ENRIQUE UJALDÓN1.
FILOSOFÍA Y CONTEMPLACIÓN.
A lo largo de la historia de la filosofía, los filósofos han visto su quehacer
como una forma de contemplación . El mundo aparece ante los ojos del sabio como
un espectáculo. Es quizás por ello que los términos que expresan la idea de
contemplación aparecen en griego muy tarde: no se encuentran en Homero, Hesíodo
ni Píndaro. Con el tiempo, la palabra teoría vino a ser uno de los términos más
característicos del lenguaje filosófico y la expresión del ideal de vida
filosófica. Es frecuente señalar a Pitágoras como el descubridor del ideal de
contemplación (que habría vertido el término teoría).
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La contemplación como alejamiento de la vida es una expresión del profundo
pesimismo que subyace a la cultura griega y que tan bien supo ver Nietzsche,
aunque es menos general en ella de lo que Nietzsche supuso. En cualquier caso es
una idea y una visión del hombre que entra en contradicción con la idea de un
progreso de la especie y con la idea del valor sin igual de cada vida
individual. Sólo el cristianismo pudo establecer las condiciones de posibilidad
de otro tipo de concepción, al establecer un tiempo lineal y la idea de que
Cristo había venido a salvar a todos los hombres. Pero el cristianismo no era
suficiente, porque en él las esperanzas están puestas en otra vida, una idea que
conecta con las concepciones filosóficas griegas de desvalorización de la vida
terrenal y de su radical nihilidad. La idea de progreso de la especie sólo pudo
abrirse paso cuando se hizo evidente, al menos para algunos, que era posible la
mejora en las condiciones de vida de los hombres a través del trabajo y la
acumulación de sus frutos a través del tiempo; a través de la formación de un
capital –concretado en muy diversos bienes muebles e inmuebles¬, materiales e
inmateriales– que puede ser heredado por las generaciones siguientes para que
les resulta más fácil el desarrollo de su vida. Los lentos avances en la
acumulación de riqueza y en el desarrollo de la ciencia desde la Baja Edad Media
hasta su perceptible aceleración a partir del siglo XVII hicieron visible a
muchos pensadores la idea de que las condiciones de vida podían ser mejoradas
para cada generación. Frente a la concepción del tiempo que dirigía su mirada
hacia su fin, fuese éste inminente o no, comenzó a imponerse la idea de que el
mundo era, a pesar de todo, joven; que a la pregunta «¿qué me cabe esperar»? no
sólo podía responderse con la apelación a una vita beata, a la contemplación en
Dios y con Dios, sino «la vida en el mundo futuro», en el que el énfasis se pone
en la inmanencia y en el desarrollo de una vida mejor en este mundo.
Para el primer Platón el verdadero conocimiento sólo es posible para aquel cuyo
espíritu no esté perturbado por la información que le aporten sus propios
sentidos y que tenga el alma libre de bajas pasiones que le impidan el
autocontrol. Pero tal actitud no será ya la aristotélica ni la moderna, en la
que se reivindica el papel de los sentidos, y con ellos del cuerpo, en la
elaboración del conocimiento. La contemplación no podrá ser ya de un espíritu
puro sino de un cuerpo necesariamente encarnado. El filósofo, por consiguiente,
no puede abandonar la caverna. Su tarea de dilucidación de la realidad es la
tarea de aclarar experiencias comunes. El filósofo es un hombre como los demás,
y su vida sólo puede desarrollarse entre hombres. Los cristianos,
instrumentalizando la filosofía estoica, radicalizaron la tesis que estaba
contenida en Aristóteles universalizándola: todos los hombres somos iguales.
Con ello el espectáculo del mundo y los hombres que lo habitan se transforman
pues el mundo aparece, bajo este punto de vista, como legitimado. Ya no se trata
de huir de él, sino trabajar para él. La reivindicación de la realidad alcanza
la forma de amor fati en Spinoza y se legitima teológicamente en la Teodicea de
Leibniz. Y los hombres ya no tienen que controlar permanentemente sus pasiones
para no despertar la ira de los dioses, o para ser dignos de su mirada, sino que
el espectador se convierte en actor. Pero ¿cómo hacer frente no sólo a la
crítica tradicional que había puesto de manifiesto la miseria y vanidad de este
mundo sino también a la evidencia de pobreza, muerte y estupidez que les
rodeaban? ¿Por qué, además, subordinar la propia vida a la vida futura de otros
hombres? ¿Por qué tal cosa habría de servir de acicate para el sacrificio y el
trabajo?
Los efectos de este cambio son múltiples pero para nosotros son esenciales los
que tienen que ver con las relaciones entre el uso de la razón y la conducta
moral. Los demás hombres ya no aparecen sólo como posibles enemigos de los
filósofos de los que hay que defenderse o hay que gobernar, sino como iguales.
No se trata de que los filósofos gobiernen, ni tampoco de que los gobernantes
escuchen a los filósofos, sino de que podamos entender cómo y por qué actúan los
hombres y cómo pueden ser modificadas las circunstancias para que tal actuación
genere el máximo de bien. Desaparecen las jerarquías entre los hombres y con
ellas desaparece también la jerarquía entre vida teorética y vida activa, donde
la segunda no es necesariamente superior la primera, una jerarquía todavía
presente en la obra de Spinoza. La contemplación no está ya cerrada a los más
porque exija el duro trabajo de la razón, sino que es accesible en términos
estéticos como contemplación de la belleza del mundo. El acceso al amor fati se
universaliza a través de la experiencia estética que supone una reivindicación
no intelectual de la realidad. Wittgenstein, en el mismo espíritu que los
pensadores modernos, hablaría muchos años más tarde de que el mundo sea es la
verdadera experiencia estética .
El mundo no es esa barca de la locura que pintara El Bosco, ni ese lugar de
muerte, guerra, estupidez y enfermedad que plasmara Brueghel en sus terribles
cuadros. El mundo es bello y apropiado para la vida de los hombres. Éstos son
fines en sí mismos y en cuanto especie están sujetos al progreso. Lo que
pensarán los ilustrados, a diferencia de los pensadores del XIX, es que el
progreso de la especie no es incompatible con la idea de que los hombres sean
fines en sí mismos. Que no hay que sacrificar en aras del progreso a los
individuos del presente.
El gran espectáculo que es el mundo aparece, entonces, de un modo diferente,
porque ya no se trata de alejarse de él para contemplarlo mejor, porque se es
parte inseparable de su realidad. De lo que se trata es de depurar los
instrumentos de contemplación para que la visión que nos llega sea objetiva y
certera. Otro tanto ocurre en el plano moral. El espectador de los hombres es
otro hombre, sometido a sus mismas realidades y pasiones. Y el juicio moral sólo
cabe formularlo desde esa realidad.
2. DE LA CONTEMPLACIÓN A LA ACCIÓN.
2.1. LA ACCIÓN HUMANA Y LAS OPCIONES DE VALOR.
Y es en Maquiavelo donde se expresa más claramente esa tensión entre vida
contemplativa, como espectador del mundo y la vida activa, como actor en el
mundo, pues la rebelión «realista» protagonizada por Maquiavelo en contra de la
tradición llevó a la sustitución de la excelencia humana, de la virtud moral y
la vida contemplativa, por el patriotismo o la virtud política, lo que implicaba
rebajar deliberadamente las más altas aspiraciones del hombre. Con ello
«Maquiavelo abandonó el significado de sociedad justa o vida buena» . Limitó su
horizonte con el fin de obtener resultados, con la idea, clave en El príncipe,
de que es posible conquistar el azar. Y ello porque no existe ninguna base
natural para la justicia. Todas las cosas humanas fluctúan demasiado para
permitir la sujeción de las mismas a los principios estables de la justicia que
sólo es posible tras el establecimiento de un orden social; de un orden creado
por el hombre. No cabe la observación puramente externa de los acontecimientos
porque todo punto de observación es ya una toma de partido. De acuerdo con
Isaiah Berlin, Maquiavelo es el primer pensador que dejó claro que el monismo
ético es imposible al contraponer dos clases de moral : por un lado la moral
pagana de la virtud, de la autoafirmación, la búsqueda del poder, etc. Por otro,
la moral cristiana de la anulación del propio sujeto, de la humildad, de poner
los ojos en la otra vida y no en ésta. Así, Maquiavelo cree que una comunidad
política cristiana es una contradicción en sus propios términos; es imposible
ser un ciudadano dispuesto a luchar por su comunidad y que por tanto debe ser
capaz de usar la violencia, y un humilde cristiano que renuncia por principio a
ella. La consecuencia de ello es un dualismo inconciliable. Podemos elegir una u
otra vida, pero no ambas. Y no hay un criterio externo a ellas que nos diga cuál
es la superior. Depende de lo que nosotros queramos ser y hacer. La gran
contribución de Maquiavelo fue la de haber escindido esas dos esferas
valorativas que tanto Platón como el cristianismo habían fusionado por muy
distintas razones. Por ello Maquiavelo quiso presentarse a sí mismo como otro
Colón, descubridor de un nuevo continente moral .
Ahora bien, esto no significa que Maquiavelo pretenda cancelar unos valores con
la preeminencia de otros. En este punto el análisis de Berlin es completamente
correcto. Miguel Ángel Granada ha afirmado que el objetivo de Maquiavelo no es
jerarquizar a relación entre los valores, de modo que un nuevo concepto del bien
se imponga al mal, o al modo nietzscheano, se transmuten todos los valores; ni
tampoco que la acción de la política ponga en suspenso el juicio moral: «mal y
crimen son lo que son y de hecho no hay mistificación posible. Maquiavelo
constata, pues, una irreductible escisión, entre la política (el reino de la
fuerza) y las exigencias de la moral» , entre salvar el alma y salvar la polis.
La lógica del poder sólo responde al imperativo de la eficacia y es hipócrita no
reconocerlo así. De ahí que cuanta mayor habilidad tenga el político para saber
adaptarse a las variables circunstancias, tanto mejor le irá en un juego donde
la diplomacia y el disimulo (amparados por la coacción) se revelan como las
mejores armas, por no decir las únicas. Adaptarse a las circunstancias no quiere
decir siempre seguirlas, pues en una observación políticamente muy incorrecta
Maquiavelo afirma: «Creo que es mejor ser impetuoso que circunspecto, porque la
fortuna es mujer: y es necesario, cuando queremos tenerla sumisa, zurrarla y
zaherirla. Se ve, en efecto, que se deja vencer más por éstos, que por los que
proceden fríamente» . En El príncipe, la acción humana se divide entre el azar y
la determinación de la voluntad lo que implica que los efectos sobre el juicio
práctico de tradición griega son corrosivos. Pues es imposible una adaptación a
toda circunstancia y lugar; en primer lugar, porque no puede desviarse de
aquello a lo que le inclina su propia naturaleza y, en segundo lugar, porque al
haber prosperado siempre de un modo, puede no ver la conveniencia de cambiar de
camino. La fortuna es, por consiguiente, la mitad de nuestro propio destino.
Podemos secundarla, afirma en los Discursos sobre la primera década de Tito
Livio , pero no podemos oponernos a ella .
El ideal de vida ordenada se tambalea y el juicio moral se somete a los vaivenes
de la fortuna. Dando por supuesto que sería preferible obrar honestamente y
guardar fidelidad a la palabra dada, sólo advierte que nadie inmerso en el juego
de la negociación política estará dispuesto a sacrificar su conveniencia por un
posicionamiento moral, el cual queda hipotecado a la eficacia y al éxito de sus
objetivos e intereses. A la base de sus tesis nos encontramos con un radical
pesimismo antropológico. De ahí que sus consejos no supongan sino un baño de
realismo, una cura contra la ingenuidad. Los hombres, al menos cuando se dejan
seducir por el poder y quedan apresados dentro del peculiar juego de la
política, no son de fiar, ya que su afán por ganar la partida les hace ser
hipócritas, desleales, mentirosos y perversos. Nada ni nadie les hará desviarse
de su camino. Ante semejante panorama resulta obvio que quien pretenda
introducir otras pautas de conducta, como sería el caso de cualesquiera reglas
morales o imperativos éticos, no tendrá nada que hacer en esa contienda. Pero,
como ha señalado Pocock , el fin de tal conducta no es la mendacidad o la
depredación por sí misma, sino el sostenimiento de la república, pues el
propósito del príncipe, mantenerse en un poder que ha arrebatado violentamente,
no es el mismo que el propósito del legislador, que quiere que sea la república
misma la que sobreviva a lo largo del tiempo. La tensión entre el azar de la
fortuna y las virtudes necesarias para acometerla se convierte entonces en la
tensión entre la virtud y la virtú, entre los ideales cívicos y el carácter
necesario para que aquéllos pervivan .
Al intentar instruir al príncipe sobre el modo de alcanzar, mantener y aumentar
el poder, Maquiavelo, que tenía la intención de «escribir una cosa útil para
quien la comprende» trazó la fundamental distinción entre «la verdad real de la
materia» sobre la cual escribe y las «repúblicas y principados que nunca vieron
ni existieron en realidad» . Como afirma Hirschman , la implicación era que los
filósofos habían hablado hasta entonces exclusivamente de las segundas y no
habían logrado proporcionar una guía para el mundo real en el que el príncipe
debe actuar. La búsqueda de un enfoque que hoy llamaríamos científico o positivo
de los problemas de la política se generalizó desde la naturaleza del estado a
la naturaleza humana. La revolución científica de los siglos XVI y XVII hicieron
posible pensar que las leyes del derecho pudiesen ser descubiertas racionalmente
y la revolución religiosa ocurrida en el mismo período hizo posible creer que la
libertad de creencias era una semilla para la guerra civil. El sueño del rey
filósofo se transmutó en el sueño del rey todopoderoso, para el que las
opiniones de sus súbditos son algo que sólo les interesa a ellos y que no tiene
nada que ver con la gobernabilidad del Estado. El bien público es un asunto de
orden político, no de orden moral.
2.2. HOBBES: EL ESPACIO DE LA CONCIENCIA EN LA ESFERA POLÍTICA.
Reinhart Koselleck ha narrado magistralmente el proceso por el cual la reforma
protestante con su apelación a la conciencia individual y las contiendas
religiosas que la siguieron plantearon de forma cruda el problema de que la
fidelidad a las creencias era fuente de controversia sin límite, de guerra y de
muerte. La búsqueda de la paz por la paz misma, sacrificando todo lo demás a
ella, garantizaba el orden político . El resultado de tal situación es que podía
ser imposible conciliar los dictados de la propia conciencia con las exigencias
de la situación . La libertad de conciencia parecía equivaler a la guerra civil
y la única manera en que el soberano podía atender a su responsabilidad
creciente era el creciente incremento de su poder, la centralización y
eliminación de toda capacidad de decisión: el control social y económico sobre
creencias y formas de vida. No podía aceptarse que el poder absoluto del Estado
se subordinase a normas de privadas, aunque estás estuviesen sancionadas por la
religión. Así, ya en 1640 el Parlamento inglés esgrimió frente a Carlos I el
argumento de que toda conciencia, incluida la del mismo rey, ha de someterse a
los intereses del Estado. La soberanía del Parlamento debía ser absoluta, tanto
como para obligar al rey a actuar en contra de su propia conciencia. Y es Hobbes
quien mejor piensa tal transformación. La filosofía política contemporánea
considera a Hobbes como su fundador , lo que coincidía con su propia percepción
de las cosas.
Hobbes coloca a la pasión como el motor principal de la acción humana, de modo
tal que no se excluye a la razón, sino que ésta se subordina a servir a la
primera de las pasiones: el temor a la muerte y el consiguiente deseo de
preservarse en la existencia. El orden político no puede fundarse, entonces, en
la razón, en que el timonel sea el adecuado, sino en que el orden del Estado
satisfaga la más fundamental de las pasiones de los hombres. Los filósofos
anteriores habían fracasado en su intento de controlar las pasiones porque sus
argumentos han pretendido dar razón a alguno de los partidos en liza, o situar
su propio punto de vista por encima de todos los demás, más que enseñar una
doctrina jurídica que esté por encima de todos ellos . El hombre ya no es un
animal social, porque los vínculos entre los individuos no están dados de un
modo natural, sino que deben construirse políticamente para evitar la guerra
civil. Todo bien se subordina al bien de la autropreservación. Luego la
sociedad, articulada en torno al Estado sin la cual no sería posible nuestra
supervivencia, tiene el cometido de salvaguardar el derecho natural de cada
hombre. De acuerdo con Leo Strauss , si entendemos el liberalismo como la
doctrina que contempla los derechos –y no los deberes– del hombre como el hecho
político fundamental y que identifica la función del Estado con la protección o
la salvaguarda de dichos derechos, debemos reconocer a Hobbes como el fundador
del liberalismo . Como argumentará el liberalismo clásico, todos los derechos de
la sociedad o del soberano dimanan de derechos que en su origen pertenecían al
ciudadano . En el estado de naturaleza, que sustituye al estado de gracia, los
hombres no sólo tienen el derecho a conservar su propia existencia, sino también
a los medios necesarios para ello. Ahora bien, los clásicos habrían defendido
que a la pregunta por cuáles son los medios justos para tal conservación sólo
podría respondido el sabio. Lo que en buena lógica conduce, como ha visto Leo
Strauss , a afirmar que el mejor régimen es el de esos mismos sabios. Pero
Hobbes se muestra, de nuevo, como un curioso antecesor del liberalismo al negar
la premisa mayor del argumento, pues ya no es el sabio el que puede responder a
esa cuestión, sino cada uno de nosotros que conoce los pormenores de la
situación en la que está viviendo y puede saber, mejor que cualquiera otro, cuál
es lo mejor para sus intereses. Volveremos sobre esta cuestión más adelante en
este trabajo.
Pero el proceso no es moralmente inocente, porque, afirma Koselleck, ello genera
una tensión porque Hobbes no rechaza la creencia cristiana de que el hombre se
halle subordinado a normas morales de carácter general que obligan a juzgar sus
acciones no desde sus efectos sino desde la intención que los motivó. Pero ello
no oculta el hecho de que la acción que se sigue de los dictados de la
conciencia tenga efectos que no puedan ser menospreciados o justificados en
virtud de esa misma conciencia. Por ello, Hobbes renuncia al empleo del término
«conciencia» y lo reemplaza por el más aséptico de «opinión», con ello no
privatiza la conciencia, que aparecía ya como privada, pero sí que la
subjetiviza, como mera opinión privada . La convicción se alza contra la
convicción, la acción frente a la acción, seguir por ese camino es proseguir por
la senda de la guerra civil . La clave es abandonarlo, y para ello es necesario
abandonar el primado de la conciencia es el principio de la solución. La
conciencia no es ya el tribunal último en el que ha de decidirse entre el bien y
el mal, sino la fuente misma de ese mal porque, por un lado, la conciencia está
impulsada por el deseo de poder y, por otro, la falta de un asidero externo al
que apelar y someterse, hace que no pueda ponerse nunca fin a la pluralidad
subjetiva de la conciencia. Por ello el modo de operar no es desde la verdad que
la conciencia alcanza ya sean éstas verdades derivadas del derecho natural o
reveladas por la divinidad, sino operar de fuera hacia dentro. Esto es, el
problema era que el Estado pudiese cumplir su tarea de pacificar la sociedad
civil. El Estado absolutista, que despojado a las convicciones privadas de su
repercusión política, es la respuesta. Como ha argumentado Carl Schmitt, la
decisión política del príncipe es jurídicamente válida en virtud de su misma
decisión. Los demás deben aceptar este principio como una necesidad moral. El
miedo a la muerte empuja a los ciudadanos al Estado, pero éste sólo puede
cumplir con su papel de garantía de la paz civil, y por tanto, de alejar el
miedo a ser asesinados de sus ciudadanos si éstos optan por renunciar a su
derecho a ejercer la violencia y entregan sus derechos al soberano .
El análisis hobbesiano está elaborado para una situación de guerra civil. Pero,
¿qué sucede cuando el peligro de muerte ha sido conjurado y la vida del
ciudadano puede desarrollarse libremente? La solución hobbesiana a esta cuestión
nos muestra, afirma Koselleck , cómo el peligro que había querido conjurar, la
guerra civil atizada por los intereses y las conciencias individuales,
reaparece. La solución hobbesiana estriba en la diferenciación estricta entre el
contenido de la conciencia y la acción individual, que va de la mano de una
concepción formalista de la ley. Ello hace posible que el soberano pueda cometer
iniquidades, pero no injusticias . En sentido jurídico no cabe decir que una
decisión soberana es injusta, aunque sí puede ser pensando en un sentido moral.
La acción del soberano no tiene que ser moralmente buena para que pueda el
Estado pueda llevar a cabo sus fines; y el ciudadano tampoco tiene por qué
aprobarla moralmente para ser un buen ciudadano: sólo tiene que obedecerla. Ello
escinde al hombre radicalmente entre un ámbito público en el que está sometido a
la ley y debe obedecerla, y un ámbito privado en el que es absolutamente libre.
Pero la interiorización del juicio moral exonera al hombre de toda
responsabilidad que pasa a atribuírsela el Estado. La exoneración del hombre se
convierte en inculpación del Estado. Pero es justamente en este interior en el
que el hombre es verdaderamente hombre y no meramente ciudadano. Y justamente en
este punto arranca la Ilustración, pues ésta viene a cubrir el vacío dejado por
el Estado absolutista que había puesto fin a la guerra civil. El nuevo orden
creado por el Estado, el hecho de que la interioridad del hombre le sea
indiferente al Estado, se convirtió al final en un instrumento contra ese mismo
Estado. A medida que las guerras de religión pasan al olvido, la razón de Estado
va apareciendo como lo inmoral por excelencia .
La crítica burguesa no sólo se independiza de la política, sino que se le opone.
Luego, pensar en el orden moral adecuado en la vida privada volverá a ir de la
mano de cuál sea el orden político adecuado. No podemos confiar el control de
las pasiones a la acción del Estado porque el mismo Estado debe ser controlado.
No es sólo, como afirma Hirschman , que puede que el Estado no haga bien su
trabajo, sino que el trabajo mismo del Estado como monopolizador del control de
las pasiones entra en crisis. El control de las pasiones no puede basarse en su
mera represión: todas las teorías de la naturaleza humana, desde el s. SVII
hasta Freud y el conductismo, han tenido que enfrentarse al hecho de que la
apelación a la represión pura no resuelve los problemas que el control de las
pasiones plantea.
2.3. EL ESTADO COMO MEDIADOR.
La idea que se fue imponiendo era que el objetivo era aprovechar la fuerza de
las pasiones, y no simplemente reprimirlas. Pero no es cierto, como afirma
Hirschman que el Estado, o la sociedad, sean los convocados para llevar a cabo
esta tarea . No es el Estado el único elemento de civilización, sino justamente
el objetivo comienza a ser que el Estado permita el desarrollo de la libre
acción de los hombres que hasta ese momento se había esforzado en controlar y
reprimir. La astucia de la razón de Hegel y el concepto freudiano de sublimación
fueron anticipados por pensadores como Pascal, Spinoza o Vico. Mandeville ,
coetáneo de Vico, fue quien en su La fábula de las abejas, analizó los modos en
que los «vicios privados», podían convertirse en «beneficios públicos», si bien
lo redujo a la pasión por los bienes materiales y por el lujo como motivos
esenciales de la conducta humana.
Pero fue Spinoza quien reiteró, con particular agudeza y vehemencia, los cargos
de Maquiavelo contra los pensadores utópicos del pasado, esta vez en relación
con el comportamiento humano individual. En el parágrafo inicial del Tratado
Político ataca a los filósofos que «no conciben a los hombres tal cual son, sino
como ellos quisieran que fuesen». Y esta distinción entre pensamiento positivo y
normativo aparece de nuevo en la Ética, donde Spinoza opone a aquellos que
«prefieren detestar y burlarse de los afectos y las acciones humanas» su famoso
proyecto de «considerar las acciones y los apetitos humanos del mismo modo que
si estuviera considerando líneas, planos y cuerpos». Muchos otros ejemplos
podrían ser citados.
El Tratado político y el Tratado teológico político , pero también la cuarta
parte de la Ética, tratan del papel que juegan las relaciones entre los hombres
en orden al dominio de las pasiones, sino que considera necesaria para ello la
constitución del Estado. Para Spinoza los hombres se hallan necesariamente
sometidos a pasiones, por esa razón entran en conflicto y se esfuerzan en
oprimirse unos a otros. La política consiste, entonces, en una lucha que tiene
por causa las pasiones y, por consecuencia, la opresión. Esta visión de los
hombres no excluye a los políticos, quienes, como todos los demás, están
sometidos a los impulsos de las pasiones. El objetivo no es encontrar a los
mejores para que de entre ellos surja la figura del gobernante. La filosofía
política de Spinoza rechaza las figuras mesiánicas. El orden político no puede
asentarse en la virtud individual. Para Spinoza, como para Maquiavelo, los
gobernantes y los gobernados participan de las mismas pasiones.
Por ello si su preocupación en el Tratado teológico político residía en la
urgencia de separar la filosofía de la teología, en el Tratado político su
objetivo es diferenciar la política de la moral, y más aún, separar radicalmente
aquello que pertenece a la colectividad de los valores privados del gobernante .
Lo que importa por encima de todo es pensar las condiciones de una obediencia
civil sin sometimiento posible a las ideas, virtudes, u opiniones de ningún
particular. Lo que busca Spinoza, en definitiva, es conseguir que, mediante una
organización jurídica común, el derecho de la mayoría no pueda encontrarse a la
merced de quienes lo administran. Por este motivo, el Tratado político es mucho
más radical que el Tratado teológico político donde la prudencia de los
gobernantes jugaba todavía un papel fundamental. Quizás por la metafísica de la
que parte Spinoza, éste no ha sido considerado tradicionalmente como uno de los
padres del liberalismo moderno, pero hay muy buenas razones para considerarlo
como tal. Puesto que para Spinoza, mientras que el Estado solamente tiene razón
de ser en su dimensión pública, las virtudes morales son un asunto privado que
concierne a cada individuo y sobre el cual sería demasiado peligroso fundar el
funcionamiento de una colectividad. La política de Spinoza no está protagonizada
por sujetos morales, por consiguiente no necesita tampoco ninguna clase de
guardianes de esa moralidad.
Además, en el Tratado político Spinoza se aleja de Hobbes al argumentar contra
la necesidad racional del pacto. La defensa del contrato social no es más que la
defensa del poder omnímodo de la razón para controlar el destino de los hombres,
algo que Spinoza rechaza. El hombre no tiene el poder de un Dios sobre sus
pasiones, ni puede aspirar a él sin dejar de serlo. La libertad como pura
autodeterminación es una fantasía de los filósofos. Spinoza entronca de un modo
sutil con lo que serán las reflexiones de Ferguson o Adam Smith. Las relaciones
morales y las relaciones políticas tienen fronteras difusas y se conforman en la
interrelación de los sujetos en la vida en sociedad. De ella surge un orden
inestable, permanentemente sujeto a las convulsiones que esas mismas relaciones
provocan. De este modo, el poder del Estado aparece como un poder que no es
trascendente a los individuos, sino inmanente a ellos. No cabe pensar en una
sociedad sin Estado o contra el Estado . Su objetivo no es evitar el conflicto,
tarea imposible, sino canalizarlo.
Spinoza exige las libertades de pensamiento, expresión y enseñanza, porque no se
puede dejar de ser hombre y nadie puede transferir a otro su derecho natural y
su capacidad de decisión y juicio. La libertad de pensamiento no puede
suprimirse; establecer leyes en este campo es un acto inútil. Precisamente uno
de los elementos que han conducido a la creación del pacto es que el Estado
garantice la libertad racional y espiritual. En Tratado teológico-político
afirmará que el fin del Estado es la libertad. Una afirmación que matizará en su
Tratado político, en el que escribirá: El fin del Estado no es otro que la paz y
la seguridad de la vida. Por consiguiente, el mejor Estado es aquel en el que
los hombres viven en armonía y en el que se mantienen sus derechos. El corolario
es que el modo de gobierno que mejor asegura la libertad es la democracia que,
de acuerdo con Spinoza, es la más natural de las formas de gobierno, aquella en
la cual cada individuo somete al control de la autoridad sus acciones, pero no
su juicio o razón.
Los límites del Estado son los límites de la seguridad colectiva. Para mantener
este espacio, condición material de la seguridad individual, es preciso
restringir, mediante leyes que afectan las relaciones de los hombres, su
libertad de acción. Por el contrario, en materia de pensamiento, la única ley
para el Estado absoluto o democrático es la inviabilidad de todo intento que
pretenda regular cualquier opinión o idea. La tesis de Spinoza es que para
predicar están las Iglesias y no el Estado, y que éstas cuanto más numerosas,
pequeñas y variadas sean, mejor contribuirán a salvaguardar la paz civil. Por
contra, toda doctrina oficial significa el ejercicio de una violencia inútil,
peligrosa y empobrecedora.
Con su idea del Estado, fuerte y democrático a la vez, y de la libertad y la
tolerancia religiosa, Spinoza constituye, pues, un anillo importante entre los
forjadores del Estado moderno y los filósofos ilustrados, defensores de la
libertad. Como necesaria consecuencia de su filosofía general, fue uno de los
primeros defensores de la gran concepción liberal de la tolerancia y la libertad
de pensamiento.
Francis Bacon, en el Avance del conocimiento, propone una analogía que a pesar
de que no tuvo repercusión en su tiempo es un antecedente claro de las pasiones
de Spinoza y Hume: «así como en el gobierno de los Estados es a veces necesario
dominar una facción con otra, así sucede con el gobierno interior» . Al elaborar
su teoría de las pasiones en la Ética, Spinoza presenta dos proposiciones que
son esenciales para el desarrollo de su razonamiento: «Un afecto no puede ser
reprimido ni suprimido sino por medio de un afecto contrario, y más fuerte que
el que ha de ser reprimido» y «el conocimiento del bien y el mal no puede
reprimir ningún afecto en la medida en que ese conocimiento es verdadero, sino
sólo en la medida en que es considerado como un afecto» . Hirschman afirma,
comentado estas dos citas que: «Nada pudo ser más ajeno a su mente (de Spinoza)
que el pensamiento de que las pasiones pudieran ser reprimidas útilmente y
modificadas mediante el enfrentamiento de una pasión con otra» . Para Hirschman
el objetivo de la Ética de Spinoza es el triunfo de la razón y el amor de Dios
sobre las pasiones, y «la idea de la pasión compensatoria funciona como una mera
estación de paso que conduce a él» . Pero el objetivo de Spinoza no es el
triunfo sobre la pasión, una tarea imposible, sino su canalización hacia la
contemplación. Como en Aristóteles, las pasiones tienen un lado positivo que
mueven al espíritu y constituye una fuerza para la actuación. Malinterpreta
entonces Hirschman completamente la última de las proposiciones de la Ética
cuando afirma Spinoza: «La felicidad no es un premio que se otorga a la virtud,
sino que es la virtud misma, y no gozamos de ella porque reprimamos nuestras
concupiscencias, sino que, al contrario, podemos reprimir nuestras
concupiscencias porque gozamos de ella» . La identificación de la virtud con la
felicidad entronca con la lectura que del Fedro ha realizado Martha Nussbaum y
que ya hemos comentado, así como su relectura de la Ética a Nicómaco. El hombre
no puede escindirse en una parte racional y otra sometida al arbitrio de las
pasiones, sino que constituye una unidad, inestable y difícil, y la tarea de la
sabiduría y de la virtud está en su entretejimiento.
De todo lo anterior, Hirschman deduce que Spinoza no tenía intención de
trasladar la idea de que los afectos sólo pueden ser combatidos con éxito
mediante otros afectos al reino de la acción práctica o de la política, si bien
tuvo una vívida apreciación de tales posibilidades. De hecho, según Hirschman,
esta idea no reaparece en las obras políticas de Spinoza que por otra parte no
carecen de sugerencias prácticas sobre cómo hacer que las peculiaridades de la
motivación y afectos humanos operen en favor de la sociedad. Como hemos
mostrado, ésa es una interpretación errónea.
3. ESPECTADOR, IMPARCIALIDAD Y JUICIO ÉTICO.
Las pasiones habían dejado ya de ser unas extrañas en el lenguaje moral, aunque
estaba el tema de qué pasiones debían actuar como moderadoras y qué pasiones
cómo moderadas. Y fueron las pasiones ligadas con el interés aquéllas que
alcanzaron el predomino . La idea de provecho adoptó su forma más radical en el
pensamiento de los siglos XVIII y XIX porque iba unida a la idea de historia y
de progreso que imponía a los testigos de la gran transformación que estaba
sufriendo el mundo. La ventaja que ofrecía el interés frente a otras pasiones
eran la predecibilidad y la constancia. Podemos contar con que los hombres
perseguirán su interés propio y que serán constantes en esa búsqueda. Lo que
necesitará explicación son aquellas conductas que no puedan ser asimiladas al
interés. La ventaja entonces del interés es que puede ser transformado en una
cantidad mensurable: el dinero. Pero si el interés podía ser un motor adecuado
de la acción, debía transformarse la imagen deplorable del dinero como la
materialización de la avaricia y el egoísmo. El dinero pasaba no ya a tener un
carácter inocuo, como afirma Hirschman , sino directamente positivo .
Pero lo que sí es cierto es que fueron los moralistas escoceses los que
elaboraron el modo en que las pasiones destructivas se convierten en virtudes.
Otra escuela de pensamiento se desarrolló como reacción crítica al pensamiento
de Hobbes: la de los moralistas ingleses y escoceses, Shaftesbury, Hutcheson,
Hume, Ferguson y Adam Smith. La principal aportación de Shaftesbury fue la
rehabilitación o redescubrimiento de lo que llama «afectos naturales» como la
benevolencia y la generosidad. Su problema central puede ser resumido en cómo
las pasiones tranquilas y moderadas podían vencer a las pasiones violentas en el
control de la acción humana. Filósofos como Hume y Adam Smith fueron conscientes
de que el mercado, la división del trabajo, la democratización del gusto, la
universalización del consumo, etc., implicaba la destrucción de un esquema que
guiara los afectos y motivara una acción moral firme. Adam Smith transformó el
vocabulario en La riqueza de las naciones sustituyendo «pasión» y «vicio» por
términos más asépticos como «ventaja» e «interés». Puesto que aquéllos eran los
rasgos de la sociedad burguesa, ésta se mostraba ante todos como éticamente
débil. En su Teoría de los sentimientos morales, que retoma la concepción
humeana de simpatía expuesta por Hume en el Tratado, Adam Smith se dio cuenta
del problema y forjó una hipótesis moral para ordenar la inevitable dispersión
individualista de la vida. Su teoría de la naturaleza moral del hombre implicaba
la existencia de un a priori, el de la simpatía, solidaridad o compasión, que
permitía hacerse cargo del otro, identificar un sentido de la corrección de las
acciones y llegar a un principio de placer cuando sentíamos que teníamos
emociones comunes. Esta teoría de la naturaleza moral del hombre se demostró el
mejor apoyo disponible a la teoría de la mano invisible. En todo caso, era muy
poco, pero como ha defendido José Luis Villacañas en el artículo «¿Qué sujeto
para qué democracia?», «era exactamente lo mismo que Kant ofrecía unas décadas
más tarde» .
José Luis Villacañas argumenta que: «Cuando profundizamos un poco en el
recíproco ajuste entre la necesidad que como espectadores tenemos de elevar
nuestra sensibilidad al grado de los afectos de los demás, por una parte, y
aquella necesidad que como actores tenemos de contener nuestros afectos hasta la
intensidad oportuna y capaz de ser sentida por los demás, nos damos cuenta de
que, una vez más, Smith apostaba por la eficacia pedagógica de la naturaleza» .
Pero esa naturaleza no parecía tener tanta eficacia como los propios afectos
como motivadores de la acción.
De acuerdo con José Luis Villacañas, la alternativa es dejarnos llevar por
nuestros afectos egoístas y perder entonces la estima de los demás,
embarcándonos en una vida quizás de riqueza, pero también de soledad; o bien
dejarnos llevar por la simpatía, renunciando entonces a las ventajas derivadas
de nuestro interés. Si el criterio es lo beneficio, entonces es más beneficioso
ser injusto que justo, como ya vio Gorgias y siglos más tarde también Kant.
La solución al dilema por parte de Adam Smith es la introducción de la figura
del espectador imparcial en el que se deposita el sentido de la corrección
moral, que ya no depende de los intereses inmediatos del sujeto que juzga . El
espectador imparcial debe estar bien informado, pero esto no significa que sea
sabio u omnisciente. No demanda algo que no pueda ser obtenido. La imparcialidad
no requiere abstracción de la proclividad humana para tomar en cuenta las
consecuencias previstas e imprevisibles al valorar el valor moral de una
intención o acción. Como ha señalado Griswold, el espectador imparcial tendrá
también compromisos éticos y posiblemente religiosos . Pero habría que matizar
esta afirmación. No es que un espectador imparcial pueda tener compromisos
éticos, es que debe tenerlos, sino no puede ser imparcial, pues la imparcialidad
es ya un compromiso ético. Pueden existir otras opciones valorativas de las que
no se puede prescindir, así como el sujeto rawlsiano tras el velo de ignorancia
tampoco puede prescindir de ciertas nociones de lo bueno . Pero tales
compromisos deberían poder ser aprobados por el propio espectador imparcial. El
razonamiento no es viciosamente circular. Así, por ejemplo, el espectador
imparcial puede aprobar que se tienen obligaciones éticas con respecto a
nuestros propios hijos más que hacia los hijos de los demás. Nuestra pasión
hacia nuestros hijos puede ser universalizada y convertida en el deber de
cuidarlos y atenderlos. Y justamente por eso no podemos exigir que, en aquellas
condiciones en que nuestros hijos son iguales a cualquiera otro, sean tratados
de modo diferente.
Como hace Kant para juzgar la Revolución francesa: «Imparcial aquí sería el que
neutralizase todo sentimiento de lo beneficioso. Sólo este juez imparcial
estaría en condiciones de establecer la proporción entre la pasión y el objeto,
de tal forma que su juicio se pudiera imitar de forma simpática» . Ese
observador imparcial, el «tribunal dentro del pecho», la voz interior del deber,
fuente del sentido primario de la justicia, de la que hablaremos en el próximo
capítulo de esta investigación, es un claro antecedente del sujeto moral
kantiano, y «no menos misterioso» que él.
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