Recordemos el principio fundamental que hemos adoptado por guía en la investigación de las funciones del poder público. La misión del Estado es dirigir y ayudar a la sociedad en la realización de su fin natural. Siendo este fin la prosperidad temporal pública, se sigue que es misión del Estado promover este fin, favorecer el desarrollo de la vida social y venir en ayuda de los intereses generales de los ciudadanos. ¿No es verdad que el conjunto de los medios positivos de civilización puestos por la autoridad social (gobierno central o municipal) a disposición de sus miembros indican el carácter distintivo, el grado de cultura de las diversas sociedades políticas? Extendiendo bajo la dirección del poder su acción más allá del Código civil y del Código penal las sociedades, viven vida personal; dando a su actividad una esfera más extensa que la simple protección de los derechos, dejan de ser una yuxtaposición de individuos, una multitud sin orden y sin lazo social, y una contienda de intereses privados para convertirse en un cuerpo social, una nación y una patria (1). Por otra parte, este derecho de asistencia, tomado en su más amplio sentido, no se niega ya más que por un número insignificante de intransigentes de la economía liberal.
M. Michel Chevalier hace notar esta revirada en las doctrinas de la escuela
clásica. «De hecho, dice, se está operando una reacción en los espíritus
selectos; en las teorías de economía social que adquiere favor, se deja de
considerar al poder como un enemigo natural; aparece cada vez más como un
infatigable y benévolo auxiliar, como un apoyo tutelar. Se reconoce que está
llamado a dirigir la sociedad al bien y a preservarla del mal, a ser el promotor
activo e inteligente de las mejoras públicas, sin que por eso pretenda el
monopolio de esta atribución (2).
Un intrépido defensor de la libertad civil y política, M. Arthur Desjardins,
escribe: «Los hombres se han agrupado para asegurar, no solamente la grandeza y
la prosperidad del Estado colectivo, sino también, y muy especialmente, su
propio bienestar, su desarrollo material y moral» (3). Según la excelente fórmula de M. Baudrillart, el papel propio del Estado no es
hacer ni dejar hacer, sino más bien ayudar a hacer. M. Paul Janet admite en
principio la intervención del Estado en los intereses _generales de la sociedad,
y añade que este principio no es más responsable de sus excesos que la libertad
de los excesos contrarios» (4), M. León Aucoc y monsieur Ad. Franck
(5),
expresan el mismo pensamiento; pero si existe acuerdo sobre el principio de la
intervención del Estado, deja de haberlo en el momento en que se trata de
determinar el campo de acción que le está reservado. En esta región accidentada
de las atribuciones del Estado, ¿cómo trazar la frontera que separa el derecho y
el deber de la tiranía y del abuso? Existe, sin duda, un procedimiento empírico
que consiste en redactar una lista de lo que se puede conceder y de lo
que se cree debe rehusarse al poder (6). Cuestión de
dosificación, calculada según el temperamento
nacional, la opinión pública, las circunstancias del momento o menos todavía.
Este método no tiene nada de científico; es el arte de los expedientes. Dejemos
éstos y apelemos al principio fundamental que regula las atribuciones del
Estado. El fin del poder es la prosperidad temporal pública de la sociedad. Esta misma
prosperidad ¿qué comprende? Contiene dos elementos: la prosperidad económica o
material y la prosperidad moral e intelectual. Tales son las dos fuentes de la
verdadera civilización, de la verdadera prosperidad,. del progreso real de la
sociedad y de sus miembros. ¿Qué decir de esto? Que el Estado debe ejercer su
influencia en el orden econórrico_y en el orden moral de la sociedad. Atribuciones
del Estado en el orden académico (7).La
prosperidad material o económica consiste en cierta abundancia de bienes
materiales, de riquezas necesarias para la conservación de la existencia, para
el bienestar y el perfeccionamiento del hombre. Ahora bien la, producción de
la riquezas depende principalmente de la actividad privada de los ciudadanos
aislados o asociados. Por consiguiente, la intervención del poder civil en la
esfera de los intereses económicos deba tener por principal objetivo remover
los obstáculos que se oponen al desarrollo de esta actividad. Entre estos
obstáculos citemos los impuestos aplastantes o repartidos sin equidad y las
cargas excesivas de los servicios militares. Por la
misma razón, el Estado tiene el deber de proteger y defender la actividad
privada contra todo lo que le pueda causar perjuicio, y, en fin, ayudarla y
estimularla; sin embargo, no debe sofocarla por una comprensión exagerada. La
autoridad social puede ayudar la iniciativa privada en el orden económico por
medios múltiples.
He aquí los principales:
1. Pertenece al Estado desarrollar directa o indirectamente las vías de
comunicación: carreteras, ferrocariles, canales y puertos.
2.° Contribuye al progreso del comercio y de la industria pactando convenios
mercantiles con las demás naciones, dirigiendo, con los aranceles aduaneros, el
movimiento de importación y de exportación de las primeras materias o de los
productos elaborados.
3.° El poder estimulará la actividad de la producción nacional mediante la
creación de instituciones destinadas a propagar los conocimientos técuicos en
las diferentes .amas de la industria, por la ooncesióet (le recompensas y de
distinciones a los aventajados en ella, por la concesión de exención de tributos
o primas, ya a ciertas industrias, ya a la exportación.
4.° Sin que él mismo sea el distribuidor de la riqueza social, que ni ha
producido ni le pertenece, el Estado debe, con todo, mediante una sabia
legislación, velar para que tal reparto tenga lugar de una manera equitativa.
He ahí cómo todo el poder cumplirá su misión de ayudar a la prosperidad
material o económica de la nación. Pero, por importante que sea esta prosperidad
material, no tiene valor sino en tanto en cuanto sirva al verdadero progreso y
a la verdadera civilización, que principalmente consisten en el desarrollo
moral de la sociedad. Es una verdad que resalta con evidencia de la consideración del fin natural del Estado y de la sociedad, la de
que el poder civil tiene la misión de promover la moral pública y de proteger a
la religión. Una y otro, son, en efecto, medio concedidos al hombre para
ayudarle en el cumplimiento de su destino sobre la tierra, esto es, prepararse
para la felicidad eterna. Por lo mismo, la prosperidad material, despojada de
la grandeza moral, no sería digna del hombre y de la sociedad humana. León XIII
no ha dejado de recordar en multitud de ocasiones esta verdad fundamental.
«Entre los principales deberes del jefe del Estado, dice, se encuentra el de
proteger y defender la religión, porque importa a la prosperidad social de los
ciudadanos puedan, libre y fácilmente, tender a su último fin» (8). Los que
gobiernan al pueblo deben a la cosa pública, no solamente procurar los bienes
exteriores, sino también ocuparse, por una sabia legislación, de los bienes del
alma. Desdeñar en el gobierno las leyes divinas, es hacer que se desvíe el
poder político de su institución y del orden de la naturaleza (9). «La
naturaleza no ha hecho al Estado para que en él encuentre su fin, sino para que
en él encuentre los medios aptos para su perfección. Por consiguiente, un Estado
que no suministrase a sus miembros más que las ventajas exteriores de una vida
fácil y elegante, que en el gobierno de la sociedad dejara a un lado a Dios y la
ley moral, ya no merecería ese nombre, no sería más que un vano simulacro, una
imitación engañosa (10).»
Esta misión en el orden moral y religioso impone al poder deberes negativos y
positivos. Los primeros consisten en reprimir, en castigar los actos contrarios
a la moral y a la religión que constituyen un escándalo público. ¿No hay en eso,
en efecto, un caso completa
mente elemental de defensa de los derechos individuales y de preservación
social? Además, la autoridad suprema debe velar para que ni las leyes ni los
magistrados, ni los funcionarios en el ejercicio de su cargo, vengan a destruir
o restringir la moral pública o el espíritu de religión de la sociedad.
Los deberes positivos comprenden el apoyo y la protección que hay que dar a
todo lo que tienda a establecer, desarrollar y fortificar la moralidad y la
religión públicas . Añadamos que el Estado, en esta función de asistencia,
debe respetar los derechos y la autoridad .superior de la sociedad a la cual
pertenece la verdadera religión, esto es, la Iglesia católica.
¿Se halla, pues, el Estado encargado de la moral y de la religión de los
individuos? Seguramente que no. Que la autoridad suprema vele por la moral
pública, nada tiene de extraño, pues es su deber; pero no acontece lo propio con
la moral individual. ¿De dónde procede esta diferencia? La moral y la religión
del individuo son un bien privado; pero ¿quién es el que no sabe que el bien
privado escapa al poder directo del Estado? Además, la autoridad civil no tiene
la misión de conducir inmediatamente a los hombres a la felicidad de la otra
vida. Por consiguiente, la religión y la moral privadas, preparación inmediata
para el último fin, están emancipadas de la intervención del Estado.
1. Hamilton, Le
Développement des fonctions de l'Etat (Revise d'économie politique,
1891, p. 140.)(1) Cours d'éconornie politique, t. II, 6e legen.
2. De la liberté politique dans l'Etat moderne, p. 10.
3. Séances et travanx de l'Academie des Sciences
morales et politiques, t. CXXV, 1886, p. 525.
4. Ibid, p. 551.
5. Claudio Jannet, Le Socialisme d'Etat. ch. I.
D'Haussonville, Socialisme d'Etat et Socialisme chrétien. (irevue des .Deux
Mondes, 1890, II1, p. 854 y sig.)
6. Villey, Le Róle de l'Etat dans 1' ordre éconwnique.
7. Encycl. Immortale Dei, § Rae ratione.
8. Encycl. Libertas praestantissimum. § Mitiores
aliquanto .
9. Encycl. Sapientiae christianae, § Quod autem.
10. Cathrein, Die Aufgaben, p. 94.