OCIO Y VIAJES EN LA HISTORIA: ANTIGÜEDAD Y MEDIOEVO
Mauro Beltrami
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Hacia los inicios del Medioevo occidental, la infraestructura se encontraba seriamente dañada y los caminos de la antigüedad carecían de seguridad: existía una crisis en las comunicaciones.
La crisis en la intercomunicación que ya existía entre las distintas regiones del Bajo Imperio Romano, continuó acentuándose. El rasgo fundamental en la Europa de los primeros siglos medievales continúa siendo el universal y marcado descenso de la curva demográfica. La falta de densidad se agravaba aún más por una repartición en el mapa muy desigual. Era notable la dispersión que existía entre los distintos núcleos europeos de aglomeración poblacional. Dentro de dichas aglomeraciones, los individuos vivían en estrecho contacto; pero aquellas se encontraban separadas entre sí por múltiples vacíos. “Más allá de estas tierras, rodeándolas, penetrándolas, se desarrollaban los bosques, las zonas de matorrales y los eriales, inmensas extensiones salvajes, en las que el hombre raramente faltaba, pero que, carbonero, pastor, ermitaño o perseguido por la ley, las frecuentaba sólo al precio de un gran alejamiento de sus semejantes”. Entre grupos dispersos, las comunicaciones eran dificultosas.
Las vías romanas continuaron utilizándose, aunque la falta de inversiones en este sentido fue lo que caracterizó a la época. Hasta el siglo XII la conservación de los caminos dependió de los dueños de las propiedades adjuntas, quiénes se preguntaban por qué debían gastar en el arreglo de algo que era utilizado principalmente por transeúntes. Este hecho conspiró contra la manutención de las vías de circulación.
Cuando Europa comenzó a experimentar un desarrollo económico y, particularmente, progresos en la industria, los intercambios comerciales aumentaron, por lo que las rutas pasaron a ser más intensamente utilizadas. Algunas órdenes monásticas, como los cistercienses, trabajaron para mantener caminos y puentes. Durante el siglo XII, la Iglesia instituyó cofradías religiosas para la construcción o reparación de puentes, y prometía indulgencias a quiénes participasen de ellas.
En el siglo XIII se produjeron algunos avances y mejoras que facilitaron el transporte, tanto de individuos como de mercancías. Se trazó un nuevo e importante puesto que atravesaba los Alpes, el de San Gotardo, el cuál fuera abierto a la circulación en 1237. Federico II ordenó reparar los caminos de Sicilia y del sur de Italia inspirado en ejemplos musulmanes y bizantinos. En Francia se construyeron los primeros caminos reales, colocando adoquinas sobre un lecho de tierra o arena suelta. Las ciudades comenzaron a pavimentar sus calles principales; y Florencia, París, Londres y las ciudades flamencas construyeron excelentes puentes. Además, durante el siglo XIII se levantó sobre un barranco el primer puente colgante, en el paso del San Gotardo, en los Alpes.
Sin embargo, la infraestructura y el transporte progresaban en menor medida que los intercambios. La mayor parte de los grandes caminos medievales eran de tierra o barro, en los cuales abundaban los charcos y baches. Los vados eran numerosos y los puentes escasos. Los carruajes eran grandes y pesados, además de incómodos, por lo que tanto hombres como mujeres preferían cabalgar. Asimismo, ciertos peajes, cuya cantidad fue en aumento durante el transcurso del siglo XIII, elevaron aún más el coste del transporte.
Los caminos terrestres, por otra parte, resultaban inseguros para los viajeros por los delincuentes que acechaban a quiénes pasaban por allí. Aunque la inseguridad no era patrimonio exclusivo de los caminos, pues también en las ciudades los viajeros sufrían a los criminales. “Hambrientos mercenarios, criminales fugitivos, caballeros arruinados, hacían inseguros los caminos; y las calles de las ciudades, después de oscurecer, presenciaban muchas riñas, robos, violaciones y asesinatos”.
Los medios de transporte utilizados para los viajes terrestres, eran obviamente distintos según el estamento social a la que se perteneciera. Una gran parte de los individuos –fundamentalmente de las clases no privilegiadas- realizaban sus viajes a pie. Con todo, viajar a pie desde el lugar de residencia hasta otra ciudad no fue en el Medioevo ni una tarea fácil ni de bajo costo. Este modo de traslado demandaba en los trayectos relativamente largos alojamiento, alimentación y otros servicios que permitiesen la satisfacción de las necesidades básicas del individuo. Por su parte, los estamentos superiores podían utilizar como medio de viaje, carruaje, mula, caballo, etc. De hecho, para viajar sin demasiada fatiga ni lentitud, había que hacerlo necesariamente o montado –pues un caballo o un mulo se adaptan mejor al terreno que el hombre, además de ser más rápidos-, o utilizando carruajes de algún tipo.
Las ciudades de los primeros siglos medievales fueron relativamente reducidas en cuanto a habitantes. Tras la revolución urbana, cobraron importancia como centros económicos. Las regiones más intensamente urbanizadas del Occidente medieval –si se excluyen aquellas regiones donde la tradición grecorromana, bizantina o musulmana habían establecido bases más sólidas (Italia, Provenza, Languedoc, España)- fueron aquellas en donde desembocaban las grandes rutas comerciales: Italia del norte, al final de las vías alpinas y de las rutas marítimas mediterráneas; Alemania del norte y Flandes, donde llegaba el comercio del este; Francia del nordeste, en donde se encontraban, en las ferias de la Champaña, mercaderes y productos del norte y del Mediodía (sobre todo en los siglos XII y XIII). Ya se ha mostrado cómo se acostumbraba a viajar desde un núcleo urbano hacia otro; respecto al transporte dentro de las mismas ciudades, podían utilizarse medios como los mencionados, pero debido al tamaño de las ciudades resultaba común el traslado a pié para moverse de un lugar a otro.
Encontrándose en tal estado las vías de comunicación terrestre, resulta lógico que fueran las vías acuáticas las que tuvieran mayor importancia para el transporte de mercancías. Por ejemplo, en lo que hace a las fluviales, los canales eran numerosos (aunque las esclusas eran desconocidas). Pero los ríos –al igual que las vías terrestres- también resultaban frecuentemente inutilizables, por una carencia de la regulación que remediara su escaso caudal en verano y, fundamentalmente, sus violentas corrientes invernales.
Desde el siglo XIII, el transporte marítimo experimentó un importante progreso, además de ir transformándose progresivamente en el medio más barato de traslado. Navíos de mayor tamaño y más manejables surcaban los mares, como los coggen que surcaron el Báltico a partir de 1200, o los buzonaves y los tarete venecianos que navegaron por el Mediterráneo.
Pero se llevasen a cabo tanto por tierra como por agua, los viajes igualmente eran dificultosos. Tanto los hombres como las noticias viajaban lentamente. Por ejemplo, un obispo tardaba veintinueve días en trasladarse desde Canterbury hasta Roma; un navío podía hacer normalmente de 100 a 150 kilómetros por día –siempre y cuando no se le opusieran vientos desfavorables-; así como por vía terrestre, viajeros sin prisa (caravanas de mercaderes, grandes señores viajando de castillo a castillo o de monasterio a monasterio, armados y con todo su equipaje), alcanzaban aparentemente una media de 30 a 40 kilómetros, mientras un par de hombres resueltos podían hacer esforzándose el doble o más.