Medida de las obligaciones del poder civil (1).A la pregunta ¿cuál es el fundamento, la medida y el principio regulador de las obligaciones y atribuciones del Estado-poder? respondemos: en el fin propio del poder supremo se encuentran el fundamento y la regla de sus derechos y sus deberes. Y este fin ¿qué es? No es, ni puede ser otro, que el fin de la sociedad política. Esta verdad resalta, llegando hasta la última evidencia de la noción primordial de la autoridad civil, que es el principio de unidad, de dirección y de coordinación de las fuerzas sociales en su tendencia al fin próximo de la sociedad (2).
Toda autoridad, cualquiera que sea, está determinada, especificada y perfectamente limitada por el fin especial que se proponen las sociedades que debe dirigir. Sucede lo mismo, sin duda, con la autoridad civil, cuya total razón de ser existe en el bien común, origen y fundamento de la agrupación de familias en la sociedad civil. De esta primordial obligación del Estado derivan todas sus obligaciones particulares en el campo múltiple de sus atribuciones; en ella descansa el edificio de los derechos que corresponden a este deber. Tal es, según el cardenal Tarquini, el principio constitutivo, la magna carta de toda sociedad perfecta (3). «Una sociedad perfecta, dice, tiene derecho a todos los medios necesarios para su fin particular, a condición de que estos medios no pertenezcan a un orden superior. En lo que se refiere a los medios que no son necesarios para obtener su fin, no tiene a ellos ningún derecho.»
El papel general del Estado consiste, pues, en dirigir la sociedad al fin próximo de ésta. Ahora bien; como hemos demostrado en el capítulo precedente, el fin de la sociedad política consiste en ayudar, en la seguridad del orden, el desarrollo físico y moral de los asociados. Por lo mismo, a la autoridad incumben la misión y la obligación de conservar la paz interior y exterior, por la protección de los derechos, y contribuir positivamente al desarrollo de la prosperidad temporal de la sociedad. La misión general del Estado se divide, pues, en dos atribuciones especiales, es, a saber: el papel de protección y el papel de asistencia.
Esta verdad puede hacerse evidente bajo otra forma. Una doble necesidad de la naturaleza determina la existencia de la sociedad política; necesidad de protección y necesidad de asistencia; doble tendencia natural, cuyo término necesario es el fin propio de la sociedad (4). Así, para el hombre, necesidad de protección y de seguridad en la conservación de sus derechos, necesidad de asistencia en la persecución de los medios de adquirir los bienes temporales necesarios para pasar en esta tierra una vida tranquila, honesta y dichosa, que no podría procurarse, sino con mucha dificultad, reducido a sus propias fuerzas. A esta doble necesidad social responde el deber del Estado; proteger y ayudar; proteger los derechos y ayudar los intereses.
Testimonio de la teología.—Esta teoría del papel general del Estado se ha reconocido y enseñado en perfecto acuerdo por los grandes doctores de la Escuela. Este hecho resalta con mucha claridad de su enseñanza sobre el objeto y el campo de acción de la ley humana. No citaremos más que a Santo Tomás y a Suárez, de los cuales no son, en esta materia, más que un eco los demás doctores.
Para ver claramente expresado el pensamiento de Santo Tomás sobre la función del poder en la sociedad, hay que buscarlo en el libro De Regimine Principum. Se sirve de dos comparaciones: «Un navío—dice, agitado por vientos contrarios, no llegará jamás al término si no se encuentra sometido a la dirección del capitán; así de la sociedad en relación con la autoridad. Si es natural en el hombre—concluye, el vivir en sociedad, es necesario que la multitud sea dirigida por un jefe. Si, en efecto, cada cual no se ocupa más que de sus intereses personales, no tardará en disolverse la multitud, a menos que no se encuentre alguien que cuide del bien común de la misma. Así el cuerpo humano se disolvería si no poseyera una fuerza que le dirija y tenga por objeto el bien común de todos los miembros.» (5)
El Doctor Angélico no se contenta con comparaciones, sino que traza los deberes del poder: «Debe—dice hacer de manera que haya la cantidad suficiente de las cosas necesarias para una existencia decorosa. Asimismo debe promover el bien (ut sit de promotione sollicitus), corregir lo que es defectuoso y perfeccionar lo que es bueno (6). El fin de la sociedad civil no es diferente del del Estado. Por otra parte, las leyes no tienen otro fin que el de las sociedades. La conclusión es que el fin de la ley es el mismo que el del poder supremo.
¿Cuál es, pues, la doctrina de Santo Tomás sobre la ley civil? En más de un pasaje enseña el Doctor Angélico que el fin de las leyes humanas es reprimir la malicia y procurar la paz y la tranquilidad temporales de la sociedad (7). Pero ¿podemos creer que tal sea el fin total de estas leyes? ¿Es cierto que nunca asigna a la ley civil otro fin que la paz y la tranquilidad temporales? Demos la palabra al Doctor Angélico: «La ley—dice—debe referirse al, bien común; por consiguiente, el legislador puede prescribir ciertos actos de todas las virtudes. ¿Por qué? Porque el acto que cae bajo la ley debe referirse al bien común, lo que puede suceder de dos maneras: porque o bien se trata de cosas que deben hacerse directamente para el bien común, o bien el legislador dirige la conducta de los ciudadanos hacia el bien común de la justicia, y de la paz (8).» En otros términos, el pensamiento de Santo Tomás es este: el fin general de la ley es el bien común; este bien es doble. Comprende, por de
pronto, el bien común directo, y luego el bien común indirecto: la conservación de la paz y de la justicia. La tranquilidad y la paz temporales son, pues, una parte solamente del fin de la ley humana. Y no se crea que por una mera casualidad haya hablado así Santo Tomás. Leemos, en efecto: «La ley humana debe, no solamente apartar el mal, sino procurar el bien.» «El bien común, el fin de la ley, se extiende a muchos objetos diferentes según las personas, las circunstancias y los tiempos (9).» «La ley ordena a la felicidad común; hace y conserva esta felicidad.» (10) «La ley debe velar por la utilidad del bien común necesario para la conservación del hombre.»
No multiplicaremos más las citas. Contentémonos con añadir que Suárez, en su magnífico Tratado de las leyes, reproduce y desarrolla la tesis de Santo Tomás (11).
Autoridad de León XIII.—El testimonio de la teología y de la filosofía católicas se halla confirmado por el voto de calidad del Papa León XIII. «La autoridad—dices el principio que dirige la sociedad en la persecución del fin para el cual existe.» (12) «El jefe supremo orienta de una manera eficaz, y por medios comunes, a todos los miembros hacia el fin social (13).» Precisando y acentuando su pensamiento, en su carta a los cardenales franceses (14) el Padre Santo declara que «el bien común es el principio creador y el elemento conservador de la sociedad humana; de donde se sigue que todo verdadero ciudadano debe quererlo y procurarlo a toda costa. Ahora bien, de esta necesidad de asegurar el bien común deriva, como de su fuente propia e inmediata, la necesidad de un poder civil que, orientándose al fin supremo, dirija a él sabia y constantemente las múltiples voluntades de los súbditos agrupados como haz en su mano». ¿Cuál es ese fin social? Es, a no dudarlo, el fin natural de la sociedad civil, del cual hemos dado la descripción en el capítulo precedente, en conformidad con las mismas palabras de León XIII.
En la Encíclica De Rerum novarum, el Papa habla ex pro fesso del papel del Estado en la sociedad, principalmente en el orden económico. Sería inconveniente disimular que esta doctrina de la Encíclica sobre la intervención del Estado ha sufrido comentarios diversos (15). Prescindamos, al menos por ahora, de estos comentarios, y atengámonos al mismo texto. «Lo que por de pronto se pide a los gobiernos—dice el Papa León XIII—es un concurso de orden general que consiste en la economía total de las leyes y de las instituciones.» El poder debe favorecer la prosperidad pública, esto es, la prosperidad moral, religiosa, doméstica y económica.
El concurso general comprende, entre otras cosas, «una imposición moderada y un reparto equitativo de las cargas públicas; el progreso de la industria y del comercio; una agricultura floreciente y otros elementos, si los hay, del mismo género». León XIII anhela que la prosperidad resulte espontáneamente de la organización social, y que «la providentia generalis del Estado produzca el mayor número de ventajas». Cuando este anhelo no puede ser favorablemente acogido, invoca entonces en favor de los débiles y en particular la providentia singularis del Estado.
«Este debe hacer de manera que, de todos los bienes que los trabajadores procuren a la sociedad, les vuelva una parte conveniente en habitación y en vestido, y que puedan vivir con los menores trabajos y privaciones que sea posible.» Los gobernantes son los guardianes del orden y de los derechos, porque «retienen el poder, no en su interés personal, sino en el de la sociedad». Ahora bien, el orden exige que «la religión, las buenas costumbres y el vigor corporal se hallen en estado floreciente; si, pues, estas cosas se encuentran en peligro, es absolutamente preciso aplicar, dentro de ciertos límites, la fuerza y la autoridad de las leyes». «Los derechos, dondequiera que se encuentren, deben respetarse religiosamente. Sin embargo, en la protección de los derechos privados, el Estado debe ocuparse de una manera especial de los débiles y de los indigentes.»
Después de haber expuesto estos principios, el Papa hace su aplicación y da la lista de los abusos y de los intereses amenazados en que el simple peligro impone a los poderes públicos el derecho de intervención. Se puede leer esta larga enumeración en el mismo texto de la Encíclica.
Y ahora, ¿preguntáis cuál es la enseñanza de León XIII sobre el papel del estado en la sociedad? Desde luego respondo: tolle, lege, leed la Encíclica entera y en ella veréis que, de una parte, el Papa recomienda, en términos enérgicos, a los gobernantes proteger todos los derechos de los ciudadanos; que, de otra parte recuerda al poder el deber de contribuir a la prosperidad pública, de favorecer el bien común temporal, bien sea por un concurso general (providentia generalis), bien sea por un concurso particular (providentia singularis). En otros términos, proteger los derechos y ayudar los intereses, tal es la misión completa del Estado, expuesta en la , Encíclica De Rerum novarum. Esto es lo que hace notar M. A. LeroyBeaulieu: «En principio, en teoría, escribe, probaría mala fe negar que el Papa es intervencionista al mismo tiempo que demócrata. Y en esto, no seremos nosotros los que se lo discutamos, León XIII se halla dentro de la tradición de los doctore: y de los teólogos, casi todos los cuales han atribuido al Estado el derecho de velar por el bienestar de las diferentes clases de la nación (16)».
Esta interpretación está lejos de contar con la unanimidad de los sufragios de los economistas, porque los escritores de las distintas escuelas, mediante hábiles recortes, han sacado del documento pontificio las doctrinas más inconexas.
Interpretaciones incompletas de la Encíclica.—En el primer párrafo, donde el Soberano Pontífice enumera las justas quejas del cuarto Estado, los colectivistas han visto la justificación de su programa revolucionario.
Al leer estas palabras del Papa: «En primer lugar, es preciso que las leyes públicas sean para las propiedades privadas una protección y una salvaguardia; y lo que importa, sobre todo, en medio del hervor de tantas concupiscencias en efervescencia, es mantener a las masas en el deber.» Algunos fervientes partidarios de la economía clásica han pretendido reconocer la teoría que se puede llamar del Estado guardia civil del Estado vigilante nocturno.
En fin, los economistas católicos que insisten en la regla dada por la Encíclica de que «estas (las leyes) no deben anticiparse más allá de lo necesario para reprimir los abusos y apartar los peligros» exclaman triunfantes: proteger los derechos, reprimir los abusos, he ahí toda la obligación y la función del Estado.
También se dice: «En el estudio de las cuestiones sociales hay que seguir a la Encíclica, a toda la Encíclica, y nada más que a la Encíclica.» Esta profesión de fe da testimonio de la sumisión filial de su autor, pero no es menos defectuosa que las anteriores, y esto a dos títulos. ¿Por qué suprimir, en cuestión tan importante, los demás documentos, Encíclicas o Breves de León XIII? En varias ocasiones el Papa ha precisado su pensamiento sobre la cuestión obrera, y recordado en diversas Encíclicas las leyes y los principios del Estado cristiano. Y supuesto esto, ¿no es arbitrario encerrar todas las enseñanzas pontificias en el estrecho cuadro de la Encíclica De Rerum novarum? Además, no es, ni con mucho, verdad que León XIII haya tratado en este documento todas las materias concernientes a la cuestión obrera y resuelto todos los delicados problemas que la misma suscita. Con mano firme y segura, ha trazado todas las grandes líneas de la reforma social y establecido los principios fundamentales de caridad y de justicia que deben regir el mundo del trabajo. Por lo que hace a las conclusiones y a las soluciones inmediatamente prácticas, no ha indicado más que un pequeñísimo número de ellas (17). Esto explica el porqué medidas prácticas distintas, y hasta opuestas, pueden, con perfecto derecho, reivindicar igualmente para sí determinados principios de la Encíclica. Podéis defender las sociedades cooperativas de consumo o atacarlas, preferir los sindicatos mixtos a los sindicatos aislados, ser partidarios de las cajas rurales o de los bancos populares, y sin embargo, encontraron en perfecta armonía con la enseñanza de Roma. En este punto la divergencia no radica en los principios sino que más bien proviene de una apreciación diferente de hechos, de circunstancias y de condiciones variables.
Después de haber expuesto la tesis católica, estudiemos las teorías opuestas.
1.Sobre la importancia de esta determinación, v. Onclair, Revue cathol. des Instit., 1889, vol. II, p. 53. P. Meyer, Stimmen, t. XL, 1891, p. 47.La Civiltá, serie XIV, vol. IV, p. 385.
2. CostaRossetti, .Staatslehre, p. 25.
3.Principia Juris ecclesiastici, p. 5.
4. CostaRossetti, Staatslehre, p. 26.—Cepeda, Elements, p. 422 Cathrein. Die Aufgaben, p. 5.
5. Lib. I, cap. I.—I. Ethic., lect. I, inicio.—Cont. Gent., lib. III, cap. LXXXV.—1.a, 2.Re, p. 61, a. 5. 4.m; 2.a, 2.ae, p. 58, a. 5 y 6.
6. De Reg. Princip., lib. I, cap. XV.
7. 9umnz. Theol., 1.a, 2.ae, p. 95, a. 1; De malo, q. 1, a. 1; Cont. Gent., lib. III, cap. CXLVI. —Crahay, La Politique de Saint Thomas d'Aquin.
8. 1.a, 2.ae, q. 96, a. 3.
9.Q. 96, a. 1.
10. Ibid., q. 90, a. 2.
11.De Legibus, lib. 111, cap. II, n. 7; cap. XII, n. 7.
12. Encycl. Diuturnum, § Etsi lomo arrogantia.
13. Encycl. Immortale Dei, § Non est n.agni negotti
14. Carta de 3 de Mayo de 1892. Re;ue cual. des lnstit_,
15.' serie, vol. VIII, p. 481.
16. Grégoire, Le Pape, les Catholiques et la Question sociale, p. 208.(1) Le Papauté, le Socialisme et la Démocratie, p. 115. M. A. LeroyBeaulieu añade: «Tal es la tesis establecida por el Papa; he ahí una buena justificación filosófica de la interven. ción del Estado» .
17. Ei mismo Padre Santo ha trazado las grandes líneas de esta obra e indicado la vía en la cual deben entrar sacerdotes y laicos para repartir con él su voluntad por las clases obreras. Pero a los que hayan respondido a su llamamiento, el augusto autor de la l neíclica De Rerum novarum, ha dejado libres el examen y el estudio de varios puntos, que aunque conexos con la cuestión social, son secundarios.. Carta del cardenal Rampolla al abate Six, 6 de Agosto de 1894.)