EL ORDEN ECONÓMICO NATURAL

EL ORDEN ECONÓMICO NATURAL

Silvio Gesell

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13. La reforma de la emisión fiduciaria

La oferta y la demanda determinan los precios, y la economía de un país requiere precios fijos para desenvolverse en forma próspera y para que se desarrolle lozano el gérmen de prosperidad inherente al dinero.

Nos hubiéramos hallado mucho más allá del capitalismo (1) si desde hace 3.000 años la humanidad no viniera sufriendo los golpes de las crisis económicas, retrotrayéndola siempre al punto inicial de su penosa marcha; si la miseria espantosa en que deja sumido al pueblo cada desastre económico no hubiera fomentado el espíritu mendicante, hoy propio de casi todos los hombres, pobres o ricos. Nuestros obreros no tolerarían el trato de que son objeto por parte de los empresarios y del Estado si la demanda por sus productos se hubiera mantenido tan estable en el mercado como la oferta; y nuestros latifundistas no habrían mendigado a los consumidores de pan, a las mujeres débiles y demacradas, un impuesto al mismo, exhibiendo, para provocar la compasión pública, como los mendigos sus llagas (su situación precaria) si el patrón oro, presionando sobre los precios, no los hubiera explotado y despojado.

El hambre y las deudas no son buenos consejeros. Imagínese los éxitos que se habrían alcanzado en el campo de la ciencia, la técnica y la religión, si la cultura tan promisora surgida en Roma, y fomentada con el oro aún manchado de sangre, robado y saqueado, no hubiera sido pasmada por el frío, destruída por los ventisqueros de un período económico glacial de 15 siglos de penuria monetaria.

Salomón creó maravillas porque consiguió en Ofir el material para la producción de dinero, posibilitando, así, un constante intercambio y la división de trabajo. Pero sus creaciones desaparecieron cuando cesó la afluencia de oro.

Toda tentativa cultural de la humanidad ha sido siempre automática y necesariamente ahogada por la caída de los precios, pues progreso significa división creciente de trabajo y ésta es sinónimo de oferta, y la oferta no puede conducir al canje si los precios se derrumban por escasez de demanda (dinero).

Dinero y cultura se desarrollan y desaparecen juntos. De ahí que "la teoría mercantilista" no andaba muy errada al contemplar en el oro, un símbolo de riqueza y cultura, propiciando, por consiguiente, también una política tendiente al aumento incesante de las tenencias del áureo metal por medio de aranceles proteccionistas. Pero tan sano pensamiento tuvo una tonta expresión. Se había comprobado que con la afluencia de oro los oficios, las artes y las ciencias florecían; mas los mercantilistas confundieron dinero y oro. Creían que el oro producía el milagro gracias a su "valor intrínseco", no existía para ellos dinero, sino oro. Dinero y oro eran para ellos la misma cosa. No sabían que el dinero, no el oro promueve el intercambio, y que la riqueza surge de la división del trabajo, que el dinero, no el oro, posibilita. Ellos buscaban los efectos de la división del trabajo en las propiedades del oro, en lugar de las del dinero.

Quien haya aprendido a distinguir y diferenciar el dinero del oro convenciéndose también de la importancia de los precios estables, abjurando además de la superstición del valor, llega natural y fácilmente a esta conclusión: hay que emitir simplemente papelmoneda y proporcionarlo a la gente en cuanto se note que la oferta supera a la demanda y que los precios empiezan a decaer; y viceversa retirar papel-moneda e incinerarlo tan pronto como se observe que la demanda sobrepasa a la oferta y que los precios suben. No se trata más que de cantidades, y la prensa litográfica en un caso, y el horno incinerador en el otro permitirán ajustar a voluntad y exactamente la demanda (dinero) a la oferta (mercancías), de manera tal que los precios tendrán que permanecer fijos.

Esto sostiene Miguel Flürscheim (2) quien defiende su idea celosamente, y me cuenta entre los primeros que la formularon y divulgaron. Empero, me veo en la obligación de declinar ese honor, dado que he negado desde el principio (3) que el papel-moneda, en la forma actual, (es decir, sin obligación material e inmediata de circular) pueda, por simples variaciones en su cantidad, ajustarse a la oferta, tal cual lo exigen las necesidades de un normal intercambio de bienes nacional o internacional.

Lo discuto y he de comprobar claramente aquí que mientras el Estado no domine junto con la masa de dinero emitido la circulación del mismo, todas las contradicciones del medio circulante reveladas aquí permanecen en pie.

Mientras el dinero, considerado como mercancía, tenga preferencia sobre ésta, en tanto se hable de prerrogativas monetarias, en tanto los que ahorran prefieran el dinero a las mercancías (sus propios productos), y mientras los especuladores puedan impunemente, en provecho de sus manipulaciones, abusar del dinero, éste no facilitará el intercambio de los productos sin un tributo especial pagado de la ganancia comercial. El dinero debe ser "la llave" y no "el cerrojo" del mercado, una vía y no una barrera; debe facilitar, abaratar el intercambio, y no obstaculizarlo ni gravarlo. Porque es evidente que el dinero no puede ser simultáneamente medio de cambio y medio de ahorro, látigo y freno.

De ahí que además del dominio por parte del Estado sobre la masa circulante, tan sólo posible mediante el patrón papel estricto, exijo también una separación completa y efectiva entre los medios de cambio y los de ahorro. A disposición de los que ahorran están todos los bienes del mundo. ¿Por qué, entonces, han de invertir sus ahorros precisamente en dinero? El dinero no ha sido creado para que se le ahorre!

La oferta está supeditada a una fuerza material, inmediata, inherente a las mercancias; por eso pido una coerción análoga para la demanda, para que, cuando se trata del precio, la oferta no se vea en desventaja frente a la demanda (4).

La oferta se sobrepone por la obligación referida a la voluntad del poseedor de mercancías, y se convierte en una cosa simple y mensurable; de ahí que también la demanda deba ser substraída a la voluntad del poseedor de dinero, para transformarse en algo susceptible de peso y medida. El que conoce la magnitud de la producción sabrá también la magnitud de la oferta; igualmente el que conoce la existencia de dinero tendrá que conocer también la intensidad de la demanda.

Todo esto se consigue en la forma más sencilla mediante una obligación material e inherente al dinero de circular como medio de cambio, y unicamente en esta forma (ver el segundo tomo).

La obligación material de circular libera al medio circulante de todos los obstáculos que se le oponen, de la manía de ganancias excesivas, de la especulación, del temor y de las amenazantes perturbaciones económicas de todo género, y pone la masa total del dinero emitido en una ininterrumpida, constante circulación imperturbable, que origina una demanda igualmente contínua y regular.

A causa de la regularidad con que se manifiesta ahora la demanda cesan los estancamientos en las ventas, los stocks abultados, y como consecuencia inmediata sobreviene una oferta también regular, sólo determinada por la producción de mercancías, al igual que se regulariza el lecho de un río cuando su vertiente se distribuye parejamente.

Entonces se requieren sólo muy leves variaciones en la cantidad de dinero para poder ajustar bien la demanda a las fluctuaciones naturales de la producción de mercancías.

Pero si no se quiere aplicar al dinero esa obligación de circular, volveremos pronto a la confusión actual. La demanda escapa al poder del Estado, y el único factor fijo en este caos, la condición de que el dinero, para poder circular, exija un tributo por sus servicios, conduciría a que el dinero sea retirado privadamente del mercado tan pronto se note la escasez y, viceversa, retorne a la circulación cuando ya es excesiva su oferta.

Para verificar la veracidad de lo que aquí se ha dicho, me propongo someter la proposición de Flürscheim a un análisis minucioso (4). Esto se hace tanto más necesario, cuanto que en razón de los éxitos logrados con la reforma de emisión sobre la base del patrón fijo (oro a la par) en la Argentina (5), Brasil, India y otros países, llamó la atención el papel-moneda, despertando la fe en la posibilidad de un mayor perfeccionamiento de este medio de cambio. Los partidarios del patrón papel no podrían, empero, causar mayor daño a su causa que introducir o sancionar reformas que no excluyan toda eventualidad de fracaso. Cada error refuerza aun más la posición de los defensores del patrón oro, disminuyendo por decenios las posibilidades del patrón papel.

La simple reforma de la emisión fiduciaria, tachada aquí de insuficiente, tiene por objeto autorizar al Estado a emitir o retirar dinero respectivamente, en cantidades limitadas por en nivel de precios de mercancías. La demanda de dinero sólo debería medirla el Estado por el índice general de los precios. El Estado aumenta el medio circulante cuando los precios bajan, y lo reduce cuando ellos suben.

El dinero no debe ser reintegrable por una mercancía determinada, ni siquiera por oro; su propietario ha de atenerse al mercado. En lo demás, el dinero no se diferenciará del papel-moneda común. Nominalmente podrá hacerse uso o abuso de él, aun como medio de ahorro, o como reserva para los especuladores. La demanda conservará, pues, todos los privilegios que posee hoy sobre la oferta. La demanda debe seguir siendo lo que es actualmente, una acción volitiva del poseedor de dinero; ha de subsistir como instrumento dócil de los magnates del dinero.

Empero, la finalidad perseguida en la cuestión ha de ser la de eliminar los periódicos excesos de producción (superproducción crónica) y la desocupación, impidiendo las crisis económicas y reprimir el interés del capital.

El comportamiento de los ahorradores será decisivo para el juicio sobre esta reforma, y recordamos aquí en primer lugar lo que hemos dicho sobre el ahorro. El ahorrador produce más mercancías de las que compra para sí; el excedente es adquirido por empresarios con el dinero de las cajas de ahorro y se transforma en nuevos capitales reales. Pero los que ahorran no ceden el dinero sin interés, y los empresarios no están en condiciones de pagar intereses si lo que producen no devenga por lo menos el mismo que los primeros exigen. Pero si durante algún tiempo se registra un incremento en la construcción de casas, talleres, buques, etc., naturalmente desciende el rendimiento de esos bienes. Entonces no pueden pagar ya los empresarios el interés exigido por los ahorradores. El dinero permanece en las cajas de ahorro, y como precisamente con ese dinero se adquirían los excedentes de mercancías de los ahorradores éstas no tienen salida y bajan los precios. Estalla la crisis.

Aquí es donde quieren intervenir los reformistas de la emisión fiduciaria. Ellos dicen: ¿Por qué estalló la crisis? Porque bajaron los precios, y éstos bajaron porque hubo escasez de dinero, es decir, el dinero disponible no fué ofrecido a causa de la escasa rentabilidad de los bienes. Pues bien, dejemos a los ahorradores y a las Cajas de Ahorro en posesión de su dinero. Que lo entierren si quieren, y reemplacémoslo con dinero nuevo. El Estado lo emite y lo entrega a los empresarios cuando los ahorradores y los capitalistas retienen el suyo. Si baja el rendimiento de los capitales reales, el Estado también procede a la reducción del interés. Si los empresarios obtienen sólo el 3, 2, 1% sobre las casas, fábricas, buques, etc., vamos a suministrarles el dinero al 3, 2, 1%; y si es necesario sin interés alguno.

Sí, esto suena bien. El remedio es sencillo y puede considerarse razonable. Pero, sólo suena bien a los oídos profanos. Un oído experimentado percibe notas falsas.

Pero, acaso no se ha hecho el dinero para promover el intercambio? ¿Y no obstante ello se permite a los que ahorran, a los capitalistas y a los especuladores, aplicarlo a fines ajenos a su función específica? El dinero ha sido creado para facilitar al productor el intercambio de sus propios productos por los de los otros productores. Es, pues, un medio de cambio, y nada más. El dinero facilita el canje, y la operación ha terminado cuando ambos productores cambiaron mutuamente sus productos. Mientras un productor sólo ha vendido sus cosas por dinero, el canje no ha concluído, porque queda un hombre en el mercado aguardando la última fase de la negociación.

La idea fundamental del dinero exige así, para que se concluya el proceso de intercambio, que a la venta de mercancía contra dinero siga de inmediato la compra de mercancía por dinero. Quien tarda en comprar deja inconcluso el proceso de canje; obstaculiza necesariamente la colocación a otro productor y abusa del dinero. Sin compra no hay venta; luego, para que el dinero cumpla su misión, la compra ha de seguir a la venta, paso a paso.

Se sostiene ahora que el hombre que vendió sus productos a cambio de dinero y que no lo invirtió ulteriormente en la adquisición de mercancías estaría dispuesto a prestar ese dinero, si se le reconociera algún interés por él. Pero esta condición no puede considerarse justificada. El hombre debe de prestar su dinero incondicionalmente; de lo contrario ha de obligarsele a comprar mercancías o a rescatar de nuevo sus propios productos. Nadie tiene derecho de imponer condiciones a la circulación monetaria, cualquiera sea su naturaleza. El que posee dinero tiene un derecho a la compra inmediata, pero nada más. Un derecho al interés es incompatible con el concepto del dinero, puesto que tal derecho equivaldría a un impuesto privado al intercambio de mercancías, con ayuda de una institución pública. El derecho al interés vendría a ser un derecho a interrumpir el intercambio mediante la retención del dinero, para colocar así a los poseedores de mercancías, que lo aguardan, en situación de apremio, y aprovechar ésta para la extorsión de intereses. Las condiciones bajo las cuales el dinero ha de prestarse son de incumbencia exclusiva de los que ahorran y nada tiene que ver el Estado en el asunto. Para él es tan solo un medio de cambio. El Estado dice al que ahorra: "Tú has vendido más mercancías de lo que compraste y posees un sobrante de dinero; éste debe volver irremediablemente al mercado y ser canjeado por mercancías. El dinero no es un sillón de reposo, sino un depósito de transición. Si tu no tienes necesidad inmediata de mercancías, adquiere letras, pagarés, cédulas, etc. de personas que tienen menester actualmente de mercancías pero carecen de dinero. Las condiciones en que puedes adquirir las letras es asunto de tu exclusiva incumbencia; sólo tienes la obligación indicional de llevar de inmediato el dinero al mercado. Si no lo haces, serás obligado a ello por medio de multas, ya que por tu demora se perjudican tus conciudadanos.

El Estado construye caminos para el transporte de mercancías y emite dinero para el intercambio de ellas. Y así como el Estado prohibe obstaculizar el tráfico de un camino con lentas y pesadas carretas tiradas por bueyes, así también debe exigir que nadie interrumpa, ni demore el intercambio con la retención del dinero. Será castigado quien, a pesar de todo, cometa semejante desconsideración.

Pero los partidarios de la reforma fiduciaria pretenden hallarse por encima de estos principios tan lógicos de un sistema monetario sano y eficiente. Con una ingenuidad infantil confían ellos lograr igualmente sus propósitos mediante la reforma aludida, ¡Qué vanidad!

Los que ahorran producen, pues, más de lo que consumen, y el dinero realizado por la diferencia no lo ceden sin percibir intereses por él. La crisis que originan directamente tales procederes de los ahorradores, ha de conjurarse, ahora, con la intervención del Estado que proporcionaría los empresarios dinero nuevo, acabado de imprimir, a un interés inferior.

De este modo el excedente de producción de los que ahorran no se adquiere con dinero de ellos, sino con dinero nuevo. Por el momento esto no significa mucho; y con la ayuda del nuevo dinero continúa normalmente la construcción de casas, fábricas, buques, etc. Cierto es que los empresarios perciben ahora de estos bienes un interés cada vez menor, dado que se construye sin descanso; la oferta de viviendas crece sin cesar, pero paralelamente baja también el interés que se ha de pagar al Banco de Emisión. Para ellos, como empresarios, es así indiferente el nivel del rendimiento de las casas, pues de todos modos habrán de transferirlo a sus acreedores. El trabajo continúa sin trastornos y sin descanso, y por ello, también se ahorra sin interrupción. Muchos ahorradores encuentran ventajoso prestar su dinero aunque sea a interés rebajado, pero otros, especialmente los más modestos cuyo beneficio ya es reducido, ante la ajba del interés de 5 a 4, 3% prefieren guardar el dinero a la antígua, en sus casas, renunciando así a toda clase de interés. Estas sumas alcanzan en total a muchos centenares de millones, que el Estado reemplazará con nuevas emisiones Y así se evita la crisis, se sigue trabajando en la construcción de casas, fábricas, buques, etc., cuyo interés desciende contínua y, como es de suponer, rápidamente. Pero con cada descenso del interés crecen los obstáculos que impiden a quien ahorra llevar su dinero al Banco. Pronto se unen a ellos también los fuertes ahorradores que renuncian a llevar el dinero a las cajas, especialmente ahí donde gravita el camino hacia ellas y donde no se sabe a ciencia cierta si habrá tal vez, en breve, necesidad del dinero.

Habrá, asimismo, muchos que consideren más seguro tenerlo en sus manos que encomendarlo a las ajenas, a una administración extraña. Todas estas trabas vencidas hasta entonces por el alto interés dominan ahora el terreno. Y un torrente de dinero, de papel-moneda inunda desde la Casa de Moneda todos los mercados, para desembocar en millones de alcancías, y las prensas litográficas reponen, sin cesar, lo que se substrae al mercado. Una corriente poderosa de papel-moneda, de demanda, diariamente efectible, se encarrila así en una vía muerta.

Y cuanto más baja el interés, tanto más fuerza toma esa corriente; finalmente y aún antes de que el mercado esté saturado de capitales reales, cuando el interés llegue al 1%, ya nadie llevará más sus ahorros a la Caja; todos preferirán guardarlos en casa. Entonces el total de los ahorros del pueblo va a parar en la alcancía. Son muchos miles de millones, enormes sumas que aun crecerán más todos los años, porque el retroceso del interés aliviará considerablemente a los que ahorran, y porque con la eliminación de las crisis el pueblo no tiene necesidad de consumir hoy, por falta de trabajo, los ahorros hechos ayer. Bajando el interés a 1%, los ingresos de la población laboriosa se duplican, y con ingresos duplicados se decuplan los ahorros, ya que la última parte de las entradas se ahorra y esta parte crece por el monto íntegro del excedente sobre las entradas anteriores.

¡Y que el Estado reponga todo este dinero anualmente! ¡Todo un pueblo que invierte sus ahorros en dinero, en algo que debe ser la demanda, diariamente realizable, en papeluchos que solo valen algo porque el intercambio de mercancías necesita una pequeña fracción de él! Esto es ya de por sí una situación muy sospechosa.

Ya las deudas territoriales (hipotecas) importan millones de millones. Si no se paga interés, se pide su cancelación, el dinero se retira, se esconde, debiendo el Estado reemplazarlo mediante nuevas emisiones. En letras circulan en Alemania continuamente alrededor de 30 mil millones, que sirven al mismo tiempo de medio de cambio. Si se suprime el interés, nadie más descontará una letra. Estas pierden su valor comercial y el Estado ha de emitir dinero por su importe. Muchos miles de millones serían necesarios. Aunque se imprimiera con 100 prensas durante todo el año billetes de 1.000 marcos, apenas podrían cubrirse esas necesidades. ¡Centenares de miles de millones de demanda diariamente vencible!

¿Qué resultaría si esta demanda, por cualquier motivo, tornase a la vida y apareciera en el mercado? ¿Dónde habría la oferta correspondiente de mercancías? La escasez de la oferta ocasiona la suba de precios; pero esta suba implica diferencias, y con las perspectivas de ganancias se allega el dinero al mercado. Si suben los precios, seducen las diferencias, se rompen las alcancías y una masa de dinero por miles de millones se derrama sobre el mercado. "Sálvese quien pueda" se oye, y son las mercancías la única tabla de salvación en este naufragio. Quien compró mercancías se salva. De ahí que todos compren. La demanda crece en cifras fabulosas y como lógicamente escasea la oferta, los precios acusan un repunte extraordinario.

Tal suba destruye los ahorros, y con el papel-moneda se empapelan de nuevo los establos, como ha sucedido con los "asignados" durante la Revolución Francesa.

Cierto que Flürscheim rechaza tal eventualidad. El dice: "Los que ahorran, los portadores de la demanda por millones, jamás podrán suponer un alza de precios, puesto que el Estado retiraría de inmediato el excedente de dinero registrado en los precios de las mercancías".

Pero aquí tropezamos con otra contradicción de esta "Reforma Fiduciaria". La primera contradicción radica en que el Estado tolere en general el uso o abuso del dinero como medio de ahorro, lo que hace posible e indispensable la emisión de más dinero que el necesario para los fines del intercambio.

La segunda contradicción consiste en que el mismo Estado al proporcionar el dinero a los empresarios no lo utilizó como medio de cambio, es decir no lo entregó a cambio de mercancías, sino de letras, cédulas u otros documentos, no obstante ser el dinero un medio de cambio, sólo canjeable por mercancía. Si el Estado hubiera entregado el dinero contra mercancías, es decir, cambiado conforme a los objetivos del dinero (y siempre que aquellas no se hubieran entretanto deteriorado y descompuesto) no habría por qué temer la rotura del dique de los capitales ahorrados. Pero ahora sólo posee títulos, reconocimientos de deudas, cédulas y pagarés de los empresarios que no aportan intereses; y con semejantes cosas no es posible retirar dinero en efectivo.

El Estado mismo, pues, había desconocido el carácter del dinero al adelantar a los empresarios lo que les negaron quienes poseían ahorros. Había abusado de su poder, y el dinero castiga severa e inexorablemente toda transgresión por parte del Estado.

Y aquí aparece la tercera contradicción que tal reforma fiduciaria entraña; la que consiste en exigir al dinero destinado al ahorro otras funciones que al empleado en fines comerciales. Como consumidor abona 100 marcos, quien ahorra, por una determinada cantidad de mercancías, mientras como ahorrador no paga tal precio. Entonces prefiere los cien marcos. Así que los 100 marcos, como medio de ahorro, importan más que la mercancía que se puede adquirir por aquella suma. Jamás, pues, se podrá rescatar dinero de ahorro con mercancías.

Sin embargo, el Estado consideró en este caso como iguales el dinero de cambio y el de ahorro. Reemplazó el dinero retirado del mercado por los ahorradores adquiriendo letras, cédulas, etc.; ahora, cuando se ve obligado a canjear estos papeles por dinero de ahorro, descubre la imposibilidad de hacerlo.

Este estado de cosas salta aun más a la vista si suponemos que circulan simultáneamente dos diferentes clases de dinero, por ejemplo, el oro y el té. Para todos los que recurran al oro como medio de cambio es indistinto que se les pague con uno u otro, ya que volverán a gastarlo. Pero para quienes ahorran no es lo mismo cobrarse en oro que en té, puesto que el primero se conserva indefinidamente, no así el segundo. Los ahorradores jamás entregarían 10 marcos de oro por 10 marcos de té; para ellos que pueden aguardar el oro y el té no son equivalentes bajo ninguna relación de cambio; son simplemente valores incomparables.

Y ahora el Estado debe apresurarse; no hay que llegar a una coyuntura ascendente, porque con ella aparecen de inmediato en el escenario los especuladores, y una vez que se embolsen las primeras ganancias del alza de precios, ya no habrá frenos; toda intervención oficial llegará tarde. Imagínese la situación en que se encuentra el Estado: se necesitan 10 mil millones para el intercambio normal; pero ya se han emitido 100 mil millones que fueron absorbidos por el ahorro. Si de este excedente de 90 mil millones una parte pequeña regresa al mercado, suben los precios, y apenas se evidencia el alza, el saldo de aquella suma no tardará en seguir el camino. Esto ocurre así: los comerciantes que presienten un alza tratan de cubrirse, es decir, compran sobre sus necesidades inmediatas. El dinero requerido lo consiguen ofreciendo un interés a los que lo tienen ahorrado. El interés será cubierto con el beneficio extraordinario que aportaría el alza de precios. La suba se produce ahora efectivamente como efecto inmediato de aquellos capitales de ahorro y da lugar a nuevos empréstitos y especulaciones. Y así sucesivamente, hasta que todo el dinero de las alcancías sea absorbido por el movimiento alcista.

La más leve sospecha de que el Estado pudiera protejer los precios contra una tendencia alcista basta para lanzar instantáneamente al mercado, ante las vidrieras de los comerciantes, los míles de millones ahorrados, del mismo modo que el más imperceptible rumor acerca de la solvencia de un banco provoca una corrida de depositantes a las ventanillas del mismo. Acudirían en aeroplanos, en automóviles, en tren. Tal es, precisamente, la consecuencia necesaria de un nuevo orden en la estructura monetaria, cuando permite abusar del medio de cambio como medio de ahorro.

Mientras el papel-moneda se emplee como corresponda, es decir, como medio de cambio, todo está en orden. Pero si se desliga el papel-moneda de sus finalidades no queda entonces más que papel para dinero; un papelucho que puede servir para encender la pipa.

La contradicción que entraña la unión material del medio de cambio con el medio de ahorro se nos revela con mayor claridad aun si suponemos que, como en los tiempos de José, a los siete años de bonanza seguirán otros siete de miseria. Por cierto que en los años de abundancia el pueblo habría podido ahorrar mucho, acumular montañas de papel-moneda, para después en los años malos siguientes, al querer disfrutar del dinero, encontrarse con que a tanta demanda no responde oferta alguna.

La reforma que nos ocupa podrá entonces tener eficacia mientras el interés que perciben los mismos empresarios y que, por consiguiente, pueden pagar a las Cajas de Ahorro y a los capitalistas, sea lo suficientemente elevado como para inducir a los que ahorran a seguir poniendo en circulación su dinero. ¿Pero no afirma precisamente Flürscheim que el interés descenderá a cero en un futuro próximo, una vez que inicie su "resbalada" y se conjuren las crisis?

La reforma fiduciaria así concebida contaría, pues, con una vida efímera y, además, entrañaría el germen del embuste más grande que haya conocido la humanidad, cuya consecuencia sería que el pueblo pidiese el retorno al seno del oro, único santo, como ha sido siempre el caso hasta ahora.

Me parece ser más oportuno entonces iniciar desde ya un estudio fundamental y vincular la reforma de emisión aquí tratada con una reforma monetaria que suprima la unión corporal del medio de cambio con el medio de ahorro, que elimine todas las reservas privadas de dinero, que rompa todas las alcancías y arcas, y cuya consecuencia sería tener en cualquier momento, en la guerra y en la paz, en años buenos y malos exactamente tanto dinero en circulación como sea capaz de recibir el mercado sin fluctuaciones de precios.

Con la libre-moneda se corta radical y despiadadamente la unión tradicional de medio de cambio y medio de ahorro, de acuerdo con los resultados de nuestra investigación. El dinero se convierte en medio de cambio puro, en demanda materializada, químicamente pura, libre de la arbitrariedad de su poseedor.

 

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(1) Capitalismo: estado económico en el cual la demanda por dinero prestado y bienes reales (capital real) excede la oferta y por ende requiere el interés.

(2) Michael Flürscheim, The Economic and Social Problem, Jefferson Publishing Company, Xenia, Clay County, Illinois U. S. A.

(3) Silvio Gesell, Nervus Rerum, p. 34-37. Buenos Aires año 1891.

(4) Quien no está todavía libre de la fe equívoca del valor no comprenderá la importancia de esta exigencia justa.

(5) Véase también: Arthur J. Fonda (Denver, Colorado), Honest Money. - Profesor Frank Parsons, Rational Money. - Profesor Marshall (Cambridge) Contemporary Review, 1887.

(6) Silvio Gesell: La cuestión monetaria Argentina. Buenos Aires (1898). Silvio Gesell: La Plétora Monetaria. Buenos Aires 1909.