En su concepto esencial puede definirse la democracia: una organización de la sociedad, en la cual todas las fuerzas sociales jurídicas y económicas en posesión de su pleno desarrollo jerárquico y en la proporción propia a cada una de ellas, cooperan de tal suerte al bien común, que el último resultado de su acción retorna en ventaja especialísima de las clases inferiores (1). Esta definición indica la esencia de la democracia, y este carácter esencial se saca del fin a que converge el conjunto de las relaciones civiles designadas con el nombre de democracia. En cuanto al fin de la democracia, sigue siendo siempre aquel que es la única razón de ser de la sociedad humana, es a saber, el bien común; pero de tal suerte, que ese bien común, habida consideración a los miembros de la sociedad que de él participan, conduzca, por la fuerza de las cosas, al bien especialísimo de las clases inferiores.
Este bien común es un fin genérico que lógicamente encierra, como fin específico, el bien más particular de las clases inferiores.
Los dos fines que determinan el concepto esencial de la democracia: el fin genérico, que es el fin principal, y el fin específico, que es el fin derivado, sacan su justificación de los principios fundamentales del orden social. Así definida, la democracia es el orden social mismo que, por su naturaleza y por sus fines, aboca en definitiva a la protección particular y al alivio de la clase de los débiles y de los humildes; en otros términos, el bien común, que es la única razón justificativa de los bienes sociales, entraña, lógica y realmente, consigo una ventaja especial más abundante en favor de los grupos más numerosos. De hecho, como demuestra muy bien M. Toniolo, esta noción filosófica de la democracia no ha sido enseñada más que por el cristianismo: las Sagradas Escrituras contienen todos sus elementos; el papel confiado por Jesucristo a las clases superiores, es de ello un brillante testimonio y, en fin, se afirma en la Iglesia como un hecho histórico.
Así, se puede decir, sin temor a engañarse, que las sociedades cristianas fueron sociedades virtualmente democráticas (2). He ahí lo que es la democracia cristiana (3).
(1) Esta definición está, conforme con la que ha dado el abate M. Pottier: «La democracia cristiana implica esencialmente una organización tal de la sociedad, que todas las fuerzas sociales funcionan armónicamente en su orden jerárquico, de manera que asegura a cada una su plena expansión, y produce, corno resultado final, el bien común en el mayor provecho de las clases inferiores.
(2) Toniolo, op. cit., §§ III y IV.
(3) Goyau, Autour du catholicisme social.—G. Fonsegrive, Catholicisme et démocratie.—Abate Naudet, Vers l'Avenir, Notre œuvre sociale, Proprieté, Capital et Travail, Numerosos artículos publicados en la Democratie chrétienne, excelente revista del abate M. Six.—Abate M. Lemire, le Cardinal Maning.
Como acabo de mostrar, la esencia de la democracia está determinada por su fin y consiste en la conspiración de los pensamientos y de los actos de todos los elementos sociales al bien común y proporcionalmente al bien más particular de las multitudes que tienen más necesidad que otras de la protección y del socorro de la sociedad. En este caso, el orden social, ¿no va a plegarse y a adaptarse a este fin especial y grandioso a fin de alcanzarle mejor? A una democracia virtual, enteramente preocupada del fin que tiene que alcanzar, se añade una democracia concreta, preocupada del medio que ha de emplear, esto es, de la organización de las fuerzas sociales que convergen a este fin; y se hace consistir más comúnmente toda la democracia, o por lo menos su parte principal, más que en el sentido de finalidad, en este segundo sentirlo de una organización esencial de la sociedad y de sus fuerzas. Sin embargo, en realidad, esta organización no es más que lo accesorio.
Por caracteres accidentales de la democracia cristiana, debe entenderse la forma del poder, las relaciones jurídicas entre las clases, la distribución de las riquezas en fin, y sobre todo, la participación de todos los elementos sociales en el Gobierno. Son modalidades del ser, que nada tienen de permanente y de absoluto, y que varían según las circunstancias.
Notemos con cuidado porque esto es de la más alta importancia que no se puede sin grave perjuicio invertir el orden de dependencia lógica de los dos aspectos de la democracia. El concepto social; que es el más vasto, es siempre hacer conspirar las fuerzas sociales y jurídicas a la protección, al respeto y a la elevación del pueblo.
Los otros conceptos accidentales más restringidos, por ejemplo, el concepto político, no son más que su consecuencia racional o histórica. Emancipado, honrado e instruído, el pueblo debe, naturalmente, según todas las probabilidades, adquirir, tarde o temprano, una mayor importancia y encontrar su puesto en el gobierno. Pero, en tal caso, esta democracia política es una consecuencia de la democracia social, jurídica y religiosa, no cierta la recíproca.
Establecido esto, síguese de aquí, que la democracia, en su principal y esencial sentido, debe necesariamente aceptarse por todos los católicos, porque proviene de la esencia del Evangelio y sigue siendo un motivo de concordia, mientras que la democracia en su sentido secundario y accidental, esto es, político, puede lícitamente sostenerse o rechazarse, sin que por ello pueda llegar a ser entre católicos un motivo serio de discordia.
Inténtese trastornar el orden de estos dos elementos, uno principal y otro subordinado, y se verá lo que resulta prácticamente en el pensamiento y en la manera de obrar de los católicos.