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Aproximación al concepto del Derecho desde la perspectiva triádica: Descripción de su estructura, su dinámica y su finalidad
Sebastiao Batista
Cuarta Parte - Conclusiones generales
17.1 Fuerzas de inspiración del orden social, del orden jurídico y del poder
El modelo de organización social a través del poder monádico metafísico o teocrático se sostiene en la creencia de que la materia y la estructura para la constitución del orden social se encuentran en las fuerzas y valores espirituales, que determinan la formación, la justificación y la jerarquía de toda la realidad. Según esta concepción, denominada tradicional, el eje y el punto de partida para la creación del Estado es la jerarquía concebida por una fuerza creadora que no es de este mundo, sino del espíritu, que es más fuerte que cualquier fuerza puramente material y simplemente humana, y resultante de una acción espiritual como el movimiento ordenador de las cosas en torno a un eje inmutable que se impone, no por violencia, sino por adhesión y presencia1.
Se trata de un orden que tiene origen, no en la naturaleza, como es el caso de la física, a la que se estudia por medio de la ciencia, sino que de un orden que está más allá, que se entiende por metafísica. Por lo tanto se trata de lo que es sobrenatural. La física se sitúa en el ámbito de lo científico, racional y discursivo, mientras que la metafísica se refiere al conocimiento suprarracional, intuitivo e inmediato, pero no de la intuición sensible, sino de la intuición intelectual, que es la que se concibe como de dominio de los principios eternos e inmutables y se apoya en las palabras, signos, simbólicos, ritos o procedimientos pertenecientes al mundo natural y de la comunicación2.
Según esta concepción hay por parte del inferior un reconocimiento de la jerarquía, que es, desde su visión del mundo, quien, en definitiva, tiene necesidad del superior. Así que, no es el jefe el que tiene necesidad de gregarios, sino que es el gregario el que tiene necesidad de un jefe, por lo que resulta una atracción y una subordinación natural de los primeros hacia éste, puesto que, en realidad, se trata de una jerarquía espiritual la que da fundamento al orden establecido3. La jerarquía, en esta visión del mundo, resulta de la naturaleza individual e implica un conjunto de actitudes especiales que predisponen a cada persona al cumplimiento de una determinada función. El acceso a las funciones especiales y de relieve en el orden social, y a la cima de la jerarquía, de manera legítima, corresponde a los que tienen esas aptitudes. Así, la sed de poder se encuentra en la naturaleza individual y en las cualidades personales de los que están destinados al mando y la jerarquía, y se estructura en la efectiva diferencia de naturaleza existente entre los hombres4.
Así, el desorden consiste en la negación de las diferencias, lo cual implica la negación de la verdadera jerarquía social, que tiene origen y fundamento en un orden superior. Siendo así, la negación de las diferencias, bajo la forma del pseudo-principio de igualdad, no puede existir en ningún nivel, por la razón de que dos seres al mismo tiempo distintos y totalmente similares no pueden existir bajo ningún punto de vista. De la misma manera, según esta percepción, no puede existir una igualdad o uniformidad completa, razón por la cual no se puede, por ejemplo, distribuir una idéntica enseñanza a todos, puesto que no son todos por igual aptos para comprender las cosas y los mismos métodos no son indistintamente válidos para todos. Se imagina que el verdadero poder procede de lo más alto, por consiguiente, el pueblo no puede conceder un poder que él mismo no posee. Por esto, hace falta la sanción de un orden que sea superior al orden social, una autoridad espiritual que conceda el poder. Esto quiere decir, que el poder temporal está sometido a una autoridad espiritual5.
El autogobierno del pueblo, como el plasmado en la propuesta democrática, es de hecho imposible según la concepción del poder monádico teocrático, ya que es contradictorio que los mismos que gobiernan sean a la vez gobernados. Para esta relación se supone necesariamente dos términos, de un lado gobernados y de otro gobernantes, aunque éstos sean ilegítimos. Hacer creer al pueblo que se gobierna a sí mismo a través del sufragio universal y que la opinión de la mayoría es la que constituye el Estado y hace la ley es una ilusión, puesto que la opinión, con técnicas apropiadas, es fácil de dirigir y de modificar, con lo que se pueden provocar siempre corrientes en un sentido o en otro. Además, la idea de que la mayoría debe hacer la ley, aunque por la fuerza de las cosas, es esencialmente errónea, porque es una idea sobre todo teórica que no puede corresponder a una realidad efectiva. También hay que tener en cuenta, que los dirigentes aparentes no son siempre fieles a lo expresado en el sufragio universal y tampoco son siempre los que en realidad disponen de los medios necesarios para la consecución de una u otra opinión. Así que, el sufragio universal y la ley del mayor número no corresponden al consentimiento universal, tampoco son un criterio de verdad, sino que corresponden a la ley de la masa, del mayor peso o de la fuerza física6. En cambio, conforme al orden superior, la unidad es la que está en lo más alto de la jerarquía social, de la cual deriva y se somete toda la multiplicidad. En este plano se encuentran los jefes espirituales. Luego, en un nivel más bajo de la jerarquía se encuentra la aristocracia guerrera; después viene la burguesía; y por fin, en último grado, los trabajadores.
Así que, procedente del orden universal, según esta percepción, el poder y la autoridad no pueden estar sino con una élite, una minoría o aristocracia, con superioridad intelectual y espiritual, lejos de la fuerza numérica, de las fuerzas irracionales de las masas y del orden puramente físico o material, con carácter externo y cuantitativo. Sobre todo, el poder se asienta en el verdadero conocimiento, el de la intelectualidad de principios superiores, de significado y dirección espiritual. La alteración de este orden constituye una subversión de los principios superiores. Así, por ejemplo, sucede com la usurpación de poderes en los casos en que la aristocracia guerrera asume la autoridad propia de los jefes espirituales en la jerarquía social; cuando a través de la plutocracia la burguesía asume el control y el poder propio de la elite guerrera o de los jefes espirituales; o cuando las masas asumen el poder propio de los tres grados anteriores de la jerarquía social.
En cuanto a las funciones de cada clase en el Estado, el verdadero espíritu aristocrático establece los valores éticos y espirituales armonizados con los valores materiales y sociales que orientan la actividad cotidiana de cada uno en la sociedad. Por encima de la jerarquía social están los que pueden realizar por sí la función del espíritu, y por de bajo están los que por sí mismos no pueden participar de la cúspide del poder, sino que necesitan de quien les lleve a la órbita de lo superior. En la órbita de lo espiritual, el primer grado corresponde a la clase de los sacerdotes, que son los que conocen y captan las esencias; y el segundo grado corresponde a las clases responsables de las funciones de ordenación y defensa del orden social, especialmente las clases política y militar. En la órbita de lo material, se encuentra en primer lugar la función de ordenación y planificación de las actividades de la economía, correspondiente a la burguesía; y a continuación las funciones de ejecución inherentes a las actividades económicas, correspondientes al proletariado. Cada clase en la jerarquía cumple vínculos de subordinación y fidelidad con relación a la superior.
Por otra parte, para el ideario de la democracia, el hombre puede gobernarse a sí mismo en el ejercicio de la soberanía de su voluntad, expresada libremente por la mayoría del pueblo en su racionalidad. Así, la democracia es un sistema que se basa en la mayoría de los que expresan su voluntad, en su libertad y racionalidad. Y a partir de estos supuestos se erigen el Estado y todo el ordenamiento jurídico. Por lo tanto, en la democracia, el Estado resulta de la voluntad libre expresada en la sociedad por la mayoría de los seres racionales, de modo que estos pueden conducirse en la aventura humana hacia la realización de sus fines. Por lo contrario, en la concepción tradicional, de carácter teocrático o metafísico, que estriba en la idea de que el hombre no puede gobernarse a sí mismo, sino a través de un orden superior, y con la mediación de un pontífice o una clase aristocrática, la realidad social se estructura en una jerarquía en la que la esfera física se sitúa en lo más bajo, en la dimensión de las cosas que cambian, mientras la espiritual se sitúa en lo más alto, en la dimensión de lo inmutable, eterno e inmortal, donde lo metafísico, en su sentido trascendente, gobierna a lo físico y orienta las acciones sociales del hombre.
En la defensa de estos principios u otros, que en realidad simplemente disimulan los privilegios de los que los manejan, a lo largo de la historia se han justificado varios sistemas autoritarios de gobierno. Con relación al gobierno plasmado en la voluntad racional de la mayoría de los miembros de la sociedad, según los principios de igualdad y voluntad soberana, el sufragio universal es, en teoría, la expresión máxima e indiscutible de libertad. Para esta concepción, el poder político y el orden social deben resultar de la voluntad libre de la mayoría del pueblo. Sin embargo, ante los peligros resultantes de las amenazas provenientes de las minorías radicales o de los demagogos que pueden distorsionar el poder democrático o manipular el carácter instintivo y pasional de las masas, las élites sociales con apoyo militar en los momentos de inestabilidad suelen justificar el poder por la fuerza, con la promesa de restituirlo a la voluntad soberana del pueblo después que existan las condiciones favorables y de estabilidad del orden instituido.
Con relación a la idea moderna de democracia existe la creencia de infalibilidad del sistema democrático de gobierno cuando los que ejercen el poder lo hacen en representación de la supuesta voluntad de la mayoría, personificada en las instituciones estatales y cuantificada en algunos momentos para determinadas funciones por medio del sufragio universal. En cambio, como justificación de garantía de estas condiciones, en nombre de la democracia y de la voluntad soberana de la mayoría del pueblo, paradójicamente se han visto innumerables golpes militares y prácticas impositivas amparadas en la fuerza de las armas, en la fuerza técnica o de otros medios materiales.
También en las sociedades calcadas en las tradiciones con carácter metafísico, en las que la fuerza moral ya no garantiza a las jerarquías concebidas según esta cosmovisión, o por algún motivo sufre una crisis en su estructura de poder, se suele utilizar la fuerza material o del dominio violento para someter bajo control a los que se encuentran en las clases inferiores de la jerarquía. En tal caso, los de la clase inferior, que se sublevan o escapan de la fuerza de los principios del orden espiritual, tienen que ser sometidos por la fuerza material. Así, en nombre de los principios superiores, especialmente del orden espiritual, se ejercen los más cruentos mecanismos de control del poder temporal.
Con relación al pensamiento moderno, con sus diferentes matices racionalistas, éste se presenta en la historia como científico, ilustrado, positivista, evolucionista, etc. En consecuencia de ese caudal de la razón, el hombre cree que puede gobernarse a sí mismo a través de su voluntad soberana, que en la cultura del pensamiento moderno es sinónimo de libertad. A ese ideario de autogobierno, de los seres racionales, basado en la expresión de la voluntad libre del pueblo, se denomina democracia. En realidad, en el contexto de la cultura occidental, más que un sistema o forma de gobierno, la democracia significa una forma de vida, una ideología, una visión del mundo, una cosmovisión.
De un ideario filosófico y burgués, con carácter selectivo en los siglos XVIII y XIX, la democracia se desarrolla hacia la idea del sufragio universal, con fundamento especialmente en el principio de la igualdad entre las personas. Así, con el fundamento de que cualquier individuo equivale al otro, puesto que son numéricamente iguales, y que cada persona en condiciones de votar es igual a un voto, se estableció que todos los individuos a partir de determinada edad (normalmente a partir de los dieciocho años) se convirtiera en un ciudadano con derecho a voto, por lo tanto con capacidad para autogobernarse. Al principio esta práctica sólo tenía en cuenta la voluntad de los varones libres, pero con el pasar del tiempo, poco a poco, fue extendiéndose a los sectores marginados y en los primeros años de la segunda mitad del siglo XX se extendió, a través del voto, también al sexo femenino, igualando la mujer al hombre.
En razón del principio de igualdad y por el hecho de que el poder viene de los ciudadanos que expresan sus votos en sufragio universal, se define la democracia como el autogobierno del pueblo. No obstante el hecho de que, en el sufragio universal, se supone la voluntad de la mayoría y no exactamente la voluntad del todo. Se trata, pues, de una representación numérica de lo que los individuos de la sociedad desean. Además, se trata de una voluntad en potencia, y no exactamente en acto, puesto que, la mayoría que la expresa, lo hace a través de mandato sin un objeto específico. Por esto los críticos del proceso democrático, concebido en estos términos, lo entienden como una idea teórica, sin correspondencia efectiva en la realidad, sobre todo, cuando se elabora o se concretiza la ley, que se realiza indirectamente por medio de los dirigentes nombrados, que muchas veces no corresponden a la voluntad del pueblo, o por lo menos de la mayoría, u otras veces son manejados por quienes no aparecen en el proceso democrático. Los manejan, pues, los oficiales (los efectivamente dueños del poder) que se ocultan.
Por otra parte, la racionalidad democrática enfrenta como problema crucial la voluntad individual expresada con carácter pasional e instintivo, hecho que impide la reflexión y la libre expresión de la voluntad. Así, la presencia de las reacciones sentimentales en el proceso democrático constituye un factor perturbador de la expresión de la voluntad libre y en consecuencia un medio eficaz de actuación sobre las masas y manipulación del poder, puesto que el voto de la mayoría, en realidad, no se obtiene con el más riguroso razonamiento o con las más expresivas evidencias, sino con buena dosis de sentimientos, creencia y fe.
1 Evola, J. et Guenón, R. Jerarquía y democracia, Buenos Aires, 1997, Ediciones Teseo, p. 19.
2 Guenón, R. La metafísica oriental, Madrid 1995, Ediciones Obelisco, p. 23.
3 Evola, J. et Guenón, R. Jerarquía y democracia, Buenos Aires, 1997, Ediciones Teseo, p. 21-22.
4 Guénon, R. La metafísica oriental, Madrid 1995, Ediciones Obelisco, p. 25.
5 Evola, J. et Guenón, R. Jerarquía y democracia, Buenos Aires, 1997, Ediciones Teseo, p. 26.
6 Evola, J. et Guenón, R. Jerarquía y democracia, Buenos Aires, 1997, Ediciones Teseo, p. 30.
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