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CAPÍTULO V

EL TRATADO DE LIBRE COMERCIO DE NORTEAMÉRICA.

 

V.1.- LOS ESTADOS UNIDOS Y EL CANADÁ.

 

El largo aliento de las historias que confluyen en la firma y operación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, pese a la vecindad de los pueblos involucrados, difícilmente podría ser más diferenciado. Las marcas profundas que la geografía supo inscribir en las culturas, los modos de producir, las convicciones religiosas y políticas y en la diversidad de aspectos que, tanto entre los pueblos del Canadá, los Estados Unidos y México, como al interior de cada uno de ellos, han ido conformando un prolongado proceso de identidades y divergencias que, por supuesto, no conducían fatalmente a un regionalismo económico y comercial, al menos no como alternativa única.

          En el enfoque histórico que ocupa las siguientes páginas, es mi intención encontrar aquellos elementos que arrojen luz sobre el tradicional desencuentro de los Estados Unidos con el resto del continente americano, mucho más allá de la supuesta novedad u originalidad[1] de la nación que se independizó de Inglaterra; explicar la afirmación de Fernand Braudel, en el sentido de que: “Es cosa conocida y probada que las dos Américas se comprenden mal la una a la otra; que están mal hechas para comprenderse. Y esto constituye el drama de la actualidad.”[2]

          La colonización europea, las fuertes corrientes de una inmigración plural en lo que ahora son los Estados Unidos, con holandeses fundando Nueva Amsterdam (hoy Nueva York) y con franceses colonizando buena parte del Norte y Noroeste de ese país y una porción significativa del Canadá, se combinó con importantes diferencias climáticas en la misma costa atlántica que, en más de una ocasión,  acotaron el dominio inglés de Norteamérica.

          Vastas planicies en el Sureste, propicias para el establecimiento de plantaciones tabacaleras y, en la escasez de trabajadores, para el desarrollo de un brutal tráfico y explotación de esclavos africanos, construían un mundo altamente diferenciado del que habitaron los pobladores de Nueva Inglaterra, azotados por prolongados inviernos y carentes de tierras adecuadas para la agricultura, con aficiones pesqueras y comerciales que se mostraron a plenitud por todo el mundo conocido. Víctimas de la persecución étnica, política o religiosa, importantes contingentes de los colonizadores iniciales de aquel país intentaron fundar un reino de libertad y tolerancia que, con los excesos fiscales y las prohibiciones comerciales y productivas que imponía la metrópoli, terminó por provocar un profundo desencuentro con Inglaterra.

          Tras derrotar a los franceses en la Guerra de Siete Años, por la ocupación de las extraordinarias tierras al Oeste de los Apalaches, los colonos no pudieron, por disposición inglesa, ocupar este territorio -que a ellos correspondió reconquistar- y, más tarde, hubieron de sufrir las reglamentaciones relativas a la melaza, al azúcar y...al te, hasta que ardió Boston y se inició la revolución de independencia.

          La Declaración de Independencia, elaborada por Thomas Jefferson en 1776 y adoptada por el Congreso el 4 de julio de ese año, entre otras cosas, decía: “...que estas colonias unidas son, y por derecho deben serlo, estados libres e independientes...y que toda conexión política entre ellos y el estado de Gran Bretaña es y debe ser, totalmente disuelta...”[3] Las colonias desafiaron a la metrópoli y, para ello, contaron con el apoyo de los enemigos europeos de Inglaterra, Francia y España, que no parecieron cobrar conciencia plena, en aquel entonces, de que, al atacar a un adversario conocido, colaboraban en la creación de otro que, sin que transcurriera mucho tiempo, se mostraría mucho más hostil y poderoso.

          Al comienzo de la lucha, las fuerzas independentistas no contaban con un ejército propiamente dicho. El 20 de diciembre de 1776, Washington escribió al presidente del Congreso una descripción dramática sobre la situación de sus soldados: “...los cuales ingresan, no se puede predecir cómo, se van, no se puede predecir cuándo y actúan, no se puede predecir dónde, consumen nuestras provisiones, agotan nuestras existencias y nos abandonan por fin en un momento crítico. Éstos son, Señor, los hombres de quienes tengo que depender...”[4] Es, sin duda, muy grande la distancia que media entre las apreciaciones militares de los llamados padres fundadores y el peso extraordinario de la hegemonía militar planetaria de la que disfrutan (?), hoy, los Estados Unidos.

          Un factor común, casi indiferenciado y de muy lamentables consecuencias, entre los habitantes de la nueva nación lo fue, sin duda, un insaciable apetito por la tierra. La conquista del Oeste, mucho menos tersa de lo que sugiere el cine, salpicada de crueldad y de incontables abusos para con los habitantes originarios que, en opinión de Braudel, sólo los estadunidenses podían llamar pieles rojas, fue un pálido reflejo de la disposición de estos colonizadores irredentos a conquistar nuevas tierras, siempre guiados por un poderoso interés económico y comercial.

          Así hicieron uso de Lousiana, cuando perteneció a España y, ya en poder de Napoleón I, presionaron para su venta en 1803, teniendo a Jefferson como presidente, quien declaró: “Existe sobre el globo un sólo punto cuyo poseedor es nuestro natural y habitual enemigo. Nueva Orleáns, a través de la cual debe pasar al mercado el producto de las tres octavas partes de nuestro territorio...”[5] El 20 de diciembre de ese año Lousiana fue vendida por 15 000 000 de dólares a los Estados Unidos. Así aconteció con la Florida que en 1819 se compró a España, y así comenzó, en 1821 y por la adquisición de una anchísima franja de Texas, para su colonización por trescientas familias, a cargo de Moses Austin, la aventura por medio de la que México habría de perder, en 1836, todo ese territorio. Tierras para producir, tierras y cuerpos de agua para transportar lo producido...tierras y más tierras.

          La terrible lección de un régimen antiguo en Europa, donde los propietarios de la tierra, clero, corona y aristocracia, en calidad de rentistas, reducían considerablemente las oportunidades de altas ganancias para los productores, impulsaba a la búsqueda alucinante de nuevos y gratuitos territorios, sin el menor compadecimiento sobre la suerte de sus anteriores poseedores, ya fuesen éstos tribus indígenas más o menos nómadas, ya naciones soberanas; eso no importaba y, desde ciertas suspicacias vivas en la América latina, hoy tampoco parece importar.

          En todo este proceso de expansión territorial y poblacional, el ingrediente tecnológico no podía faltar. A los angostos y rústicos caminos que construyeron los primeros colonizadores, cazadores de pieles y pequeños agricultores, les sustituyó el impresionante ferrocarril; las llamadas chatas, barcazas en las que se transportaban harinas, cereales, cerdos y whisky, mucho whisky, por el riesgoso Mississipi, lentamente les fueron sustituyendo los no menos peligrosos barcos de vapor que, en virtud de la velocidad que se les pretendía imprimir, con inusitada frecuencia sufrían espantosos naufragios por el estallido de las calderas o por la inoportuna presencia de troncos sumergidos. Siempre se les podía sustituir por nuevas embarcaciones.

          La historia de los Estados Unidos debe detenerse en el examen de las diferencias que se fortalecían entre un Norte manufacturero, beneficiario del trabajo de hombres libres, y un Sur agrícola, abandonado a los inescrupulosos beneficios de la esclavitud sometida a los rigores de la producción en plantaciones. En un mismo país, en un momento clave de su devenir histórico, malconviven dos formas -diametralmente opuestas- de percibir los derechos humanos, la organización política y las características esenciales de la producción. Para el viejo Partido Demócrata las cosas iban bastante bien; al menos, lo suficiente para postular dos candidatos a la presidencia. No se veía igual desde la causa del naciente Partido Republicano que, con Abraham Lincoln como candidato a la presidencia, percibía con severidad el atraso y la injusticia que acompañaban al esclavismo.

          El sangriento episodio de la Guerra Civil estadunidense, en la lógica de su propio desarrollo capitalista, significó -por sus resultados- un salto extraordinario hacia delante. Por vez primera, desde la independencia, los valores universales que adornan a su sólida constitución política podía realmente extenderse a todos sus pobladores, sin prejuicio racial o político (los sexuales, real y formalmente, perduraron hasta el mismo siglo XX). Por lo que hace a su crecimiento material, la vigorosa actividad industrial, con su bien orientada brújula hacia la más alta productividad, impulsó un importante proceso de maquinización de la agricultura que favoreció la sintonización de una moderna economía y una democracia que, hoy se nos recuerda, se convirtió en paradigma universal.

          La relación fundamental entre las colonias y la metrópoli, en todo momento, favorece un tipo de comercio en el que las primeras ofertan materias primas y compran a la segunda productos elaborados. El caso de los Estados Unidos, en tanto colonia inglesa, no fue distinto en absoluto al del resto de países colonizados, al menos en este significativo renglón:

          “Tanto el Norte como el Sur importaban de Europa herramientas finas, bella cristalería, lujosas sedas y brocados, suntuosos efectos de todas clases. Aun después de la Guerra de Independencia, los EUA seguían siendo fundamentalmente lo que Inglaterra había querido que fuese, un país que intercambiaba sus materias primas por las mercaderías manufacturadas de otras naciones.”[6]

          Por su parte, Inglaterra se había empeñado, desde mucho tiempo atrás, en una producción manufacturera para la exportación, no sólo hacia sus colonias, que recibió un vigoroso impulso con la Revolución Industrial. Así, tomó la delantera al resto de países e intentó evitar que los planos de las máquinas, que proporcionaban tan evidentes ventajas, salieran de su territorio. Al respecto, entre 1765 y 1789, el Parlamento dictó una serie de leyes relativas a este estratégico propósito, según lo describe Huberman: “Las nuevas máquinas, o los planos o modelos de éstas, no debían ser exportados fuera del país...los hombres experimentados que manejaban dichos implementos no debían abandonar Inglaterra...bajo pena de una severa multa y de encarcelamiento. Únicamente Inglaterra habría de beneficiarse con la nueva maquinaria; el propósito era convertirla en obrador del mundo.”

          Nada impedía, sin embargo, que un operario saliera de ese país con los planos de una máquina grabados en su mente; y así aconteció. En 1789, Samuel Slater, exobrero de fábricas inglesas, llegó a los EUA e instaló la primera hilandería completa en Pawtucket, Rhode Island, de acuerdo con el plano Arkwright; las máquinas de este establecimiento fueron diseñadas y construidas de memoria. Así se trasladó la incipiente revolución industrial a Norteamérica.

          La abundancia y bajo costo de la tierra operaron como factores opuestos a la industrialización de los Estados Unidos, por cuanto ésta suponía la existencia de hombres sin patrimonio, urgidos de empleo, y dispuestos a obtenerlo mediante un módico salario. En 1760, Benjamín Franklin lo escribió de la siguiente forma:

          “Las manufacturas se fundan en la pobreza. En un país, es la multitud de pobres desprovistos de tierras...la que debe trabajar para otros a bajo jornal o morirse de hambre y la que permite a los promotores llevar adelante la manufactura...”

          “Pero ningún hombre que pueda ser dueño de una porción de tierra propia, suficiente para que, mediante su trabajo, subsista en la abundancia su familia, es lo bastante pobre como para transformarse en obrero manufacturero y trabajar por cuenta de un patrón. De ahí que mientras haya en América tierra en profusión para nuestro pueblo, jamás podrán existir manufacturas de alguna cuantía o valor.[7]

          Por lo demás, el comercio con Europa -en el que se enviaban materias primas y se adquirían manufacturas- no podía ser más exitoso para la nueva nación, hasta el inicio de la guerra entre Inglaterra y Francia, en 1793, que sólo en un principio favoreció las ventas estadunidenses. En 1808 Inglaterra expidió la prohibición, para cualquier barco neutral, de comerciar con Francia y sus aliados; por su parte, Francia correspondió con su propio cuerpo de prohibiciones y la exitosa actividad comercial fue frenada de un sólo golpe.

          La propuesta de Thomas Jefferson, entonces presidente de los EUA, para que el Congreso promulgara el Acta de Embargo, como efectivamente sucedió, y la declaración de guerra a Inglaterra, entre 1812 y 1814, tuvieron el efecto de destruir el comercio exterior estadunidense, mediante la apresurada caída de las importaciones de mercancías manufacturadas en Europa. A partir de ese momento, los Estados Unidos tuvieron que aprender a producir lo que ya no podían comprar.

 

          D. B. Warden, en su Statistical, political and historical account of the United States (Edinburgh, Constable & Co., 1819), describe: “Cual si se tratara de hongos, multiplicáronse los establecimientos para la manufactura de mercaderías de algodón, paños de lana, artículos de hierro, vidrio, alfarería y demás.” Todo lo que lo economistas conocen como el eslabonamiento hacia atrás de la manufactura (energía, puertos adecuados, caminos y canales, cercanía a los grandes mercados locales, abundancia de trabajadores), disponible en Nueva Inglaterra y los Estados Atlánticos del Centro, dispuso la ubicación de la nueva actividad. La geografía volvía a orientar a la economía, y el Nordeste se convirtió en el emplazamiento elegido por casi todos los manufactureros que se iniciaban.

          Con sus respectivas especializaciones productivas, la actividad manufacturera fue ocupando Massachusetts, Nueva Hampshire, Rhode Island y Connecticut (tejedurías de algodón y lana, fábricas de armas de fuego, relojes de pared y pulsera, etc.); Pennsylvania, Nueva York y Nueva Jersey (fundiciones de hierro, tejedurías de seda, fábricas de calzado, sombreros, clavos, botones, etc.). De manera peculiar, los Estados Unidos comenzaron a experimentar su propia Revolución Industrial.

          El cuello de botella que describió Franklin, la escasa mano de obra disponible, se superó de un modo no previsto, con la ocupación infantil que combinaba sin sobresaltos con la maquinaria que debía operarse. Caroline F. Ware, en su Early New England cotton manufacture (Nueva York, Houghton Mifflin Company, 1931, p. 23), hace la siguiente descripción: “Las máquinas cardadoras, devanadoras e hiladoras ofrecían un manejo tan sencillo que los únicos adultos que se necesitaban en la hilandería eran los sobrestantes y mecánicos de reparaciones. Almy y Brown que comenzaron (en 1791) con 9 niños, empleaban, en 1801, a más de 100, entre las edades de 4 y 10 años. No podían dejar a los niños sin la presencia de por lo menos una persona adulta, de modo que colocaron toda su maquinaria en un sólo recinto, donde requerían únicamente un sobrestante.”

          El otro recurso vital para superar la falta de disponibilidad de varones adultos en las fábricas, fueron las mujeres. La señorita Harriet Martineau, autora de historias educativas, muy a tono con el laissez-faire, que -muchos años después- llamaron la atención del mismísimo John Maynard Keynes, consigna en su Society in America (London, Saunders and Otley, 1837): “En Norteamérica no es costumbre que la mujer (excepto la esclava) trabaje fuera de casa. Se ha mencionado que los hombres jóvenes de Nueva Inglaterra emigran en gran número al Oeste, dejando una desmedida proporción de población femenina, cuya cifra no ha logrado llegar a mi conocimiento... Baste saber que hay, en seis de nueve Estados de la Unión, muchas más mujeres que hombres. Existen motivos para creer que antes de la institución de las fábricas tuvo lugar mucho sufrimiento silencioso, ocasionado por la pobreza; y que éstas brindan un recurso muy bien acogido por algunos millares de muchachas.”

          Mano de obra infantil y femenina, reclutada, según se expandía la industria, de lugares cada vez más alejados de la actividad industrial, por los siniestros negreros, mediante promesas incumplibles de altos ingresos y prolongados tiempos de ocio, fue la forma con la que hubo de posponerse el cumplimiento de la amenaza de Franklin, hasta que comenzó a construirse el mecanismo, en sentido literal, que habría de conjurarla por completo. La invención de máquinas, capaces de sustituir a considerables contingentes de trabajadores, no sólo colaboró decididamente en la sustitución de la mano de obra, sino que ayudó de manera definitiva en un crecimiento sostenido de la productividad industrial.

          Puede decirse que, desde aquellos años, se fundó una vocación tecnológica estadunidense deliberadamente enderezada en el propósito de ahorrar mano de obra, claramente apreciable y sostenida entre 1790 y 1860. Una evidencia que documenta esta febril aplicación a los inventos para la producción industrial, sin duda, es aportada por los registros de la Oficina de Patentes de los EUA que, entre 1790 y 1810, otorgó un término medio de 77 patentes anuales; para los diez años que mediaron entre 1850 y 1860, la cifra llegó a 2300 patentes por año.

          Un complemento indispensable, en el proceso de interesar a los potenciales inmigrantes europeos con alguna experiencia fabril para apresurar su traslado, era el pago de jornales superiores, entre el 33 y el 50 %, a los obtenidos en Inglaterra, sin que los Estados Unidos constituyeran, ni por asomo, el paraíso de los trabajadores. “Al comienzo del siglo XIX, la jornada en las fábricas textiles de Nueva Inglaterra empezaba a las 5 de la mañana y terminaba a las 7:30 de la tarde. A las 8 de la mañana se concedía media hora para desayunar y, al mediodía, otra media hora para almorzar. Tal era el horario de todo operario, ya fuese éste viejo, hombre, mujer o niño.”[8]

          Las defraudaciones a los trabajadores, con el pago en especie (regularmente vales de tiendas de la propia fábrica, que vendían bienes a precios superiores a los de mercado) de una parte del salario, las retenciones de pagos sobre trabajo ya realizado, la imposición del obligado preaviso de renuncia, con dos semanas de anticipación, sin que los despidos generaran obligación similar para los patrones, y las prohibiciones en materia política (en 1851 se colocó en los portones de una de las fábricas de Lowell, un día antes de Elecciones, el siguiente letrero: Quienquiera, empleado por esta corporación, vote el próximo lunes por el programa Ben Butler de 10 horas, será despedido), eran, todas, expresiones de un empeoramiento de la situación de los trabajadores, iniciada con la superación del problema de conseguir obreros.

          De otro lado, se intensificó la explotación del trabajo, obligando a los operarios a atender más máquinas por el mismo jornal (entre 1840 y 1860 un trabajador que manejaba seis máquinas en la industria del algodón, pasó a hacerse cargo de ocho). En el mismo período, la cantidad producida por un obrero había crecido en 26 %, mientras su jornal sólo había aumentado en 2 %. Sobre la base de incrementar la diferencia entre los costos y las utilidades, fue que marchó el apresurado proceso de industrialización del Norte de los Estados Unidos.

          Resulta conveniente reflexionar sobre los dos eventos que propiciaron el inicio de esta industrialización, la sustitución de importaciones y la temprana práctica de medidas proteccionistas, sin las que no sería posible imaginar siquiera el vigor industrial estadunidense. Aspirar a sustituir importaciones y a implementar mecanismos de protección para la industria son, hoy, los comportamientos más reprobables, según el juicio de los organismos multilaterales que, por ya largo rato, son dirigidos por los Estados Unidos.

          Es conocida, por las consecuencias que señala entre las especializaciones productivas, la llamada Ley de Engel, cuyo enunciado es el siguiente: “Algunos artículos tienen [...] una demanda poco elástica respecto al ingreso gastable, es decir, una demanda que tiende a crecer en el tiempo menos que proporcionalmente al crecimiento del ingreso mundial. Por lo tanto, el que se especialice en la producción de tales artículos vende en mercados de lenta expansión. Por el contrario, muchos productos industriales registran una demanda muy elástica, y sus mercados se expanden más rápido que el ingreso mundial.”[9] Esta poco recomendable especialización, con su pesada carga de expansión relativamente lenta, es a la que se abandonó el Sur estadunidense y de la que derivó una completa dependencia de compras al Norte industrializado:

          “Queremos Biblias, escobas, cubos, libros y vamos al Norte; queremos plumas para escribir, tinta, papel, obleas, sobres y vamos al Norte; queremos zapatos, pañuelos, paraguas, cortaplumas y vamos al Norte; queremos muebles, loza, cristalería, pianos y vamos al Norte; queremos juguetes, cartillas, textos escolares, trajes a la moda, maquinarias, medicinas, lápidas y mil otras cosas y vamos al Norte a buscar todo esto.”[10] La pregunta obvia, por el empobrecimiento que para el Sur comportaba el realizar estas importaciones, consistía en saber porqué el Sur no se había dedicado a la manufactura.

          Podemos encontrar mucho más que una respuesta parcial en el hecho de que el Sur había descubierto que podía cultivar un producto con demanda creciente en todo el mundo: el algodón. En opinión de Leo Huberman, para 1860, el algodón era el rey del Sur: “¿Requería la planta un clima cálido? El Sur contaba con una larga temporada de crecimiento, calurosa en verano, así en el día como en la noche. ¿Era menester tiempo seco en la época de recolección? El Sur ofrecía otoños secos. ¿Padecía el agricultor la plaga ocasionada por los insectos? El Sur se caracterizaba por inviernos cortos, de fuertes heladas que destruían esas pestes. Todo era ideal, un clima perfecto, un suelo fértil y abundancia de precipitaciones pluviales, en el momento preciso. ¿Resultado? Los dos millones de libras de algodón producidos en Sur durante el año de 1789, habían saltado a dos mil millones en 1860.”[11]

          Este mismo autor consigna las impresiones de un viajero que pasó por el Sur en 1827 y que escribió a un amigo lo siguiente:

          “Cuando dí mi último paseo por los muelles de Charleston (Carolina del Sur) y los contemplé abarrotados con montañas de algodón y vi a todos vuestros depósitos, vuestros buques, vuestras embarcaciones a vapor y las que recorren los canales, atestados y crujiendo bajo el peso del algodón, regresé al hotel de Plantadores donde me encontré con que los cuatro diarios, así como la conversación de los huéspedes, rezumaban algodón! ¡Algodón! ¡Algodón!... A partir de esto continué mi itinerario topándome casi exclusivamente con campos de algodón, demotadoras de algodón, carretones que transportaban algodón... Arribé a Augusta (Georgia) y al ver carros de algodón en Broad Street, ¡lancé un silbido!... Pero esto no fue todo; había más de una docena de carros a remolque en el río, con más de mil balas de algodón en cada uno y varios vapores que llevaban un cargamento aún mayor... Y Hamburg (según dijo un

 

negro), teniendo en cuenta su tamaño, era peor, pues me costó determinar qué era lo más grande: si las pilas de algodón o las casas. Al abandonar Augusta, sorprendí una multitud de plantadores de algodón provenientes de Carolina del Norte y del Sur y de Georgia, junto con numerosas cuadrillas de negros que se dirigían a Alabama, Mississippi y Luisiana, <<donde no están agotadas las tierras de algodón>>. Aparte de esta gente, sorprendí una cantidad de carretones para el transporte de algodón, ya vacíos, de regreso al punto de partida y muchísimos, cargados de algodón, camino a Augusta.”[12]

          Con la demanda de la vigorosa industria textil de Inglaterra, Francia y el Norte de los Estados Unidos, con un suelo y un clima ventajosamente aptos para el cultivo y con la incuestionable disposición del capital sureño para servirse de esta afortunada combinación de oportunidades, el problema a resolver, como en la industria norteña, era el de la mano de obra.

          En 1619 arribó el primer cargamento de esclavos negros a lo que hoy son los Estados Unidos, y hasta 1690 había más sirvientes blancos en el Sur. Las difíciles condiciones de la producción de arroz, en los pantanos costeros de Carolina del Sur, así como los requerimientos de las que correspondían al tabaco, al azúcar y, finalmente, al algodón, favorecieron la importación de más y más esclavos negros que colaboraron en la fuerte expansión del sistema de plantaciones. Hacia la conclusión del siglo XVIII, había en el Sur muchos más esclavos de color que trabajadores blancos, escriturados[13] o libres

          El esquema no podía ser más sencillo: al atender a los llamados de mercado, el capital y la tierra se especializaron en una sola actividad...y lo mismo aconteció con los trabajadores, de acuerdo con el lamentable parecer del economista inglés Cairnes (en su discutiblemente célebre The slave power, Nueva York, Foster & Co., 1862, p. 71): “...la dificultad de enseñar algo al esclavo es tan enorme que la única posibilidad de tornar provechosa su labor estriba, cuando ha aprendido una lección, en aplicarlo a esa lección toda su vida. En consecuencia, ahí donde se empleen esclavos no puede haber variedad de producción. Si es tabaco lo que se cultiva, éste se convierte en el renglón exclusivo y es tabaco lo que se produce, sea cual fuere el estado del mercado y la condición del suelo.”

          La simplicidad señalada era la base de una bien organizada economía de escala, orientada a maximizar beneficios -con la ocupación de cada vez más esclavos con menos tiempo de ocio- y a reducir costos -con el empleo de un capataz inclemente y la alimentación, vivienda y vestido más miserables para los esclavos-; en 1842, J. S. Buckingham, viajero inglés que recorrió el Sur, hace la siguiente descripción de una plantación que visitó (en su The slave states of America, vol I, London, Fisher, Son and Company, 1842, pp. 132-133):

          “Todos los esclavos están en pie al amanecer; y toda persona apta para el trabajo, desde los 8 ó 9 años de edad, en adelante, se dirige a sus diversos puestos de labor en los campos. No regresan a sus casas ni a la hora del desayuno, ni a la del almuerzo; un grupo de negros designados a tal efecto, les preparan la comida en el campo. Prosiguen así trabajando hasta el anochecer y regresan entonces a sus viviendas. No hay asueto el sábado a la tarde, ni en ninguna otra fiesta a lo largo del año, excepto un día o dos en ocasión de Navidad; todos los días, salvo los domingos, se ocupan de su tarea, desde que amanece hasta el anochecer. Se les asigna una cuota de alimentos que consiste en 1/4 de bushel, o dos galones de maíz por semana, la mitad de esa cantidad para los niños y niñas que trabajan y la cuarta parte para los pequeñuelos. Están obligados a moler ellos mismos ese maíz, después de haber cumplido su jornada de trabajo, el que luego es hervido en agua, transformándolo en un cocido, pero sin nada que lo acompañe, ni pan, ni arroz, ni pescado, ni carne, ni patatas, ni manteca; maíz hervido y agua solamente y apenas en cantidad suficiente para subsistir.

          En materia de vestimenta los hombres y los niños varones reciben una burda chaqueta de lana y un par de pantalones por año, sin camisa, sin ninguna otra prenda. Éste es su traje de invierno; en verano consiste de un similar juego de chaqueta y pantalón de la más grosera tela de algodón...No se permite impartir instrucción alguna, ni para enseñarles a leer o escribir, no se proveen juegos o recreaciones de ninguna clase, ni hay, en realidad, tiempo para disfrutar de ellos si los hubiere.” De esa situación resultaba un costo promedio anual por esclavo de sólo 20 dólares. Para el propietario, casi todo salía a pedir de boca.

          La falla, por lo demás no prevista, hubo de provenir de la propia naturaleza. Un suelo sometido -año con año- al cultivo del algodón, sin rotación ni abono, tarde que temprano tendría que mostrar un considerable empobrecimiento, tal cual lo describe el autor de Addres to farmers of Georgia for 1839: “Los agricultores de Georgia no podrían haber seguido un procedimiento más fatal que el adoptado durante los últimos 30 años. El cultivo del algodón en tierras quebrantadas (agotadas), es la forma de actuación más segura para destruirlas. De ahí que tengamos miles de acres que una vez fueron fértiles...ahora en último grado de total inutilidad, nada más que estéril arcilla roja sembrada de pozos.”[14]

          Este fenómeno, que combinó la falta de cuidados a la tierra con la especialización de las plantaciones algodoneras, convirtió al plantador en un productor itinerante que, entre lo más preciado de su equipaje, realizó el traslado de sus esclavos negros hacia nuevas y fértiles tierras, hacia el Oeste y hacia los estados del Golfo. El algodón comenzó por cultivarse en Carolina del Norte, Carolina del Sur y Georgia; luego se extendió a Alabama, Mississippi, Luisiana, Texas y Arkansas. Primero, en los Estados Atlánticos del Sur y, luego, en el Suroeste. En esas circunstancias, el único factor seguro resultó la mano de obra negra; sin embargo, al dictar el Congreso la prohibición para importar esclavos después de 1808, el precio de éstos creció exponencialmente, pasando de alrededor de 200 dólares en 1790 a más de 1000, en 1850. Se corría el riesgo, entonces, de que los beneficios fuesen insuficientes para cubrir los costos. Al respecto, John Randolph abordó el caso de Virginia, diciendo que: <<si los esclavos no escapaban de sus amos, los amos tendrían que escapar de sus esclavos>>.

          Se abrió así una nueva actividad para los dueños de esclavos, consistente en fomentar su reproducción y desarrollo, como consta en la carta enviada a Frederic Olmsted, en 1850, por un sureño: “En los Estados de Maryland, Virginia, Carolina del Norte, Kentucky, Tennessee y Misouri se presta tanta atención a la cría y al crecimiento de los negros como a los correspondientes de caballos y mulas. Más plantadores ordenan a las doncellas y mujeres (casadas o solteras) que engendren hijos; y he conocido gran número de esclavos negros que fueron vendidos porque no los procreaban. Una mujer apta para la reproducción vale de un sexto a un cuarto más que otra impropia para ello.”

          En opinión de L. Huberman, el cambio “...era perceptible en los testamentos que dejaba la gente. La propiedad mejor y más segura para legar a los hijos, antaño constituida por los bienes inmuebles y los semovientes, a la altura del año de 1850, estaba constituida por esclavos.”[15]

          La riqueza, entonces, se comenzó a medir por el número de esclavos de que se dispusiera. Así lo describió, en 1857, Thomas R. Cobb: “En un Estado esclavista, la mayor evidencia de riqueza de un plantador es la del número de sus esclavos. La propiedad más deseable, en lo tocante a una renta remunerativa, se halla constituida por esclavos. La mejor propiedad para dejar en herencia a los hijos y de la que se separarán con mayor reluctancia, es la de los esclavos. De ahí que el plantador invierta su superávit en esclavos.”

          En 1850, en buena parte por los precios alcanzados por los esclavos (entre 1500 y 2000 dólares por un peón de campo de primera clase), es observable un acelerado proceso de concentración en este tipo de propiedad:

 


 

CLASIFICACIÓN DE TENEDORES DE ESCLAVOS

EN LOS ESTADOS UNIDOS (1850).

Tenedores de 1 esclavo

68 820

Tenedores de entre 1 y 5 esclavos

105 683

Tenedores de entre 5 y 10 esclavos

80 765

Tenedores de entre 10 y 20 esclavos

54 595

Tenedores de entre 20 y 50 esclavos

29 733

Tenedores de entre 50 y 100 esclavos

6 196

Tenedores de entre 100 y 200 esclavos

1 479

Tenedores de entre 200 y 300 esclavos

187

Tenedores de entre 300 y 500 esclavos

56

Tenedores de entre 500 y 1 000 esclavos

9

Tenedores de más de 1000 esclavos

2

Total de tenedores de esclavos

347 525

Fuente: H. R. Helper, op. cit., p. 146.

 

          En el desarrollo de la vida política del Sur, no era infrecuente el uso de los esclavos como sufragantes, para que -como acontecía en Carolina del Norte- los plantadores conservaran el control. Tampoco fueron pocas las insurrecciones de esclavos negros, aunque, en opinión de Huberman, “...los libros de historia casi nunca las mencionan.”[16]

          Dentro de las mentes de los esclavos se trató de introducir la idea de lo inconveniente que resultaría desafiar al amo blanco, educándolos en el respeto y el temor del hombre blanco. En su Retrospect of western travel (Londres, Saunders and Otley, 1838, p. 270.), la autora inglesa Harriet Martineau refiere una de las formas empleadas en la difusión de tan sano temor: “En el teatro norteamericano de Nueva Orleáns, uno de los personajes de la obra a la cual concurrió mi grupo era un esclavo, el cual, en uno de sus discursos, decía: <<No me incumbe pensar ni sentir>>.”

          La Iglesia de Inglaterra, la anglicana, también jugó su papel en persuadir a los esclavos de la corrección y justeza de su miserable situación. Veamos lo que, a este respecto, escribió el obispo Meade de Virginia:

          “...Habiéndoos señalado así los principales deberes que tenéis para con vuestro gran Amo en el cielo, ahora me toca exponer ante vosotros los deberes que tenéis para con vuestros amos y amas, aquí sobre la tierra. Y para esto contais con una regla general, que siempre deberéis llevar en vuestra mente y esta es, rendir a ellos todo servicio como lo haríais por Dios Mismo.

          ¡Pobres criaturas! Poco consideráis, cuando incurrís en holgazanería y en descuido de los asuntos de vuestro amo, cuando robáis y derrocháis...cuando os mostráis respondones e insolentes, cuando les mentís y engañáis, o cuando os denotáis obstinados y hoscos y no queréis cumplir, sin lonjazos y enfado con el trabajo que se os asigna, no consideráis, digo, que las faltas de que seáis culpables en lo que se refiere a vuestros amos y amas son faltas cometidas contra Dios Mismo, quien ha colocado, en su propio reemplazo, por sobre vosotros, a vuestros amos y amas y espera que procedáis con ellos tal como procederíais con Él...Os digo que vuestros amos y amas son los supervisores de Dios y que si los agravíais, Dios os castigará por ello, severamente, en el otro mundo...[17]

          A pesar de los viejos suelos agotados y depreciados, con todo por conquistar en nuevas tierras, con un vigoroso mercado mundial del algodón, con esclavos que los habían de percibir como al propio Dios, la suerte sonreía a los plantadores y los empujaba a incurrir en los más temerarios desafíos. ¿Podría alguien -el Norte incluso- oponerse con alguna probabilidad de éxito a las pretensiones de tan favorecidos hijos de la fortuna?

          En este espacio daremos cuenta de las razones por las que, entre los abriles de 1861 y 1865, los Estados Unidos sufrieron la muerte de unos 620 000 hombres (360 mil aportados por la Unión, mientras la Confederación aportó unos 258 mil; sólo alrededor de un tercio muertos en combate y el resto principalmente por enfermedad), cifra que superó las pérdidas estadunidenses en las dos Guerras Mundiales y la Guerra de Corea juntas, cuando ese país contaba con una población total ligeramente inferior a los 32 millones de habitantes.[18]

          Es bien conocida la afición de Paul Kennedy por establecer una definitiva relación de causalidad entre fuerza económica y potencial militar, con la que ha confeccionado sus diagnósticos relativos al auge y a la caída de las grandes potencias y con arreglo a la cual ha elaborado sus inquietantes pronósticos hacia el siglo XXI, por lo que reproducimos algunos de los datos que describen las condiciones de las fuerzas contendientes:

CONCEPTO

SUR

NORTE

Población blanca

6 millones

20 millones

Hombres reclutados

900 mil aprox.

2 millones

Fuerza máxima

464 500 hombres

1 millón de hombres

Empresas manufactureras

18 mil

110 mil

Sistema ferroviario

14 mil kilómetros

35 mil kilómetros

Producción de fusiles

Se dependía de las importaciones

1.7 millones

Producción de hierro colado

36.7 toneladas

580 toneladas sólo en Pennsylvania

Valor de la producción

70 millones de dólares

300 millones de dólares sólo en el edo. de Nueva York

Fuente: Kennedy, Paul, Auge y ..., op. cit., p. 294.

 

          De igual manera, en diciembre de 1864, la Marina de la Unión tenía un total de 671 barcos de guerra, incluidos 236 buques de vapor construidos desde el inicio de la guerra. En fin, la guerra incrementó considerablemente la productividad del Norte y favoreció el financiamiento de la producción con impuestos y créditos, mientras el Sur vio disminuidos sus ingresos por la exportación suspendida de algodón y, al imprimir papel moneda sin la disponibilidad de mercancías, provocó una inflación terrible que adelgazó la voluntad de la población para continuar en la lucha.

          Entre los más recurrentes mitos que adornan a la historia de esta guerra, se encuentra el supuesto carácter abolicionista con el que el gobierno de la Unión provocó la reacción secesionista del Sur. La realidad es que, pese al notorio avance de la manufactura norteña (que superó a Alemania y a Rusia y se acercó a Francia), la producción de este tipo era muy inferior a la de Gran Bretaña y la forma en la que, desde tan temprana época, se buscó realizar la defensa de la planta industrial nativa descansó en una costosa barrera proteccionista que habría de financiarse con la aplicación de impuestos a las exportaciones; es decir, a las ventas al exterior que -de manera preferente- corrían por cuenta de los productores del Sur.

          No puede discutirse el hecho de que los esclavos de color eran explotados en las plantaciones del Sur, quizá de la misma forma en que es indiscutible el hecho de que tales esclavos eran transportados por los comerciantes norteños de tan siniestro giro. Al comienzo de la historia, los abolicionistas eran tan mal vistos en uno como en otro sitio. La brutalidad esclavista sureña, cargada de un racismo elemental, no resultaba del todo incompatible con el racismo del Norte, quizá un poco más sofisticado, pero absolutamente real.

          En opinión de los autores afiliados a la versión materialista de la historia, atrás del abolicionismo de la Unión se encontraba la intención económica de obtener mayores flujos de trabajadores libres para ser explotados en la actividad industrial, así como el propósito de ampliar el mercado interno.[19]

          Antes que la disputa sobre la pobre condición de los esclavos, en el centro de las desavenencias entre el Norte y el Sur, se encontraba la posición relativa a la Tarifa Protectora. Veamos la opinión de John Randolph, de Virginia, respecto a la oposición sureña a esa tarifa:

          “Redunda en lo siguiente: si uno, como plantador, consentirá en ser gravado con una tasa, a los fines de que otro hombre sea contratado para trabajar en una zapatería, o de proceder a la instalación de un torno de hilar...No, yo compraré donde consiga las manufacturas más baratas; no accederé a que se imponga un derecho a los cultivadores del suelo para fomentar manufacturas exóticas; porque, al final de cuentas, sólo obtendríamos cosas peores a un precio más alto y nosotros, los cultivadores del suelo, terminaríamos pagando por todo...Por qué pagar a un hombre un valor superior al real por el objeto, con miras a la elaboración de nuestro propio algodón en la confección de ropas cuando, vendiendo mi materia prima, puedo obtener en Dacca, mucho mejores y más baratas prendas de vestir.”

          La posición del Norte, presentada por Daniel Webster, de Massachusetts, era la siguiente:

          “Este es, por consiguiente, un país de obreros...Pues bien, ¿cuál es la primera causa de prosperidad entre esa gente? Sencillamente el empleo...donde hay trabajo para las manos de los hombres, lo hay para sus dientes. Donde hay ocupaciones, habrá pan...Un empleo constante y una mano de obra bien pagada originan, en un país como el nuestro, una prosperidad general, el contento y la alegría.”[20]

          En esta controversia, prolongada por largos años, Carolina del Sur llegó a plantear su separación de los EUA, en 1832, por considerar demasiado alta la tarifa. En ese año se evitó la ruptura cuando el Congreso emitió una nueva ley que rebajaría año con año la tarifa, durante un decenio. En esta cuestión se centraba una gran parte del rencor entre el Norte manufacturero y el Sur agrícola.

          Otro punto de importante discrepancia lo constituía el destino del gasto público. Para el Norte, en el que la construcción de infraestructura (carreteras, canales, puentes y puertos) era funcional a la salida comercial de sus productos y a la recepción de insumos y trabajadores inmigrantes, resultaba más que adecuado que el gobierno destinara buena parte de sus ingresos a tales construcciones, mientras que para el Sur, que no contaba ni apetecía contar con un comercio interestatal significativo, el que el gobierno realizara tales gastos era visto como un auténtico despilfarro. En el debate correspondiente, las dos fuerzas creyeron encontrar en la Constitución, cada una, bases convenientes para sus respectivas causas. Poco a poco, y por cuestiones previas y distintintas, se fue engordando el caldo para la aparición en escena de los abolicionistas.

          Según Huberman, éstos: “Eran, por supuesto, odiados en el Sur e inclusive en el Norte se los consideraba perturbadores. No obstante, a pesar del hecho de que más de una vez sus propiedades fueron destrozadas por enardecidas turbas, que algunos de sus dirigentes cayeran presos, que se arrastrara a otros por las calles y que uno de ellos llegara a ser muerto a tiros, a pesar de todo esto, siguieron adelantes. Nos dan idea de la intensidad de su determinación, las palabras de William Lloyd Garrison, uno de sus líderes: <<Me mueve un real fervor, no daré pábulo a equívocos, no me excusaré, no retrocederé una sola pulgada, y seré escuchado>>.”[21]

          El valor incrementado de los esclavos y la extraordinaria oportunidad económica que representó el algodón, hacían realmente irreconciliables las posiciones de los plantadores y de los abolicionistas, respecto a los convenientes e inconvenientes de la esclavitud. Algunos ministros de la Iglesia, en el Sur, encontraron en la Biblia argumentos que demostraban que esta forma tratar a los negros era voluntad de Dios.

          Para el blanco sureño, que se había desarrollado en un ambiente en el que la esclavitud era cosa natural, existía la firme creencia de que la raza blanca era superior a la negra, y de que las posiciones de los abolicionistas eran simplemente incomprensibles. Creencia harto conveniente si se asume que, en el comienzo de la década de 1860, los esclavos eran la expresión concreta de la riqueza de los plantadores blancos. No puede sorprender, entonces, el apasionado odio que los sureños dispensaban a los abolicionistas.

          El racismo norteño, por su parte, resultaba inocultable. Veamos dos casos: “En 1833, cuando la señorita Prudence Crandall admitió unas cuantas niñas de color en su pensionado de Canterbury, Connecticut, sus encolerizados vecinos trataron de boicotearla. Al no lograr resultados con ello, organizaron un alborotado gentío y la atacaron. Dado que siguió persistiendo, consiguieron que la Legislatura dictara una ley especial, por la cual se tornaba delito la admisión de negros en cualquier escuela. Tras esto, la arrojaron a una prisión por haber transgredido la ley.”[22] A.B. Hart, en su Slavery and abolition, (Nueva York, Harper & Brothers, 1906, p. 245) narra como, al crearse en Canaan, Nueva Hampshire, una escuela para negros libres, “...aparecieron 300 hombres con cien yuntas de bueyes y arrastraron el edificio de la escuela hundiéndolo en un pantano de las inmediaciones.”

          La Cámara Alta era un espacio de creciente discusión sobre la esclavitud, en la que, también, se ventilaron agrias críticas sureñas a la forma en la que eran tratados los obreros del Norte. La siguiente cita, corresponde a la intervención del senador Hammond de Carolina del Sur, como un recordatorio del hecho de que los norteños también tenían esclavos:

          “En todos los sistemas sociales debe haber una clase a la que toque la ejecución de los trabajos inferiores, de las fatigas de la vida...los llamados esclavos. En el Sur todavía somos anticuados; hoy es una palabra desechada por los oídos delicados; no caracterizaré con el término aludido a esa clase en el Norte; pero la tenéis; está allí, en todas partes; es eterna...La diferencia entre nosotros radica en que nuestros esclavos han sido contratados por toda la vida y se los compensa bien; no existen la inanición, la mendicidad, el desempleo entre nuestra gente y tampoco un exceso de ocupación. Los vuestros son contratados por día, nadie los atiende y reciben escasa compensación, lo cual es dable comprobar del modo más deplorable a cualquier hora, en cualquier calle de vuestras grandes ciudades. ¡Señor! Si se topa uno en el día con más mendigos, en cualquier calle aislada de la ciudad de Nueva York, que los que encontraría en el término de una vida en todo el Sur. Nuestros esclavos son negros, pertenecen a otra raza inferior...los vuestros, blancos, de vuestra propia raza; sois hermanos de una sola sangre.”[23]

          Sobre este tema, el Daily Georgian publicó, en 1842, un artículo que, en parte, decía lo siguiente: “Si nuestras palabras lograsen llegar a los oídos de las descarriadas personas tan impresionadas por los líderes principales del movimiento de abolición, les rogaríamos que liberasen a los Esclavos Blancos de Gran Bretaña y de los Estados manufactureros del Norte, antes de inmiscuirse en las instituciones internas del Sur.”

          El conflicto fue tomando mayores dimensiones con las actividades propagandísticas, y la acción directa, de los abolicionistas. Entre la edición de, por ejemplo, La cabaña del Tío Tom y la organización de fugas de esclavos hacia el Canadá, se acumulaban mayores rencillas entre el Norte y el Sur. La superioridad económica del Norte, ya descrita, no se lograba expresar en el terreno político. En este campo, eran numerosos los triunfos del Sur. “De Washington en adelante, hasta 1860, la mayoría de los presidentes fueron sureños o estuvieron de su parte; ocurrió lo mismo con la casi totalidad de los jueces de la Suprema Corte, y, ya sea la Cámara de representantes, o el Senado, o ambos cuerpos, se encontraron bajo su control. A ello obedeció que se rebajase continuamente la tarifa a partir de 1822 hasta 1860 (con excepción del año de 1842). En el gobierno, al menos, quien llevaba las riendas era el Sur.”[24]

          Una explicación aceptable de este predominio radicó en el proceso de colonización del Oeste, cuyos nuevos Estados -constituidos a partir del crecimiento de sus poblaciones- se sometían a una fuerte influencia sureña y, por lo general, empleaban sus dos votos en el Senado en favor de esta causa. Con todo, en 1850 nueve Estados libres y nueve Estados esclavistas habían sido extraídos del territorio occidental. Todavía se mantenía un aparente equilibrio, por lo que hace a los nuevos Estados, que resultaba favorable al Sur, en virtud de la inercia producida por la expansión de las plantaciones algodoneras y del dominio político precedente.

          La expansión territorial del esclavismo sureño, que llevó de la mano a su vigorosa influencia política, se vio frenada por la naturaleza: El espacioso desierto que se inicia al Oeste del meridiano 98°, no admitía el cultivo del algodón, ni de ninguna otra cosa, y fijó el confín del reino del algodón y del vigor económico del Sur. También marcaría el inicio del ocaso político de los esclavistas. En 1860 triunfan los opositores al viejo orden, los republicanos, y la llegada de Abraham Lincoln a la presidencia representó la derrota política del Sur.

          En diciembre de ese mismo año Carolina del Sur y, poco más tarde, otros diez Estados esclavistas declararon ya no formar parte de los EUA y formaron los <<Estados Confederados de Norte América>>, rompiendo en dos a la Unión.

          En un comienzo, en el que la confusión se adueñó de todo, hubo ciertas pusilanimidades, tanto de parte de Lincoln -que se dispuso a no interferir en la institución de la esclavitud en aquellos Estados donde existiera-, cuanto de los cuatro Estados esclavistas de la frontera -Delaware, Maryland, Kentucky y Missouri- que decidieron no abandonar la Unión. El presidente, en todo caso, decidió defender la existencia de una sola nación, primero, con la oferta de concesiones a los esclavistas y, después, con la misma lucha militar.

          El 12 de abril de 1861 dio inicio esa brutal guerra. En ella, se mostró a plenitud la irresponsabilidad de los plantadores sureños que, con arreglo a la engorrosa tramitación del reclutamiento, evadían su incorporación al ejercito confederado, mientras, en el Norte, mediante el pago al gobierno de 300 dólares era posible evadir el servicio. Huberman recuerda que, a este respecto, “muchos desheredados de la fortuna llamaron a este conflicto <<guerra de ricos y pelea de pobres>>.”

          Sólo hasta 1863, el presidente Lincoln expidió su Proclamación de Emancipación, con la que se decretaba la libertad (y la posibilidad del reclutamiento) de los esclavos negros. En la contienda los plantadores sureños perdieron dos mil millones de dólares. La rendición del general Lee -comandante de las fuerzas del Sur- al general Grant, del Norte, se celebró en medio de terribles daños a las propiedades de los sureños. Jactándose de ese desastre, el general Sheridan, del Norte, decía que “si un cuervo volaba desde el Valle de Shenandoah hasta la población de Harper´s Ferry, debía llevar su almuerzo consigo.”

          A partir de ese sangriento episodio, nada habría de detener la vigorosa marcha de los hombres de negocios del Norte. Tarifas proteccionistas y gasto público para infraestructura alcanzaron los más altos niveles. El desarrollo del capitalismo estadunidense comenzaría a vivir sus mejores momentos.

          La supresión de un contrincante político, poseedor de distintos valores e ideas productivas, y de alta influencia en los actos de gobierno, consolidó un proceso de crecimiento económico que habría de colocar a los Estados Unidos en el primer sitio de la economía mundial, al comienzo de 1914:

 

 

 

INGRESO NACIONAL Y POBLACIÓN DE LAS POTENCIAS EN 1914.

PAÍS

INGRESO NACIONAL (miles de millones de dólares)

POBLACIÓN (millones)

Estados Unidos

37

98

Gran Bretaña

11

45

Francia

6

39

Japón

2

55

Alemania

12

65

Italia

4

37

Rusia

7

171

Austria-Hungría

3

52

Fuente: Kennedy, Paul, Auge y Caída de las Grandes Potencias, Plaza & Janés Editores, Barcelona, España, 1994, p. 390.

 

          Atrás del incremento exponencial de la producción, tanto agrícola cuanto manufacturera, se verificó una notable proliferación de las grandes corporaciones, bajo el cobijo de una política proteccionista y un fuerte desequilibrio entre los sectores productivos.

          “Entre la terminación de la Guerra Civil en 1865 y el estallido de la Guerra Hispano-Americana en 1898, la producción de trigo de los Estados Unidos aumentó en un 256 por ciento, la de maíz en un 222 por ciento, la de azúcar refinado en un 460 por ciento, la de carbón en un 800 por ciento, la de raíles de acero en un 523 por ciento y el kilometraje de vías férreas en funcionamiento en más de un 567 por ciento...Esta crecimiento no se interrumpió con la guerra contra España, sino que, por el contrario, prosiguió al mismo ritmo meteórico al iniciarse el siglo XX.”[25]

          Uno de los más atendibles factores a favor del extraordinario crecimiento económico estadunidense, sin duda descansa en que este país tuvo todas las ventajas económicas de algunas de las potencias y ninguna desventaja. Su tamaño extraordinario y la disponibilidad de unos 380 000 kilómetros de vía férrea en 1914, se combinaron con una enorme extensión cultivada de trigo, maíz, algodón, lino y azúcar, y con una producción acerera que, desde 1901, superó con mucho a la de las principales economías europeas; para 1914, sus 455 millones de toneladas de carbón dejaron atrás a la producción inglesa(292) y a la alemana (277), al tiempo que se convirtió en el principal productor de petróleo y en el mayor consumidor de cobre y de energía derivada de fuentes modernas. Producía más hierro colado que las tres economías que le seguían en importancia (Alemania, Gran Bretaña y Francia) juntas y tanto acero como sumaban las producciones de Alemania, Gran Bretaña, Rusia y Francia. Producía y poseía más vehículos de motor que el resto del mundo junto.

          Con el estallido y desarrollo de la Primera Guerra Mundial, los Estados Unidos pudieron contemplar el ocaso de la era Vasco da Gama, los cuatro siglos de dominio europeo, y el inicio de su propia hegemonía mundial.

          El peso tecnológico de las primeras corporaciones de los Estados Unidos: International Harvester, Singer, Du Pont, Bell, Colt, Standar Oil y United States Steel Corporation, las hacía altamente competitivas en todo el mundo.

          En las páginas que siguen, se abordan aquellos elementos que estuvieron atrás de ese extraordinario éxito económico, partiendo de un importante acontecimiento, la unificación de los intereses económicos con los procesos políticos, que es fundado con la conclusión de la Guerra de Secesión y del que derivó un sometimiento de las actividades agropecuarias hacia las industriales y financieras, así como el amplio cobijo proteccionista con el que se pospusieron los inconvenientes del libre comercio para la actividad manufacturera.

          John D. Hicks, en su The populist revolt, University of Minnesota press., p. 70, 71 y 160, recoge las siguientes recoge las opiniones de los granjeros sometidos, primero, por el ferrocarril y, después, por el capital financiero: “¿Acaso no son ellos (los ferrocarriles) dueños de los periódicos? ¿Acaso no dependen de ellos todos los políticos? ¿Es que todos los jueces del estado (Carolina del Norte) no llevan en sus bolsillos pases gratuitos? ¿ no controlan en su totalidad al mejor talento legal del estado?”; “Wall Street es dueña del país, ya no se trata de un gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, sino de un gobierno de Wall Street, por Wall Street y para Wall Street. La gran masa del pueblo de este país es esclava y el monopolio es amo. El Oeste y el Sur están sometidos y postrados ante el Este manufacturero. El dinero manda...Se roba al pueblo común para enriquecer a sus amos...El pueblo está acorralado. ¡Guay de los sabuesos del dinero que hasta ahora nos han tenido atados a la cadena!”

          La historia era simple, con el triunfo del Norte se crearon condiciones para una rápida expansión económica que, por supuesto, descansó en un esfuerzo preferente de los productores rurales, al fin derrotados, que fue orquestada por un gobierno federal fundamentalmente orientado a favorecer los intereses de los constructores del ferrocarril, de los grandes industriales y de los flamantes detentadores del capital financiero. En tales actividades se verificó la temprana aparición de las grandes corporaciones.

          Una de las más amplias consecuencias de la Guerra de Secesión hubo de aplicarse a la estructura agraria de los Estados Unidos. “Cerca de la mitad del territorio del país había sido tomada por granjeros individuales que, por espacio de doscientos años, habían seguido al sol poniente en su marcha hacia el Oeste. La otra mitad pertenecía al pueblo y el gobierno tenía facultades para disponer de ella. Hasta 1860, ese gobierno había experimentado  un amplio control por parte de los terratenientes del Sur. Pero el año de 1865 había presenciado la caída de éstos y su reemplazo por los vigorosos potentados del Norte. Ahora el Bosque, la llanura, la montaña podían ser obligados a ceder sus tesoros, bajo la mano protectora de los capitalistas norteños.”[26] De la mano de una mejor posibilidad para explotar los recursos que administraba el gobierno, avanzó la producción de maquinaria que facilitaría todas las labores. Según Huberman, entre 1850 y 1860 se otorgó un promedio anual de 2 370 patentes; de 1920 a 1930 esa cifra ascendió a 44 750 títulos por año. Del conjunto de patentes acordadas de 1871 a 1932, por la totalidad de los países del mundo, no menos de un 30 por ciento fue concedido por el gobierno de los EUA.

          Desde la época remota de Adam Smith, en la que se esperaba de la división del trabajo la eficacia superior de la especialización, la célebre experiencia de la producción de alfileres se describía de esta manera: “Un hombre estira el alambre, otro lo endereza, un tercero lo corta, un cuarto le saca punta, un quinto vacía el otro extremo para que le apliquen la cabeza. Para hacer la cabeza se precisan dos o tres operaciones distintas; ponerla es un trabajo especial, y blanquearla, es otro; incluso es un trabajo singular clavarlos en el papel...”[27] Smith hacía los cálculos que permitirían a diez hombres, con tareas distintas, hacer 48 000 alfileres al día, mientras un sólo hombre que hiciera todas las tareas fabricaría uno o, cuando mucho, veinte. Pero, estos alfileres -los producidos con arreglo a la división del trabajo- ¿eran iguales entre sí? Para los efectos de su tamaño y uso, la respuesta sería afirmativa; sin embargo, al examinarles con detenimiento, resultaba posible apreciar pequeñas diferencias que en la era de la máquina son superadas. Al trabajo en cadena, que describió Smith, le acompañó, en el crepúsculo del siglo XIX, la producción estandarizada que suprimió las diferencias perceptibles entre los bienes obtenidos.

          Con tan afortunada disposición de hombres libres, materias primas, gobierno partícipe y maquinaria, el país pudo comenzar a recibir grandes cantidades de dinero para impulsar enormes y lucrativos negocios que, a su vez, constituían el corazón de la expansión económica. La modernización nacional comenzó por el transporte. En 1860, la red ferroviaria tenía en los EUA una extensión de 30 000 millas. En 1880 había triplicado esa longitud; en 1930 recorría 260 000 millas (cinco veces la circunferencia de la tierra). La primera locomotora, Stour-bridge Lion, importada de Inglaterra, corría a 4 millas por hora.

          Al comienzo, las cortas líneas de ferrocarril se combinaban con las diligencias, hasta que, en 1869, quedó terminado el primer ferrocarril transcontinental, por el esfuerzo conjunto de las compañías Central Pacific -encargada de construir, desde Sacramento, hacia el Este- y la Union Pacific -que construyó hacia el Oeste, desde Omaha. Alrededor de 1884, había cuatro líneas ferroviarias entre el Mississippi y el Pacífico.

          El gobierno participó de la modernización concediendo muy extensos tramos de tierras fiscales a las compañías mencionadas; franjas paralelas, a ambos lados de sus carriles, de veinte millas de ancho. En complemento, el Congreso acordó otorgarles préstamos que fluctuaban entre los 16 mil y los 48 mil dólares por cada milla de vías colocada. Muy pronto la práctica de elevación de tarifas, donde no existía la competencia, comenzó a mostrar la voracidad de los nacientes monopolios.

          La aparcería y el arrendamiento ocuparon un sitio fundamental en la estructura de la producción agropecuaria, con un claro predominio del terrateniente que invariablemente obtenía clara ventaja sobre los negros liberados o los blancos pobres que hacían las veces de aparceros o rentistas, sometidos a un permanente endeudamiento, ya por el pago de las propias tierras, ya por el de insumos para la producción o de alimentos para sus familias. Huberman ilustra esta práctica, por medio de una terrible anécdota:

          “Un aparcero que ofrecía cinco balas de algodón, fue informado, después de unas cuantas cuentas rapaces, que su algodón cancelaba exactamente su deuda. Encantado ante la perspectiva de lograr ese año alguna ganancia, el aparcero comunicó que obraba en su poder una bala más, que aún no había entregado. <<¡Al diablo!>>, gritó el patrón <<¿porqué no me lo dijo antes? Ahora tendré que volver a sacar la cuenta desde el principio, a fin de hacer que los saldos coincidan y quedemos parejos>>.”[28]

          Con todo, la expansión industrial estadunidense, que requería grandes importaciones y flujos de dinero, descansó en la exportación de los enormes excedentes agrícolas que, a su vez, fueron logrados con la creciente incorporación de tierras mejoradas. En sólo cuarenta años (de 1860 a 1900) se añadió más de un cuarto de millón de acres de tierras mejoradas, cantidad superior al área productiva de Italia, Alemania y Francia juntas.

          El uso de maquinaria y la especialización de los cultivos, permitieron que, en un ambiente de creciente producción agrícola, disminuyera el número de personas dedicadas a esta actividad: de la vieja hoz de mano se pasó a la guadaña; de ésta a la guadaña agavilladora. A pesar de los avances que mostraba esta evolucionada herramienta, todavía era grande la diferencia entre lo que se podía sembrar y lo poco que se podía cultivar, hasta la llegada de las máquinas segadoras, trilladoras, el tractor de gasolina. La situación resultante del encarecimiento de la tierra y de la obligada necesidad de cubrir las más diversas deudas, llevaron al productor agrícola a abandonar la producción múltiple de todo lo que necesitaba, para convertirse en un productor especializado, de cara a los llamados del mercado, al que, también, debería concurrir para obtener lo  que necesitaba.

          La agricultura se encontró, entonces, en condiciones de financiar la gran expansión industrial de los Estados Unidos, no sólo por proporcionar los recursos necesarios para la importación de bienes intermedios y de capital, sino, también, por aportar grandes transferencias de dinero al fisco, a los banqueros y, vía diferencia de precios entre los bienes agropecuarios y los que no lo eran, al resto de la economía, especialmente al ferrocarril.

          El éxito del sector primario -mediante las transformaciones descritas- cobijó a un intenso proceso proteccionista de la industria, bajo del cual florecieron las más importantes corporaciones que, de manera paradójica, actuaron en contra de los intereses de los agricultores y, en general, de los trabajadores radicados en los Estados Unidos. Los dueños de empresas ferroviarias, petroleras, acereras y, muy especialmente, de los bancos lograron acumular un extraordinario poder a costa de la miseria del asalariado y del pequeño productor rural, con el apoyo gubernamental, desde ese entonces extraordinariamente ligado a los grandes intereses económicos. Es un largo período de incubación de la aurora de lo que habría de ser la hegemonía mundial de los Estados Unidos, en la que -por los medios menos ortodoxos- toman un sitio de importancia actual los apellidos de los grandes empresarios de ese país; los Vanderbilt, los Carnegie y los Rockefeller eran un fiel reflejo de la exitosa combinación de intereses económicos y políticos para favorecer el desarrollo de las grandes corporaciones y para fundar un verdadero endiosamiento de la propiedad privada, en menoscabo de los intereses de los pequeños productores industriales, de los granjeros y de los asalariados, mediante los importantes servicios de la Suprema Corte de Justicia.

          La reacción política de los pobres cobró un fuerte aliento en 1896 con la candidatura, a través del Partido Demócrata, de William Jennings Bryan, en oposición a la de William McKinley, por los republicanos. La diferencia en los fondos reunidos para las campañas -300 mil dólares para la de Bryan y 4 millones para la de McKinley- selló los resultados de aquella elección que, con la fuerte presión de los ricos, llevó a McKinley a la presidencia. Al respecto, Vachel Lindsay proporciona la siguiente imagen de aquella contienda:

          “Boy Bryan´s defeat

          Defeat of western silver.

          Defeat of wheat.

          Victory of letterfiles

          And plutocrats in miles

          With dollar sings upon their coats,

          Dimano watchchains on their vests

          And spats on their feet.

          Victory of custodians, Plymouth Rock,

          And all that inbred landlord stock. Victory of the neat.[29]

          La derrota de los opositores a la voluntad de los adinerados hombres de negocios, la densidad y tamaño de las tarifas proteccionistas, la acelerada conformación de las comunicaciones por todo el país y la temprana creación de las áreas de investigación y desarrollo de las innovaciones tecnológicas, en las que la General Electric Company y la American Telephone and Telegraph tuvieron un papel fundador, fueron los elementos del extraordinario desarrollo industrial estadunidense, de comienzos del siglo XX.

          En todo este marco, desde la conclusión de la Guerra Civil y tanto por su eficacia para recolectar dinero, como para diversificar los riesgos de los inversionistas y para prolongar su vida más allá que la de sus propios fundadores, las corporaciones -no tan grandes al inicio- van ocupando el papel central de la producción manufacturera, primero, y de los servicios financieros y los transportes. En sí mismas, fueron juzgadas como trascendente invención del capitalismo estadunidense, aún y cuando contrariaban a la propia Constitución Política, como bien lo observó el Congreso, mediante el Acta Antitrust Sherman, <<un Acta destinada a proteger a la industria y el comercio contra las restricciones ilegales y los monopolios>>, convertida en ley el 2 de julio de 1890 y cuyos dos primeros artículos rezaban:

          “Art. 1.- Declárase por el presente ilegal todo contrato, toda combinación bajo la forma de trust u otra, o conspiración que restrinja la industria o el comercio entre los diversos Estados o con naciones extranjeras…

          Art. 2.- Toda persona que monopolice, o intente monopolizar, o se combine o conspire con cualquier otra persona o personas con el objeto de monopolizar cualquier parte de la industria o del comercio entre los diversos Estados, o con naciones extranjeras, será considerado culpable de delito…”[30]

          La fuerza de los eventos económicos en curso, aunada a la falta de definiciones fundamentales en la propia ley (respecto, por ejemplo, a lo que debería entenderse por trust, monopolio o restricción), alrededor de 1897 le habían convertido en letra muerta. Cuando se intentó aplicar por los abogados del gobierno, con inusitada frecuencia sucedió que la Suprema Corte no compartía su opinión y que no veía trusts, monopolios y restricciones en donde, para los demás, eran evidentes. La vigorosa expansión de las corporaciones no podía, y no pudo, ser detenida por ley alguna, no importaba su rango ni la forma en la que el Congreso la hubiese promulgado. Huberman nos ofrece este caso:

          “La primera causa planteada ante la Suprema Corte, después de la aprobación del Acta, constituye un buen ejemplo. Tratábase del pleito de los EUA versus E. G. Knigth Company, cuyo fallo fue expedido el 21 de enero de 1895. Cuando la American Sugar Refining Company, que producía el 65 por ciento del azúcar refinada de los EUA, adquirió, mediante compra, el control de la Knigth Company y de otras tres firmas de Pennsylvania, el gobierno inició pleito para cancelar el contrato de adquisición, fundándose en que constituía una violación del Acta. Considerando el hecho de que la compra de las cuatro refinerías adicionales proporcionaba al trust el control del 98 por ciento de la producción, parecía en efecto que la ley había sido infringida. Esto ofrecía exactamente el aspecto de la clase de amalgama contra la cual se había levantado el clamor del pueblo. Si una compañía que controlaba el 98 por ciento de la refinación del azúcar no se hallaba en posición de <<restringir la industria o el comercio>>, sería difícil encontrar otra en esas condiciones. Tal lo que pensaba el pueblo, tal lo que pensaban los abogados del gobierno; pero la Suprema Corte abrigaba otra idea al respecto. Permitió que los contratos continuasen en vigencia.”[31]

          Lo que no logró el acta antitrust Sherman contra los monopolios, mediante una retorcida interpretación de dicha ley, se logró en contra del trabajo, al convertir a los sindicatos en el factor que restringía la industria o el comercio. De 5 casos presentados, con apoyo en el Acta, en contra de los trust, 4 fueron perdidos por el gobierno; mientras que de otros 5 casos presentados, bajo el mismo cobijo, por las empresas en contra del trabajo, 4 fueron ganados por los representantes de los industriales.

          Algo similar aconteció con una de las tres enmiendas constitucionales que, en el ánimo de garantizar la plena libertad de la población negra, después de la Guerra Civil, aprobó el Congreso y que rápidamente fueron ratificadas por las tres cuartas partes de los estados:

          “La enmienda decimotercera abolió para siempre la esclavitud en los EUA;

          La enmienda decimocuarta convirtió al negro en ciudadano de los EUA, igual ante la ley a todos los demás ciudadanos, y

          La enmienda decimoquinta confirmó al negro el derecho de votar.”[32] ¿Cómo podría emplearse una ley, creada para ayudar a los negros en beneficio de las corporaciones? Esta es la respuesta: El texto del artículo 1º. De la enmienda decimocuarta decía:

          “Todas las personas nacidas o naturalizadas en los EUA y sujetas a su jurisdicción, son ciudadanos de los EUA y del estado dentro del cual residen. Ningún estado dictará o pondrá en vigor ley alguna que cercene los privilegios o inmunidades de los ciudadanos de los EUA; tampoco privará ningún estado a persona alguna de su vida, libertad o propiedad, en ausencia del debido proceso de la ley; ni negará a persona alguna comprendida en su jurisdicción la equitativa protección de las leyes.” Convertir a las corporaciones en personas y exigir el debido proceso de ley para que se intentara imponer alguna regulación a sus propiedades, fue el heterodoxo mecanismo por medio del cual los estados vieron destruidas las posibilidades de elaborar y aplicar leyes en contra de los abusos de las corporaciones, ya en la definición de las jornadas de trabajo, ya en el tamaño y vigencia de salarios mínimos, con el apoyo y la complicidad, otra vez, de la Suprema Corte.

          En toda esta complicada situación, sin embargo, las corporaciones aparecen como un elemento original como el mejor mecanismo, en palabras de Conant, para lograr “la recuperación de la larga postración de 1893-1897”. Esta dilatación del campo de la competencia es correspondiente con el persistente motivo humano de la lucha por la existencia en una lucha que se libra primero con los competidores cercanos, luego con los productores de toda la nación y finalmente, a una escala limitada en su propio terreno, con los competidores extranjeros:

          “El trust -ahí donde se trata de un crecimiento económico natural y no meramente del juego de azar de los especuladores que viven de sus tretas- es simplemente la combinación de varios establecimientos pequeños para asegurar una economía y una eficiencia mayores en la maquinaria de la producción. La economía y la eficiencia se tornan decisivas en las sociedades que internamente producen más bienes de los que pueden ser vendidos con utilidad y cuyo excedente ha de colocarse en los mercados extranjeros.”[33]

          Al lado de la originalidad de las corporaciones estadunidenses, que vino a fortalecer la premisa pragmática de la excepcionalidad histórica de los Estados Unidos, no es posible perder de vista su importancia creciente en el total de la producción, ni su acelerada concentración:

 

PORCENTAJE DE LA MANUFACTURA PRODUCIDA POR LAS CORPORACIONES DE LOS ESTADOS UNIDOS.

 

Año

%

1899

66.7

1919

87.0

1929

94.0

Fuente: Huberman, Leo, Historia de los Estados Unidos, op. cit., p. 325.

 

          Berle y Means, en su importante libro The modern corporation and private property, informan que las 200 corporaciones dominantes (que representan menos de siete centésimos del uno por ciento) controlaban casi la mitad de la riqueza de todas las corporaciones de los EUA:

IMPORTANCIA RELATIVA DE LAS 200 GRANDES CORPORACIONES

(AL COMIENZO DE 1930)

 

Proporciones por concepto.

%

De la riqueza corporativa (nb)

49.2

De la riqueza comercial (nb)

38.0

De la riqueza nacional

22.0

          nb = no bancaria.

          Fuente: Adolf Berle y Gardiner C. Means, The modern corporation and private property, The Macmillan Company, Nueva York, 1933, pp. 19-32.

 

          Por lo que hace a la concentración en el terreno financiero, industrial de transporte e, incluso, de servicios públicos, la Comisión Pujo de la Cámara de Representantes presentó un informe, en 1912, que señala cómo los asociados de J.P. Morgan and Company, y los directores del National City Bank (controlado por Rockefeller) y del Baker´s First National Bank, retenían los principales cargos directivos de: 34 bancos y compañías de depósito, 10 compañías de seguros, 32 sistemas de transporte, 24 corporaciones productoras e industriales, y 12 corporaciones de servicios públicos, lo que sumaba 112 corporaciones con una capitalización total de 22 245 000 dólares.

          La situación reinante es descrita ni más ni menos que por el propio presidente Woodrow Wilson, en un escrito elaborado en 1913:

          “La situación se resume en los siguientes hechos: que un número comparativamente limitado de hombres controla las materias primas de este país; que un número comparativamente limitado de hombres controla la fuerza hidráulica...que el mismo número de hombres controla en amplia medida los ferrocarriles; que, a través de convenios que se han pasado entre ellos de mano en mano, controlan los precios, y que ese mismo grupo de hombres controla los créditos más vastos del país...Los amos del gobierno de los EUA son los capitalistas y los manufactureros mancomunados de los EUA.”[34]

          Lo que corresponde a una suerte de rendición presidencial ante las evidencias, sólo describía la subordinación de, cuando menos, dos poderes republicanos al poder extraordinario de las corporaciones. Por encima de la justicia, con facultades de ley empleadas para impedir el cumplimiento de las propias leyes, la parte sustantiva del Poder Judicial, al igual que ya lo había hecho el Poder Ejecutivo, se sumó a la causa de las grandes corporaciones, colaborando en una contradictoria edificación de la economía más poderosa del mundo. De esta forma, también y sin proponérselo, colaboró en el crecimiento del hinchado malestar de los pobres, para quienes esta historia no se había terminado de escribir.

          Desde la Unión de Asociaciones Gremiales de Mecánicos, creada en 1827 por quince sociedades gremiales, y La Noble Orden de los Caballeros del Trabajo, sociedad secreta que se funda en Filadelfia en 1869 por un pequeño grupo de cortadores de ropa, hasta la Federación Norteamericana del Trabajo -AFL, por sus siglas en inglés- y la Comisión de Organización Industrial -CIO por sus siglas en inglés (fundada el 10 de noviembre de 1935 e inicialmente independizada de la AFL)-; con programas, objetivos y métodos de lucha claramente diferenciados, la respuesta de los trabajadores y de algunos pequeños empresarios a la voracidad insaciable de las grandes corporaciones recorrió un prolongado proceso de maduración que, hasta la fecha, puede considerarse inacabado. En él han convivido la rotunda negación a estallar huelgas, con la disposición a emplear el sabotaje, la violencia directa, el uso de explosivos y la misma lucha armada para dirimir la permanente diferencia entre el capital y el trabajo. Es un largo episodio que ha vivido sus momentos de esplendor y de densa oscuridad, de acción intensa y heroica y de traiciones diversas y escandalosas, de rebeldía suicida y de mansedumbre inexplicable. Su errático desarrollo aparece en la historia como una función de los vaivenes de la economía estadunidense, del éxito indiscutible de la concentración que se ilustra con el peso extraordinario de un puñado de grandes corporaciones que dirigen al gobierno, que controlan la interpretación y la administración de la justicia, que -en fin, y para los efectos que produce sobre el tema de esta investigación- definen los rasgos fundamentales de la diplomacia de aquel país, misma que -en el proceso de discusión y aprobación del TLC- contó con la decidida y poco afortunada oposición de las organizaciones laborales, muy tempranamente despojadas de orientación política, y lamentablemente sumidas en insuperable gremialismo economicista.

          De esta forma, la mansedumbre de las organizaciones de los trabajadores, la persistencia de un proteccionismo que se fundó desde los tempranos juicios de Alexander Hamilton, en Sobre las Manufacturas, y que impresionó al mismo Alfred Marshall, padre de la economía neoclásica, y el papel central de las grandes corporaciones, origen y eje de la llamada excepcionalidad histórica de los Estados Unidos, han sido las vigorosas columnas de la hegemonía mundial estadunidense y los elementos definitorios de la política, tanto interior como internacional, del siglo XX.

          Con apoyo en tales columnas se decidió la participación de los Estados Unidos en las dos Guerras Mundiales; para su propio fortalecimiento se aceptó y, después, liquidó, a la propuesta e instituciones del New Deal de Franklin D. Roosevelt; durante la Guerra Fría, tanto la promoción constructiva del Plan Marshall, cuanto el apoyo a gobiernos anticomunistas, represivos e impopulares en las sociedades de capitalismo tardío, eran expresiones concretas del sometimiento del poder político al económico y del hinchado protagonismo de las grandes corporaciones, en la escena planetaria. Aún en la notoria pérdida de hegemonía mundial, y en la correspondiente exaltación de la centralidad hemisférica, no es apreciable la adopción de una brújula distinta a aquella que se construyó en la búsqueda de los más altos beneficios para las corporaciones de los Estados Unidos.

          Es posible apreciar, fundamentalmente a partir de la desaparición de Unión Soviética, un explicable cambio de adversarios de los EUA -el combate al narcotráfico, al terrorismo, a la contaminación ambiental y a la inmigración, toman el sitio del duradero enfrentamiento a los movimientos subversivos y a todo aquello que se considerara sospechoso de vinculación con el comunismo-; pero aún en tales, novedosas circunstancias, el corazón de la política exterior de ese país, continúa latiendo en inalterable sintonía con la promoción y defensa de las grandes corporaciones. Instrumentos como el TLC, en actual proceso de expansión a toda el área americana, no conforman ningún tipo de excepción en la agenda de los intereses estadunidenses. Todo lo contrario.

          Una buena forma de ilustrar el sometimiento de la acción política pública a la acción económica privada, en los Estados Unidos, consiste en analizar lo que bien podría definirse como la carencia de una política industrial, en sentido estricto: “Las decisiones de inversión del sector privado serían las únicas determinantes de la dirección del desarrollo económico, mitigadas solamente por la diversidad de intereses públicos con los que deben moderarse las ganancias de los particulares: la seguridad nacional ante todo, la seguridad en cuanto a las fuentes de energía, el desarrollo rural, el transporte público, la seguridad en el empleo y del consumidor, la salud pública y la protección del ambiente.”[35]

          En el terreno de la competencia internacional, con eventos que hasta la fecha reproducen un conflictivo litigio, la política comercial ocupa un sitio mucho más relevante que la regulación y capta más atención que la política macroeconómica, entendida en sentido estricto:

          “Desde la segunda guerra mundial, la política comercial estadunidense ha evolucionado ampliamente para promover la reducción multilateral progresiva de las barreras al comercio a través de las sucesivas rondas del GATT; sólo se han hecho excepciones en los casos de grupos específicos y limitados de industrias con una debilidad económica y una influencia política particulares. Así, hasta principios del decenio de 1970, la extracción petrolera nacional estuvo protegida por las cuotas que se fijaban a las importaciones de petróleo; desde 1962, la industria textil se encuentra bajo el amparo del Acuerdo Multifibras, que estableció cuotas con las que se pretendía reducir la penetración de los mercados de Estados Unidos por telas y prendas extranjeras económicas; durante el decenio de 1970, la administración del presidente Carter, en fin, intervino varias veces para impedir, mediante la ayuda al comercio, el inminente derrumbe y la reestructuración de la fundamental producción de acero estadunidense. Incluso han sido aplicadas restricciones aún más extremas, aunque con algunas omisiones, a los productos lácteos (feudo político de Wisconsin), al azúcar (feudo político de Lousiana) y a los cítricos (feudo político de Florida). Una disposición bien conocida restringe el uso de barcos construidos en el extranjero para el comercio y la pesca de cabotaje.”[36]

          Los principales instrumentos de la política comercial de los Estados Unidos son los aranceles compensatorios y las medidas contra el dumping. Ambas formas de ayuda a los productores nacionales se basan en el principio de que dicha ayuda es adecuada cuando el daño se debe a prácticas comerciales desleales, a través del dumping o del subsidio, de modo que los productores nacionales dispongan de una protección gubernamental contra acciones perjudiciales de los competidores extranjeros similar a la que se les otorga contra la competencia desleal originada en el propio país. No es infrecuente que los fijadores de precios de los Estados Unidos logren impunidad frente a las leyes antimonopolios (que casi no se usan) y, simultáneamente, protección gubernamental. El gobierno de Reagan es un buen ejemplo:

          “La política comercial estadunidense se tornó fuertemente proteccionista durante los años del presidente Reagan. Es más, todas las nuevas restricciones comerciales fueron iniciadas o aprobadas por su administración, a pesar de que en su retórica pública daba un respaldo generalizado al libre comercio.”[37]

          Durante esa administración, al lado de los elementos descritos, se restablecieron y ampliaron cuotas a la importación (textiles y azúcar) y se negociaron restricciones voluntarias a las exportaciones, especialmente con el Japón.[38] En los años recientes, la política comercial de los Estados Unidos ha tendido a desplazarse hacia la esfera de la tecnología de punta, abarcando las cuestiones relativas a: dumping, acceso a los mercados, fijación de precios en los mercados de un tercer país, y la inversión y los subsidios extranjeros. Esta nueva disposición está claramente relacionada con el peso de la presión de los competidores y la pérdida constante de las ventajas estadunidenses, también en este terreno. Como es obvio, los interlocutores en esta novedad de la política comercial, preponderantemente son el Japón y los países miembros de la Unión Europea.

          Para algunos destacados analistas, resulta claro que es demasiado aquello que se pretende poner bajo el cobijo de la política comercial y que, complementariamente, debe contarse con políticas efectivas en materia tecnológica y de competitividad nacional, así como con una mayor coordinación entre las dependencias gubernamentales que intervienen en el comercio y las que lo hacen en otros campos cercanos. Es éste el caso de Laura D´Andrea Tyson, su libro Who´s Bashing Whom: Trade Conflict in High Technology Industries (Washington, Institute for International Economics, 1992), quien se incorporó a la primera administración del presidente Clinton como presidenta del cuerpo de consejeros económicos.

          En la misma lógica se encuadra el, hasta ahora, poco provechoso esfuerzo del propio presidente Clinton y del vicepresidente Albert Gore, encaminado a diagnosticar y curar al muy enfermo cuerpo de la producción manufacturera de los Estados Unidos:

          “Aunque durante muchos años Estados Unidos fue el líder mundial indiscutible en las manufacturas, nuestro desempeño ha decaído peligrosamente en los últimos decenios. Las compañías estadunidenses todavía sobresalen por los adelantos que realizan, tales como el descubrimiento (hecho por IBM) de la superconductividad a alta temperatura; pero a menudo las compañías extranjeras son mejores para aprovecharlos, específicamente, para transformar la tecnología en nuevos productos y procesos de una manera tan rápida como económica.”[39]

          Los cinco rubros principales de las políticas sectoriales de los Estados Unidos (tecnológicas, energéticas, agrícolas, de salud y para la pequeña empresa) han tenido éxitos muy diferenciados, destacando -con mucho- el caso de la agricultura, y, en conjunto, captan menos atención y promueven mucho menor debate que la política comercial. Es un hecho que una parte vital del futuro de la economía estadunidense depende de los progresos de las políticas sectoriales y de su necesario eslabonamiento con la educación, la investigación y el desarrollo. La mayor intervención económica del gobierno, que tales políticas comportan, pareciera enfrentar enormes complicaciones; como bien dice James Galbraith: “[al lado del abandono de los razonamientos y las políticas keynesianas y de las barreras institucionales para la introducción de modificaciones importantes en la política económica], la difusión planetaria de la economía estadunidense ha complicado el patrón de las restricciones que incluso los más sutiles y experimentados responsables de elaborar las políticas deben tener en cuenta: mientras que antes se podía pensar en frenar o acelerar según lo aconsejaran la inflación y el desempleo, hoy en día es necesario incorporar factores como la balanza comercial, la situación del dólar e incluso, en ocasiones, la estabilidad de la banca internacional. El resultado es una política económica restringida por todas partes y una obvia escasez de medios para alcanzar todos los objetivos apremiantes y contradictorios.”[40] En esa situación se debate la última potencia hegemónica del sistema mundial.

En el presente apartado también se pretende dar cuenta de la historia del Canadá, desde la amarga frustración de su descubridor francés, Jacques Cartier[41] hasta el incómodo papel, durante la Guerra Fría, que -en el inicio del decenio de 1960- permitía percibirla como <<el jamón del emparedado soviético-norteamericano>>.

          Fernand Braudel nos explica: “Inglaterra perdió <<América>>, pero conservó el Canadá e, incluso, lo completó desde el Atlántico hasta el Pacífico (a mari usque ad mare). Las fechas fundamentales de esta instalación y de este desarrollo son: 1759, derrota y muerte de Montcalm en las murallas de Québec; 1782, llegada a Ontario y a las Provincias Marítimas de los <<leales>> americanos, quienes se mantuvieron fieles al rey de Inglaterra después de la independencia de las colonias sublevadas; entre 1855 y 1885, prosperidad creciente de las Provincias Marítimas pobladas de ingleses, al tomar el relevo sus marineros de los Estados Unidos en el Atlántico; en 1867, fundación, después de muchos avatares, del Dominio del Canadá (Ontario, Québec, Nueva Escocia y Nuevo Brunswick). Más tarde serán incorporados al Dominio: en 1870, Manitoba; en 1871, la Columbia Británica y, posteriormente, en 1873, la isla del Príncipe Eduardo (séptima provincia). El Canadian Pacífic Railway, construido desde 1862 a 1886 <<a ras de la frontera de los Estados Unidos>>, hace posible la colonización de la Pradera, de la que son eliminados los <<mestizos>> de canadienses franceses y de indias. La colonización, realizada a partir de una población bastante heterogénea, se lleva acabo aquí de la misma manera que en el Oeste americano y constituye dos provincias más -Alberta, Saskatchewan (1907)- convirtiéndose Terra Nova, a raíz del Plebiscito de 1948, en la décima y última asociada.”[42]

          El Canadá francés representa la tercera parte de la población del país, y está limitado a la provincia de Quebec; ocupa los límites orientales del Canadá, el estuario, el valle bajo y medio del San Lorenzo. Estos franceses son los descendientes de 60 mil campesinos del Oeste de Francia, desparramados entre el San Lorenzo y el Mississipi, y abandonados por el tratado de París en 1763. Consiguieron mantenerse en la provincia de Quebec, donde han arraigado poderosamente. El canadiense francés es un agricultor y no un granjero como su compatriota de origen inglés. No sintió la fiebre del Oeste, emigró con una relativa lentitud hacia las ciudades, y sólo se dejó seducir tardíamente por la llamada de las fábricas de Nueva York o de Detroit. “Constituye una raza viva, simple y alegre.”[43]

          En el peculiar contorno del TLC, tan salpicado de diversidad histórica y cultural, el Canadá hereda el legado menos difundido y, bajo cierta lógica, el más plural. Con un eje dominante, el anglófono, que se debate entre la subordinación al Reino Unido y la imitación grosera de los Estados Unidos y otro, hasta hoy sometido, el francófono, que representa el anacronismo católico-rural, además de la recurrente amenaza secesionista y que, con Quebec al frente, se ha convertido en la mejor garantía del orden federado, el país experimenta su propia, doméstica incertidumbre, en la hora de la globalización.

          Resultado de una inmigración promovida con enorme éxito por Clifford Sifton, en el comienzo de este siglo, que atrajo a todo tipo de europeos (especialmente ingleses) y -por supuesto- a gran número de estadunidenses, la política poblacional canadiense supo oponer un enérgico y triunfal desaliento a la inmigración de negros, relativizando la clave de su marcha segura por la historia universal que, en su propia interpretación, ha sido la tolerancia.

          Mal y tarde, siempre tarde, el pueblo canadiense ha tomado y, a veces, ejercido sus más importantes decisiones. Desde la relación con la corona británica -que llevó a miles de sus habitantes a luchar y morir en China, Sudáfrica y, ya en este siglo, en los campos de batalla de las dos guerras mundiales y de Vietnam, hasta la construcción de las organizaciones sindicales -en alrededor del 60 % afiliadas a la AFL (American Federation of Labor, de los Estados Unidos)-, sin omitir la tardanza y timidez en la elaboración de sus leyes en contra de los monopolios, es más que notoria la lentitud de tan trascendentes decisiones.

          En el proceso planetario de la llamada globalización, no son escasas las dificultades que enfrenta este país. Donald G. McFretdidge encuentra algunas características definitorias de la actual situación del Canadá:[44]

a)      La debilidad del mercado interno (apenas 30 millones de personas) y el peso extraordinario del comercio internacional (las exportaciones representan el 25 % del PIB), particularmente con los EUA. Las firmas de propiedad extranjera representan el 50 % de los recursos del sector manufacturero y el 26 % de todos los recursos no financieros de las empresas. La economía canadiense equivale a alrededor del 10 % de la estadunidense;

b)      El ejercicio efectivo del poder delegado en las provincias, que presupone el Estado Federativo del Canadá. Aquí se insiste en el tamaño desigual de las provincias, por cuanto Ontario representa el 40 % de la economía nacional, mientras que la Isla del Príncipe Eduardo representa el 0.3 %. Con la responsabilidad descentralizada de la educación y la salud, las provincias han llegado a definir los componentes de su propia política industrial, sin excluir formas abiertas de proteccionismo;

c)      El crecimiento económico desigual explica, a su vez, la desigual distribución poblacional. Ontario, la tierra firme del sur de Columbia Británica y Montreal, en Quebec, concentran a la mayor parte de la población canadiense y, durante los últimos años, las desigualdades regionales se han agudizado a causa del colapso de la pesca de bacalao en el Atlántico norte y la caída del mercado internacional del trigo, ocasionada por la guerra de subsidios entre Estados Unidos y la Unión Europea;

d)      La amenazada calidad de vida del pueblo canadiense. A pesar de ocupar el primer sitio en el mundo, por lo que hace a este rubro, el Canadá experimenta un lento crecimiento en la productividad que, sin duda y combinado con altos índices de desempleo, operará grandes perjuicios para esta privilegiada situación, y

e)      Canadá carga con un par de preocupantes déficit, los que se derivan -para el gobierno federal y los provinciales- de los pagos de intereses adeudados sobre préstamos anteriores y de los continuos aumentos del costo de los servicios sociales, así como el que resulta de una balanza comercial negativa sobre operaciones de servicios y del pago de intereses sobre préstamos del exterior. Hay un amplio consenso respecto a lo cercano de los límites de maniobra fiscal del gobierno.[45]

          Ciertamente, la situación actual del Canadá, con su costosa fuerza de trabajo encanecida y con la recurrencia de la amenaza separatista, dista mucho de aquella que describió Jacques Cartier, en junio de 1534 pero, sin duda, no es consistente con la prometedora concepción del primer ministro liberal, Sir Wlilfred Laurier (1896-1911, en el poder), quien imaginó al siglo XX, como el siglo del Canadá. Este siglo concluye y, en su crepúsculo, no resulta fácil imaginar que sus verdaderos beneficiarios sean, al mismo tiempo, los ocupantes del hemisferio americano. Ni siquiera los habitantes de la parte septentrional.

          El proceso de integración política del Canadá, la Confederación del Dominio, fue precedido por el proceso de integración territorial que impulsó la construcción del ferrocarril, así como por las amenazas expansionistas de los Estados Unidos. Ello favoreció una desconcertante comprensión y diligencia de gobierno británico, con Edward Cardwell como Primer Ministro, que la convirtió en política oficial al principiar noviembre de 1864.

          El apremio proveniente de los apetitos estadunidenses, se originó en algunos incidentes desarrollados durante la Guerra Civil; entre ellos, por su gravedad, destaca el relativo al barco confederado Alabama. Construido en Liverpool como barco mercante, tenía las líneas de un barco de guerra, al menos en la preocupada opinión de la embajada de los Estados Unidos en Londres; sus acabados se concluyeron en Francia, como todo un barco de Guerra que, durante dos años causó serios estragos a la marina de la Unión.

          Al ser hundido en el golfo de Vizcaya en 1864, los daños directos de sus actividades habían ascendido a 15 millones de dólares. El Departamento de estado de los Estados Unidos, y buena parte de la prensa estadunidense afirmaron que el Alabama había prolongado la Guerra Civil en dos años, y como la guerra le había costado al gobierno estadunidense 2000 millones de dólares al año, las reclamaciones indirectas a la Gran Bretaña ascendían a 4000 millones.

          “Una buena manera de pagar esa cuenta, insinuaron no muy delicadamente los estadunidenses, podía ser la cesión de la América del Norte Británica. Los británicos no podían permitir que los estadunidenses las tomaran, pero no había nada de malo, nada que pudiese ofender el orgullo británico, en que los colonos mismos decidiesen tomar en propia mano su futuro. También sería algo mucho más barato.”[46]

          Así, la reina Victoria firmó la Ley de la América del Norte Británica el 29 de marzo de 1867, que fue proclamada el primer día de julio del mismo año. Con esa formalización, sin los acuerdos fundamentales entre las provincias afectadas, y con un prolongado proceso de incorporaciones siempre guiadas por un interés local, dio comienzo una accidentada vida política del Canadá que ha transitado de los gobiernos conservadores a los liberales, y al revés, en una complicada construcción de las instituciones básicas.

          Es una historia de reacciones radicales, no siempre oportunas, frente a problemas mayoritariamente provenientes del exterior. El ejemplo de la adopción de medidas proteccionistas, en imitación de, y de defensa frente, los Estados Unidos, describe la dramatización con la que se que ventilaban las cuestiones de respuesta económica. El diario Grip resumió, en mayo de 1877, la Política Nacional (conservadora), encaminada al establecimiento de fuertes medidas proteccionistas:

          “…esta gran verdad debes saber,

          los países crecen sólo por sus manufacturas…

          tus herramientas, tus armas, tus ropas, hazlas cerca.

          Tus agricultores a tus trabajadores todos suministrarán

          alimentos, y tus obreros a ellos todo lo que necesitan,

          todos se ayudarán a todos y las ganancias vendrán…

          Surgirá la fuerza y a Canadá se le conocerá

          no como una mezquina colonia sola…

          El presente ha llegado; el perezoso pasado se ha ido,

          tendremos un país o no tendremos ninguno.”[47]

          Habría de pasar alrededor de un siglo para que la llamada Política Nacional recibiera las más radicales críticas, en ocasión del reajuste monetario que en 1971 realizó el gobierno de los Estados Unidos, a partir del severo déficit en la balanza de pagos que experimentó su economía frente al éxito económico y comercial del Japón y de Alemania Occidental. El proteccionismo canadiense, la política defensiva que originó la industrialización truncada, recibe el siguiente análisis por parte de Rodrigue Tremblay: “…si un país deliberadamente decide limitar el tamaño de sus empresas al de su nación, todas las ineficiencias que acompañan a la falta de competencia y a la estrechez de sus mercados, no sólo debe proteger para siempre estas industrias incipientes de la competencia comercial, sino que lógicamente las debe proteger de la inversión extranjera (lo que no se intentó siquiera) o debe promoverlas hacia el mercado internacional. Pero esta decisión nunca se tomó, con el resultado de que Canadá, al mantener sus mercados protegidos, sus débiles industrias fueron absorbidas por empresas extranjeras más fuertes y maduras, particularmente las norteamericanas.”[48]

          Los hombres de la Confederación, por su parte, tenían una añeja relación con los negocios, especialmente el comercio y el ferrocarril, que en cierta forma explican la idea de que ninguna innovación tecnológica ha tenido una influencia más profunda y perdurable sobre la sociedad y la economía del Canadá que el ferrocarril; sin embargo, ya colocados en la tarea de conformar el marco institucional de la nación, comenzaron a mostrar ciertas limitaciones. Charles Tupper y Leonard Tilley eran políticos locales y ninguno abogado. Alexander Galt era un magnate ferroviario y hombre de negocios; George-Etienne Cartier sí era abogado pero relacionado principalmente con ferrocarriles y el código civil, lo cual no servía de mucho para la obra severa y bien reflexionada de armar una Constitución, y el verdadero Padre Fundador, George Brown, era periodista. Por todo ello, la Constitución de 1867 fue obra exclusiva de John A. Macdonald.

          En esa labor, y con una peculiar inspiración en la palabra federal, Macdonald construyó una Constitución encaminada a fortalecer extraordinariamente al gobierno federal, que él mismo encabezaba. En el amplio espectro de posibilidades un extremo estuvo representado por la Constitución de Nueva Zelanda, de 1852, en la que las provincias eran poco más que simples municipalidades; en el otro extremo estaba una Constitución como la de la primera Confederación de los Estados Unidos de 1777-1789, en la que los estados tenían virtualmente todo el poder. Para el autor de la nueva Constitución no existía duda de que la propia Guerra Civil de los Estados Unidos era el resultado fatal de la tendencia a la disolución de los sistemas federales. Un gobierno central fuerte, con predominio sobre los gobiernos provinciales, era el único resultado plausible y, con esa inspiración, es que se redactó la Constitución de la Confederación del Canadá.

          Como la Ley para la América del Norte Británica fue aprobada por el Parlamento de la Gran Bretaña, sus reformas debían ser aprobadas por el mismo órgano legislativo. Las enmiendas de 1931 y de 1949 fueron incrementando las funciones del parlamento canadiense hasta que, con la enmienda de 1982, Canadá obtuvo la facultad de modificar su propia Constitución. A ese acontecimiento se le conoce como la patriación de la Constitución.

          La monarquía constitucional ha contribuido a asegurar que los personajes políticos puedan ser electos, criticados y juzgados por sus acciones, sin las turbulencias que originaría la combinación, en la misma persona, de símbolo y administrador. Ello se resuelve con las funciones simbólicas ejercidas por el Gobernador General -nombrado por la corona de Inglaterra- mientras la administración corre por cuenta del Jefe de gobierno, que es el Primer Ministro. En la actualidad, el Gobernador General es el señor Romeo LeBlanc y el Primer Ministro es el líder del Partido Liberal, Jean Chrétien.

          Durante poco más de la segunda mitad del siglo XIX, el verdadero triunfo del pueblo del Canadá consistió en la construcción de un sólo país, por encima de las complicaciones que derivan de la difícil convivencia entre francófonos y anglófonos, y de las ambigüedades que producía una esperada lealtad de los primeros hacia la bandera británica. Louis-Honeré Fréchette, en su Le Drapeau anglais (escrito en la década de 1880), expresa dicha ambigüedad:

          - Contempla, me decía mi padre,

          esa bandera gallardamente portada;

          ha dado prosperidad a tu país,

          y respeta tu libertad…

          - Pero, padre, perdóneme si me atrevo…

          ¿No es otra, la nuestra?

          - ¡Ah!, esa es diferente:

          ¡hay que besarla de rodillas![49]

          Entre 1840 y 1900 el éxito consistió en haber hecho posible ser canadiense, sin ambigüedad; el haber creado, de hecho, a Canadá. Habría de transcurrir cierto tiempo antes de que las palabras de canadiense y Canadá cobrasen un significador poseedor de coherencia y resonancia. Si Wilfrid Laurier no pudo lograr el sueño de convertir el siglo XX en el siglo de Canadá, sí logró el de crear un Canadá real en el siglo XX.

          En el interesante estudio de Samuel P. Huntington, La Tercera Ola, el Canadá es de los beneficiarios de la temprana primera ola de la democratización que, a partir de 1828, experimentó el mundo, como reflejo más o menos tardío de la Revolución Francesa y de la Independencia de los Estados Unidos. Este autor privilegia, entre las variables que han contribuido a la democracia, la experiencia como colonia británica, al lado de otras características económicas, sociales y religiosas, con las que el Canadá ha contado sobradamente.[50]

          Durante el siglo XX, Canadá ha experimentado las dificultades de intentar resolver problemas internos de lengua, cultura, política y sociedad, con preocupantes problemas externos que van desde su silencioso papel en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), hasta un poco relevante sitio, de observador, en la Organización de los Estados Americanos (OEA). Ha vivido bajo el liderazgo de controvertidos políticos, como Pierre Elliott Trudeau, y el de muy subordinados gobernantes proestadunidenses, como Brian
Mulroney. Ha practicado un defensivo y radical proteccionismo y se ha sometido a las supuestas bondades del libre comercio. Ha propiciado una fuerte intervención económica del Estado y ha impulsado su particular idea del Laissez-Faire. Ha copiado en exceso a los Estados Unidos y, casi al mismo tiempo, ha promovido la consolidación de una peculiar identidad nacional.
[51]

          En todo este recorrido, sin embargo, se ha hecho acompañar de las dos más grandes virtudes distintivas de los canadienses: la cautela y la sensatez. “Mackenzie King, el más sabio y duradero de los primeros ministros modernos del Canadá, reconoció que los canadienses desean cambiar, que aceptan el compromiso y que se sienten más contentos con los dirigentes que los dividen menos. Es una filosofía que casa muy bien con una gente que vive con fuerzas naturales y geográficas mucho más fuertes que ella. Cuarenta años de riqueza han enseñado a los canadienses a ser tolerantes. La mengua de la prosperidad constituye un recordatorio tanto de la fuente como de los límites de esa que es la más necesaria de las virtudes cívicas. Juntos, como nación soberana o separados, los canadienses nunca podrán escapar unos de otros, a pesar de las vastas distancias de su mitad de América del Norte. Sólo con tolerancia podrán vivir bien. Lo único que los canadienses necesitaban aprender realmente de su historia es la tolerancia; eso y un sentimiento de la continuidad de la vida en una tierra grande y generosa. Un pueblo cauto aprende de su pasado; un pueblo sensato puede encarar su futuro. Los canadienses, por lo general, han sido ambas cosas.”[52]


 

 


 

[1] “Thomas Jefferson, uno de los fundadores de la Constitución de 1787, señalaba: <<America is new in its forms and principles>>. Desde entonces, siempre se ha creído nueva y piensa, lo mismo que Jefferson, que <<la tierra pertenece a los vivos>>.” Braudel, Fernand, Las Civilizaciones..., op. cit., 400.

[2] Ídem., p 416.

[3] Huberman, Leo, Historia de los Estados Unidos. Nosotros, el pueblo, Editorial Nuestro Tiempo, México, 1977, p. 94.

[4] Huberman, Leo, Historia de los Estados Unidos. Nosotros, el pueblo, op. cit., p. 96.

[5] Ídem., p. 143.

[6] ibid., p. 185.

[7] Ibid. P. 190.

[8] ibid, p. 198.

[9] Ricossa, Sergio, Diccionario de Economía, Siglo XXI Editores, México, 1990, p. 106.

[10] Helper R., Hinton, The impeding crisis of the South, Nueva York, Burdick Bross, 1857, p. 22.

[11] Huberman, Leo, Historia de los Estados Unidos. Nosotros, el pueblo, op. cit., p. 202.

[12] Citado del Georgia Courier, el 11 de octubre de 1827, inicialmente en Ulrich B. Phillips, Plantation and frontier, vol I, de Documentary history of american industrial society, editada por John R. Commons, pp. 283-285, Cleveland (Ohio), Arthur Clark Company, 1910, en Huberman, Leo, Historia..., op. cit., p. 203.

[13] Se refiere a lo inmigrantes europeos que, para obtener el pago por su viaje, se contrataban por hasta seis años como trabajadores del hombre con dinero que cubría su transporte. Eran semiasalariados.

[14] Citado en la obra de Buckingham, op. cit., p. 173.

[15] Huberman, Leo, La Historia..., op. cit., p. 215.

[16]  ídem., p. 224.

[17]  Citado en F. L. Olmsted, A journey in the seaboard slave states, Nueva York, Dix and Edward, 1856, pp. 118-119.

[18] Kennedy, Paul, Auge y Caída de las Grandes Potencias, Plaza & Janés Editores, Barcelona, España, 1994, p. 293.

[19] Avdakov, Polianski y otros, historia económica de los países capitalistas, Juan Grijalbo, Editor, México, 1965, p. 307.

[20]  Ambas posiciones en: Huberman, Leo, Historia de los Estados Unidos. Nosotros, el pueblo, op. cit., pp. 228-229.

[21]  Huberman, Leo, Historia..., op. cit., p. 230.

[22] ïdem., p. 232.

[23] En el Congressional Globe, marzo 6, 1858.

[24] Huberman, Leo, op. cit., p. 238.

[25] Kennedy, Paul, Auge  y..., op. cit., p. 388.

[26] Huberman, Leo, Historia de los Estados Unidos. Nosotros, el pueblo, op. cit., p. 246.

[27] Smith, Adam, La Riqueza de las Naciones, Vol. I, p. 8, citado en Galbraith, Jonh K., La Era de la Incertidumbre, Plaza & Janés, Barcelona, España, 1984, p. 26.

[28] Huberman, Leo, Historia..., op. cit., p. 257.

[29] La derrota del muchacho Bryan , derrota del argento occidental. Derrota del trigo. Victoria de taquilleros y plutócratas, en millas, con distintivos de dólar sobre sus levitas, cadenas de diamantes en sus chalecos y cortas polainas en los pies. Victoria de custodios, Plymouth Rock y toda esa estirpe de terratenientes. Victoria de los pulcros. Lindsay, N. Vachel, Collected poems of Nicholas Vachel Lindsay, Macmillan, Nueva York, 1923, p. 103, citado en Huberman, Leo, op. Cit., pp. 272-273.

[30] U.S. Statutes at Large, vol. XXI, p. 209.

[31] Huberman, Leo, Historia…, op. cit., pp. 293-294.

[32] Ídem., p. 321.

[33] Charles A. Conant, The New Economic Problems, en The United States, pp. 122 y 123, citado en Orozco, José Luis, Razón..., op. cit., p. 77.

[34] citado en Huberman, Leo, Historia..., op. cit., p. 327.

[35] Galbraith, James K., Panorámica de las Políticas Sectoriales en Estados Unidos, en La Industria Mexicana en el Mercado Mundial, Fernando Clavijo y José I. Casar (compiladores), FCE, México, 1994, p. 109.

[36] Galbraith, James K., Panorámica..., op. cit., p. 101.

[37] Niskanen, William, U.S. Trade Policy, Regulation, núm. 3, 1988, p. 34.

[38] El efecto de tales restricciones es altamente discutible, en virtud de haber significado un alto costo por cada empleo salvado (alrededor de 750 000 dólares) y de que, en el caso de los productores japoneses de automóviles, no hubo complicación para instalar sus plantas en los propios Estados Unidos y, así, competir con éxito contra las tres grandes armadoras estadunidenses.

[39] Clinton, William J. y Gore, Albert, Technology for America´s Economic Growth, The White House, Washington, 1993, p. 31.

[40] Galbraith, James K., Panorámica..., op. cit., pie de página 5, p. 99.

[41] Cartier declaró: “A esta tierra no debería llamársele Tierra Nueva, compuesta como está de piedras y horribles rocas ásperas...No he visto una sola carretada de tierra y sin embargo he desembarcado en muchos lugares...no hay nada más que musgo y arbustos chaparros, atrofiados. Me inclino a creer, antes bien, que ésta es la tierra que Dios dio a Caín.” Citado en Ray, Arthur, El Encuentro de Dos Mundos, en Historia Ilustrada de Canadá, FCE, México, 1994, p. 21.

[42] Braudel, Fernand, Las Civilizaciones..., op. cit., pp. 442-443.

[43] Ídem., loc cit.

[44]  McFetdridge, D. G., La Política Industrial en un Entorno de Libre Comercio: El Caso de Canadá, en La Industria Mexicana en el Mercado Mundial, Fernando Clavijo y José Casar (compiladores), Lecturas del Trimestre Económico núm 80 vol I, FCE, 1994, p. 143.

[45]  El endeudamiento en el exterior, público y privado, representa el 44 % del PIB, que es el porcentaje más alto entre los países integrantes del G7; posiblemente esta situación encuentre un dudoso alivio en la conversión del G7 en G8.

[46] Waite, Peter, Entre Tres Océanos; los Desafíos de un Destino Continental, en Historia Ilustrada de Canadá, op. cit., p. 350.

[47] Waite, P., Entre…, op. cit., p. 372.

[48] Tremblay, Rodrigue, Un Camino hacia la Anarquía: El Fracaso de la Política Nacional Canadiense, en América Latina y  Canadá Frente a la Política Exterior de los Estados Unidos, FCE, México, 1975, p. 50.

[49] Waite, Peter, Los Desafíos…, op. cit., pp. 408-409.

[50] Huntington, Samuel P., La Tercera Ola. La democratización a Finales del Siglo XX, Paidós, Barcelona, 1994, pp. 29-47.

[51] Buena parte de los avatares de estas contradicciones de la historia reciente del Canadá, se recogen en los ensayos que componen el libro: América Latina y Canadá Frente a la Política Exterior de los Estados Unidos, compilado por R. Barry Farrell, FCE, México, 1975, op. cit.

[52] Morton, Desmond, Tensiones de la Abundancia, en La Historia Ilustrada de Canadá, op. cit., p. 614.