Adam Smith
CAPÍTULO IV
DEL ORIGEN Y USO DE LA MONEDA
Tan pronto como se hubo establecido la división del trabajo sólo una pequeña parte de las necesidades de cada hombre se pudo satisfacer con el producto de su propia labor. El hombre subviene a la mayor parte de sus necesidades cambiando el remanente del producto de su esfuerzo, en exceso de lo que consume, por otras porciones del producto ajeno, que él necesita. El hombre vive así, gracias al cambio convirtiéndose, en cierto modo, en mercader, y la sociedad misma prospera hasta ser lo que realmente es, una sociedad comercial.
Cuando comenzó a practicarse la división del trabajo, la capacidad de cambio se vio con frecuencia cohibida y entorpecida en sus operaciones. Es de suponer que un hombre tuviera de una mercancía más de lo que necesitaba, en tanto otro disponía de menos. El primero, en consecuencia, estaría dispuesto a desprenderse del sobrante, y el segundo, a adquirir una parte de este exceso. Mas si acontecía que este último no contaba con nada de lo que el primero había menester, el cambio entre ellos no podía tener lugar. El carnicero tiene más carne en su establecimiento de la que consume, y el cervecero y el panadero gustosamente comprarían una parte de ese excedente. Sin embargo, nada pueden ofrecer en cambio; como no sea el remanente de sus producciones respectivas, y puede ocurrir que el carnicero disponga de cuanto pan y cerveza inmediatamente necesita. En estas condiciones es imposible que el cambio se efectúe entre ellos. Uno no puede ser mercader, ni los otros clientes, con lo cual todos pierden la posibilidad de beneficiarse con sus recíprocos servicios. A fin de evitar inconvenientes de esta naturaleza, todo hombre razonable, en cualquier período de la sociedad, después de establecida la división del trabajo, procuró manejar sus negocios de tal forma que en todo tiempo pudiera disponer, además de los productos de su actividad peculiar, de una cierta cantidad de cualquier otra mercancía, que a su juicio escasas personas serían capaces de rechazar a cambio de los productos de su respectivo esfuerzo.
Es muy probable que para este fin se seleccionasen y eligieran, de una manera sucesiva, muchas cosas diferentes. En las edades primitivas de la sociedad se dice que el ganado fue el instrumento común del comercio y, a pesar de ser extraordinariamente incómodo para esos fines, hallamos con frecuencia valuadas las cosas, en aquellos tiempos remotos, por el número de cabezas que por ellas se entregaban en cambio. La armadura de Diomedes, al decir de Homero, únicamente costó nueve bueyes, pero la de Glauco importó ciento. En Abisinia se asegura que la sal es el instrumento común de cambio y de comercio; en algunas costas de la India se utiliza cierto género de conchas; el pescado seco, en Nueva Zelanda; el tabaco, en Virginia; el azúcar, en algunas colonias de las Indias Occidentales; los cueros y las pieles, en otros países, y aun en Escocia existe actualmente un lugar donde, según nos informan, es cosa corriente que un artesano lleve clavos, en lugar de monedas, a la panadería, o a la taberna.
Sin embargo, en todos los países resolvieron los hombres, por diversas razones incontrovertibles, dar preferencia para este uso a los metales, sobre todas las demás mercaderías. Éstos no sólo se conservan con menos pérdida que cualquier otro artículo, pues contadas cosas son menos perecederas, sino que, además, se pueden dividir sin menoscabo en las partes que se quiera, o fundir de nuevo en una sola masa, cualidad que no poseen otras mercancías igualmente durables, Es precisamente esta propiedad la que los convierte en instrumentos aptos para la circulación y el comercio. El hombre que necesita comprar sal, pongamos por caso, y no tiene otra cosa para dar en cambio sino ganado, se ve obligado a adquirir la cantidad equivalente a un buey, o a una oveja, y a retirar de una vez toda la sal. Difícilmente podrá comprar una menor proporción, porque lo que ha de dar en cambio no se puede dividir, como no sea con pérdida. Y si fuese mayor la cantidad apetecida, se vería obligado a comprarla duplicando o triplicando la contraprestación, hasta el valor de dos o tres bueyes, o de dos o tres ovejas. Por el contrario, si en lugar de poseer bueyes u ovejas dispone de metal para dar en cambio fácilmente puede proporcionar la cantidad de éste, que se ve obligado a ceder, a la cantidad de mercancía que de una manera precisa necesita.
Diferentes clases de metales se han usado para estos cometidos en varias naciones. El hierro fue instrumento común de comercio entre los antiguos espartanos; el cobre entre los romanos primitivos, y el oro y la plata entre todas las naciones ricas y comerciantes.
Parece ser que, en un principio, se utilizaron estos metales en barras toscas, sin cuño ni sello. Plinio refiere, apoyándose en la autoridad de un historiador antiguo, Timeo, que hasta la época de Servio Tulio no tuvieron los romanos moneda acuñada, sirviéndose de barras de cobre sin marca, para comprar cuanto necesitaban. Estas barras groseras hacían, pues, en aquellos tiempos, las funciones de moneda.
El uso de metales, en esta forma rudimentaria, tropezaba con dos inconvenientes muy grandes; primero, la incomodidad de pesarlos, y segundo, la de contrastarlos. En los metales preciosos, una pequeña diferencia en la cantidad se traduce en una gran discrepancia de valor, por lo que la tarea de pesarlos con la máxima exactitud requiere, cuando menos, pesas y balanzas muy ajustadas. En particular, el peso del oro es una operación delicadísima. En los metales más bastos, donde un pequeño yerro carece de importancia, se requiere, sin duda alguna, menos precisión. Pero no por eso sería menos embarazoso que cuando un pobre hombre tuviese necesidad de comprar o vender una cosa por valor de un cuartillo de penique se viese en la precisión de pesarlo. La operación de contraste es más difícil y embarazosa todavía, y aun resulta incierta siempre cualquier comprobación, como no se deshaga alguna parte del metal en el crisol con disolventes adecuados. Antes, pues, de que se estableciera la moneda acuñada, el pueblo siempre estaba expuesto a los fraudes y engaños más groseros, a no ser que recurriese a aquellas prolijas y difíciles operaciones, ya que, en lugar de una libra de pura plata o cobre, podía recibir, en cambio de sus bienes, una masa adulterada de los materiales más bajos y baratos, aunque tuvieran la apariencia de los codiciados metales. Para evitar estos abusos, facilitar los cambios y fomentar por este procedimiento el comercio y la industria, en todas sus manifestaciones, se consideró necesario, en cuantos países adelantaron algo en el camino del progreso, colocar un sello público sobre cantidades determinadas de aquellos metales que acostumbraban a usar esas naciones para comprar todo género de mercancías. Tal es el origen de la moneda acuñada y de aquellos establecimientos públicos llamados "Casas de Moneda", instituciones que guardan un gran parecido con las oficinas (Lonjas) que inspeccionan. y sellan los tejidos de lana y lino. Todos ellos se proponen, por igual atestiguar, por medio de un sello oficial, la cantidad y calidad uniforme de esas diferentes clases de mercancías cuando llegan al mercado.
Los primeros sellos públicos de esta clase, que se estamparon en los metales corrientes, tuvieron como finalidad asegurar, en la mayor parte de los casos, lo que es más difícil e importante de probar, o sea la finura y buena calidad del metal, y fueron parecidos a la marca esterlina, que se pone en Inglaterra en los objetos y barras de plata, y al sello, que se estampa en España sobre los lingotes de oro, en uno de los costados de la pieza, que sólo asegura la finura y calidad del metal, pero no su peso. Abraham pesó a Ephrón los cuatrocientos siclos de plata que se comprometió a pagar por el campo de Macpela. Aunque esta moneda se decía era corriente en el mercado, aceptábase por peso y no por cuenta, del mismo modo que al presente se hace con las barras de oro o de plata marcadas. Las rentas de los antiguos reyes anglosajones es fama que se pagaban, no en moneda, sino en especie, es decir, en vituallas y provisiones de todo género. Fue Guillermo el Conquistador quien introdujo la costumbre del pago en dinero, pero durante mucho tiempo, este dinero no se recibió en el tesoro por cuenta, sino al peso.
Las dificultades e inconvenientes de pesar con exactitud dichos metales dieron origen a la técnica de la acuñación. Las improntas, que cubrían ambos lados de la pieza y, a veces, los bordes, se proponían atestiguar no sólo la finura sino el peso del metal. Por dicha razón esos cuños se reciben actualmente por cuenta, sin tomarse la molestia de pesarlos.
Los nombres que se pusieron a estos cuños parecen expresar, en su. origen, el peso o cantidad de metal de cada pieza. En la época de Servio Tulio, que fue el primero que acuñó, en Roma, el as romano o pondus contenía una libra romana de buen cobre. Se dividía, de la misma manera que nuestra libra llamada troy, en doce onzas, cada una de las cuales contenía una onza de cobre de buena calidad. La libra esterlina, inglesa, en tiempos de Eduardo I, contenía una libra (peso de la Torre), de plata, de determinada ley. La libra
peso de la Torre parece haber sido algo más que la romana y menos que la troy. Esta última no se introdujo en la circulación inglesa hasta el año 18 del reinado de Enrique VIII. La libra francesa contenía en la época de Carlo Magno una libra troy de reconocida finura. La feria de Troyes, en Champaña, era frecuentada en aquel tiempo por mercaderes de todas las naciones de Europa, y por eso fueron generalmente estimados y conocidos los pesos y medidas de un mercado tan famoso. La llamada libra escocesa, desde la época
de Alejandro I hasta la de Roberto Bruce, contenía una libra de plata del mismo peso y finura que la libra esterlina inglesa. Los peniques ingleses, franceses y escoceses contuvieron, también en su origen, el peso efectivo de un penique de plata, que es la vigésima parte de una onza y la doscientoscuarentava parte de una libra. El chelín también parece que fue en sus comienzos una denominación ponderal. Cuando el trigo esté a doce chelines el "cuarterón", dice una antigua disposición de Enrique III, el pan vendido por un cuartillo de chelín pesará once chelines y cuatro peniques. No obstante, la proporción entre el chelín y el penique, y entre el chelín y la libra, no parece haber sido tan constante y uniforme como entre el penique y la libra. Durante la primera dinastía de los Reyes de Francia, el sueldo o chelín francés tuvo en diferentes ocasiones cinco, doce, veinte y cuarenta peniques. Entre los antiguos sajones el chelín parece haber contenido únicamente cinco peniques en determinada época, y no es del todo improbable que variase tanto entre ellos como entre los franceses. Desde tiempos de Carlo Magno, entre los franceses, y desde Guillermo el Conquistador, entre los ingleses, la proporción entre la libra, el chelín y el penique parece haber sido con cierta uniformidad la misma que guardan actualmente, aun cuando el valor de cada una de estas monedas haya variado mucho. A mi modo de ver, en todos los países del mundo la avaricia e injusticia de los príncipes y Estados soberanos abusaron de la confianza de los súbditos, disminuyendo grandemente la cantidad real del metal que originariamente deberían contener las monedas.
El as romano, en los últimos periodos de la Republica, se redujo a la veinticuatroava parte de su valor original y, en lugar de pesar una libra, sólo pesaba la mitad de una onza. La libra inglesa y el penique contienen actualmente una tercera parte; la libra y el penique escocés como una trigésima sexta, y la libra y el penique francés sólo una sexagésima sexta parte de su antiguo valor. Por medio de estas operaciones, los Príncipes y Soberanos que la acuñaban se hallaron en condiciones, por lo menos en apariencia, de pagar sus deudas y cumplir sus obligaciones con una cantidad menor de plata de la que en otro caso hubieran necesitado. Mas fue solamente en apariencia, porque, en realidad, los acreedores se vieron defraudados en gran parte de lo que se les debía. A todos los demás deudores en el Estado se les otorgó el mismo privilegio, y pudieron pagar con la misma suma nominal de la nueva moneda depreciada lo que habían tomado prestado en la antigua. Por lo tanto, estas operaciones favorecieron siempre a los deudores, pero fueron ruinosas para los acreedores, y a veces han ocasionado revoluciones más grandes y universales en las fortunas de las personas privadas que las provocadas por una gran calamidad pública.
Es así como la moneda se convirtió en instrumento universal de comercio en todas las naciones civilizadas, y por su mediación se compran, venden y permutan toda clase de bienes.
Ahora vamos a. examinar cuáles son las reglas que observan generalmente los hombres en la permuta de unos bienes por otros, o cuando los cambian en moneda. Estas reglas determinan lo que pudiéramos llamar el valor relativo o de cambio de los bienes.
Debemos advertir que la palabra VALOR tiene dos significados diferentes, pues a veces expresa la utilidad de un objeto particular, y, otras, la capacidad de comprar otros bienes, capacidad que se deriva de la posesión del dinero. Al primero lo podemos llamar "valor en uso", y al segundo, "valor en cambio". Las cosas que tienen un gran valor en uso tienen comúnmente escaso o ningún valor en cambio, y por el contrario, las que tienen un gran valor en cambio no tienen, muchas veces, sino un pequeño valor en uso, o ninguno. No hay nada más útil que el agua, pero con ella apenas se puede comprar cosa alguna ni recibir nada en cambio. Por el contrario, el diamante apenas tiene valor en uso, pero generalmente se puede adquirir, a cambio de él, una gran cantidad de otros bienes.
Para investigar los principios que regulan el valor en cambio, de las mercancías, procuraremos poner en claro,
Primero, cuál sea la medida de este valor en cambio, o en qué consiste el precio real de todos los bienes;
Segundo, cuáles son las diferentes partes integrantes de que se compone este precio real.
Por último, cuáles son las diferentes circunstancias que unas veces hacen subir y otras bajar algunas o todas las distintas partes componentes del precio, por encima o por debajo de su proporción natural o corriente; o cuáles son las causas que algunas veces impiden que el precio del mercado, o sea el precio real de los bienes, coincida exactamente con lo que pudiéramos denominar su precio natural.
Me propongo explicar, con la claridad y precisión posibles estas tres cuestiones en los tres capítulos siguientes, en los cuales someteré a dura prueba la paciencia y la atención del lector: la paciencia, para examinar y revisar detalles que a veces nos pueden parecer innecesariamente prolijos; la atención, para comprender lo que, aun después de tanta explicación como seamos capaces de dar, pudiera parecer innecesariamente tedioso. Pero correré el riesgo de ser prolijo para tener la seguridad de ser claro. Aun a pesar de hacer el máximo esfuerzo para conseguirlo, quedarán todavía algunos puntos oscuros, sin aclarar, debido a la naturaleza en extremo abstracta del tema.