Por el Doctor
D. Manuel Colmeiro
Catedr�tico de la Universidad de Madrid
Alojado en "Textos selectos de Econom�a"
http://www.eumed.net/cursecon/textos/
PARTE PRIMERA. - De la producci�n de la riqueza.
CAP�TULO XX. - De la industria fabril.
El arte de modificar las cosas que el hombre toma de las manos de la naturaleza � produce mediante el cultivo de la tierra, constituye la industria fabril. Quien aplica su trabajo a la fabricaci�n, transforma los objetos, los cambia y altera, ya comunic�ndoles propiedades que antes no ten�an, ya variando su tama�o � figura, y de todos modos haci�ndolos �tiles a la satisfacci�n de nuestras necesidades. La riqueza producida est� representada en el artefacto.
Naci� la industria fabril con la agr�cola, y crecieron juntas en su infancia, porque el labrador de los tiempos primitivos mol�a el grano de su cosecha, � hilaba y tej�a el vell�n de sus corderos.
La prosperidad de una y otra hizo forzosa la divisi�n del trabajo. Hubo desde entonces labradores y artesanos: aqu�llos habitaron los campos y �stos fundaron las ciudades. La industria agr�cola necesita aire, sol y espacio, y no puede vivir sino debajo de la anchurosa y elevada b�veda del cielo, mientras que la fabril requiere talleres limitados, concentraci�n de fuerzas, rec�proco auxilio, grande actividad y movimiento. Por eso se refugia en las ciudades populosas que son a la vez centros de producci�n y focos de consumo.
Grande es la influencia de la industria fabril en la riqueza y prosperidad de las naciones, bien se considere el acrecentamiento de la producci�n, en cuanto a ella se debe la inmensa variedad de cosas necesarias, �tiles y agradables al hombre, bien se repare que proporciona trabajo a una poblaci�n numerosa, bien se advierta que vivifica la agricultura facilitando el cambio de g�neros por frutos, � que alimenta el comercio extranjero ofreciendo multitud de art�culos de exportaci�n por otros de importaci�n.
Y no tan s�lo goza el hombre de estos beneficios de la industria fabril, sino que tambi�n despierta la actividad, ense�a la econom�a, corrige las costumbres y persuade a la adquisici�n de un gran n�mero de conocimientos aplicables a la mano de obra, y as� el obrero mejora de condici�n y ennoblece su existencia. Todos los productores participan de esta dicha, porque para todos hay trabajo y a todos procura medios de vivir y gozar multiplicando los artefactos y perfeccionando los procedimientos industriales; de modo que en lugar de la escasez y carest�a de los vestidos, muebles y otros objetos de necesidad, comodidad � lujo, prevalecen la abundancia y baratura que los ponen al alcance de las menores fortunas. Las medias de punto de aguja eran un presente y regalo de pr�ncipes en los tiempos de Felipe II que fue quien primero las us� en Espa�a; y hoy, gracias al adelantamiento de la industria, las lleva el artesano m�s humilde. Un par de guantes costaba en el siglo XVII cuatro � cinco ducados, precio excesivo que s�lo pod�an pagar los grandes y caballeros; y hoy, por la octava parte de aquella suma, lo compra la gente de condici�n m�s llana.
D�cese que con el progreso de la industria fabril nacen deseos inmoderados y se crean necesidades facticias que atormentan al hombre y destierran la virtud de la templanza en el comer y vestir del coraz�n de los pueblos. La frugalidad es en efecto digna de aplauso, cuando no llega la parsimonia a escatimar lo necesario a las justas comodidades de la vida; pero si traspasa estos confines, raya en vicio. Cuando la sobriedad degenera en miseria, lejos de alabarla, nos atrevemos a reprenderla, pues impide la constancia en el trabajo, y sin ella no se alcanza la perfecci�n de las artes mec�nicas, ni se obtienen las manufacturas a precios acomodados, ni la inteligencia se eleva, ni se suavizan las costumbres. Por lo com�n la sobriedad de los pueblos significa su resignaci�n a la pobreza a trueque de no romper con sus h�bitos de ociosidad.
La industria fabril convida con mayores adelantamientos que la agr�cola, porque se presta con m�s docilidad a la invenci�n y perfecci�n de los productos, al empleo de las m�quinas y procedimientos econ�micos, a la divisi�n del trabajo y a la cooperaci�n de los productores. Tiene poca cuenta con la diversidad de los climas, la fertilidad de los campos y la extensi�n del territorio, con tal de haber gente que con su ingenio, actividad y econom�a supla la parsimonia de la naturaleza. El trabajo y los capitales son su primera condici�n de existencia, porque tales motores como el agua, el viento y el vapor, f�cilmente se hallan � pronto se avecindan. El comercio suministra las primeras materias, cuando el suelo propio las reh�sa, y rara vez ser� por esta causa la fabricaci�n m�s � menos precaria.
Todas las naciones cultas descuellan por su amor a la industria fabril, sin perjuicio de aplicarse tambi�n a la agricultura; pero no todas la profesan en igual grado. En unas es lo principal, y en otras lo accesorio: aqu� el labrador es fabricante, y all� el cultivo est� divorciado de las artes y oficios: ya se encierra en peque�os obradores donde un maestro, rodeado de cinco � seis oficiales y aprendices, prepara sus artefactos, y ya es una empresa colosal que mueve centenares de m�quinas y millares de brazos, y se aloja en un inmenso edificio.
Un pueblo que carece de f�bricas, exporta virgen el sobrante de sus materiales crudos, y no aprovecha las ganancias de la maniobra que multiplica el valor de aqu�llos hasta lo infinito. Una arroba de lino val�a en poder de nuestros ganaderos hacia la mitad del siglo XV1I, 30 reales, y labrada 3750, es decir, 125 Veces m�s que el valor primitivo. La arroba de encajes de este hilo, delgados y preciosos, llegaba a valer casi tanto como la arroba de oro. La de lana que en vell�n costaba 40 reales, tejida de diversas maneras ascend�a a 900, y por igual estilo la seda, el hierro, plomo, cobre, etc. (V. Historia de la Econom�a Pol�tica en Espa�a, tom. II, P�gs. 226 y 346.).
No queremos decir con esto que cada naci�n deba labrar las primeras materias que produce, y menos todav�a que el gobierno deba proteger y fomentar la industria nacional prohibiendo su salida, sino mostrar la mucha riqueza que de las artes manuales � mec�nicas se deriva, y recomendar a los pueblos el ejercicio de todas las compatibles con el r�gimen de la libre concurrencia.
La fabricaci�n dom�stica, � como dice Campomanes, la industria popular, es un medio de aumentar los recursos de una familia ocupada de ordinario en la agricultura, y se distingue por lo escaso de la producci�n, la cortedad de los capitales, la rutina en los procedimientos, la ausencia de las maquinas y la falta de una conveniente divisi�n del trabajo. Aprovecha en cuanto las crisis econ�micas, � sean las grandes perturbaciones del mercado alcanzan s�lo a medias al labrador-fabricante, y ocupa los ocios con que las noches, las estaciones � los temporales interrumpen la vida de los campos. Las modestas ganancias que la industria casera promete, no bastan a fundar un estado; pero ayudan a soportar las cargas del matrimonio, Y no deja de recomendarse por su virtud de mantener y estrechar los lazos de la familia.
La civilizaci�n moderna da otra forma m�s arrogante a la industria fabril, cuyos elementos de prosperidad requieren un vigor y fortaleza muy superiores. Hoy huye de las caba�as y pide verdaderos palacios, gruesos capitales, inmensos almacenes, m�quinas gigantescas y ej�rcitos de obreros. La divisi�n del trabajo se lleva al extremo, los inventos y mejoras se aplican al instante, los ensayos se repiten con frecuencia, y de todos modos se perfeccionan las artes y se realizan considerables econom�as. Cuando no bastan los recursos de una persona, se forma una compa��a por acciones: a donde no alcanza el dinero, llega el cr�dito, y la riqueza engendra la riqueza. Una producci�n tan perfecta derrama la abundancia de dos manera, porque facilita el trabajo a las clases menesterosas, y les ofrece g�neros y artefactos con desusada baratura.
La competencia entre los diversos fabricantes produce tantos bienes, como males causa el monopolio. Los adelantamientos en el arte industrial no se pueden ocultar por mucho tiempo a la perspicacia del inter�s privado que imita y perfecciona hasta descubrir el secreto de aquella fabricaci�n privilegiada, y cada paso es un triunfo del hombre sobre la naturaleza.
Verdad es que suceden crisis dolorosas � perturbaciones del equilibrio entre la oferta y la demanda, cuando hay un exceso relativo de producci�n, a que corresponde una falta � quiebra del consumo equivalente. Entonces las f�bricas se cierran, los obreros se despiden, los g�neros se venden con p�rdida para realizar fondos a toda costa, y sobrevienen las bancarrotas que ocasionan la ruina de muchas familias. Estas crisis pueden existir por culpa de los hombres � por alg�n caso fortuito, y son siempre accidentes pasajeros que turban la serenidad de los pueblos industriales. La falta de previsi�n y econom�a, una guerra civil � extranjera, leyes viciosas � providencias temerarias suelen causar profundas lesiones en el organismo social, y no deben achacarse semejantes desgracias a la existencia de las f�bricas. Tambi�n la agricultura padece sus crisis, cuando la cosecha viene escasa, y son tanto m�s graves, cuanto que la carest�a de los art�culos de primera necesidad aflige a ricos y pobres, � induce a encarecer la producci�n en general; �y diremos por eso que es la viciosa organizaci�n del cultivo quien las provoca y aumenta?
Op�nese a la concentraci�n de la industria fabril que fomenta la miseria y envenena esa llaga de los pueblos a que dan el nombre de pauperismo. Dif�cil parece explicar c�mo la abundancia de las cosas necesarias � �tiles a la vida sean causa de infortunio. Las naciones m�s pobres son precisamente aquellas que s�lo subsisten con los productos de la agricultura; y si su pobreza no se pone siempre de manifiesto a los ojos del mundo, es porque se esconde en ignoradas caba�as. Los obreros que frecuentan las f�bricas viven en ciudades populosas, sus barrios son conocidos y sus casas visitadas. Hubo observadores que notaron el contraste de lujo y miseria en las metr�polis de la industria, y no distinguieron lo accidental de lo necesario, ni lo pasajero de lo permanente, y menos se cuidaron de comparar la condici�n del obrero que habita dentro de murallas con la del que reside en el campo.
La falta de ense�anza, de previsi�n y econom�a, las malas costumbres, y sobre todo los h�bitos de flojedad y pereza, los impuestos arbitrarios, las leyes restrictivas, las discordias civiles y las guerras extranjeras con otros vicios de la sociedad y del gobierno, tienen la culpa de fomentar el pauperismo, que no el trabajo fecundo en bienes.
Como quiera, no seria la producci�n, sino la distribuci�n de la riqueza, la responsable de este grande y peligroso desnivel de fortunas all� donde exista. Toda producci�n abundante excita la actividad de los dem�s ramos de la industria. La actividad de una producci�n especial est� en raz�n de las salidas que encuentra, y las salidas no son en definitiva sino medios de cambio que cuanto m�s se multiplican, tanto m�s aumentan la riqueza y bienestar de los particulares y los pueblos, porque es una verdad elemental en la Econom�a pol�tica que los productos se truecan siempre por productos.
Para que florezca la industria fabril necesita respirar el aire de la libertad, condici�n esencial del incremento y perfecci�n del trabajo. La justa libertad de fabricaci�n no excluye, sin embargo, la intervenci�n del estado, cuando se limita a precaver por medio de buenos reglamentos de polic�a el fraude, la incuria, la imprudencia � la inhumanidad de los fabricantes, si el inter�s individual no se cuida de ello; pero importa mucho moderar el celo de la autoridad, no sea que soltando la rienda al sistema preventivo, la industria fabril padezca opresi�n y pierda su energ�a a fuerza de cautelas que pueden degenerar en trabas.
La m�xima que los particulares saben lo que les conviene mejor que el gobierno, es verdadera en la mayor parte de los negocios de la vida; y as� debemos reprobar y reprobamos la intervenci�n oficial en las operaciones ordinarias de la industria. Mas aceptada esta regla general de la abstenci�n de la autoridad como un medio de facilitar el curso sereno y tranquilo del trabajo, quedan todav�a muchas excepciones dignas de tomarse en cuenta.
Dicese que el consumidor es el mejor juez de la mercader�a; y aunque sin duda es as� en trat�ndose de las cosas comunes, por ejemplo, un mueble � un vestido, no se puede afirmar lo mismo de aquellas que no se reputan por buenas � malas sin un criterio elevado. Por ventura �es el enfermo el mejor juez de la medicina, � el m�dico que la administra? �Qu� dir�amos del facultativo de cabecera que preguntase al doliente: quiere V que le cure con la homeopat�a � la alopat�a? Restit�yame V la salud bien y pronto, que yo no comprendo esos sistemas, responder� el hombre atribulado.
Los padres sin instrucci�n no pueden dirigir la ense�anza y educaci�n de sus hijos con acierto; y como el gobierno m�s mediano posee un grado de ciencia superior a la del vulgo, conviene sustituir al inter�s particular el inter�s colectivo por medio del reglamento, que no es la libertad absoluta, ni tampoco el monopolio.
La codicia de un fabricante puede llegar al extremo de abusar de las fuerzas de los ni�os que concurren a sus obradores, oblig�ndolos indirectamente a trabajar catorce � quince horas al d�a; y repugna a la conciencia aplaudir el celo del gobierno cuando proh�be maltratar a los animales dom�sticos, y censurarle si media en obsequio de criaturas racionales pobres y desvalidas.
Enhorabuena se respete la libertad de los contratos y quede para siempre desterrada la tasa de los jornales y labores, y se permitan las ligas � hermandades de obreros con el fin de conseguir un aumento de salario, si dejan a salvo el derecho de cada uno de afiliarse � no afiliarse, trabajar � no trabajar; pero no se d� carta blanca para cometer fraudes � violencias, ni se otorgue plena confianza a un inter�s individual en cuyo favor milita una presunci�n leg�tima de sagacidad, diligencia y rectitud que no siempre se halla confirmada en la vida de la industria.