Por el Doctor
D. Manuel Colmeiro
Catedr�tico de la Universidad de Madrid
Alojado en "Textos selectos de Econom�a"
http://www.eumed.net/cursecon/textos/
PARTE PRIMERA. - De la producci�n de la riqueza.
CAP�TULO XXVII. - Del sistema protector.
Hubo un tiempo en que los pol�ticos llamaban al dinero nervio y sustancia del estado, y ponderando su excelencia dec�an que el oro y la plata encerraban todas las riquezas temporales de la vida. La consecuencia natural de semejante principio era que los gobiernos deb�an pugnar por adquirir y retener la mayor cantidad posible de metales preciosos. As� propon�an agraciar la extracci�n de los frutos, franquear la salida de las mercader�as, gravar la exportaci�n de los materiales crudos para que se labrasen dentro del reino, moderar la importaci�n de ciertos g�neros y artefactos extranjeros y prohibir absolutamente la introducci�n de su mayor parte.
Con este famoso temperamento que un economista espa�ol resumi� en la frase de puertas abiertas y puertas cerradas, pretend�an los escritores, los ministros consejeros del rey de Espa�a, invocando el ejemplo de Francia, Inglaterra y Holanda, estancar todo el oro y toda la plata de las Indias, para que los arroyos del Potos� y Guanajuato no corriesen a fertilizar tierras extra�as y acaso enemigas.
Dicha teor�a dio margen a la vana distinci�n del comercio activo y pasivo, aqu�l �til y provechoso en cuanto representaba la exportaci�n de mercader�as y la entrada de metales en pago de ellas, y �ste perjudicial y nocivo, porque significaba la importaci�n de g�neros y frutos y la salida del oro y plata, �nica y verdadera riqueza.
No necesitarnos repetir lo que la Econom�a pol�tica entiende por riqueza (V. part. I, cap. I.), ni cebarnos en el sistema prohibitivo � mercantil, porque minado el cimiento, todo el edificio se viene a tierra. En realidad, combatir el principio que funda la riqueza de los individuos y de los pueblos en la posesi�n de los metales preciosos, despu�s de tanto como ha progresado la ciencia econ�mica, seria hacer un agravio al sentido com�n.
Quedan sin embargo restos del sistema prohibitivo cuya herencia recogi� su hijo leg�timo el sistema protector, hoy muy quebrantado sin duda, pero todav�a vivo y militante, puesto que �l solo disputa el terreno y mantiene la campa�a contra la escuela del libre cambio. Favorecen su causa errores de doctrina, preocupaciones vulgares, h�bitos envejecidos, la rutina oficial y en fin intereses personales � de clase disfrazados con la capa del bien p�blico, y defendidos con un lenguaje que llega a seducir a los incautos. Dejemos a un lado la pasi�n que suele mezclarse en esta pol�mica, y pongamos, si es posible, la raz�n en su punto.
El sistema llamado protector, � la teor�a de la protecci�n a la industria nacional, aspira a desarrollar las fuerzas productivas del pa�s, fomentando la agricultura y las artes mec�nicas por medio de prohibiciones y restricciones que impidan la concurrencia de los extranjeros y aseguren a los naturales el monopolio de los mercados del reino.
Con este objeto aconsejan los proteccionistas y piden con instancia que se arreglen los aranceles de las aduanas de tal suerte que nieguen absolutamente la entrada a ciertas mercader�as, permitan la de otras, pero grav�ndolas con derechos muy crecidos, cierren la puerta de salida a los materiales crudos para que la naci�n disfrute los beneficios de las labores, se haga buen pasaje a las primeras materias que vengan de fuera y se promueva la extracci�n de los g�neros y frutos de dentro.
Si fuese verdad que la abundancia de numerario constituye la riqueza de los pueblos, podr�amos poner en duda la eficacia del sistema protector reducido a la pr�ctica; mas en la especulativa sus conclusiones serian l�gicas y necesarias. Admitir aquel principio es lo mismo que formar causa com�n con el sistema mercantil, y condenarse los proteccionistas a perpetuo silencio. Convencidos de ello, reniegan de su origen � invocan la intervenci�n del gobierno en favor del trabajo nacional, hacen alarde de patriotismo, se proclaman los hombres pr�cticos por excelencia, se apellidan economistas en p�blico, y profesan en secreto el culto del oro y de la plata.
En efecto, entre el sistema mercantil y el protector no hay otra diferencia que entre lo m�s y lo menos. Cuando los derechos protectores son altos, equivalen a prohibiciones absolutas: cuando son temporales, se prorrogan y convierten en perpetuos. Nunca llega la saz�n oportuna de moderarlos � suprimirlos: siempre hay pretextos para recomendar a la compasi�n del gobierno la flaqueza de la industria nacional.
El sistema protector se rebela contra tres m�ximas fundamentales de la Econom�a pol�tica, a saber: la libertad del cambio, la neutralidad del gobierno y la divisi�n del trabajo.
Por ley natural de las gentes (dec�a un economista espa�ol del siglo XVII) el comercio es libre y necesaria la permutaci�n de las cosas, y tanto que muchas veces se respeta aun en estado de guerra. Enhorabuena tenga todo derecho sus limites se�alados por el bien general, como sucede en cuanto a la libertad y propiedad; pero esta regla de justicia no alcanza a los derechos protectores que son contribuciones establecidas en provecho de algunos particulares.
La causa p�blica se defiende defendiendo la equidad que no es sino la igualdad de todos los intereses legitimos; y cuando existe la protecci�n, hay d�biles y fuertes, opresores y oprimidos. Si todas las industrias son igualmente protegidas, ninguna lo es en realidad; y si solamente algunas, aqu�llas gozan del privilegio de vivir a costa ajena y sin temor de la concurrencia de los extranjeros.
Hemos dicho que la industria ama la libertad, y que por lo mismo repugna la intervenci�n oficial. La autoridad debe abstenerse de dirigir sus operaciones, y con mayor motivo de mostrarse parcial por esta � aquella clase de producci�n. Si el gobierno establece derechos protectores en favor de una, abandona las otras, las agravia y perjudica creando en beneficio de la primera un monopolio que turba la regular distribuci�n de las utilidades respectivas, porque ya no depende de la concurrencia libre, sino de un criterio ciego y de una potestad arbitraria. Cuando estaba en boga la polic�a de los abastos, el gobierno tomaba partido por los consumidores contra los productores; mas bajo el r�gimen de la protecci�n, el gobierno se declara por los productores contra los consumidores. Ambos sistemas merecen la reprobaci�n del economista enemigo de los reglamentos.
La protecci�n se opone a la ley econ�mica de la divisi�n del trabajo entre todas las naciones tan natural y fecunda como hemos demostrado. Proteger la industria es lanzarla en caminos extraviados, hacer menos productivo el empleo del trabajo, comunicarle una vida artificial y ponerla a merced del gobierno que sube � baja a su antojo los derechos de aduana.
Dicen los proteccionistas que conviene fomentar la industria nacional; pero lo que en realidad se fomenta por medio de la protecci�n es la fortuna de un corto n�mero de productores a quienes pagan contribuci�n muy crecida todos los consumidores. Si esta contribuci�n al cabo sirviese para recompensar la actividad, inteligencia y econom�a de los privilegiados, tendr�a disculpa; mas es lo cierto que adormece al fabricante bien hallado con su monopolio y convida al contrabando. La historia nos ense�a que la supresi�n de los derechos protectores, lejos de matar las industrias protegidas, las ha despertado de su letargo y vivificado con el est�mulo de la concurrencia.
Dicen tambi�n que cada pueblo se baste a s� mismo, que no pague tributo al extranjero. No, ning�n hombre ni pueblo se basta ni puede bastarse a s� mismo. La Providencia, dividiendo el globo que habitamos en zonas y climas con sus particulares producciones y dando a los hombres las mismas necesidades, ha querido que cada hombre y cada pueblo viviese en paz con su hermano y su vecino, le ayudase y socorriese partiendo con �l los frutos del trabajo. Si cada naci�n hubiera de bastarse a s� misma, Rusia deber�a aclimatar la vida entre los hielos del norte en vez de comprar los vinos de Jerez, y Espa�a introducir el cultivo de linos y c��amos de Riga.
Pagar tributo al extranjero denota ser dependiente de la naci�n que nos suministra las mercader�as necesarias a nuestro consumo. En este sentido todos los hombres y todos los pueblos dependen unos de otros. El panadero depende del sastre y del zapatero que le visten y le calzan, y estos dependen de aqu�l que hace el pan con que se alimentan; y as� como no se pagan tributo los particulares entre s� cuando permutan los resultados de su industria, antes se auxilian rec�procamente al cambiar servicios por servicios, as� las naciones viven siempre de su trabajo y conservan su dependencia en medio del comercio. La idea de cambio excluye la idea de tributo.
Ning�n pueblo regala � da de limosna a otro pueblo los g�neros y frutos que posee. Una corriente de importaciones supone otra corriente paralela de exportaciones. Ambas son r�pidas � lentas, escasas � caudalosas, continuas � interrumpidas: ambas principian y acaban al mismo tiempo. Si admitimos como posible que tal naci�n quiera sacrificarse hasta el extremo de abaratar sus mercader�as m�s all� de lo justo para arruinar la industria de tal otra cuya competencia empieza a inquietarla, la primera consumir� mucha parte de su riqueza que pasar� a t�tulo gratuito a manos de la segunda, y antes se cansar� aqu�lla de sus p�rdidas, que �sta desespere de sus ganancias. Nunca se dio el ejemplo de emprender un comercio ruinoso con �nimo deliberado, aunque algunas veces haya ocurrido mantenerlo para hacer rostro a una crisis pasajera.
Alimentar el trabajo nacional es partir del falso principio que el trabajo por s� solo es manantial perenne de riqueza, sin tomar en cuenta su buena � mala direcci�n que lo trueca de fecundo en infecundo. La ley de los cambios despoja al trabajo de ese car�cter exclusivo y forma con los productos de la industria humana un acervo com�n del cual participan todas las naciones seg�n sus obras.
Si proteger el trabajo nacional significa dar la ocupaci�n conveniente a los naturales de cada pa�s, sin protecci�n alguna se consigue mejor y con mayor facilidad este deseo, porque de tal manera se ocupan, que con menos fatiga y a menos costa producen m�s utilidad y m�s valor. Pero los proteccionistas, empleando la palabra nacional en un sentido apasionado, invocan en apoyo de su causa el amor de la patria, como si no la amaran los amigos de la libertad del comercio, y deslumbran al vulgo con este sofisma. Los hierros, las sedas � los algodones protegidos no son la patria, sino los hombres que pueblan un territorio y tienen derecho a vivir como personas libres, esto es, sin sujeci�n a un corto n�mero de fabricantes privilegiados a quienes la ley otorga el monopolio de los hierros, de los algodones � las sedas como otros tantos feudos industriales. Hemos dicho poco. A la manera que en tiempos pasados se hac�an a los conquistadores de Am�rica repartimientos de indios para que labrasen las tierras en beneficio de sus due�os, hoy se hacen repartimientos de consumidores en provecho de algunos productores favorecidos, donde quiera que existe la protecci�n.
Abriendo las puertas a la protecci�n, todo el mundo se atropella a entrar en el sagrado recinto a donde no llega el poder de la competencia. Pide protecci�n el labrador para sus frutos, el minero para sus hierros y carbones, el fabricante para sus tejidos, y en este campo de discordia se dan batalla mil intereses rivales. Denuncia el fabricante la protecci�n concedida a la agricultura, porque si no obtiene los art�culos de primera necesidad y las primeras materias con econom�a, no puede dominar el mercado. El labrador por su parte alega que sin hierro barato para sus aperos de labranza, sin ropas y vestidos baratos, sin todos los dem�s utensilios necesarios en el hogar dom�stico � en el campo tambi�n baratos, los frutos de su cosecha resultar�n m�s caros que los extranjeros. El minero dice que conviene proteger el hierro y el carb�n: replica el fabricante que siendo primeras materias de casi toda la industria fabril deben ser libres de derechos: opone el minero que son productos acabados de su arte � oficio, y todos tienen raz�n, porque no hay primeras materias en absoluto.
La protecci�n no se diferencia sustancialmente de la prohibici�n: no es una excepci�n del principio de libertad, sino el principio opuesto del privilegio, � hablando con m�s propiedad, del monopolio. La protecci�n moderada limita el comercio, minora el consumo disminuye la riqueza de los pueblos: la excesiva es ineficaz, porque fomenta el contrabando.
Los derechos protectores conducen al desaliento general de la industria: estancan la fabricaci�n que carece de modelos que imitar y del estimulo de la competencia: mantienen la carest�a de los artefactos protegidos y no protegidos, los unos por el favor de que gozan y los otros por los grav�menes que se les imponen: aumentan el precio de las subsistencias y de los jornales: arrebatan al obrera una parte del salario en raz�n de lo que cuestan dem�s los art�culos de ordinario consumo: disminuyen la capacidad de comprar, y de consiguiente dificultan la venta � salida de los g�neros y frutos nacionales.
La protecci�n, lo mismo que la prohibici�n, paraliza ciertos ramos de la industria, fuerza el empleo del capital, violenta el curso del trabajo, y en fin crea un sistema artificial de producci�n tan contrario a la naturaleza de las cosas, que cada pa�s donde reina se aparta del camino de la riqueza prefiriendo la perdida a la ganancia.
Los derechos protectores no favorecen en multitud de casos las industrias protegidas, sino otras que se aprovechan, sin quererlo la ley, de aquel beneficio, corno si la protecci�n dispensada a las f�bricas de hierro alcanzase a los propietarios de bosques y minas de carb�n, pues a la sombra de semejante privilegio pueden acaso mejorar el precio del combustible. Autorizan asimismo las represalias de los gobiernos extranjeros, quedando la industria propia expuesta al castigo de los aranceles. J�ntase a lo dicho que toda industria consume antes de producir, comprando caro para fabricar m�s caro, y de esta carest�a artificial resulta que padece el consumidor sin percibir ninguna ventaja positiva el productor.
Por �ltimo, los derechos protectores se resuelven en un impuesto oneroso desigualmente repartido y de todo punto arbitrario que aumenta el precio de los art�culos de primera necesidad, de comodidad y de lujo, dificulta la cobranza de otras contribuciones m�s racionales y tiende a disminuir la riqueza imponible limitando las rentas particulares y los progresos de la industria a voluntad de los gobiernos.
La ciencia aspira a la abolici�n perpetua de los derechos protectores; mas la prudencia recomienda dar tiempo al tiempo, y proceder de un modo lento y gradual para no lastimar los intereses creados a la sombra de las leyes. Por lo mismo que existen, merecen respeto; y cuando los capitales y el trabajo se empe�aron en caminos extraviados bajo la fe y la palabra del gobierno, no parece bien ni seria justo abandonarlos. La reforma debe llegar tarde � temprano; pero conviene traerla con suavidad ilustrando la opini�n, calmando los �nimos sobresaltados, satisfaciendo los intereses leg�timos, y en fin, alejando los peligros de toda mudanza repentina.