Consideremos más detenidamente la libremoneda. ¿Qué puede su poseedor o tenedor emprender con ella? El 1º. de enero vale la libremoneda en el mercado, en el comercio, cajas fiscales y ante los tribunales 100 pesos, y el 31 de diciembre tan sólo 95 pesos, es decir, si el tenedor quisiera utilizar el billete al fin del año para el pago de 100 pesos en letras, en cuentas o impuestos, tendría que agregar al billete 5 pesos en estampillas.
¿Qué ha sucedido? Lo mismo que con las mercancías. Lo mismo que acontece con un huevo que se distancia continua y rápidamente del concepto económico „huevo“ y que después de haberse podrido no puede en general compararse más con él, así se distancia continuamente el Peso de lo que por tal se entiende en el sistema monetario. El Peso como unidad monetaria es lo inalterable, lo persistente, la base de todos los cálculos; el Peso como dinero tiene de común con el otro sólo el punto de partida. No ocurrió, pues, otra cosa que lo que ocurre con todos los objetos que nos rodean. La especie, el concepto es inalterable; el individuo, su representante, es mortal y se acerca cada vez más a su fin, y sólo ha ocurrido que hemos desligado el objeto de cambio del sistema monetario, la unidad de la especie, y subordinado el dinero a la ley general de nacer y fenecer.
El tenedor de este dinero temporal se cuidará, pues, de no retenerlo, al igual como el vendedor de huevos trata de no retenerlos por más tiempo que lo indispensable. Tratará forzosamente de cederlo a otros, por la pérdida que implica su posesión.
Pero, ¿cómo puede hacerlo? Por la venta de sus productos obtuvo ese dinero. Ha tenido que aceptarlo, aunque conocía el perjuicio que implicaba su posesión; sabía que ella estaba vinculada con pérdidas. No obstante, vendió sus productos a cambio de ese dinero realmente „pernicioso“. Sus productos estaban destinados de antemano al mercado. Debió canjearlos, y dado el estado de cosas este cambio sólo podía realizarlo el dinero, y el único dinero que ahora produce el Estado. De ahí que se vea obligado a aceptar la libremoneda a cambio de sus productos, si es que quiere venderlos para conseguir el objetivo de su trabajo. Podría haber esperado, quizás, con la venta, hasta necesitar indispensablemente otros productos, pero en ese intervalo su propia mercancía se hubiera empeorado y desvalorizado; hubiera perdido, por la baja en calidad y cantidad, por el cuidado y el almacenaje, tanto o quizás mucho más de lo que pierde ahora por la posesión de dinero. Se vió en el caso forzoso de aceptar la nueva moneda, y esta presión brotó del carácter de sus propios productos. Ahora está en posesión del dinero que continuamente pierde de valor de circulación. ¿Encontrará, acaso, para ese dinero un comprador conforme en que la pérdida ligada con su posesión le sea transferida? Sólo estaría dispuesto en aceptar ese nuevo „mal“ dinero aquel que como él mismo se encontrara en una situación forzada, que como él ha producido mercancías y que ahora, por la pérdída diaria en calidad y cantidad, quiere realizarlas lo más pronto posible.
De modo que podemos señalar aquí, desde ya, un hecho digno de observación: el comprador tiene el mismo gran empeño, resultante directamente de la posesión del dinero, de cederlo al poseedor de las mercancias como el vendedor tiene necesidad imperiosa de ceder los productos al comprador. El beneficio de la realización inmediata del cambio es igualmente grande para ambos, lo que conduce, naturalmente, a que en la negociación del precio el comprador no pueda ya invocar más su invulnerabilidad (oro) y amenazar con la ruptura de las negociaciones en el caso de no someterse el vendedor a sus condiciones. El comprador y el vendedor están ahora igualmente mal armados; ambos apresurados en realizar el negocio, participan por igual y directamente de él. ¿Hemos, acaso, de añadir todavía que por esto las condiciones del intercambio serán también equitativas y que el comercio se desarrollará con mayor rapidez?
Pero supongamos ahora que el billete monetario a que nos referimos anteriormente hubiera pasado a manos de un comerciante, de un banquero o de un individuo que ahorra. ¿Qué emprenderán estos con él? También en su poder mermará el dinero constantemente. Obtuvieron libremoneda por canje de las monedas anteriores de oro. No fueron obligados a ello por la ley; hubieran podido guardar el oro. Pero como el Estado anunció que, pasado un plazo determinado, dejaría de canjear, ¿qué hubieran hecho ellos después con el oro? Podrían haber mandado hacer cadenas y pulseras, ¿pero a quién vender semejantes cantidades? y, ¿a qué precio? Además, ¿con qué les hubiesen pagado esas joyas? ¡Con libremoneda!
De ahí que les parecería conveniente aprovechar el plazo de canje, y ahora ya consideran la nueva moneda de su propiedad. La inutilidad del oro desmonetizado los obligó a consentir en el canje por libremoneda, y la pérdida ligada a la posesión de esta los fuerza a desprenderse de ella para transferirla a otros lo antes posible.
Y si en su calidad de ahorradores y capitalistas no necesitan mercaderías personalmente, entonces buscan tomadores para su dinero, entre quienes, queriendo comprar mercaderías, no pueden pagarlas antes de cierto tiempo. Lo ofrecen, pues, como préstamo, tal cual lo hacían también antes con el oro. Pero ahora, con una diferencia. Antes podían ellos prestar el dinero cuando las condiciones les convenían; ahora deben hacerlo aunque las condiciones les sean o no convenientes. Están ahora bajo una presión. Así como se vieron obligados por la naturaleza de su haber (mercancía) a aceptar la libremoneda, así también se ven hoy, por la naturaleza de su dinero, obligados a cederlo de nuevo. Sí el interés que se les ofrece no les satisface, entonces, que compren otra vez oro, que compren vino del cual se afirma que con el tiempo mejora de calidad y de precio, que compren mercaderías, acciones, títulos públicos, que como empresarios construyan casas o emprendan negocios; que hagan todo lo que puede hacerse con el dinero, menos una cosa: imponer condiciones a la circulación monetaria.
El dinero tiene que circular incondicionalmente. A él no le importa si el interés ofrecido por el deudor conviene o si el rendimiento de la casa a construirse promete ser satisfactorio o si la cotización de las acciones será favorable. No pregunta si el precio del vino y de las piedras preciosas que quieren guardarse en depósito hayan subido demasiado, por el gran número de compradores que tuvieron la misma luminosa idea, o si el precio de venta del vino mejorado en el depósito recompensará a los gastos de almacenaje, custodia, etc. El dinero circula y eso de inmediato, sin demora, hoy y no mañana. Cuanto más se reflexione, tanto más ha de ser la pérdida. Suponiendo, empero, que encuentren a alguien a quien puedan prestar el dinero, éste ha de tener una sola intención: invertir por su parte inmediatamente el dinero en mercancías, en empresas, etc., pues nadie pedirá dinero para guardarlo en la caja donde su valor disminuye constantemente. Haciéndolo circular tratará de transferir a otros la pérdida relacionada con la posesión de dinero.
De cualquier modo que se „empleara“ el dinero, éste originará pues siempre una demanda. Directamente como comprador o indirectamente como prestamista, el poseedor de dinero tendrá que efectuar demanda de mercancías, en relación exacta con la cantidad de moneda que posee.
De ahí resulta que la demanda en general ya no será más una acción volitiva del tenedor de dinero; que en la determinación del precio por la oferta y la demanda habrá de quedar sin influencia el afán de ganar y que la demanda ha de ser indepediente de las perspectivas comerciales, de la esperanza de un alza o baja de precios, así como de los acontecimientos en la vida política, de las perspectivas de la cosecha, de la habilidad de los dirigentes de Estado, del temor a las alteraciones económicas.
La demanda se convierte, al igual que la oferta de trigo, papas, ladrillos, petróleo, etc., en una cosa mensurable, sin vida ni voluntad. El dinero, por una fuerza natural inherente, propenderá siempre a los límites máximos actualmente posibles de rapidez circulatoria, y tratará aún de superarla bajo todas las condiciones imaginables. Así como la luna, tranquila e indiferente hacia todo lo que pasa en la tierra, describe su órbita, así también la libremoneda realizará su camino a través de los mercados, liberada de la voluntad de sus poseedores.
La demanda será, entonces, en todas las circunstancias posibles, en días claros o nublados, estrictamente igual:
1) A la cantidad de moneda puesta en circulación, fiscalizada por el Estado.
2) A la rapidez máxima de circulación que para esta cantidad de moneda admiten las instituciones comerciales pertinentes.
¿Qué significa esto para la economía nacional? Que dominamos las fluctuaciones del mercado, que la Administración Monetaria, mediante la emisión o retiro de la moneda respectivamente, puede ajustar la demanda a las necesidades del mercado, que ni los tenedores de dinero, ni los tímidos burgueses, ni los especuladores, ni tampoco el ambiente bursátil, ni el capricho pueden ya originar demanda, sino que es la Administración Monetaria la que ha de fijar la magnitud de la misma. La Administración Monetaria produce ahora la demanda del mismo modo que el Estado fabrica timbres postales o que los obreros constituyen la oferta.
Si bajan los precios, la Administración hace dinero y lo lanza a la circulación. Y este dinero constituye demanda, demanda en forma de materia. Y si suben los precios, la Administración quema el dinero, y lo que quema es demanda.
De este modo, la Administración Monetaria domina la situación del mercado, y esto significa nada menos que haber vencido las crisis económicas y la desocupación. Sin nuestra voluntad no pueden subir ni bajar los precios. Toda alza o retroceso de precios se reduce así a una expresión volitiva de la Administración Monetaria, por la cual es responsable.
La demanda, como acción arbitraria del tenedor del dinero, debía forzosamente producir oscilaciones de precios, paralizaciones de ventas, desocupación y maniobras dolosas. Con la libremoneda se confía aquella voluntad a las manos de la Administración Monetaria, la que ahora, respondiendo al objetivo del dinero, emplea su poder para suprimir las fluctuaciones.
El que observa la nueva moneda se dirá que ha de abandonar la costumbre milenaria de poder acumular reservas monetarias, puesto que el dinero en la caja le reporta siempre pérdidas. La nueva moneda disuelve, pues, automáticamente todo atesoramiento de dinero, tanto por parte del burgués previsor como del comerciante o del especulador, listo siempre para pescar en mar revuelto.
Este cambio para la economía nacional significa que ahora habrá siempre exactamente tantos medios de cambio en poder del público cuanto requiera de inmediato el comercio, y ello en tal medida que los precios ya no podrán experimentar bruscas oscilaciones por fluctuaciones de la masa monetaria en circulación. Significa que nadie puede ya inmiscuirse en la dirección de la moneda, a cargo de la Administración Monetaria. Significa que ya no podrá afluir dinero al mercado, proveniente de fuentes privadas, si la Administración juzgara necesario restringir la circulación monetaria; ni que el dinero pueda refluir a las reservas privadas, si por el contrario la Administración desea proveer al mercado monetario con mayores recursos. Significa por ello también que la Administración necesita emitir o retirar sólo pequeñas cantidades de dinero para llegar al objetivo de sus medidas económicas.
Pero también significa que no es necesario acumular reservas monetarias, puesto que la regularidad con que el dinero circula ahora hace innecesarias tales existencias. Si la reserva fuera una cisterna, es decir, un simple depósito, entonces la regularidad de la circulación monetaria se habría convertido en una fuente de dinero que brota eternamente.
Con la libremoneda la demanda no se separa más del dinero, ni es considerada más como expresión volitiva de sus poseedores. La libremoneda no es un medio para la demanda, sino que es de por sí la demanda misma, su encarnación, que va al encuentro de la oferta que por su parte nunca fué ni es algo distinto. Ambiente bursátil, especulación, crisis, días fatales, todo esto no influirá en lo sucesivo para nada en la demanda. La cantidad de moneda emitida, reforzada por la máxima velocidad de circulación que admiten las instituciones comerciales existentes, - he aquí, bajo todas las circunstancias, el límite y la medida máxima de la demanda que coincide con su medida mínima.