DE KEYNES A KEYNES. LA CRISIS ECONÓMICA GLOBAL, EN PERSPECTIVA HISTÓRICA
Federico Novelo Urdanivia
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“Hemos tenido que enfrentarnos a los tradicionales enemigos de la paz social: los monopolios empresariales y financieros, los especuladores, los banqueros sin escrúpulos, aquellos que promovieron los antagonismos de clase o el secesionismo y quienes se enriquecieron a costa de la guerra. Todos habían llegado a pensar que el gobierno de Estados Unidos no era más que un mero instrumento al servicio de sus propios intereses. Ahora sabemos que un gobierno en manos del capital organizado es igual de peligroso que un gobierno en manos del crimen organizado. Nunca antes habían estado esas fuerzas tan unidas contra un candidato como lo están en la actualidad. Su odio hacía mí es unánime y lo asumo satisfecho” .
Si la incertidumbre reinante impide la correspondencia entre las expectativas y los resultados, entre otras cosas, por no ser idénticos los mejores intereses de los participantes en los mercados y la percepción de sus mejores intereses, la idea consistente en que no hay divergencia entre el ex ante y el ex post carece de racionalidad y de sentido práctico. Este asunto se vuelve fundamental a la hora de analizar el comportamiento de los mercados financieros, no como determinado por leyes atemporales y siempre válidas, sino como un proceso histórico impredecible y distante de cualquier forma de equilibrio; en realidad, las decisiones de compra-venta, en dichos mercados, se basan en expectativas sobre los precios futuros, y los precios futuros, al tiempo, dependen de las decisiones presentes de compra y venta.
El abandono, en ocasiones pausado y en otras de velocidad alucinante, de las formas diversas de regulación de los mercados financieros, bajo el cobijo de peculiares creatividades, sean estas los hedge funds o las subcontrataciones que se conocen en la actualidad como outsourcings, invariablemente ha requerido de la opacidad que originó lo que Krugman denomina banca en la sombra o el sistema bancario de facto.
El mayor incentivo para que una parte del capital financiero se aparte de las
regulaciones consiste en la posibilidad de obtener ganancias gracias a la
ignorancia de quienes actuarán como compradores, sean intermedios o finales.
Soros pone particular énfasis en la falibilidad de los mercados financieros, de
imposible auto reconocimiento con la soberbia que les acompaña, y en sus
pavorosos efectos:
“En primer lugar, en vez de acertar, los mercados financieros siempre yerran. En
cualquier caso, tienen la habilidad tanto de autocorregirse como de,
ocasionalmente, hacer que sus propios errores se vuelvan realidad por un proceso
reflexivo de autovalidación. De esta manera, parecen tener siempre la razón.
Para ser más exactos, los mercados financieros no pueden predecir con exactitud
decaimientos en la actividad, pero sí causarlos” .
Los antecedentes del sistema financiero de facto no son, ni con mucho,
recientes; se remontan al pánico bancario de 1907, en los Estados Unidos e
incluyen una no tan corta historia:
“La crisis nació en los trusts, unas instituciones neoyorquinas parecidas a los
bancos y que aceptaban depósitos, pero cuyo propósito inicial era simplemente
gestionar herencias y el patrimonio de clientes acaudalados. Dado que, en
principio, solamente realizaban operaciones de escaso riesgo, la regulación a la
que estaban sujetos los trusts y los requisitos de reservas y de liquidez que se
les exigían eran menores que en el caso de los bancos nacionales. No obstante,
con el boom de la economía durante la primera década del siglo XX, los trusts se
lanzaron a la especulación inmobiliaria y bursátil, un terreno vedado a los
bancos nacionales. Y dado que estaban sujetos a una regulación menor que los
bancos nacionales, los trusts disponían de recursos para ofrecer a sus
depositarios un mayor rendimiento. Sin proponérselo, los trusts se hicieron
acreedores de la sólida reputación que acompañaba a los bancos nacionales pues
eran, a ojos de los depositarios, unas instituciones tan seguras como éstos. De
resultas de todo ello, los trusts crecieron rápidamente: en 1907, el valor total
de los activos de los trusts de Nueva York igualaba la cifra total de activos de
los bancos nacionales. Al mismo tiempo, los trusts rechazaron la oferta de
entrar en la Cámara de Compensación de Nueva York, un consorcio de los bancos
nacionales neoyorkinos que garantizaba la solidez de cada uno de sus miembros,
porque, para ello, habrían debido aumentar sus reservas de liquidez, en
detrimento de sus beneficios.
El pánico de 1907 se inició con la caída del Knickerbocker Trust, uno de los grandes trusts de Nueva York, que quebró después de financiar una operación de especulación bursátil a gran escala que se saldó con un fracaso. Rápidamente, otros trusts de Nueva York se encontraron en el ojo del huracán, y los depositarios, asustados, corrieron a sus oficinas para retirar sus fondos. La Cámara de Compensación de Nueva York se negó a intervenir y prestar dinero a los trusts, e incluso los que se encontraban en una situación sólida se vieron seriamente amenazados. En dos días, doce de los trusts más importantes habían sucumbido. Los mercados crediticios se congelaron y la Bolsa experimentó una caída en picado, al tiempo que los agentes de Bolsa se veían incapaces de conseguir el crédito necesario para financiar sus operaciones y mientras la confianza en los negocios se evaporaba [...] A continuación, el país entró en una recesión de cuatro años durante la cual la producción cayó un 11 por 100 y la tasa de desempleo pasó del 3 al 8 por 100.
En 1913, desapareció el sistema bancario nacional y nació el sistema de la Reserva Federal, cuyo cometido era obligar a todas las instituciones que aceptaban depósitos a disponer de unas reservas apropiadas y a abrir sus cuentas a las inspecciones de los reguladores. Aunque aquel nuevo régimen homogeneizaba y centralizaba las reservas que los bancos habían de tener, no conjuraba el peligro de un pánico bancario y, a principios de los años treinta, estalló la crisis bancaria más grave de la historia. La caída de la economía provocó el hundimiento de los precios: los más perjudicados por esta situación fueron los granjeros estadounidenses, lo que precipitó una cascada de impagos que desembocaron en los pánicos bancarios de 1930, 1931 y 1933, que se iniciaron, todos, en bancos del Medio Oeste antes de extenderse a todo el país. Prácticamente todos los historiadores de la economía coinciden en que fue precisamente la crisis bancaria lo que convirtió una seria recesión en la Gran Depresión.
Para responder a aquella situación, se creó un sistema con muchas más garantías. La Ley Glass-Steagall separó los bancos en dos categorías: bancos comerciales, que aceptaban depósitos, y bancos de inversión, que no. Los bancos comerciales tenían claramente delimitados los riesgos que podían asumir; a cambio, podían acceder fácilmente al crédito de la Reserva Federal (al discount-window, un departamento que se encarga de atender las peticiones de préstamos a tasas de descuento) y, probablemente lo que era más importante, sus depósitos estaban garantizados directamente por los contribuyentes. Los bancos de inversión estaban sujetos a una regulación mucho más estricta, algo que, sin embargo, se consideraba aceptable porque, en tanto que entidades que no trabajaban con depósitos, en principio no tenían porqué temer a los pánicos bancarios.
Durante casi setenta años, este nuevo sistema protegió a la economía de las crisis financieras. Las cosas no siempre fueron bien. Uno de los momentos más recordados se produjo en los años ochenta, cuando una combinación de mala suerte y malas decisiones políticas provocó la quiebra de muchas sociedades de ahorro y préstamos, un tipo de banco que se había convertido en la fuente principal de préstamos hipotecarios” .
En 1984, Lehman Brothers inventa el producto conocido como auction-rate security; en él, un individuo hacía un préstamo a largo plazo a la entidad prestataria y ésta celebraba subastas periódicamente en las que nuevos inversionistas potenciales pujaban por el derecho a sustituir a los que deseaban retirarse. El tipo de interés resultante de las subastas se aplicaba a todos los fondos invertidos en ese producto hasta la celebración de una nueva subasta. El propósito de estos instrumentos era conciliar el deseo de los prestatarios de lograr una vía segura de financiamiento a largo plazo con el deseo de los prestamistas de poder acceder en cualquier momento a su dinero; el atractivo residía en que al comprarlos se obtenía un interés superior al bancario y al ofertarlos se pagaba un interés menor que por un préstamo bancario a largo plazo, aunque –por ello- no estaban protegidos por la red de seguridad del sistema bancario. Cuando las subastas dejaron de funcionar, porque no llegaban nuevos inversionistas y los ya existentes no podían recuperar su dinero, el sistema se vino abajo, a principios de 2008. Lo que había acontecido, con otro nombre (el crepúsculo de los trust), cien años atrás, se repetía casi puntualmente.
En 1999, tras una fuerte presión de los banqueros y de las autoridades del Tesoro, se abrogó la Ley Glass-Steagall. No es un dato menor el recordar que, desde 1995, Robert Rubin recibió el nombramiento de secretario del Tesoro; Rubin era banquero, heredero de Goldman Sachs y, como tal y a despecho del más que visible conflicto de intereses, apoya activamente el esfuerzo por revocar la ley. El argumento más reiterado en ese propósito, consistía en considerar a la ley como una clara desventaja de los Estados Unidos frente a países, como Alemania y Japón, que no contaban con una normatividad que separara a los bancos de depósitos de los de inversión, en momentos en los que, por obra y gracia de la globalización, la libre circulación de capitales y la disponibilidad de oportunidades entendidas como economías de alcance, hacían obsoleta a la ley que establecía esa separación.
George Soros, por su parte, propone interpretar a los mercados financieros en tanto procesos históricos: “La mayoría de los procesos reflexivos implican una interacción entre los participantes del mercado y los reguladores. Para entender esa interacción, es importante recordar que los reguladores son tan falibles como los participantes. Los cambios en el ambiente regulador sitúan cada crisis en un contexto histórico único. Eso es de por sí suficiente para reclamar que el comportamiento de los mercados se considere un proceso histórico.
El fundamentalismo de mercado culpa de los fallos del mercado a la falibilidad de los reguladores y en parte tiene razón. Tanto los mercados como los reguladores son falibles. Donde se equivocan de plano los fundamentalistas del mercado es a la hora de reclamar que las regulaciones sean abolidas debido a su falibilidad. Pero comprenderíamos mejor la realidad si reconociéramos el carácter ideológico del fundamentalismo de mercado. El hecho de que los reguladores sean falibles no prueba que los mercados sean perfectos. Sólo justifica que reexaminemos y mejoremos el ambiente regulatorio” .
Krugman reproduce parte del discurso de Timothy Geithner, que en junio de 2008
pronunció en el Club Económico de Nueva York, que resalta el descontrol en los
mercados financieros que habían producido los bancos de facto:
“La estructura del sistema financiero cambió de un modo fundamental durante el
boom, y aumentó espectacularmente la proporción de activos ajenos al sistema
bancario tradicional. Este sistema financiero no bancario creció hasta asumir
unas dimensiones considerables, especialmente en los mercados monetario y de
financiación. A principios de 2007, el volumen total de los títulos comerciales
respaldados por activos, de los vehículos de inversión estructurados, de los
auction-rate preferentes, de los bonos con opción de oferta y de los pagarés a
la vista de tipo variable era de unos 2.2 billones de dólares. Los activos
financiados a muy corto plazo en repo tripartito sumaban unos 2.5 billones de
dólares. Los activos en hedge funds, unos 1.8 billones de dólares. El balance
combinado de los cinco mayores bancos de inversión del momento era de 4 billones
de dólares.
Por su parte, los activos totales de los cinco principales holdings bancarios
estadounidenses a la sazón superaban los 6 billones de dólares, y los activos
totales de todo el sistema bancario sumaban alrededor de 10 billones de dólares
La cantidad de activos relativamente no líquidos y dudosos a largo plazo
financiados por pasivos a muy corto plazo hizo que muchos de los vehículos e
instituciones de este sistema financiero paralelo fueran vulnerables a un pánico
clásico, y que no pudieran beneficiarse, además, de las garantías de que dispone
el sistema bancario para reducir estos riesgos, como los seguros sobre
depósitos” .
La opinión relativa a que la derogación de la Ley Glass Steagall fue un error
que algún efecto tuvo en las burbujas tecnológica (2000) e hipotecaria (2007),
es ampliamente compartida por los economistas de posiciones más progresistas;
sin embargo, en la medida en la actual crisis amenazó preferentemente a
instituciones que nunca estuvieron sometidas a regulación alguna, es necesario
complementar el peso de aquel error, con la aparición y expansión del sistema
bancario de facto:
“A medida que el sistema bancario en la sombra crecía para competir en
importancia con la banca convencional, o incluso superarla, los políticos y los
funcionarios gubernamentales deberían haber advertido que estaban resucitando la
misma vulnerabilidad financiera que había propiciado la Gran Depresión, y
deberían haber decretado una mayor regulación y ampliado la red de seguridad
financiera para proteger también a esas nuevas instituciones. Las voces más
influyentes deberían haber manifestado algo tan sencillo como que todo aquello
que se comporte como un banco, y todo aquello que deba ser rescatado durante una
crisis como se rescataría a un banco, debe estar sujeto a la misma regulación
que un banco.
En su lugar, desoyeron los avisos y nadie hizo nada para ampliar la regulación existente. Antes bien, el espíritu de los tiempos –y los postulados de la Administración de George W. Bush- era profundamente contrario a la regulación, una actitud que quedó recogida en una sesión fotográfica que tuvo lugar en 2003, en la que representantes de las diferentes agencias encargadas de supervisar las actividades bancarias usaron cizallas y sierras de cadena para cortar pilas de reglamentos. Concretamente, la Administración Bush se escudó en el poder federal, incluidas las oscuras atribuciones de la Oficina del Jefe de Moneda Extranjera, para bloquear cualquier iniciativa de los estados con vistas a imponer una cierta supervisión sobre las hipotecas de alto riesgo.
Entretanto, la gente que debería haber estado preocupada por la fragilidad del
sistema se dedicaba, en su lugar, a alabar la <<innovación financiera>>. <<No
sólo las instituciones financieras son hoy, una por una, menos vulnerables a las
sacudidas de los factores de riesgo subyacentes –declaró Alan Greenspan en
2004-, sino que, en su conjunto, el sistema ha ganado en resistencia.>>
Y así fue como ignoraron o menospreciaron el riesgo cada vez mayor de una crisis
del sistema financiero y de la economía. Y la crisis estalló” .
Sobre la conducta de Greenspan, la opinión de Joseph Stiglitz es verdaderamente contundente: “Nuestro país ha sufrido así las consecuencias de escoger como regulador en jefe de la economía a alguien que no creía en la regulación” .
Atrás del estallido de la crisis que arranca en 2007, hay una prolongada
historia de cambios sistémicos que, en opinión de importantes autores,
encontraron la puerta de ingreso en la crisis de los años setenta y que
originaron el inicio de un cambio, un nuevo orden monetario y financiero, cuya
inicial criatura y posterior sirviente se evoca como neoliberalismo. Con el
análisis de esa historia y sus eslabonamientos hasta la crisis en curso, inicia
el siguiente capítulo.