¿Hay clases que, por la situación de fortuna o de nobleza en que les ha colocado su nacimiento, se hallan investidas de una especie de derecho de autoridad y de dirección sobre las clases obreras? ¿Es privilegio exclusivo de esas clases elevadas tomar la dirección del movimiento obrero y de la reforma social? Ningún reformista católico se adhiere a esta opinión combatida por el grupo de la democracia cristiana. El nacimiento y la fortuna crean deberes entre los cuales se encuentra el cuidado del bien común de la sociedad, la solicitud por los pequeños v por los humildes. En nuestra actual organización social, las clases elevadas no han, en modo alguno, recibido del derecho público la misión de proteger, de defender y de dirigir a las clases inferiores, misión que en la Edad Media pertenecía a la nobleza. Hoy las clases, tienen derechos en la misma proporción en que cumplen sus deberes. Así, quienquiera que se consagre a la clase obrera, tiene derecho al respeto y al reconocimiento de aquellos a quienes se consagra. Los individuos de las clases bien nacidas, no tienen otros privilegios que el de poder servir con más facilidad y de un modo más eficaz, y su derecho a la dirección se mide por el valor de su servicio.
Nadie pone en duda que el nacimiento y la fortuna confieren, a los que los tienen, una fuerza social considerable. Pero esta fuerza social, por innegable y digna de consideración y estima que sea, no constituye, sin embargo, un derecho más que cuando aquellos en quienes reside se sirven de ella, no para su ambición, sino para el bien común. En otros términos, el derecho no existe más que allí donde el deber es aceptado y cumplido; el servicio, y no el nacimiento o la fortuna, es lo que confiere el derecho a la dirección. Así hay clases elevadas, y, por consiguiente, clases influyentes; los hombres de estas clases influyentes tienen el deber de servirse de su influencia en interés del bien común y el ejercicio de esta influencia las hace directoras. «La misiva clase no es directora de derecho; de hecho puede y debe contener hombres directores.»
¿Y cuál será el papel concreto de estos directores? ¿Obrarán sobre las masas obreras por autoridad o por consejo? En una verdadera democracia el objeto de los directores es desarrollar la iniciativa, el valor moral y la responsabilidad de los dirigidos, y levantarlos de tal modo, que concluyan por dirigirse a sí mismos, aprovechándose de las luces y de los consejos de los que ejercen respecto de ellos el papel de primogénitos (1). ¿Se quiere un ejemplo manifiesto de esta acción directriz que pueden ejercer los miembros de las clases superiores? En Inglaterra, gracias al apoyo, a los consejeros y a la dirección de un grupo de jóvenes nobles torys y a cuya cabeza se encontraba lord Ripon, las Trade Unions conquistaron su situación legal, fortificaron su organización y entraron en ese período de prosperidad que desde entonces no ha dejado, de aumentar (2). Miembros del parlamento, ricos propietarios, magistrados y abogados han respetado la autonomía de las asociaciones obreras; su papel se ha limitado al de consejero discreto, prudente y abnegado.
Después de haber expuesto los principios de la democracia cristiana, nos falta indicar brevemente los dos grandes obstáculos con que tropieza.
(1) G. Fonsegrive, Catholicisme et democratie, p. 50.
(2) Le Cour Grand Maison le Marquis de Ripon el les socialistes chrétiennes d'Anglaterre (Association catholique, Marzo de 1898): «En lo que respecta al papel que tienen que jugar en la evolución social no necesita demostración; es el principio mismo de la división del trabajo. Aquellos a quienes la providencia ha dado tiempo para estudiar, practicar investigaciones, instruirse y pensar, deben aportar el fruto de sus estudios y poner a su alcance lo que pueda recogerse prácticamente, ya en: la ciencia, ya en la tradición (p. 231).»