Por el Doctor
D. Manuel Colmeiro
Catedrático de la Universidad de Madrid
Alojado en "Textos selectos de Economía"
http://www.eumed.net/cursecon/textos/
PARTE PRIMERA. - De la producción de la riqueza.
CAPÍTULO XXVIII. - De las aduanas.
Son las aduanas oficinas encargadas de recaudar los tributos ó contribuciones que pesan sobre las mercaderías al entrar, al salir ó al pasar por ciertos lugares. Es muy antigua semejante institución, puesto que los griegos y romanos la conocieron con otro nombre y otra forma.
En la edad media también estuvieron en uso, mostrando en todo su carácter fiscal. Pagaban los mercaderes un derecho proporcionado al valor de los géneros y frutos que importaban, muchos no adeudaban nada, y la exportación era libre, salvo en cuanto a las cosas que llamaban vedadas, ó cuya saca estaba prohibida por las leyes, por la seguridad del estado, ó conforme las reglas de policía de los abastos. No había en aquellos tiempos ni sombra de protección, prevaleciendo sobre todo el principio de satisfacer cierta cantidad por razón de peaje ó sea en reconocimiento del señorío del territorio. Hacemos completa abstracción de las aduanas interiores, y sólo nos fijamos en las situadas en las costas y fronteras del reino, ó como entonces se decía, en los puertos mojados y secos.
Las aduanas así entendidas significan un impuesto como otro cualquiera, y se defienden con las mismas razones que los derechos de consumo en general, esto es, con la necesidad de procurar recursos par sostener las cargas del estado. Llegaron además a persuadirse los gobiernos de la bondad de un impuesto que a su parecer gravitaba, a lo menos en parte, sobre el productor extranjero; que no repugnaba el comerciante, considerándolo una mera anticipación de la cual había de reintegrar el consumidor; que se pagaba sin sentir, porque iba envuelto en el precio de la mercadería, y que por último se hacia soportable en cuanto era voluntario el consumo.
A pesar de todo, sin duda seria mejor que no hubiese aduanas en el mundo, y entonces el comercio gozaría del sumo grado de libertad que apetecen los economistas, corno seria mejor que no hubiese contribuciones para que la industria remontase su vuelo hasta las nubes; pero el bien absoluto no es el patrimonio del hombre sobre la tierra.
Perdieron las aduanas su carácter fiscal y se convirtieron en protectoras desde que se entronizó el sistema mercantil, y todavía continúan en muchas partes sin haber recobrado su color primitivo. Las naciones que más se distinguen por el espíritu liberal de su legislación de aduanas, son Holanda y Suiza, y las más adheridas al sistema protector Rusia y los Estados Unidos.
Poco tenemos que decir contra las aduanas protectoras después de lo contenido en los dos capítulos precedentes. Sin embargo algo puede añadirse por vía de complemento de nuestra doctrina.
La formación de los aranceles de aduana es tarea dificultosa, porque son muchos y muy diversos los renglones del comercio. Comprenderlos todos raya en lo imposible, y clasificarlos en grupos análogos se presta a lo arbitrario. Necesariamente se han de cometer graves yerros omitiendo mercaderías ú ordenándolas de tal modo que se susciten dudas, se pidan aclaraciones y entretanto queden en suspenso los adeudos.
Puesto que ha de haber aduanas, conviene que formen una renta pingüe con poco gravamen y molestia del comercio. Lo primero se conseguirá reduciendo el número de los artículos comprendidos en el arancel y gravándolos con derechos moderados para no disminuir el consumo. Díjose que en estas cuentas dos y dos no hacen cuatro, dando a entender que si se doblan los derechos de aduana, a tal punto puede bajar el consumo, que no sólo no rindan otro tanto, pero ni aun lo que antes solían rendir; y por el contrario, que reducidos a la mitad llegan tal vez a producir más del doble; y en efecto así lo acredita la experiencia sacada del estudio de las últimas reformas. Por eso dijo un economista español del siglo pasado que más valen los muchos pocos que los pocos muchos. Las prohibiciones deben ser desterradas, porque no se compadecen con la renta. Si nada entra ó sale, nada gana el tesoro público.
Lo segundo se alcanza ya en gran parte simplificando el arancel, y el resto se. logra evitando al comercio las incomodidades y vejaciones que llevan consigo los continuados registros y contrarregistros, las guías y tornaguías, la tardanza en el despacho, la arbitrariedad en los avalúos, los comisos y las penas no bien justificadas. Pasada la zona fiscal, las mercaderías extranjeras deben naturalizarse y su circulación interior ha de ser libre.
Importa al fisco mostrarse blando y suave con el comercio de buena ge, pues de otro modo la renta de aduanas se desagua por la canal del contrabando. No hay castigos bastante rigorosos, ni vigilancia bastante eficaz para contenerlo, que no reprimirlo, si los derechos de importación ó exportación son tan crecidos que conviden al trafico ilícito con una ganancia cierta y superior a las ordinarias. Entonces pierde el fisco las sumas que pasan a las manos del contrabandista, se arruina el comerciante de conciencia timorata que no puede competir con el que no forma escrúpulo de burlar las leyes, y los pueblos se corrompen con el espectáculo del fraude enriquecido, la delación recompensada y la guerra civil ardiendo sin tregua ni descanso.
El delito de contrabando lo condena la justicia, pero la conciencia pública lo absuelve, porque en este caso la ley se aparta de la moral. No es la voluntad del legislador lo que constituye el delito, sino el acto mismo naturalmente reprobado. Comprar lo mejor y más barato es lícito y honesto, y si la autoridad lo prohíbe, crea un delito imaginario. Por eso hay tantos protectores y encubridores del contrabando, tantos guardas indulgentes y tantos jueces piadosos a quienes repugna hacer uso de su ministerio en defensa de una mala causa.
Los derechos de aduana deben ser iguales, esto es, gravar igualmente las mercaderías, vengan de donde vinieren. Los derechos diferenciales según la procedencia de los artículos de importación ó la bandera que los cubre, además de producir todos los malos efectos de la protección, suelen dar motivo ó pretexto a quejas y enemistades entre los gobiernos y a represalias mercantiles, armas de dos filos que hieren a diestro y siniestro, y por eso aconseja la prudencia evitar las ocasiones de emplearlas. Por otra parte son poco eficaces, puesto que es muy común, al ajustar un tratado de comercio, introducir la cláusula de gozar cada nación de los beneficios otorgados ó que se otorgaren la más favorecida.
El sistema protector halló necesario ó conveniente fomentar la navegación por medio de privilegios, y entre ellos quiso que ocupasen el primer lugar los derechos diferenciales de bandera, es decir, que pagasen menos las mercaderías transportadas en buques nacionales, y más las que navegasen en buques extranjeros.
La navegación es una industria, y como tal su prosperidad ó decadencia se determina por el influjo de las mismas causas que rigen la producción en general. Los pueblos que puedan comprar con mayor equidad los materiales de la construcción naval, cuya obra de mano fuere menos costosa y cuya pericia en el arte de navegar les permita conciliar la seguridad con la economía, aventajarán a todos en la baratura de los fletes y serán preferidos para la carga por el comercio. De consiguiente los privilegios de navegación no darán nunca resultados positivos, sino cuando más comunicarán a la marina mercante una vida artificial, trabajosa y al fin precaria. La libertad le proporciona los elementos que necesita para asentar su prosperidad con firmeza, y la concurrencia la estimula a no dejarse vencer de sus rivales.
Llamaron algunos escritores políticos dios tutelar de Inglaterra al acta de navegación de 165l. Unos dijeron que a su sombra creció y se robusteció la marina mercante de la Gran Bretaña; otros que se desarrollo a pesar de ella y gracias a multitud de causas ligadas con el progreso de esta nación tan rica y poderosa. España tuvo también su acta de navegación desde que los Reyes Católicos promulgaron la pragmática de Granada de 1500, a la cual siguieron varios reglamentos para asegurar a las naves españolas la preferencia de los fletes, ya estableciendo derechos diferenciales de bandera, ya gravando con pesados tributos la compra de bajeles extranjeros; y sin embargo nuestra marina mercante vino muy a menos, y quedó casi enteramente aniquilada a fines del siglo XVII. Tan cierto es que nada alcanza a suplir los esfuerzos de la actividad humana, y que siendo la protección un privilegio, y el privilegio esencialmente malo, no puede dar buenos frutos.
La Economía política avanza con su bandera, y en señal de que es seguro su triunfo, hoy no tolera la opinión ninguna reforma arancelaria que no sea en sentido liberal.
Los principios que hoy dominan y dirigen la conducta de la mayor parte de los gobiernos, son la abolición inmediata de las prohibiciones; la supresión ó reducción máxima de los derechos sobre las materias brutas y los artículos de primera necesidad; leves impuestos a los géneros y frutos de ordinario consumo, de modo que resulte favorecido el comercio, aliviado el contribuyente y no perjudicado el tesoro público; simplificación de los aranceles, desapareciendo todos los derechos que rinden cortos ingresos; disminución gradual de los que satisfacen los artefactos, y desaparición de los diferenciales de bandera que sin proteger la marina, dificultan el tráfico con el recargo de los precios.
Los tratados de comercio fueron muy útiles en otro tiempo, porque en ellos se hacían los gobiernos que los ajustaban recíprocas concesiones favorables a la libertad del cambio internacional. En el día cada pueblo mira por sí; sabe que de nadie necesita para recoger los beneficios del comercio exterior; que las prohibiciones y restricciones a nadie dañan más que al obstáculo en mantenerlas; que acabará por convencerse de ello y abandonarlos, y en fin, que hay peligro en atarse las manos suscitando obstáculos a las reformas sucesivas. Enhorabuena se estipulen seguridades para el comercio ó se faciliten relaciones de buena amistad y vecindad entre las partes contratantes; mas quede a salvo el derecho de moderar los aranceles sin otra imitación que el interés de cada una.
Este mismo inconveniente tienen las ligas aduaneras que sólo pueden justificarse cuando las componen estados pequeños cuyos dominios mutuamente se cortan y penetran. Entonces formar una confederación extendiendo las fronteras y llevando las aduanas a los extremos del territorio común, equivale a suprimir en un reino muy extenso las aduanas provinciales.