Principios de Econom�a Pol�tica

Por el Doctor
D. Manuel Colmeiro
Catedr�tico de la Universidad de Madrid


Alojado en "Textos selectos de Econom�a"
http://www.eumed.net/cursecon/textos/

 

PARTE TERCERA. - De la distribuci�n de la riqueza.

CAP�TULO II. - De la libertad de concurrencia.

Si la libertad de concurrencia es necesaria � la produccion de la riqueza, segun hemos tenido ocasion de observar en �l progreso de este libro, no es m�nos necesaria � la distribucion, para que al repartir los frutos del trabajo se guarde � cada uno su derecho. Donde el r�gimen de la libre concurrencia no existe, falta la justicia distributiva, hay opresores y oprimidos, y todo se ordena conforme � reglas arbitrarias.

La libertad de la concurrencia es la libertad misma de los contratos. Poner coto � los arrendamientos, tasar los salarios, fijar los intereses del capital y en fin mezclarse la autoridad en los pactos y convenciones particulares, es ejercer un acto de tutela oficiosa perturbador del �rden econ�mico asentado en el respeto � la ley de la oferta y la demanda.

La concurrencia es el principio motor de toda actividad el estimulante m�s poderoso de todo adelantamiento. La proteccion contra la concurrencia es una proteccion en favor de la ociosidad, la rutina y el est�ril reposo de las facultades del hombre. Donde quiera que no hay concurrencia, hay monopolio. La concurrencia lleva consigo la responsabilidad individual, premio de los buenos servidores de la industria y castigo de los malos; en suma, la concurrencia lleva por norte un r�gimen de paz, un �rden perfecto, una justicia suprema, la �nica y verdadera armon�a de todas las libertades necesarias � la produccion y distribucion de la riqueza.

Sin embargo, como no hay verdad, por m�s clara y provechosa que sea, � la cual no se atreva la controversia la concurrencia cuenta buen n�mero de adversarios entre dos bandos opuestos, el de los emp�ricos y sobre todo el de los socialistas. Dicen que la concurrencia es el estado de guerra de la sociedad, y la sancion del derecho del m�s fuerte, enemigo declarado del m�s d�bil; que es un r�gimen b�rbaro y salvaje; que es el desorden, la anarqu�a, el mal de todos. A�aden que la concurrencia destierra la buena f� de los contratos, porque � trueque de vender barato se enga�a al comprador en la cantidad � calidad de las mercader�as; que una concurrencia ilimitada y universal conduce � un repartimiento muy desigual de la riqueza producida, de donde nace el malestar continuo de las clases laboriosas y la miseria del pueblo en el seno de la mayor prosperidad; que consagra la tiran�a del capital, m�nstruo devorador del trabajo; que sustituye � la antigua aristocracia de sangre la aristocracia moderna del dinero compuesta de se�ores feudales de la banca y de la industria cuyos vasallos son los obreros, gente pobre y mercenaria.

No diremos que todo sea bueno en la concurrencia y nada malo, porque las obras del hombre llevan siempre el sello de la imperfeccion inherente � su naturaleza; pero s� afirmamos que muchos de los vicios y tachas que se ponen � la concurrencia proceden de que no goza de entera libertad. En ninguna parte es la concurrencia ilimitada y universal como se pretende por sus adversarios; de modo que no se la puede hacer responsable de cualesquiera da�os que se funden en este supuesto falso, �ntes debe darse la razon � los economistas, que aun admitiendo los hechos, niegan la causa.

Por lo dem�s nadie duda del progreso de la sociedad desde fines del siglo pasado hasta el dia, precisamente en el per�odo del desarrollo de la libertad relativa de concurrencia y del abandono del sistema reglamentario; y cuando los dogmas de la Econom�a pol�tica se confirman con el testimonio de la historia, obstinarse en la f� contraria es cerrar deliberadamente los ojos � la luz de la verdad.

La concurrencia no es semilla de discordias, sino un lazo suave que reune los intereses sin envenenar los �nimos la injusticia de los privilegios ni la odiosa tiran�a del monopolio. Una proteccion igual y constante excluye la distincion de fuertes y d�biles, porque todos humillan su cabeza � la suprema ley de la oferta y la demanda. Las sangrientas batallas del capital y el trabajo s�lo se dan cuando la intervencion de la autoridad mantiene la balanza inclinada � uno � otro lado. La libertad de concurrencia aleja y aten�a esas cr�sis peIigrosas, porque todos los intereses econ�micos propenden al equilibrio; y as� como no hay guerra, ni des�rden, ni anarqu�a en la naturaleza cuando los l�quidos buscan su nivel, tampoco hay nada de esto en la sociedad, cuando la produccion y la distribucion de las riquezas siguen su camino.

Cierto que falta mucho para llegar por medio de la concurrencia al t�rmino deseado; mas no se diga que estamos hoy m�s lejos del bien que ayer, pues la causa del progreso ser� siempre la causa de la libertad.

La alteracion de los productos, la usurpacion de las marcas todos los fr�udes que la codicia puede inventar para vender m�s barato, son achaques antiguos de la industria que nunca fueron tan frecuentes como durante el r�gimen de los gremios de las artes y oficios. Todo el rigor de las ordenanzas y de las penas no bast� � desterrar la mala f� de los contratos. La vigilancia del p�blico es m�s eficaz para contenerla y reprimirla que el celo del magistrado. Los privilegios la fomentan y al abrigo del monopolio se desborda, mi�ntras que la concurrencia obliga � buscar la fortuna por la senda del cr�dito, esto es, de la buena opini�n que se alcanza mediante la probidad, la diligencia y la perfeccion en el trabajo.

La enfermedad de la pobreza, � segun ahora se dice, del pauperismo, es tan antigua como el mundo, y la libre concurrencia empieza con el siglo. Otras raices m�s hondas tiene la miseria. Admitimos de buen grado que la causa del pauperismo no sea una produccion insuficiente, sino la desigual distribucion de la riqueza; y con todo eso no debe cargarse la culpa � la libertad de concurrencia.

Pobres habia entre los israelitas � pesar de las leyes contra la usura; del jubileo agrario cada cincuenta a�os, en cuya �poca todas las tierras enajenadas volvian � poder de sus primitivos poseedores; del a�o sab�tico � liberacion peri�dica de los esclavos al s�ptimo de su servidumbre; de la hospitalidad, la limosna y el diezmo trienal, verdadera contribuci�n en favor de los indigentes.

H�bolos tambien entre los romanos � pesar de las leyes agrarias y anonarias, de la represi�n de la usura,

de la abolicion de las deudas, del patronato y la clientela y de otras instituciones preventivas y represivas ya de la Rep�blica, ya del Imperio.

Abundaron en la edad media � pesar de la emancipacion de los siervos, la formacion del estado llano, los gremios de las artes y oficios, los hospicios, los hospitales, las tasas y posturas, la polic�a de los abastos, las leyes suntuarias, la represion de la usura, los montes de piedad, y sobre todo � pesar de la abundante limosna que repartian las iglesias y monasterios y no negaban los particulares movidos � impulso de la caridad cristiana, dulce y sazonado fruto del Evangelio.

Pues desde el siglo XVI hasta el XIX pulularon en Espa�a (y m�s � m�nos en los diversos estados de Europa) los verdaderos y los falsos mendigos, naturales y extranjeros. Celebraban sus juntas � manera de cofrad�as donde hacian conciertos y repartimientos. Unos llagaban sus cuerpos para mover � piedad, otros cegaban y tullian � sus hijos, otros registraban las casas de dia para dar el asalto de noche, y otros, con capa de devocion, vagaban por el reino en h�bito de peregrinos. Sin duda habia muchos mendigos dignos de la caridad p�blica, pero formaban el mayor n�mero los ociosos, vagamundos y mal entretenidos.

Ent�nces no se conocia la libertad del trabajo y concurrencia, y sin embargo la mendiguez voluntaria � involuntaria lleg� al extremo de infundir espanto en el �nimo del gobierno, que luchando contra la opinion de grandes te�logos moralistas, imagin� fundar albergues donde los pobres legitimos fuesen recogidos y asistidos, y prohibi� pedir limosna sin licencia de la autoridad ( V. Historia de la Econom�a pol�tica en Espa�a, tomo II, cap. LIII.).

El progreso de la industria aumenta la riqueza general y derrama la abundancia y baratura por todas partes. Digan lo que quieran los adversarios de la Econom�a pol�tica, hay m�nos pobres ahora que en los tiempos pasados. El trabajo libre obtiene tarde � temprano la debida recompensa, y muchos hombres viven hoy de su oficio y mantienen sus familias, que �ntes hubieran perecido de necesidad como miserables esclavos � artesanos oprimidos con el privilegio y el monopolio.

La causa del pauperismo que aflige � ciertos pueblos y naciones industriosas, no es la cortedad del salario, sino su intermitencia y su inseguridad. Las cr�sis de la industria y del comercio obligan � limitar la produccion, y muchos obreros despedidos de las fabricas quedan privados del pan, porque falta la demanda ordinaria de trabajo. Todos los medios eficaces de conjurar estas cr�sis, es decir, todas las reformas econ�micas que la ciencia aconseja para desarrollar la riqueza p�blica � beneficio de la libre concurrencia unidas � la mejor�a de las costumbres, la instrucci�n, la prudente econom�a, la asociacion pac�fica y la bondad de las instituciones pol�ticas y administrativas, atenuar�n, ya que no extirpen de raiz, la miseria que empa�a el lustre de la civilizacion moderna.

El derecho al trabajo, la organizacion del trabajo, la comunidad de bienes y otras palabras sacramentales del socialismo ap�nas nacido y ya desmembrado en sectas enemigas, son impotentes para remediar el mal. Las unas no han resistido al primer ensayo, y las otras repugnan � la naturaleza del hombre, � la conciencia y al buen sentido. Todos los sistemas socialistas parten del principio absurdo que secuestra el individuo en obsequio del estado, cegando los manantiales de la riqueza p�blica y privada. De aqu� nacen sus reglamentos arbitrarios y sus vanos proyectos de establecer una dictadura econ�mica, quimeras inventadas por ingenios que atormenta la fiebre de las reformas.

Nosotros no concebimos el �rden social sin libertad y propiedad, ni salvacion posible sino dentro de la justicia. � Qui�n osaria regenerar el mundo encarg�ndose de aplicar la m�xima favorita de San Simon, � cada uno segun su capacidad, � cada capacidad segun sus obras? �D�nde est� ese criterio universal y ese juez supremo que debe presidir con su infinita sabidur�a y su omnipotencia � la distribucion, de la riqueza? Volvamos los ojos � la verdad, y seamos fieles � la doctrina de la libre concurrencia.

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