Por el Doctor
D. Manuel Colmeiro
Catedrático de la Universidad de Madrid
Alojado en "Textos selectos de Economía"
http://www.eumed.net/cursecon/textos/
PARTE PRIMERA. - De la producción de la riqueza.
CAPÍTULO XXIII. De la fabricación por cuenta del estado.
Son las manufacturas una negociación particular y libre, y nunca debe trocarse su naturaleza para convertirlas en granjería oficial ó arbitrio lucrativo. Someter una ó muchas fábricas a la autoridad del gobierno, es convertir el trabajo en una función pública y encomendarle la provisión de los mercados; empeño temerario y responsabilidad peligrosa.
La riqueza y comodidad de los pueblos estriban en la abundancia de las cosas y conveniencia de sus precios que no se compadecen con el general estanco de las fábricas del estado. No es posible que florezcan las empresas particulares al lado de otras que se nutren con la sustancia del tesoro público, y menos todavía conciliar la perfección y baratura de los artefactos con la poca diligencia de unos operarios cuyos beneficios no dependen de la justicia natural del salario sino de una remuneración establecida por vía de autoridad al señalar a cada uno sueldo fijo.
Muchos son los vicios de una administración embarazosa y ocasionada a grandes abusos en el manejo de los caudales que alimentan la fabricación oficial. No se compra ni vende a tiempo, ni se aprovechan 1as primeras materias, ni se consulta la economía de las labores, ni se trabaja con empeño, ni se aplican invenciones y mejoras, ni en fin se hace nada de lo que suelen y necesitan hacer los particulares interesados en asegurar y extender el consumo de sus géneros, y en asentar de un modo firme y estable la prosperidad de aquella empresa. Los empleados en una fábrica del gobierno, ajenos así a las pérdidas como a las ganancias, no miran al negocio sino al presupuesto.
Las fábricas del estado adormecen y entibian el trabajo individual y privado, y paralizan el movimiento de la industria. Los consumidores no sacan utilidad de semejantes manufacturas, porque el gobierno labra los géneros a mucha costa: los productores no pueden imitar aquello que imitado no podrían vender, porque la fábrica del estado vende a menos precio, y el particular, si lo hace, se arruina. Todo el provecho de esta impremeditada invención es para los maestros y oficiales, sobre todo extranjeros, a quienes se pagan con liberalidad las incomodidades de abandonar su patria, dejar su casa, emprender un largo viaje y establecerse en medio de un pueblo extraño con sus familias.
Colbert, el famoso ministro de Luis XIV, pretendió restaurar en Francia las antiguas manufacturas acudiendo a todos los medios imaginables, y entre ellos a la fundación de fábricas reales, como la de tapicerías que hizo labrar a imitación de las exquisitas de Flandes. El ejemplo de un ministro de tan alta fama arrastró a otros gobiernos de Europa. Alberoni quiso ser el Colbert de España, y hubo fábricas reales de paños, sedas, cristales y tapices. Esperaba mucho de estos seminarios de maestros en artes y oficios, que después de recibir la enseñanza más escogida de los operarios reclutados por el gobierno en diferentes naciones, se debían derramar por el reino, excitando al mismo tiempo la aplicación de los naturales.
Por buena que fuese la intención de Alberoni, los medios no correspondieron al fin, y se frustraron las mejores esperanzas. Casi todas las fábricas reales cede pronto, y sólo quedaron en pié algunas cuya ruina iba conteniendo a expensas del tesoro público. La de paños de Guadalajara en 1724, según el testimonio de Ustáriz, consumía más que el importe de sus rentas provinciales; y a pesar de haberse prohibido la fabricación de los patios finos de Alcoy para desterrar toda competencia, los almacenes estaban atestados de géneros, no sabiendo el gobierno qué hacer de las existencias, mandaba repartirlas a cuenta de sueldos atrasados, ú obligaba al gremio de los mercaderes a comprarlas con el rigor de los apremios.
En fin, las fabricas reales debían perecer y perecieron, porque además de matar la industria libre, se mataban a si mismas con sus prolijos reglamentos, la mala versación de los fondos, los asientos con el gobierno los privilegios exclusivos, la desacertada elección de los oficiales, la falta de cumplimiento de las escrituras y otros vicios y abusos inseparables de su naturaleza.
Todavía existen fábricas de armas blancas y de fuego, de fundición de cañones y balerío, de pólvora y otras municiones de guerra. El tiempo mostrará que conviene al gobierno fiar este cuidado a la industria privada; y de hecho acude a ella con frecuencia y con ventaja. Hasta en la construcción naval, teniendo España buenos arsenales y astilleros, se observa que prefiere muchas veces encomendarse a la habilidad y diligencia de los particulares.
No diremos otro tanto de las fábricas de moneda, porque tienen su razón de ser en la necesidad del monopolio, y no en el abastecimiento del mercado ó el progreso de la industria.
Tampoco condenamos el trabajo de las prisiones, porque es un medio de castigar y corregir al delincuente, y no de producir riqueza. Verdad es que algunos escritores temen que esta competencia no pare en daño de la industria libre, considerando que el preso devenga un salario muy corto y que son muy pocas sus necesidades; pero lo costoso de la administración, la disciplina carcelaria, el aprendizaje de los entrantes, el vacío que dejan los salientes, la floja voluntad del obrero y otras condiciones del trabajo forzoso y reglamentado, ponen la industria libre a cubierto de todo peligro, como lo acredita la experiencia.