Chile Necesita un Nuevo Consenso Ético
Manuel Riesco Larraín
Este texto fue publicado originalmente como capítulo en el
libro 'Chile, Desafíos Éticos del Presente', PNUD, Chile, 1999
Los acontecimientos relacionados con la detención en Londres del general
Pinochet han
remecido la sociedad chilena como un terremoto. En Chile sabemos de terremotos.
Este nos
habla de movimientos que liberan tensiones poderosas. Que discurren profundos
sobre el
magma en que aparentemente reposa nuestra sociedad, a la cual de esta manera se
le van
transformando los paisajes, inundando los valles y levantando las cordilleras.
En el paisaje
que está surgiendo bien pudieran estar despuntando las primeras luces del nuevo
consenso
ético que requiere nuestro país al enfrentar el año 2000.
La ética es, vista desde un ángulo, un fenómeno histórico. Los seres humanos
hacemos la
historia llenando nuestra cabeza de ideas, nuestro corazón de amores y nuestro
vientre de
pasiones, anudados todos en lo que llamamos la ética. Esta nos impulsa a actuar
colectivamente de la manera que requerimos, para enfrentar los desafíos más o
menos
acotados que en cada tiempo nos presenta la historia.
Hemos visto como en nuestra sociedad, en el curso de las turbulentas décadas
recientes, se
han venido sucediendo predominios de diversas éticas. Estas, al parecer,
soldaban de manera
más adecuada el comportamiento social requerido en cada momento. Siempre
enfrentada la
ética predominante con otras éticas, las que reflejaban lo que quedaba atrás o
quizás lo que
vendrá, en el incesante caminar histórico.
Las éticas conservadoras que habían predominado siendo argamasa de la vieja
sociedad
chilena del latifundio por más de un siglo, fueron desplazadas cuando aquella
cumplió su
tiempo. Y a decir verdad, quizás dicho régimen sobrevivió en muchos años su
tiempo
histórico en nuestro país precisamente,, entre otras cosas por la relativa
fortaleza de su ética
predominante. Presente en forma creciente desde décadas anteriores, es sin
embargo a partir
de los años mil novecientos sesenta cuando se enseñorea definitivamente en
nuestro país el
concepto ético principal del advenimiento de la modernidad: el deber social de
transformar
la sociedad y el mundo, la ética del progreso.
El Progreso: Ética primera del Advenimiento de la
Modernidad
La ética del progreso ha justificado en los dos últimos siglos en el mundo un
incesante
rodar de cabeza de reyes, de expropiación de sus tierras a los señores y
expulsión de los
campesinos desde las suyas. Agitando sus banderas se cercenaron asimismo no
pocos
cuellos a sucesivas camadas de revolucionarios. En nombre del progreso hemos
talado
bosques y removido montañas, abierto y desviado ríos, inundado valles y secado
mares.
Tras la huella del progreso se han explorado todos los rincones del planeta y
hemos partido
ya en busca de otros mundos. Por el progreso se han desplazado, al interior de
los países y
a lo ancho del mundo, ejércitos multitudinarios de obreros, concentrándose y
licenciándose
sucesivamente según las fluctuaciones cíclicas del desarrollo económico moderno.
En su
nombre se han desatado las guerras más destructoras y perpetrado las carnicerías
más
feroces de la historia.
La humanidad movilizada por la ética del progreso ha transformado el mundo a su
imagen y
semejanza. Ha multiplicado los panes, resucitado moribundos y realizado los
milagros y
proezas más portentosos. En su nombre se ha terminando para siempre, en lo
fundamental,
con la ignorancia y barbarismo en que se mantuvo la mayoría de los seres humanos
desde
que el mundo es mundo, en el aislamiento de su vida campesina. El imperativo
ético de
continuar ascendiendo por la senda del progreso ha motivado la destrucción y
creación
humanas en la más gigantesca escala, en todo orden de cosas. Si hay un tema
moderno que
ha generado consenso generalizado acerca de lo que está bien y lo que está mal,
ese ha sido
el progreso.
Mirada desde el fin del milenio—después que la caída de la cortina de hierro nos
develó que
lo que realmente ocurría detrás de ella no era del todo diferente a lo que antes
se había vivido
inmediatamente al lado de acá de la misma—la forma de movimiento del
advenimiento de la
modernidad se nos presenta ahora con la misma estructura que aquella su forma
musical
más característica: la sinfonía. Al igual que en las sinfonías, el motivo
central de la moderna
era capitalista quedó definido por entero desde el primer instante, sólo que en
su forma más
simple, ejecutado, por así decirlo por un sólo instrumento aislado. Luego el
mismo motivo
ha venido siendo ejecutado sucesivamente por más y más instrumentos, atravesando
en
oleadas sucesivas movimientos de diversos tempos y tonalidades, hasta culminar
grandiosamente, a toda orquesta, por estos días. Solamente que la melodía no ha
devenido en
ser de manera alguna, para los seres humanos que la ejecutan, la canción de la
alegría.
El paso de la humanidad a la época moderna transcurrió primero en un centro,
conformado
por un puñado de países relativamente pequeños, que adquirieron en virtud de
ello, por un
tiempo, el status de potencias imperiales. Sus habitantes, relativamente pocos,
no debido al
color de su piel ni la forma de sus ojos, sino a las superiores relaciones
sociales en que se
desenvolvían y producían, parecieron por un tiempo verdaderos superhombres.
Al resto del planeta y sus habitantes, la inmensa mayoría que ha seguido
viviendo más o
menos como siempre, incluso hasta nuestros días, la nueva época nos envolvió
tempranamente como un vendaval de nuevas ideas y mercancías, acompañadas de
voraces
compañías y amenazantes cañoneras. La transformación de las relaciones sociales,
en
cambio, es decir, la forma en que la gente vive y produce, aquello transcurrió
mucho más
lentamente... hasta el fin de siglo que vivimos.
Ahora, sin embargo, el proceso de globalización de las modernas relaciones
sociales se ha
desatado en avalancha definitiva.
El grupo de países y regiones donde fueron surgiendo primero y se han
desarrollado en
plenitud las relaciones capitalistas de producción—esencialmente el trabajo
asalariado
explotado masivamente por el capital—no han llegado a albergar todavía sino una
mínima
fracción, tal vez un quinto hoy, de la población mundial. Dicho grupo se fue
conformado,
inicialmente por un par y luego el resto de los países de Europa nor-occidental,
seguidos de
sus colonias blancas, principalmente los EE.UU., más tarde, ya en el curso del
presente
siglo, Japón y el resto de los países de Europa Occidental y desde hace un par
de décadas,
los así llamados NICs y otras regiones del mundo, entre las que se cuenta
nuestro país.
En su conjunto, el proceso aludido puede apreciarse, quizás mejor que en
cualquier otro
fenómeno acaecido en el curso de estos dos siglos, por el paso de la humanidad
del campo a
la ciudad. Baste recordar que hacia 1850 había en el mundo entero sólo 62
ciudades de más
de cien mil habitantes, un tercio de las cuales estaba en Inglaterra. No más de
nueve
ciudades superaban entonces los quinientos mil y solamente Londres y París se
empinaban
por sobre el millón de habitantes. En la Inglaterra de la revolución industrial,
sólo el 20% de
la población vivía en ciudades de más de cien mil habitantes. Las diez grandes
ciudades del
mundo de hoy, en cambio—Tokio, Sao Paulo, Shanghai, Bombay, México, Nueva York,
Beijing, Lagos, Yakarta y Los Ángeles, en orden decreciente según su población
al 2000—,
habrán aumentado su población conjunta desde 38.6 millones de habitantes en 1950
a 173.4
millones de habitantes el año 2000.
El tránsito mencionado, como se ha mencionado, no está completo ni mucho menos.
Nada
más en la India, las tres cuartas partes de sus 950 millones de habitantes vive
todavía como
siempre, en pequeños villorrios y aldeas. En China, actualmente, el 57% de la
población vive
asimismo en el campo, porcentaje que está disminuyendo, sin embargo, en forma
vertiginosa, desde un 80% hace 20 años, al inicio de las reformas económicas en
ese país.
Por decirlo todo con una sola cifra: En 1860, en el apogeo del Imperio
Británico, la pujante
economía de la Revolución Industrial que fue capaz de derribar todas las
fronteras e inundar
el mundo entero con sus mercancías, contaba con una fuerza de trabajo de
aproximadamente
seis millones de personas. Puesto que las relaciones sociales modernas no
existían por ese
entonces prácticamente en ninguna otra parte, a excepción de pequeños bolsones
en
regiones aledañas en el continente europeo y algunas de las colonias blancas de
Inglaterra,
se puede decir que hace siglo y medio la economía capitalista mundial tenía, más
o menos, la
magnitud de la economía chilena de hoy! Por estos días, en cambbio, cuando el
proceso de
extensión de las relaciones sociales capitalistas por el mundo dista aún de
estar completo, la
fuerza de trabajo sometida a las mismas alcanza tal vez a unos mil quinientos
millones de
personas, es decir, se ha multiplicado doscientas cincuenta veces.
La ética del progreso ha predominado en nuestro país más que ninguna otra,
durante los
últimos treinta años. Ha sido sucesivamente la ética principal de los
reformadores y
revolucionarios de los sesenta y principios de los setenta, de la feroz
dictadura militar de las
dos décadas siguientes y de los gobiernos más propiamente burgueses de los
noventa. La
ética del advenimiento de la modernidad, la ética del progreso, ha sido
probablemente el
principal motor compartido que ha llevado al conjunto de la sociedad chilena a
transformarse de arriba abajo en todo este tiempo.
Porque transformados hemos sido y en parte principal por deseo, obra y gracia de
nosotros
mismos. Chile ha avanzado aceleradamente en el curso de las últimas décadas por
la senda
del advenimiento de la modernidad. Mientras su población crecía en una vez y
media entre
1970 a 1997, su fuerza de trabajo ocupada se duplicaba y su producto interno
bruto se
multiplicaba por tres, durante el mismo período. Durante los últimos quince años
y hasta el
inicio de la crisis mundial actual, como se sabe, la economía chilena fue una de
las más
dinámicas del mundo, con un crecimiento promedio superior cercano al 8% anual.
La clave para comprender el dinamismo de la sociedad chilena en estos años se
encuentra,
probablemente, en zonas más profundas que aquellas otras, más de superficie,
donde se
desenvuelven las políticas económicas de un tipo u otro. Es por allá abajo donde
la
estructura de relaciones sociales del país ha sufrido transformaciones radicales
en el curso
de las cuatro décadas. En este período se terminó definitivamente con la vieja
relación
agraria del latifundio/inquilinaje, que fuera predominante hasta mediados del
siglo XX. Al
mismo tiempo, la proporción de la fuerza de trabajo ocupada en la agricultura ha
bajado
desde cerca del 40% en 1960 a menos del 15% en la actualidad, y continúa bajando
a razón
de un punto porcentual por año, aproximadamente. En el mismo período, la
proporción de
mujeres en la fuerza de trabajo ocupada ha crecido de 22% a más de 32%,
alcanzando Chile
en ambos indicadores y superando en algunos casos, a los países más avanzados de
América Latina en esta materia. Las viejas oligarquías conservadoras se han
transformado, al
menos en su comportamiento económico, en una clase capitalista bastante
agresiva. Una
proporción importante de las personas que trabajan, a lo menos la mitad de
ellas, son hoy
día asalariados modernos que trabajan para los anteriores y su proporción crece
más allá de
sus fluctuaciones ligadas al ciclo económico.
Cambios tan profundos no han ocurrido por si solos. Muy por el contrario, los
mismos han
tenido lugar al mismo tiempo que el país atravesaba décadas de turbulencias
políticas. Ellas
mismas han sido causadas por y son a su vez causantes de, las transformaciones
sociales y
económicas aludidas.
Es bien conocida la confrontación violenta entre el período de profundas
reformas iniciado
durante los años sesenta por el gobierno de Eduardo Frei Montalva y que
culminara en el
gobierno revolucionario de Salvador Allende, y la brutal dictadura militar que
sucediera a
éste último gobierno. Menos sabido, sin embargo, es el hecho que la misma
dictadura de
Pinochet, que violó todas las leyes, se vio en cambio en la obligación de
respetar casi a la
letra dos muy importantes: la Reforma Agraria y la Nacionalización del Cobre.
Ambas leyes
constituyen, como es bien sabido—junto a la alfabetización universal y la
extensión de la
enseñanza básica obligatoria de seis a ocho años, el medio litro de leche para
todos los
niños y la reforma universitaria—el legado fundamental de los gobiernos de Frei
Montalva
y, especialmente, de Salvador Allende. Son conocidos, por otra parte, los muchos
elementos
de continuidad entre la dictadura militar y el prolongado e inconcluso período
de transición
a la democracia que le ha seguido.
De esta manera en Chile, al igual que en el resto del mundo, el advenimiento de
la
modernidad se ha logrado, al menos en sus etapas culminantes recientes, mediante
la acción
determinada de los mismos actores principales. En primer lugar, en virtud de la
intervención
revolucionaria del pueblo al menos en dos momentos decisivos: el período de
transformaciones sociales y económicas profundas de fines de los años sesenta y
principios
de los setenta y el término de la dictadura militar a fines de los ochenta. La
dictadura militar
que por 17 años sucedió al derrocamiento del presidente Allende, impuso el orden
postrevolucionario
de la manera más brutal. Al mismo tiempo, como se ha dicho, se vio forzada
a respetar los logros principales del período anterior en cuanto a las
transformaciones en la
estructura social del país. Por otra parte, vio despejado el camino para la
imposición de las
medidas modernizadoras más duras, tales como la reducción de aranceles, por
ejemplo,
gracias a que el período revolucionario anterior había barrido con los sectores
sociales más
conservadores, tales como los latifundistas y los industriales monopólicos
favorecidos por
la política de sustitución de importaciones. Finalmente, la burguesía ha
asegurado su
hegemonía y se ha hecho cargo más directamente del gobierno del país a partir
del término
de la dictadura militar.
Sólo la acumulación de catástrofes del siglo que termina ha logrado poner en
cuestión—aunque en ámbitos limitados, algunos de los cuales se comentan más
abajo—el
gran imperativo ético del advenimiento de la modernidad: la lucha incesante por
el progreso
en todo orden de cosas. Si somos capaces de controlar sus excesos y sobrevivir
sus
consecuencias potencialmente catastróficas, es probable que, de alguna manera, a
partir de la
época moderna en adelante, la ética del progreso seguirá acompañando el devenir
de la
humanidad en el futuro. Si, como dijo un gran físico de visita en Chile, nuestra
vocación
como especie es llegar a transformar el universo.
Es tiempo que los Chilenos asumamos la Ética de la Modernidad Madura
La Revolución Francesa vino al mundo declarando los derechos del hombre,
proclamando
La Libertad, la Igualdad, y la Fraternidad.
El advenimiento de la modernidad ha sido posible en virtud del principio que
todos los seres
humanos somos iguales y libres. En nombre de la libertad y la igualdad se han
abolido
todas las castas y estamentos, todas las servidumbres y sujeciones de la vieja
sociedad
agraria. A excepción, naturalmente, de aquellos sometimientos de nuevo tipo que
surgen
enmascarados tras el imperio, precisamente, de la más irrestricta libertad de
comercio y
contratación. La ética ciudadana de la libertad e igualdad conforma el sustento
básico de la
moderna democracia.
Estos valores de la ética moderna, como dice Eric Hobsbawm parecían
universalmente
aceptados y en efecto se hicieron bien generales en Europa Occidental y otros
lugares,
durante en el liberal siglo XIX. Sufrieron duros embates, sin embargo, en el
curso de este
siglo de catástrofes. Recién como reacción a los horrores de la Segunda Guerra,
se ha
venido difundiendo en el mundo un importante movimiento que ha logrado
restablecerlos en
cierta medida. En estos días en que celebramos el quincuagésimo aniversario de
la
declaración universal de los derechos del hombre firmada el 10 de diciembre
de1948, al
menos, el imperio de los mismos parece relativamente consolidado y adquirir
creciente
amplitud en el mundo que vive la modernidad madura, en el así llamado Primer
Mundo. Los
avances recientes en el reconocimiento de la juridicción universal para juzgar
crímenes
contra la humanidad constituyen un logro muy importante al respecto.
En nuestro país puede considerarse quizás un logro importante de las últimas
décadas, el
asentamiento del derecho ciudadano a la libertad individual. Este derecho humano
fundamental ha pasado a formar parte de la ética ciudadana en Chile de una
manera
insólitamente contradictoria. En la conjunción de su ejercicio más desenfrenado
por parte de
una minoría privilegiada, que al mismo tiempo aplaudía su conculcación más
brutal para la
mayoría, con la lucha de ésta última por terminar con una tiranía opresora. Pero
sea como
sea, el hecho es que, como resultado de todo este proceso, hoy en día la
libertad ciudadana
constituye un valor ético indiscutido en Chile, para la gran mayoría de la
población.
Asimismo, Chile de hoy, a pesar de sus irritantes desigualdades económicas, es
una
sociedad en que los remanentes de todo el viejo sistema de castas asociadas al
latifundio han
desaparecido para siempre. Lo anterior sin perjuicio que en la sociedad Chilena
actual
permanecen plenamente vigentes una serie de estructuras sociales heredadas del
tiempo
antiguo, como las relaciones familiares amplias, por ejemplo. Las mismas, sin
embargo, son
hoy día más bien funcionales al desarrollo de los negocios que derivaciones de
la propiedad
de la tierra. Hoy por hoy las únicas verdaderas—y enormes—diferencias entre los
Chilenos,
se miden esencialmente en dinero. Lleno de contradicciones una vez más, Chile
mantiene
una desigualdad en la distribución del ingreso y la riqueza mucho mayor que la
de hace
treinta años y una de las más regresivas, la séptima peor del mundo de acuerdo
al Banco
Mundial. Al mismo tiempo, es un país donde la movilidad social y la ética de la
moderna
igualdad ciudadana tienen una presencia mucho más establecida que antes.
Por otra parte, la antigua ética de la fraternidad, ha tenido una gran
importancia en nuestro
país en el curso de las últimas décadas. Siempre que el pueblo, la gente
sencilla, ha decidido
que ha llegado la hora de tomar en sus manos la solución de los grandes
problemas que
aquejan al país, su protagonismo ha ido acompañado del florecimiento de la ética
solidaria,
Así ocurrió en Chile durante los años sesenta y especialmente durante el
Gobierno del
presidente Allende. Lo mismo ocurrió en la época de la lucha multitudinaria por
el fin de la
dictadura. En Chile no se dieron, como en otros países, dictaduras burocráticas
con manto
ideológico de izquierda. Estos usualmente abusaron del sentimiento solidario,
para
establecer una suerte de modernas sociedades espartanas, en las cuales la
propiedad era
usurpada colectivamente por las burocracias que se ungían a si mismas en
despóticas
tutroras de la mayoría ciudadana.
Hoy en día, en cambio, prima en nuestro país esa distorsión de la ética de la
libertad
individual que es el individualismo. La ilusión que nos bastamos a nosotros
mismos en la
medida que tenemos dinero suficiente para ello. Ella no cae en cuenta, al igual
que el
personaje de Dostoievsky, que el dinero no es otra cosa que trabajo de otros
cristalizado en
esa forma. El predominio de la distorsión individualista constituye en cierto
sentido una
paradoja, puesto que se desata en un mundo en el cual, en verdad, las personas
están ligadas
e imbricadas entre sí, intercambiando sus trabajos por todo el planeta, más que
nunca antes
en la historia.
La moderna ética ciudadana de la libertad y la igualdad, si bien se ha
establecido en Chile
con alguna solidez en los espacios de las relaciones sociales, deja mucho que
desear en los
espacios del estado y la política, y de los derechos económicos de las mayorías.
Aquello crea
una tensión bien grande la cual, mientras no encuentre cauce de movimiento,
continuará
ocasionando temblores en esta sociedad. Como el vivido hace poco con la elevada
abstención electoral o las extendidas protestas con ocasión de asumir Pinochet
la senaturía
vitalicia. O terremotos, como el vivido recientemente a raíz de su detención en
Londres.
Basta pasar revista a la Declaración Universal de los Derechos Humanos, para
comprobar
hasta que punto los mismos distan mucho de ser una realidad en la sociedad
chilena de hoy.
En sus 30 artículos la mencionada declaración hace referencia, entre otros
aspectos, a la
igualdad de derechos de los hombres y las mujeres, al derecho a la no
discriminación, el
derecho a la vida, la libertad y seguridad; prohibe toda forma de esclavitud y
servidumbre,
prohibe las torturas; establece al derecho a la justicia, a la libre
circulación, al asilo, a la
nacionalidad, a la propiedad, a la libertad de pensamiento, opinión y
asociación, a participar
en el gobierno de su país, a elegir las autoridades mediante sufragio universal;
a la seguridad
social y las satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales, al
trabajo y a la
protección contra el desempleo, al descanso y a un nivel de vida adecuado, a la
educación y
la salud. Declara que en el ejercicio de sus derechos y en el disfrute de sus
libertades, toda
persona estará solamente sujeta a las limitaciones establecidas por ley con el
único fin de
asegurar los derechos y libertades de los demás y de satisfacer las justas
exigencias de una
sociedad democrática.
El hacer realidad el respeto a todos estos derechos, al menos en la medida
mínima que los
mismos son una realidad en los países más avanzados, constituye todo un programa
ético
para la sociedad chilena actual. Algunos de sus puntos, sin embargo, merecen ser
atendidos
sin demora.
Se requiere en Chile un nuevo consenso ético en relación al reconocimiento del
derecho a la
justicia. No parece posible conciliar en nuestro país por más tiempo, la
educación de
nuestros hijos en los valores éticos del respeto del derecho a la vida, con la
impunidad
absoluta de quiénes han cometido en esta tierra los más atroces crímenes contra
la
humanidad. Los mismos que se han develado a todo el mundo, una vez más, con
ocasión de
la detención del ex dictador.
Se requiere en Chile un nuevo consenso ético en relación a la seguridad social y
la
satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales, al trabajo y a
la protección
contra el desempleo, al descanso y a un nivel de vida adecuado, a la educación y
a la salud,
para la abrumadora mayoría de nuestros compatriotas. Basta mencionar, a modo de
ejemplo
de lo que hay que cambiar en éste plano, la transgresión a los principios éticos
establecidos
en la carta de las Naciones Unidas que significan las extenuantes y prolongadas
jornadas de
trabajo a las que están sometidos hoy la mayoría de los trabajadores en Chile.
En el viejo
latifundio los campesinos trabajaban de sol a sol pero al menos se les
respetaban las noches,
los domingos y las fiestas de guardar. En el Chile moderno los asalariados y
trabajadores
por cuenta propia laboran de día y de noche y a este respecto no hay fiesta que
valga para
ellos.
Se requiere en Chile un nuevo consenso ético en relación a los llamados derechos
de
segunda generación. Entre éstos, nos cabe dar especial atención al cuidado del
mundo que
nos rodea y del cual los seres humanos constituimos una especie más. Este Chile
de
capitalismo adolescente está destruyendo a un ritmo pavoroso y poniendo en
riesgo la
supervivencia misma, del bello pero frágil entorno natural de nuestro país.
Nuestra mayor
obra colectiva, la más compleja, la ciudad de Santiago, se ha convertido en un
lugar
peligroso para la vida humana.
Parece claro, finalmente, que para que todo lo anterior sea posible, se requiere
un nuevo
consenso ético acerca del derecho de los chilenos a participar en el gobierno de
su país y a
elegir las autoridades del mismo mediante sufragio universal. Ello significa, ni
más ni
menos, establecer en Chile una nueva Constitución de origen incuestionablemente
democrático, del que carece la actual.
Al parecer hemos terminado en Chile nuestra propia “era de las revoluciones”. Se
ha
logrado el objetivo histórico principal de la misma, es decir, realizar las
transformaciones
sociales y económicas que han hecho posible que Chile termine definitivamente de
atravesar
las puertas de la modernidad. Cumplida esa etapa, la sociead chilena requiere
establecer
ahora un nuevo consenso ético para adentrarse a paso firme en el próximo
milenio.
Manuel Riesco, jueves, 14 enero 1999