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CAPÍTULO III

LA GLOBALIZACIÓN Y EL FUTURO DEL ESTADO.

 

III.5.- EL FUTURO DEL ESTADO.

 

La fuerza y amplitud de los llamados avances trasnacionales, que van desde el calentamiento del planeta hasta las regionalizaciones de flujos comerciales, pasando por la explosión demográfica y su expresión en más intensos y numerosos movimientos migratorios, rebasan con mucho la capacidad de respuesta de los Estados-Nación y promueven el diseño de soluciones internacionales. Otro tanto acontece con los sistemas financieros mundiales, incluyendo la estabilidad monetaria, o con la división internacional de la producción que, desde la perspectiva de las empresas multinacionales, en nada se compadece de las preocupaciones internas de la seguridad nacional.

          La distribución del poder de los Estados, hacia arriba y hacia abajo, ya como parte de los avances trasnacionales, ya como expresión de decisiones regionales, no hacen sino sumarse al grueso cuerpo de amenazas que enfrenta el tipo de funciones tradicionales de los Estados.

          Paul Kennedy ilustra la forma en la que, tras los grandes conflictos armados, especialmente los del siglo XX, la causa de los Estados resulta fortalecida: “La Primera Guerra Mundial produjo el pasaporte; una prueba de la nacionalidad del individuo, pero, curiosamente, propiedad del Estado, que podía retirarlo cuando lo considerara necesario. La Segunda Guerra Mundial dio lugar al <<producto nacional bruto>>, un instrumento de economista para permitir al Estado un examen exhaustivo de la actividad productiva. En ambos conflictos los gobiernos aumentaron fuertemente los controles sobre la información. Después de 1945, estas tendencias menguaron un poco en la esfera económica pero siguieron fuertes en la vida política.”[1]

          Por su parte, Marcel Merle reproduce las palabras del primer ministro belga, L. Tindemans, en su informe sobre la Unión Europea (diciembre de 1975):

“El control de los gobiernos nacionales sobre los mandos que permiten influir en el futuro de nuestras sociedades está en constante disminución. Tanto en el plano interno como en el externo el margen de maniobra de los Estados ha disminuido. Tratan de mantenerse en equilibrio frente a unos datos, internos y externos, que no controlan.”[2]

          En opinión del propio Merle, “ La cohesión de los Estados-Naciones está amenazada por todas partes. La mayoría de ellos deben enfrentarse actualmente con el empuje de las fuerzas centrífugas que reclaman el derecho de participar directamente en la adopción de las decisiones y en el reparto de los beneficios o, incluso, de provocar pura y simplemente una secesión. La reivindicación se explica fácilmente en el caso de los países constituidos por un mosaico de nacionalidades, como Yugoeslavia (aunque el irredentismo en un país gobernado por un partido único y sometido al centralismo democrático no deja de sorprender); pero sorprende mucho más en el caso de países viejos, como Francia o Gran Bretaña, donde la unidad parecía consolidada desde hacía largo tiempo. No obstante, los nacionalismos escocés o galés no son unos mitos y las reivindicaciones autonomistas de Bretaña o de Córcega no pertenecen sólo al campo del folklore;...las políticas de regionalización, por lo demás muy tímidas, no parecen en condiciones de responder a la virulencia de estas aspiraciones.”[3]

          Con frecuencia se llega a la conclusión, a partir de la fuerza de las amenazas descritas, “de que el mundo está mal construido y que la reforma, la reestructuración o la liquidación de los Estados-Naciones constituye un paso previo para una mejor gestión de los asuntos. Mientras los titulares del derecho de decisión no coincidan con los detentadores de la realidad del poder, el sistema internacional será caótico y peligroso. Pero ¿forzosamente pasa la alternativa por la desaparición del Estado-Nación? Los despreciadores del Estado-Nación tienden a olvidar el precepto de Auguste Comte: Sólo se destruye lo que se reemplaza[4]

          Pese a la existencia de soluciones teóricas para sustituir al Estado-Nación (gobierno mundial, integración regional, federalismo, autogestión generalizada, etc.) no existe ninguna ejecución práctica que muestre sus bondades. Por el contrario, existen evidencias de las limitaciones mostradas por el regionalismo internacional para, tras desarrollarse en el ámbito cultural, ideológico y económico, ser palanca suficiente para romper la resistencia de las soberanías.

          La inercia mediante la cual el Estado aparece como parte de cualquier programa de acción política, tiene la historia de lo que Immanuel Wallerstein percibe como la coexistencia de las tres ideologías de la modernidad que funda  la  Revolución Francesa -liberalismo, conservadurismo y socialismo- fuertemente inclinadas a favor del fortalecimiento del Estado:

          “Los socialistas han sido atacados desde hace mucho tiempo por lo que se ha llamado su incoherencia; a pesar de su retórica antiestatista, a corto plazo la mayoría de ellos siempre ha luchado por aumentar la actividad del estado.”

          “Los conservadores siempre estuvieron dispuestos a fortalecer la estructura estatal en la medida necesaria para controlar a las fuerzas populares que presionaban por el cambio. Esto en realidad estaba implícito en lo dicho por lord Cecil en 1912: Mientras la acción estatal no incluya nada injusto u opresivo, no se puede decir que los principios del conservadurismo le sean hostiles.

          “Entonces, ¿al menos los liberales -los paladines de la libertad individual y del mercado libre- permanecieron hostiles al estado? Para nada. Los liberales estuvieron atrapados desde el comienzo en una contradicción fundamental. Como defensores del individuo y sus derechos frente al estado eran empujados en dirección al sufragio universal, única garantía de un estado democrático. Pero como consecuencia de eso el estado pasaba a ser el principal agente de todas las reformas tendientes a liberar al individuo de las constricciones sociales heredadas del pasado. Eso a su vez llevó a los conservadores a la idea de poner el derecho positivo al servicio de objetivos utilitarios.”

          “Sin duda cada ideología invocaba diferentes justificaciones para explicar su estatismo, por momentos algo incómodo. Para los socialistas, el estado realizaba la voluntad general. Para los conservadores, el estado protegía los derechos tradicionales contra la voluntad general. Para los liberales, el estado creaba las condiciones que permitían el florecimiento de los derechos individuales. Pero en todos los casos, en el fondo el estado estaba fortaleciéndose en relación con la sociedad, al tiempo que la retórica reclamaba exactamente lo contrario.”[5]

          El carácter nacional de las opiniones públicas que aprueban o no los actos de gobierno, la identidad de los protagonistas, la prioridad en la atención de los problemas internos sobre los externos y la propia orientación, en el caso de la solución a los segundos, con arreglo a criterios internos[6], la ignorancia colectiva sobre los asuntos externos y la indisposición a someterse a una administración “apátrida”, son muestras de la tenaz resistencia de las soberanías ante la fuerza de las amenazas padecidas por los Estados-Nación. El estancamiento que han alcanzado, en su propio enfrentamiento, la acción trasnacional y la reacción nacional, tienden a producir una transformación del Estado que transita de la condición de “un agente soberano y todo poderoso a la de un mediador entre las sociedades cerradas que aún son las naciones y la sociedad global que emerge lentamente bajo el impulso de unos factores que escapan cada vez más al control de los Estados.”[7]

          Mientras las fuerzas enfrentadas no provoquen resultado más plausible que la suma cero, por cuanto persisten las amenazas al Estado-Nación, tanto como las inercias nacionales que lo mantienen vigente, resulta claro que: “...no ha surgido ningún sustituto adecuado para reemplazarlo como unidad clave a la hora de responder al cambio global. El modo en que la dirección política de un país prepare a su pueblo para el siglo XXI sigue siendo de vital importancia, incluso cuando los instrumentos tradicionales del estado se están debilitando.”[8]

          En la decisión de incorporar este tema a la investigación tuvo un peso fundamental el gran enigma que encierra el futuro del Estado-Nación, a partir de la emergencia de las amenazas que lo acosan y, por llamarle de alguna manera, la decadencia de las fuerzas que lo reivindican. Algunas profecías de Merle, como la imposibilidad de la reunificación de las dos Alemanias, se han visto desmentidas por la realidad; otras, como la fuerza sorprendente de los regionalismos autonomistas, se fortalecen día con día. El avance trasnacional y, muy especialmente, sus efectos reformadores del Estado, van fortaleciendo, paradójicamente, la débil función de mediador entre lo interno y lo externo. Sin duda, la suerte desigual que, para el conjunto de Estados, soberanos y no tanto, depara un futuro como el que anuncia Immanuel Wallerstein, habrá de producir efectos sensiblemente diferenciados en la cadencia y profundidad de la transformación, quizá liquidación, de los Estados que hoy conocemos.

          En el nuevo orden mundial que anuncia Henry Kissinger, el protagonismo del Estado no parece sufrir mengua alguna[9]. Ello pudiera corresponder específicamente, a la forma en que la potencia hegemónica crepuscular, toma su sitio como socio menor de la nueva hegemonía, proceso que requiere de una gran actividad del Estado. En todo caso, resulta más o menos claro que, aún en el proceso de transformación reformista o radical del Estado, la participación de él mismo es definitiva.

De ello, y de las fortalezas y debilidades de la trama institucional de cada nación, ya para atender el frente interno, ya para actuar en el externo, se derivan los peculiares apremios del Banco Mundial por comprender y hacer comprender que “Un buen gobierno es un artículo de primera necesidad.”[10] En la misma lógica puede ubicarse a los extraordinarios esfuerzos de José Ayala Espino por indagar y poner al día las llamadas teorías modernas del Estado, a partir de las evidentes fallas del mercado y de la debilidad institucional que conforma las fallas del Estado.[11]

 


 

 


 

[1] Kennedy, p., Hacia..., op. cit., p. 192.

[2] Merle, M., Sociología..., op. cit., p. 438.

[3] ídem., pp. 438-439.

[4] ídem., pp. 439-440.

[5] Wallerstein, Immanuel, La Seudobatalla de la Modernidad, en Después del Liberalismo, Siglo XXI Editores, México, 1996, pp. 85-87.

[6] Merle nos recuerda la frase de Alexis de Tocqueville, que fue ministro de Asuntos Exteriores en 1848, respecto a que: “las democracias...sólo tienen, con mucha frecuencia, unas ideas muy erróneas o muy confusas sobre los asuntos exteriores...y casi siempre resuelven los problemas exteriores con razones internas.”, Merle, M., op. cit., p. 442.

[7] ídem., p. 443.

[8] Kennedy, P., op. cit., p. 203.

[9] Kissinger, H., La Diplomacia, op. cit., pp. 801-836.

[10] Banco Mundial, El Replanteamiento del Estado, en la revista El Economista Mexicano, Nueva Época, vol. I, núm. 3, México, abril-junio 1997, p. 265.

[11] Cfr. especialmente: Ayala E., José, Mercado, Elección Pública e Instituciones. Una Revisión de las Teorías Modernas del Estado, Miguel Angel Porrúa-UNAM, México, 1996, 519 pp. Una de las pocas fallas apreciables en este extraordinario trabajo, corresponde a la falta de diferenciación rigurosa entre Estado y gobierno.