Por el Doctor
D. Manuel Colmeiro
Catedrático de la Universidad de Madrid
Alojado en "Textos selectos de Economía"
http://www.eumed.net/cursecon/textos/
PARTE PRIMERA. - De la producción de la
riqueza.
CAPÍTULO XXI. De los gremios
Desde tiempos antiguos viene la costumbre de juntarse los que profesan un mismo arte ú oficio en gremios ó corporaciones favorecidas con singulares privilegios. Al principio estas hermandades miraban sólo a la común defensa: más tarde los reyes las fomentaron como regla de policía y buen gobierno; y por último, tuvieron ordenanzas relativas al ejercicio de cada ramo de la industria fabril.
En el siglo XIII, reinando San Luis, se redactó en Francia un cuerpo de legislación reglamentaria; y tal vez se debe a esta poderosa organización que las artes no hubiesen perecido en Italia durante las guerras y facciones que la afligieron y despedazaron en la edad media, porque gremio era entonces sinónimo de libertad. En Inglaterra, Flandes, Alemania y en todas las naciones cultas de Europa prevalecía igual sistema. Si la industria de aquellos tiempos hubiese fiado su representación a miembros desunidos y solitarios sin autoridad, reglas ni intereses comunes, no se habría salvado del furor de las discordias chiles, ni menos alcanzado el grado de esplendor y opulencia a que llegó en el siglo XVI.
En España aparecen los gremios organizados al comenzar el XIII; prueba clara de que existían en el XII ó antes de una manera imperfecta ó con cierta rudeza primitiva. Conforme la industria fabril se dilata, los gremios se multiplican y se desmenuzan sus ordenanzas, descendiendo a multitud de pormenores. Los Reyes Católicos, perseverando en el propósito de concentrar el poder en sus manos y administrar los pueblos como solícitos padres de familia, reglamentaron las artes y oficios, unos grandes y dificultosos, otros menudos y triviales. Carlos V y Felipe II prosiguieron la obra empezada por Fernando é Isabel, empujados por las Cortes, rogados por los menestrales y requeridos por la opinión que todo lo temía de la libertad de la industria. Apenas quedó en España oficio alguno por llano y humilde que fuese, que no formase gremio separado, juzgándose con esto los menestrales más honrados y favorecidos.
La policía de los abastos, la enseñanza adecuada a cada profesión, la buena fe de los contratos, el orden y disciplina de los artesanos, todo junto contribuyó a la multiplicación de los gremios.
La industria aspiraba a sacudir el yugo feudal, y quería guarecerse contra las guerras y los bandos continuos de la nobleza en el seno de corporaciones privilegiadas, regidas por alcaldes ó jueces propios y puestas bajo el amparo de un santo a quien invocaban y apellidaban devotamente su patrono. En aquellos siglos tan sedientos de orden y concierto no se concibe la existencia de un obrero libre; y así como hubo señores caballeros y vasallos, así también se introdujo una jerarquía industrial de maestros, oficiales y aprendices. La institución de los gremios respondía a la necesidad de protección para las artes, y las cartas de examen y las ordenanzas gremiales suplían la falta de enseñanza y de socorros, porque sin escuelas ni costumbre de poner en común sus intereses para promover juntos su partido, era forzoso al menestral confiar el remedio de su ignorancia ó pobreza a la caridad de sus hermanos más ricos ó discretos.
La bondad relativa de los gremios llegó a convertirse en rémora constante de la industria fabril tan pronto como pudo gozar sin peligro de la libertad, condición esencial del progreso de las artes y oficios.
En efecto, los reglamentos tienen por objeto determinar las cualidades del productor, ó son relativos a la clase de productos ó al modo de producción.
La jerarquía de aprendiz, oficial y maestro, los años de aprendizaje necesarios para pasar del primer al segundo grado, las cartas de examen y las obras maestras para subir al tercero, y la rigorosa vigilancia de los veedores y de las justicias de los pueblos, ahogan la industria matando la libertad del trabajo. Si el gobierno pretende con los reglamentos evitar el fraude, crea delitos imaginarios, da lugar a pesquisas odiosas, abre la puerta a todo linaje de cohechos, y al fin no logra su deseo, porque sólo existe un medio eficaz de policía en cuanto a la industria fabril, a saber, la que el comprador ejerce con respecto al vendedor.
Al vicioso sistema de aprendizaje en cuanto obligaba al despierto, aplicado y diligente a caminar al compás del torpe, descuidado y perezoso, seguían los amaños y abusos escandalosos que hacían aborrecibles las pruebas de suficiencia. Llena está la historia de los gremios de ejemplos de la parcialidad y corrupción de los veedores y examinadores. El pariente ó el amigo estaban seguros de obtener la aprobación, aunque no la mereciesen, y el extraño, y sobre todo el extranjero, lograban a duras penas, ó no lograban de modo alguno el título de maestría, perjudicando su misma habilidad al buen éxito de la pretensión.
Los derechos de arancel eran generalmente crecidos, y solían aumentarse al arbitrio de los interesados en conservar el monopolio de las artes mecánicas. El oficial consumía en estas diligencias los ahorros que hubiera podido emplear mejor en establecerse, y el pobre y desvalido llamaba en vano a las puertas del gremio. Por una vituperable corruptela las piezas de examen cedían acaso en beneficio de los examinadores. Después del gremio viene la cofradía con sus contribuciones a la entrada, sus derramas ordinarias y extraordinarias, sus fiestas y banquetes y otras cargas y servicios que roban dinero, tiempo y trabajo, y empobrecen y atrasan a los artesanos, y siembran entre ellos celos, pleitos y discordias.
¿Hay nada más ridículo é impertinente que exigir, para entrar en un gremio, pruebas de limpieza de sangre, como si se tratara de una merced de hábito de Santiago ó Calatrava? ¿Hay nada más injusto que negar la licencia de maestro a un hijo ilegítimo, y hacerle expiar con una perpetua miseria la desgracia de su nacimiento?¿Hay nada más impolítico que rehusar el auxilio de las mujeres y los niños en el arte de la pasamanería y otras fáciles labores propias de su sexo y edad? Pues nada era más frecuente en nuestras ordenanzas.
Cada gremio, aferrado a su privilegio exclusivo, pretendía ser el único autorizado para el manejo de ciertas especies crudas; pero como de una misma materia prima se pueden sacar diversas manufacturas, a cada paso se suscitaban pleitos y competencias. Los pelaires andaban revueltos con los tundidores, cardadores, bataneros y tintoreros sobre que a ellos tocaba privativamente preparar las lanas y darles la forma adecuada al uso de los artefactos. Los percheros ó pasamaneros litigaban con los villuteros y tafetaneros a propósito de los limites de estos diferentes ramos del arte de la seda, y los zapateros, guanteros, guarnicioneros y zurradores disputaban entre sí el derecho de adobar las pieles.
En suma, la privación de la libertad del trabajo condenaba a una multitud de gentes a vivir en forzosa ociosidad mendigando ó buscando trazas de sustentarse a costa del bien ajeno, porque las ordenanzas gremiales las excluían de toda participación en sus derechos y beneficios, y el deslinde arbitrario de la obra de mano engendraba continuas discordias que terminaban en litigios ó atentados, y encendían en el seno de la industria una verdadera guerra civil.
Por otra parte, el número limitado de maestros y las cargas que por distintos caminos pesaban sobre ellos al tiempo de entrar en el gremio y después de haber entrado, encarecían la obra de mano en daño del consumidor y también de las artes y oficios, porque en lo interior se minoraba la demanda, y en lo exterior nuestras mercaderías no soportaban la competencia de las semejantes extranjeras, puesto que otras naciones más avisadas y despiertas que España empezaron muy temprano a relajar los reglamentos.
Los relativos a la clase de productos no tienen mejor disculpa, porque la industria fabril anda todos los días, y la ley no puede seguir su paso. Los caprichos de la moda, nuevas necesidades, cualquiera invención ó mejora turban el estado oficialmente reconocido y exigen la continua reformación de las ordenanzas. Es un delirio imaginar que el gobierno tiene la capacidad necesaria para dirigir la obra de mano y constituirse en maestro universal de las artes y oficios; y aun dado que la tenga, los reglamentos buenos ayer, hoy serán malos y mañana peores.
Ni tampoco se consigue jamás atajar los fraudes de los fabricantes y mercaderes a pesar de todo el rigor de las penas, porque los particulares lastimados y ofendidos en sus intereses, minan la ley con ingeniosas astucias y supercherías, y la autoridad así burlada, contramina con declaraciones y providencias cada vez más minuciosas y funestas a la industria fatigada y rendida a fuerza de registros, sellos, denuncias, procesos y castigos.
Si procura el gobierno fijar el modo de la producción, su incompetencia es manifiesta. Ni el rey, ni las Cortes, ni el Consejo de Castilla podían entender de toda suerte de labores, y así se entregaban a expertos que más atendían a su particular provecho que al bien común; y aunque fuesen personas hábiles y de conciencia timorata, no podía excusarse que las prácticas más ingeniosas y perfectas degenerasen de día para otro en añeja rutina.
Decir que los reglamentos seguirán paso a paso todas las vicisitudes de la industria, es prometer un imposible. Las reformas vendrán demasiado tarde ó demasiado temprano, y nunca llegarán a tiempo. Añádase que el reglamento conduce a una fabricación uniforme, y en el mercado reina una grande y voluble diversidad de gustos y deseos. La industria libre es flexible en extremo, y descubre la proporción de las necesidades, consulta la diferencia de los climas, lisonjea las costumbres de los pueblos, se anticipa a la mudanza de las estaciones y envía cada cosa al lugar conveniente. La industria reglamentada sigue perezosamente el camino señalado por la autoridad, y abriga la vana pretensión de dar su ley a los consumidores en vez de plegarse y recibirla.
Los privilegios exclusivos y prohibitivos que a la sombra del gobierno alcanzaron los gremios, oprimían la industria fabril y agobiaban a los consumidores con el peso del monopolio. Miraban los agremiados por sí solos, sacando gruesas ganancias en perjuicio de los que profesaban el mismo arte y no eran de su comunidad.
La experiencia propia acredita la razón con que los economistas condenan los gremios y las ordenanzas gremiales. Nuestros paños empezaron a desmerecer y fueron perdiendo de su bondad y perfección conforme se multiplicaron los reglamentos. Toledo principió a decaer de su grandeza desde que tuvo leyes gremiales y prevaleció el voto de la autoridad en el gobierno de sus fábricas y telares. El arte de la seda prosperó en la villa de Requena sin trabas ni limitaciones,
hasta que con el ánimo de mejorar los tejidos y extender el comercio, se dieron las ordenanzas generales de 1648 modificadas en 1682. Entonces sobrevino la decadencia, y apretando el sistema reglamentario para contenerla, se agravó el mal en vez de ponerle remedio. Fácil nos seria amontonar los ejemplos.
En resolución, no hay otro régimen favorable al progreso de la industria, al bienestar de los productores, a la comodidad de los consumidores y a la riqueza y prosperidad de los pueblos sino la libertad del trabajo y de la concurrencia. Donde quiera que existan gremios de artes y oficios, habrá desnivel entre la producción y el consumo, monopolios injustos, ruina de las fábricas y miseria general. Acaso los favorecidos logren mayores ganancias que pudieran esperar del curso natural de las cosas; pero conviene advertir que no serán legítimas, pues el maestro vive a expensas del oficial, éste a costa del aprendiz y todos con gravamen de los consumidores. Hasta el bien que alcanzan los privilegiados está muy lejos de guardar proporción con el mal que causan sus privilegios.