TEXTOS SELECTOS

CURSO DE ECONOMÍA SOCIAL

 

R. P. Ch. Antoine

 


 

 

 

ARTICULO II: LA IGLESIA Y EL GRAN MAL SOCIAL, EL ATEISMO

La Iglesia y el destino del hombre.

Es la gloria, y al mismo tiempo la necesidad del hombre, proponerse la cuestión de su destino. Ahora bien; entre todas las religiones no hay más que una, la Iglesia católica, que dé a tal cuestión la respuesta firme, segura y precisa que necesita la humanidad. Fuera de la Iglesia no hay sobre la existencia y la naturaleza divina y sobre las relaciones entre Dios y el hombre más que fragmentos de verdad, dogmas confusos, jirones esparcidos conservados hoy con mano firme y quizá mañana dispersados al capricho de la duda o del libre examen; sólo la Iglesia da al hombre un dogma cierto, una teología completa; sólo la Iglesia cuenta con los recursos necesarios para salvar eficazmente a la humanidad del gran mal social, el ateísmo.

Ahora bien, ¿qué sucede si el hombre vacila en su creencia sobre los misterios del más allá? No tiene dicha que esperar en una vida futura ni esperanza de inmortalidad; obedeciendo a la invencible tendencia que le impulsa a la dicha, usando de un derecho soberano, procurará su felicidad en los bienes terrestres y sensibles. ¿Posee esos bienes? Pues el goce llegará a ser su regla de conducta; si no los tiene empleará, para procurárselos, todos los medios, sean buenos o malos. El derecho absoluto de tender a su fin último ¿no confiere el de emplear los medios necesarios para conseguirlo? (1).

En una sociedad emancipada de la ley de Cristo y de la dirección de la Iglesia, la alternativa de la riqueza y de la pobreza llega a ser, pues, al mismo tiempo la cuestión de la dicha y la de la desgracia. Entonces surge la temerosa pregunta: ¿Por qué un pequeño número de dichosos se encuentran frente a una inmensa multitud de desgraciados? ¿No tiene también el pobre derecho a la dicha? ¿No se halla, lo mismo que el rico, impulsado de un modo irresistible por su naturaleza a la felicidad? ¿Qué responde el ateísmo? Decir su respuesta y medir sus consecuencias respecto de la paz social, del derecho de propiedad y de la autoridad, es medir simultáneamente la extensión de los beneficios de la Iglesia, la mejor, digamos más bien, el único guardián contra semejante mal.

El ateísmo y la paz social. El ateísmo, por las consecuencias de sus principios, tiende a producir una sociedad constituida por un número siempre creciente de pobres y un grupo cada vez más pequeño de ricos. Negar a Dios es, en efecto, rechazar que el hombre esté destinado a un mundo mejor y confinar su dicha en los límites de esta vida. Siendo esto así, una sociedad irreligiosa y atea, debe considerar como primer principio el: «Goza de los bienes de la tierra; esfuérzate por todos los medios de adquirir su posesión y su goce.»

Pero ¿qué sucederá si la pasión llega a ser el resorte de la actividad humana? Que se producirá en la sociedad una escisión violenta y profunda, colocando de un lado los ricos, los que gozan, los hartos; del otro, los pobres, los hambrientos y los desgraciados. Estado social semejante, ¿no es una injusticia irritante, en cuanto viola el derecho esencial de todo hombre a la dicha para satisfacer las locas concupiscencias de algunos? Este estado social, en fin, es la amenaza perpetua de la guerra civil, porque el ateísmo ataca los mismos fundamentos en la sociedad: el derecho, la propiedad y la autoridad.

El ateísmo y la autoridad. La lógica más elemental enseña que la negación de una idea destruye todas las consecuencias de esta idea. Pero la idea de Dios es el fundamento necesario del derecho, del deber, y del orden moral. ¿Quién medirá las ruinas que entraña consigo el ateísmo? ¿Se negará que Spinoza fue perfectamente lógico cuando escribía «el derecho del hombre es la fuerza de que dispone y aquél se extiende tanto como ésta?» Si es independiente de Dios, si no tiene por cima de él ningún superior, el hombre es para sí mismo su ley y la medida de su derecho; esto es que, para él, el derecho es la fuerza (2).

El ateísmo y la propiedad. Si se le mira de cerca, el aforismo de los socialistas: La propiedad es el robo, deriva de un modo necesario de la negación de la vida futura, del más allá.

El hombre ¿tiene, sí o no, un derecho esencial e inalienable a la dicha, derecho que es igual para todos? Seguramente. Luego todo lo que se oponga a este derecho es una injusticia, y si la dicha consiste únicamente en la posesión de los bienes terrestres y sensibles, la riqueza de un pequeño número se opone directamente a la dicha de los demás. Por consecuencia, la propiedad es una injusticia; la propiedad es un robo.

El ateísmo y la autoridad (3).--¿Hay precisión de apelar a la majestad de la autoridad, a la inviolabilidad de la ley, para afirmar el orden social y salvar el derecho de propiedad? ¡Vana quimera! En cuanto el hombre derriba a Dios de su trono, ya no le queda más que la supremacía de la fuerza. Cualquiera otra dependencia tiene por fundamento necesario e inquebrantable la dependencia frente a Dios; o más bien toda sumisión a toda autoridad creada no es más que un homenaje tributado al poder de Dios. Nada tiene de sorprendente que, en el orden social fundado sobre el ateísmo, deje de ser virtud la obediencia, convirtiéndose en un desfallecimiento, en una debilidad que condena la razón y reprueba la dignidad humana. Proudhon era lógico cuando llamaba verdadera libertad la negación de toda autoridad, cuando definía al poder civil el derecho de opresión y proclamaba el derecho de rebelión como el evangelio de la humanidad emancipada (4), así como también son consecuentes los socialistas que, para conquistar la libertad, unen estas dos negaciones: Ni Dios, ni amo.

Eso es lo que demostraba con terrible lógica el anarquista Henry ante el Jurado del Sena. «Vi, decía, que, en el fondo, el socialismo no cambia nada en el orden actual, que mantiene el principio autoritario y que ese principio, a pesar de lo que de él puedan decir los que a sí mismos se llaman librepensadores, no es más que un viejo resto de la fe en un poder superior. Ahora bien; yo era materialista y ateo; estudios científicos me habían iniciado gradualmente en el juego de las fuerzas naturales; yo había comprendido que la hipótesis Dios había sido eliminada por la ciencia moderna, que para nada la necesitaba. La moral religiosa y autoritaria, basada en falso, debía desaparecer. ¿Cuál era entonces la nueva moral en armonía con las leyes de la naturaleza, que debía regenerar al viejo mundo y dar a luz una humanidad dichosa? Aquel fue el momento en que yo me puse en relación con algunos compañeros anarquistas» (5).

No es necesario inventar o renovar esa moral; basta pedirla a la Iglesia, de la misma manera que basta recurrir a sus enseñanzas para evitar los peligros sociales del ateísmo.


(1) Stentrup, S. J., Zeitschrift für Kath. Theol., 1891, p. 5.

(2) Weis, O-P., Sociale Frage, p. 160 y sig. y 267.

(3) Dr. Ratzinger, Die Volkswirthschaft in ihren sittlichen Grundlagen, p. 397.

(4) De la Justice dans la Révolution et dans l'Eglise, passim.

(5) Cour d'assise de la Seines, 28 de Abril de 1894.


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