menos mitigarlos. En los noventa, los empeoramos.
Un segundo ataque, relacionado con lo anterior, se fijaba en el hecho de que individuos diferentes poseen creencias distintas acerca del mundo y su funcionamiento (para que las conclusiones de las expectativas racionales funcionasen, no sólo todos debían poseer expectativas racionales, sino que además debían creer que todos, a su vez, las poseían). Sin embargo –como los desacuerdos que estamos presentando demuestran con suficiente amplitud- no existe información suficiente sobre lo que todos consideran, de común acuerdo, un modelo único del mundo. La tercera línea de ataque, liderada por los psicólogos Amos Tversky y Daniel Kahneman (este último recibió el Premio Nobel de Economía en 2002), ponían el acento en las capacidades de procesamiento de la información de los individuos, así como su racionalidad. Tversky y Kahneman demostraron la existencia de una irracionalidad exorbitante; llegaron incluso a identificar modelos de conducta en las irracionalidades de los individuos: modelos lo suficientemente claros como para ser estudiados por científicos sociales” .
La política y el acceso pleno a la información, se incorporaron, también, a los
supuestos de esta hipótesis:
“Pero la historia de la REH (Hipótesis de Expectativas Racionales, por sus
siglas en inglés) se encuentra conectada también con el carácter democrático del
sueño americano. Los mercados, que representan el veredicto de millones de
individuos que persiguen su propio interés, saben más y mejor que los gobiernos.
El consumidor americano es el rey. A los partidarios de la REH les gusta
subrayar el carácter democrático de la reivindicación de la racionalidad. Se
basa en la ley de los grandes números, la cual nos dice que cuanto mayor sea el
grupo más probable es que la elección media sea la óptima. No hay manera de que
los gobiernos puedan superar la sabiduría de las masas.
Sin embargo, aunque los economistas de la REH se ocupaban de los mercados sin trabas de ninguna clase, la REH es también la respuesta al sueño del planificador central. Piénsese en aquellos gigantes ejércitos de programación lineal que diseñaron los matemáticos soviéticos en la década de 1960, en el intento de hacer que fuese racional la planificación central. El supuesto crítico de la REH no es la competencia perfecta, sino la información perfecta. Si el Estado soviético hubiese sido capaz de concentrar la información y el poder de la informática que ahora se dice que se encuentra dispersa en los mercados libres, no habría existido ninguna razón técnica por la que sus elecciones no hubieran sido perfectamente racionales del modo que postula la REH. Un solo guardián platónico no cometería ningún error” .
Ya en el despunte del tercer milenio, un par de relevantes autores acudieron a
proporcionar nuevas dosis de tranquilidad, ahora sobre la eficacia de la
macroeconomía para someter a rígidos controles al ciclo económico, tal como nos
lo presenta Paul Krugman:
“En 2003, Robert Lucas, catedrático de la Universidad de Chicago y galardonado
en 1995 con el premio Nobel de Economía, pronunció el discurso presidencial
durante la convención anual de la Asociación Americana de Economía. Después de
explicar que la macroeconomía había surgido como respuesta a la Gran Depresión,
declaró que había llegado la hora de que aquella disciplina siguiera avanzando:
‹‹a efectos prácticos, el problema principal de la depresión-prevención
–declaró- se ha resuelto››.
Lucas no afirmaba que el ciclo económico, la alternancia irregular de recesiones y expansiones que hace al menos un siglo y medio que nos acompaña, hubiera acabado. Sí que sostenía, en cambio, que ese ciclo estaba bajo control, hasta el punto que los beneficios de seguir domándolo serían triviales: los beneficios que tendría en el bienestar de la población suavizar las fluctuaciones de la economía, dijo, serían triviales. Había llegado el momento de centrarse en cuestiones como el crecimiento económico a largo plazo.
Lucas no era el único que aseguraba que el problema de la depresión-prevención estaba resuelto. Un año más tarde, Ben Bernanke, un antiguo catedrático de Princeton que había pasado a formar parte de la dirección de la Reserva Federal, de la cual no tardaría en ser nombrado presidente, pronunció un discurso de un optimismo sensacional titulado ‹‹La gran moderación ›› en el que, como ya había hecho Lucas, sostenía que la política macroeconómica moderna había resuelto el problema del ciclo económico (o, más concretamente, había reducido ese problema tanto que ahora era más una molestia que un problema prioritario).
Si echamos la vista atrás unos pocos años, y teniendo en cuenta además que gran parte del mundo está sumido en una crisis económica y financiera que recuerda demasiado a la de los años treinta, estas palabras optimistas parecen de una petulancia extraordinaria. Lo más curioso de ese optimismo era que, durante los años noventa del pasado siglo, varios países, y entre ellos Japón, la segunda economía mundial en importancia, asistieron a la reaparición de unos problemas económicos que recordaban a los años de la Gran Depresión.
Sin embargo, en los primeros años de esa década, este tipo de problemas típicos de una recesión no habían llegado todavía a Estados Unidos, al tiempo que la inflación, el azote de los años setenta, parecía, por fin, controlada. Además, las noticias económicas relativamente tranquilizadoras se enmarcaban en un contexto político que alentaba el optimismo: el mundo parecía un lugar más favorable para las economías de mercado de lo que había sido en los últimos noventa años” .
En realidad, mucho antes de los discursos de Lucas, que es autor destacado y
“original” de la hipótesis de expectativas racionales, y de Bernanke, la
economía mundial se había encaminado por la ruta del liberalismo económico, bajo
el utópico supuesto que los mercados competitivos, autorregulados, controlarían
al ciclo económico y, casi por decreto, evaporarían a la incertidumbre. Es aquí
conveniente precisar la explicación keynesiana del término incertidumbre, y su
inamovible presencia en el comportamiento del sistema económico:
“Permítaseme explicar que, con conocimiento “incierto”, no quiero simplemente
distinguir lo que se conoce como cierto de lo que sólo es probable. En este
sentido, el juego de la ruleta no está sujeto a la incertidumbre; ni tampoco lo
está la perspectiva de que se emita un bono de la Victoria. Asimismo, la
esperanza de vida es sólo ligeramente incierta. Incluso el clima es
moderadamente incierto. El sentido en que utilizo esa palabra es aquel en que la
perspectiva de una guerra europea es incierta, o en que lo son el precio del
cobre y la tasa de interés de aquí a veinte años, o la obsolescencia de un nuevo
invento, o bien la posición de los dueños de la riqueza privada en el sistema
social de 1970. Al respecto no hay base científica sobre la cual se forme una
probabilidad calculable, cualquiera que ésta sea. Simplemente no lo sabemos. Y
sin embargo, la necesidad de acción y de decisión nos impulsa, a los hombres
prácticos, a hacer todo lo posible por pasar por alto este embarazoso hecho y a
comportarnos exactamente como lo haríamos si, respaldándonos, hubiera un buen
cálculo benthamita de una serie de ventajas y desventajas futuras, cada cual
multiplicada por su apropiada probabilidad en espera de ser sumada” .
La recurrente presencia de la incertidumbre, agudizada en momentos de crisis, y
la recurrencia del comportamiento económico que pretende evadirla, son
constantes en la historia económica, aunque la segunda no pueda sobreponerse a
la primera:
“Toda referencia de Keynes a un equilibrio se interpreta mejor como referencia a
un grupo transitorio de variables de sistema hacia el cual se orienta la
economía; pero, contrastando con Marshall, a medida que la economía se desplaza
hacia ese grupo de variables sistemáticas, se producen cambios determinados
endógenamente que afectan el grupo de variables de sistema hacia el que tiende
la economía. La analogía es la de un blanco en movimiento, que nunca se alcanza
sino por un breve instante, en caso de alcanzarse. Cada estado, que sea de auge,
crisis, deflación de la deuda, estancamiento o expansión, es transitorio. En
opinión de Keynes, durante cada equilibrio de periodo corto, hay procesos en
acción que “desequilibrarán” el sistema. La estabilidad no sólo es una meta
inalcanzable, sino que siempre que se logra algo cercano a la estabilidad, se
echan a andar procesos de desestabilización. Keynes no concibió un modelo de
equilibrio simple de dos estados (de corto y largo plazos) como el de Marshall.
En el modelo de Keynes, el sistema es capaz de estar en uno de diversos estados,
cada uno de los cuales lleva en sí el germen de su propia destrucción.
Así, la incertidumbre interviene y atenúa la importancia de las funciones de
producción y las funciones de preferencia estable de la teoría convencional como
determinantes del comportamiento de un sistema. La incertidumbre interviene
marcadamente en la determinación del comportamiento en dos puntos: en las
decisiones de cartera por parte de las familias, las empresas o las
instituciones financieras y en los criterios sustentados por las empresas, por
los dueños de bienes de capital y por los banqueros ante las empresas, respecto
de los rendimientos futuros de los bienes de capital. Al interpretar la Teoría
general deberá tenerse presente que Keynes primeramente fue autor de Un tratado
sobre probabilidad” .