DE LA PROVINCIA E REINO DE GUATIMALA
Llegado al dicho reino hizo en la entrada dél mucha matanza de gente; y no obstante esto, salióle a rescebir en unas andas e con trompetas y atabales e muchas fiestas el señor principal con otros muchos señores de la ciudad de Altatlán, cabeza de todo el reino, donde le sirvieron de todo lo que tenían, en especial dándoles de comer cumplidamente e todo lo que más pudieron. Aposentáronse fuera de la ciudad los españoles aquella noche, porque les paresció que era fuerte y que dentro pudieran tener peligro. Y otro día llama al señor principal e otros muchos señores, e venidos como mansas ovejas, préndelos todos e dice que le den tantas cargas de oro. Responden que no lo tienen, porque aquella tierra no es de oro. Mándalos luego quemar vivos, sin otra culpa ni otro proceso ni sentencia.
Desque vieron los señores de todas aquellas provincias que habían quemado aquellos señor y señores supremos, no más de porque no daban oro, huyeron todos de sus pueblos metiéndose en los montes, e mandaron a toda su gente que fuesen a los españoles y les sirviesen como a señores, pero que no les descubriesen diciéndoles dónde estaban. Viénense toda la gente de la tierra a decir que querían ser suyos e servirles como a señores. Respondía este piadoso capitán que no los querían rescebir, antes los habían de matar a todos si no descubrían dónde estaban los señores. Decían los indios que ellos no sabían dellos, que se sirviesen dellos y de sus mujeres e hijos y que en sus casas los hallarían; allí los podían matar o hacer dellos lo que quisiesen; y esto dijeron y ofrescieron e hicieron los indios muchas veces. Y cosa fué esta maravillosa, que iban los españoles a los pueblos donde hallaban las pobres gentes trabajando en sus oficios con sus mujeres y hijos seguros e allí los alanceaban e hacían pedazos. Y a pueblo muy grande e poderoso vinieron (que estaban descuidados más que otros e seguros con su inocencia) y entraron los españoles y en obra de dos horas casi lo asolaron, metiendo a espada los niños e mujeres e viejos con cuantos matar pudieron que huyendo no se escaparon.
Desque los indios vieron que con tanta humildad, ofertas, paciencia y sufrimiento no podían quebrantar ni ablandar corazones tan inhumanos e bestiales, e que tan sin apariencia ni color de razón, e tan contra ella los hacían pedazos; viendo que así como así habían de morir, acordaron de convocarse e juntarse todos y morir en la guerra, vengándose como pudiesen de tan crueles e infernales enemigos, puesto que bien sabían que siendo no sólo inermes, pero desnudos, a pie y flacos, contra gente tan feroz a caballo e tan armada, no podían prevalecer, sino al cabo ser destruídos. Entonces inventaron unos hoyos en medio de los caminos donde cayesen los caballos y se hincasen por las tripas unas estacas agudas y tostadas de que estaban los hoyos llenos, cubiertos por encima de céspedes e yerbas que no parecía que hubiese nada. Una o dos veces cayeron caballos en ellos no más, porque los españoles se supieron dellos guardar, pero para vengarse hicieron ley los españoles que todos cuantos indios de todo género y edad tomasen a vida, echasen dentro en los hoyos. Y así las mujeres preñadas e paridas e niños y viejos e cuantos podían tomar echaban en los hoyos hasta que los henchían, traspasados por las estacas, que era una gran lástima ver, especialmente las mujeres con sus niños. Todos los demás mataban a lanzadas y a cuchilladas, echábanlos a perros bravos que los despedazaban e comían, e cuando algún señor topaban, por honra quemábanlo en vivas llamas. Estuvieron en estas carnicerías tan inhumanas cerca de siete años, desde el año de veinte y cuatro hasta el año de treinta o treinta y uno: júzguese aquí cuánto sería el número de la gente que consumirían.
De infinitas obras horribles que en este reino hizo este infelice malaventurado tirano e sus hermanos (porque eran sus capitanes no menos infelices e insensibles que él, con los demás que le ayudaban) fué una harto notable: que fué a la provincia de Cuzcatán, donde agora o cerca de allí es la villa de Sant Salvador, que es una tierra felicísima con toda la costa de la mar del Sur, que dura cuarenta y cincuenta leguas, y en la ciudad de Cuzcatán, que era la cabeza de la provincia, le hicieron grandísimo rescebimiento sobre veinte o treinta mil indios le estaban esperando cargados de gallinas e comida. Llegado y rescebido el presente mandó que cada español tomase de aquel gran número de gente todos los indios que quisiese, para los días que allí estuviesen servirse dellos e que tuviesen cargo de traerles lo que hubiesen menester. Cada uno tomó ciento o cincuenta o los que le parescía que bastaban para ser muy bien servido, y los inocentes corderos sufrieron la división e servían con todas sus fuerzas, que no faltaba sino adorarlos.
Entre tanto este capitán pidió a los señores que le trujesen mucho oro, porque a aquello principalmente venían. Los indios responden que les place darles todo el oro que tienen, e ayuntan muy gran cantidad de hachas de cobre (que tienen, con que se sirven), dorado, que parece oro porque tiene alguno. Mándales poner el toque, y desque vido que eran cobre dijo a los españoles: “Dad al diablo tal tierra; vámonos, pues que no hay oro; e cada uno los indios que tiene que le sirven échelos en cadena e mandaré herrárselos por esclavos”. Hácenlo así e hiérranlos con el hierro del rey por esclavos a todos los que pudieron atar, e yo vide el hijo del señor principal de aquella ciudad herrado.
Vista por los indios que se soltaron y los demás de toda la tierra tan gran maldad, comienzan a juntarse e a ponerse en armas. Los españoles hacen en ellos grandes estragos y matanzas e tórnanse a Guatimala, donde edificaron una ciudad que agora con justo juicio, con tres diluvios juntamente, uno de agua e otro de tierra e otro de piedras más gruesas que diez y veinte bueyes, destruyó la justicia divinal. Donde muertos todos los señores e los hombres que podían hacer guerra, pusieron todos los demás en la sobredicha infernal servidumbre, e con pedirles esclavos de tributo y dándoles los hijos e hijas, porque otros esclavos no los tienen, y ellos enviando navíos cargados dellos a vender al Perú, e con otras matanzas y estragos que sin los dichos hicieron, han destruído y asolado un reino de cient leguas en cuadra y más, de los más felices en fertilidad e población que puede ser en el mundo. Y este tirano mesmo escribió que era más poblado que el reino de Méjico e dijo verdad: más ha muerto él y sus hermanos, con los demás, de cuatro y de cinco cuentos de ánimas en quince o dieciséis años, desde el año de veinte y cuatro hasta el de cuarenta, e hoy matan y destruyen los que quedan, e así matarán los demás.
Tenía éste esta costumbre: que cuando iba a hacer guerra a algunos pueblos o provincias, llevaba de los ya sojuzgados indios cuantos podía que hiciesen guerra a los otros; e como no les daba de comer a diez y a veinte mil hombres que llevaba, consentíales que comiesen a los indios que tomaban. Y así había en su real solemnísima carnecería de carne humana, donde en su presencia se mataban los niños y se asaban, y mataban el hombre por solas las manos y pies, que tenían por los mejores bocados. Y con estas inhumanidades, oyéndolas todas las otras gentes de las otras tierras, no sabían dónde se meter de espanto.
Mató infinitas gentes con hacer navíos; llevaba de la mar del Norte a la del Sur, ciento y treinta leguas, los indios cargados con anclas de tres y cuatro quintales, que se les metían las uñas dellas por las espaldas y lomos; y llevó desta manera mucha artillería en los hombros de los tristres desnudos: e yo vide muchos cargados de artillería por los caminos, angustiados. Descasaba y robaba los casados, tomándoles las mujeres y las hijas, y dábalas a los marineros y soldados por tenerlos contentos para llevarlos en sus armadas; henchía los navíos de indios, donde todos perecían de sed y hambre. Y es verdad que si hobiese de decir, en particular, sus crueldades, hiciesen un gran libro que al mundo espantase.
Dos armadas hizo de muchos navíos cada una con las cuales abrasó, como si fuera fuego del cielo, todas aquellas tierras. ¡Oh, cuántos huérfanos hizo, cuántos robó de sus hijos, cuántos privó de sus mujeres, cuántas mujeres dejó sin maridos, de cuántos adulterios y estupros e violencias fué causa! ¡Cuántos privó de su libertad, cuántas angustias e calamidades padecieron muchas gentes por él! ¡Cuántas lágrimas hizo derramar, cuántos sospiros, cuántos gemidos, cuántas soledades en esta vida e de cuántos damnación eterna en la otra causó, no sólo de indios, que fueron infinitos, pero de los infelices cristianos de cuyo consorcio se favoreció en tan grandes insultos, gravísimos pecados e abominaciones tan execrables! Y plega a Dios que dél haya habido misericordia e se contente con tan mala fin como al cabo le dió.
Volver a la
Brevísima relación de la destruición de las
Indias
Volver a
Textos selectos de Economía y
Sociedad
Volver a la Biblioteca Virtual