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CONCLUSIONES

 

 

De la presente investigación se desprenden una serie de conclusiones relevantes no ya tan sólo para entender el papel de la industria agroalimentaria en el entramado productivo, social y territorial de la región, sino, incluso, para valorar el grado de coherencia interna de eventuales políticas de desarrollo regional. De hecho, si se revisa la evolución de los planteamientos sobre el desarrollo económico en Andalucía puede observarse que han cambiado muchas cosas. Del primer plan de desarrollo aprobado por el gobierno preautonómico al último de los planes asumidos por el gobierno regional, existen múltiples diferencias.

 

Pero, más importante que las diferencias pueden ser las coincidencias. En todos los programas y planes subyacen tres ideas fundamentales:

 

·        El crecimiento en su máxima expresión, es decir, cuanto más crecimiento mejor, es una condición “sine qua non” para la modernización de la actividad económica en Andalucía. En sus versiones más simples o en las más sofisticadas (véase por ejemplo, el discurso de la convergencia real) el crecimiento de la producción es un objetivo perseguido por las distintas políticas de fomento de la actividad económica puestas en práctica por la Junta de Andalucía.

 

·        No obstante, se admite, normalmente de forma implícita, que este crecimiento tiene una capacidad desestructuradora, o dicho en términos más técnicos que, junto a activos importantes, tiene también pasivos. Por ello, al sustantivo crecimiento suelen acompañarle los adjetivos de “sostenible”, “equilibrado”, “autocentrado” etc. Estos adjetivos vienen a dotar de una serie de características cualitativas al crecimiento. Características necesarias para el funcionamiento de una sociedad como la andaluza, con serios problemas estructurales en la articulación de sus relaciones productivas.

 

·        Entre los elementos indisociables con la idea de crecimiento sostenible, equilibrado, autocentrado o como se quiera llamar se encuentra el territorio. Es decir, se busca un crecimiento que no se polarice en determinados espacios, excluyendo otros. O lo que es análogo que no beneficie a ciertos segmentos de la población (las clases medias urbanas, por ejemplo) sin que sus efectos lleguen a amplias capas de la misma.

 

·        En esta búsqueda de un modelo de crecimiento equilibrado, la industria agroalimentaria juega un papel fundamental. Por un lado, porque es la principal especialización de la región, proporcionando, como ya se ha indicado, alrededor del 25% del PIB de la industria andaluza. Por otro, porque se encuentra, se dice, localizada en buena medida en entornos rurales y semirrurales, con lo que su desarrollo, a su vez, difunde los efectos del crecimiento industrial a lo largo y ancho de la región.

 

El conjunto de proposiciones anteriores se encuentran, de una forma más o menos clara no únicamente presentes en los distintos documentos programáticos de la Junta de Andalucía, sino también en buena parte de la literatura sobre crecimiento y desarrollo de la región. Forman parte, por así decirlo, de un consenso más o menos tácito existente entre Administraciones Públicas, agentes sociales y estudiosos sobre el tema.

 

Dado que el conocimiento es indisociable del lenguaje en el que éste se transmite (Sayer, 1993), sería interesante escudriñar los elementos que definen el discurso “socialmente legitimador” de la actuación de los poderes públicos en la promoción del desarrollo regional. En este sentido:

 

·        Por un lado, se trata de un discurso técnico. Es decir, pese al elevado grado de consenso que suscita, no es el producto de una ardua negociación, de una puesta en común de pareceres enfrentados. Es el producto de un diagnóstico “académico” sobre los males que afectan a la región y el modo de proceder a la solución de los mismos. Por tanto, se trata de un conjunto de valoraciones que, independientemente de su mayor o menor acierto, se encuentran bastante lejos de la experiencia diaria de los actores implicados. En este sentido, lejos de enriquecerla, en buena medida la niegan y la modelan de forma que tengan una cabida más fácil en el pensamiento dominante.

 

·        Adicionalmente, se trata de un discurso esencialmente económico. Pese a que existe se reconoce la importancia de elementos sociales y culturales en la articulación de cualquier estrategia de desarrollo, lo cierto es que a la hora de diagnósticar los problemas dicho en otros términos “se utiliza la razón económica como razón suprema” (Naredo, 1997). La primacía del aparato de pensamiento económico es así evidente. Cuanto más si el mismo parte de un axioma irrefutable “la necesidad de crecer”, sobre la base de la definición de un agregado monetario (el PIB) al que se subordina cualquier actuación política (económica).

 

·        Por último, se trata de un discurso que, como tendrá ocasión de ahondarse a continuación, lejos de servir como referente crítico, como forma de enfatizar en los elementos de la realidad que peor funcionan, hace exactamente lo contrario, sugerir una serie de recetas reconfortantes por alejadas de la realidad que estas se encuentren.

 

Con lo cual no es de extrañar que, como los problemas subsisten pueda darse el siguiente sentimiento.

 

“atrapados, en las democracias actuales, cada vez son más los ciudadanos que se sienten atrapados, empapados en una especie de doctrina viscosa que, insensiblemente, envuelve cualquier razonamiento rebelde, lo inhibe, lo perturba, lo paraliza y acaba por ahogarlo. Esa doctrina es el pensamiento único, el único autorizado por una omnipresente policía de opinión.” (Ramonet, 1995)

 

Pero, el razonamiento técnico económico, como no podía ser de otro modo, peca de graves fallos. Argumentando desde el interior del mismo, puede decirse que el primer fallo es no valorar en su adecuada medida las implicaciones sociales y territoriales de una política de maximización del crecimiento. En el caso que nos ocupa, por ejemplo, la existencia de altas tasas de crecimiento de la producción no ha ido acompañada con la creación de empleo. La industria agroalimentaria es un caso arquetípico de crecimiento sin empleo. Pero es que, además, muchas de las industrias que, en mayor medida crecen, destruyen buena parte del empleo industrial existente.

 

Adicionalmente, esta búsqueda del crecimiento y de la competitividad ha dado lugar a un modelo de organización industrial que basa su flexibilidad en el factor trabajo. En el caso de las entrevistas realizadas, se ha puesto de manifiesto cómo una de las “ventajas competitivas” de la industria agroalimentaria regional es la capacidad de ajustar sus plantillas ante los cambios en la demanda. Por ello, no se trata únicamente de que exista menos empleo, sino de que se ha producido una pérdida de “calidad” del mismo. Se trata ahora, en buena medida de contratos temporales, por obras y servicios y de otras modalidades que, ayudando a reducir costes empresariales, suponen una pesada carga para la población de la región.

 

Además, se produce, como consecuencia de la dinámica competitiva una fuerte reducción en el número de establecimientos. Los establecimientos que desaparecen corresponden, en su mayoría, a pequeñas empresas de origen local y estructura eminentemente familiar. Por tanto, lo que desaparece es una buena parte del tejido agroindustrial existente en la región. Dicho en otros términos, una parte muy considerable del tejido productivo andaluz no ha sido capaz de adaptarse al nuevo entorno competitivo.

 

Si nos demandamos por las causas de esto, nos encontramos con que el fuerte aumento de la productividad, reduce los costes unitarios y, por tanto, pone fuera del mercado a las empresas que no son capaces de seguir este proceso. El crecimiento de la productividad en la IAA es, en este sentido, paralelo a la destrucción de establecimientos presentándose ambos fenómenos como dos caras de la misma moneda. En definitiva, el crecimiento, en el caso de la IAA, es un crecimiento virulento, que no se traduce ni en un aumento del empleo, ni en la generación de un entorno más favorable para que las empresas agroindustriales andaluzas lleven a cabo sus actividades productivas. No se trata, por tanto, de un crecimiento equilibrado, ni autocentrado, ni de ningún otro adjetivo con el que el sustantivo se quiera acompañar.

 

La insistencia en la utilización de estos conceptos muestra el carácter fuertemente retórico de los mismos. En una realidad económica como la andaluza, dado su papel en la división internacional del trabajo y los propios rasgos que caracterizan el funcionamiento interno de la misma, pretender que, a partir de una ordenada intervención pública es posible limitar o incluso eliminar los pasivos generados por una política de maximización del crecimiento de los valores monetarios es claramente “poco realista”. En el caso de la IAA, esta incapacidad se observa de manera muy clara.

 

En este sentido, el interés de la insistencia en la importancia del territorio se centra en que su inclusión, lejos de resultar un mero apéndice del programa de investigación de la economía convencional, transforma profundamente el contenido de la misma. Dicho en otros términos, el carácter poco articulado de los procesos de crecimiento se pone especialmente de manifiesto cuando se toma como referente el espacio. En este sentido, la consideración de la variable espacial permite poner en tela de juicio muchas de las afirmaciones normalmente sostenidas en el análisis de la actividad agroindustrial en la región.

 

En primer lugar, no es cierto que se trate de una actividad industrial localizada mayoritariamente en entornos rurales y semirrurales. Por el contrario, el peso de las actividades agroindustriales urbanas era ya muy significativo a la altura de 1980. Por tanto, el desarrollo de la industria agroalimentaria, por sí sólo, no tiende a favorecer un modelo de desarrollo industrial más equilibrado territorialmente.

 

En segundo lugar, son los subsectores y las actividades que concentran, en mayor medida, su empleo en áreas urbanas las que, durante el período estudiado, aumentan de una forma más clara su partipación el valor monetario de sus producciones. Por tanto, no sólo existe una importante concentración espacial de los circuitos generadores de valor ya en 1980, sino que adicionalmente, esta concentración aumenta en el período 80-95.

 

Por ello, buena parte de las actividades agroindustriales localizadas en entornos rurales y semirrurales ven reducirse su importancia real en el entramado productivo andaluz. De esta forma, el crecimiento de las actividades agroindustriales no se traduce en un modelo de desarrollo espacialmente más equilibrado, sino que, por el contrario contribuye a polarizar la actividad económica de la región en una serie de puntos territorialmente inconexos, al modo de islas, entre sí: las grandes aglomeraciones urbanas de la región.

 

Esto, en buena medida, se debe a las estrategias de valorización de las grandes corporaciones agroindustriales, cuyo papel va a ser básico durante todo este período. Su capacidad de inversión y de movilización de recursos financieros es muy significativa. Estas inversiones se dirigen mayoritariamente a unos pocos establecimientos productivos. Estos establecimientos se sitúan habitualmente en las grandes aglomeraciones urbanas o en sus cercanías. Con lo que se explica cómo el fortalecimiento del papel de la gran empresa termina motivando un aumento del protagonismo de las grandes ciudades en la organización espacial de la actividad agroindustrial en Andalucía.

 

Todos estos mecanismos explican que, en el caso estudiado, el crecimiento de los valores monetarios generados por la agroindustria sea paralelo y causa del aumento de la concentración espacial de los circuitos económicos que permiten que estos procesos tengan lugar. O dicho en términos más simples, a mayor crecimiento mayor concentración espacial de los procesos productivos generadores de valor. Este hecho se observa también a escala subsectorial. En este sentido, cuando mayor es la productividad de un sector, más concentrado es su patrón de localización espacial. Con lo cual, de nuevo, se observa la dificultad para que ese crecimiento que tanto se persigue sea “sostenible” y “equilibrado”. El crecimiento de la actividad agroindustrial parte de un desequilibrio espacial ya observable en 1980 que no hace sino reproducirse y ampliarse en el período objeto de estudio.

 

Sólo algunas actividades industriales concretas, como el aceite de oliva, todavía mantienen una estructura dispersa de localización de sus actividades que favorece a municipios rurales y semirrurales. Pero, incluso en este caso, las tendencias apuntan a una reducción de los establecimientos y a una concentración de la produccion con lo que finalmente, la estructura dispersa de establecimientos industriales se verá atacada. O dicho en otros términos, la concentración de los circuitos de creación de valor no es un accidente, sino algo que se encuentra implícito en los procesos de crecimiento y acumulación de capital. Es decir, el elemento de concentración territorial es indisociable de los procesos de crecimiento y no parece factible querer deslindar uno de otro. De hecho, el contínuo crecimiento de los fenómenos de urbanización durante el presente siglo, considérese por ejemplo que, a principios de siglo una aglomeración urbana como Madrid tenía alrededor de 500.000 habitantes, así lo pone de manifiesto.

 

Con lo cual, la búsqueda de patrones de crecimiento espacialmente equilibrado se transforma en un objetivo especialmente difícil. Potenciar la actividad de sectores como el agroalimentario, supone fomentar la concentración de la actividad productiva del mismo, mediante una reducción del número de establecimientos y un aumento de la productividad del trabajo. Esto, a su vez, supone la concentración espacial de la producción en unos pocos lugares, allí donde las cada vez más escasas fábricas se concentran. Por lo que, el proceso de crecimiento y el de concentración espacial de la producción aparecen íntimamente ligados.

 

No obstante, dado este esquema general existen dos posibilidades. La primera, la dominante en el caso andaluz es que la concentración de la producción y el empleo se produzca en entornos urbanos de la mano de la actividad ejercida por grandes empresas con un escaso arraigo productivo en la región. La segunda es que sean los entornos rurales y semirrurales los que acumulen ventajas competitivas, extendiendo al ámbito agroindustrial sus tradicionales actividades agrícolas. Por cuanto se ve en el presente estudio, esta segunda posibilidad no es la que explica en términos generales la evolución de la IAA, aunque, en casos concretos, en determinadas áreas se haya producido el desarrollo de una industria agroalimentaria localizada en entornos rurales o semirrurales. Esto, a su vez, pone en cuestión algunas de las aseveraciones propugnadas por los teóricos del desarrollo endógeno. Estos autores afirman que sobre la base de la “empresariabilidad” local es posible el desarrollo de sistemas productivos locales en áreas tradicionalmente al margen de los procesos de crecimiento urbano – industrial, dando lugar a un nueva forma de especialización industrial, de tipo espacialmente difusa.

 

Este “modelo” de desarrollo industrial se considera la antítesis del modelo urbano. Se considera opuesto al mismo por sus implicaciones espaciales, pero también por su diferente articulación social. En los procesos de crecimiento urbano juega un papel central la gran empresa de capital transnacional o, en todo, caso las empresas no locales. Frente a ello, en este nuevo modelo el protagonismo van a tenerlo una serie de pequeñas y medianas empresas que compiten y cooperan entre sí sobre la base de unas formas de interacción social socialmente incrustadas en las culturas productivas locales. Se afirma, por tanto, la posibilidad de, sobre la base del empresariado local, propiciar procesos de crecimiento y acumulación de capital.

 

Es decir, la hipótesis con la que trabajan las teorías del desarrollo endógeno no es sino la versión actualizada de ese crecimiento sostenible y equilibrado territorialmente al que nos hemos referido con anterioridad. Lo que ocurre es que, en este caso, este modelo “ideal” se cualifica con un lujo muchísimo mayor de detalles. Se hacen una serie de referencias a aspectos tales como el funcionamiento del mercado de trabajo, la importancia de las pymes, el origen del empresariado, la flexibilidad de los procesos productivos etc...

 

En este sentido, se trata de un modelo “ideal” mucho más completo y, por tanto, con unos niveles de abstracción menores, pero que, en lo sustancial coincide con los anteriores en la búsqueda de un crecimiento sin “pasivos”, aunque  ahora se insista en las particulares condiciones sociales necesarias para que el mismo se de. En este sentido, de nuevo, el presente ejercicio de investigación muestra el fuerte contenido retórico subyacente en este tipo de interpretación. Por un lado, porque, incluso en el período 1980-95, el protagonismo de los sistemas productivos locales localizados en áreas rurales disminuye, continuando el proceso de concentración de las cadenas de valor en las grandes ciudades.

 

En segundo lugar, porque incluso en las áreas rurales y semirrurales andaluzas con un desarrollo importante de las actividades agroindustriales predomina un tipo de organización social muy distinta a la enunciada por los teóricos endogenistas. En este sentido, en la última parte del presente trabajo nos hemos ocupado, precisamente, de ver si los presupuestos de los teóricos endogenistas tenían algún entronque con la realidad de la actividad agroindustrial de la región o pertenecían simplemente a aquello que algunos autores han denominado la “geografía mítica de la acumulación flexible”.

 

Las conclusiones son claras. En los municipios analizados la actividad agroindustrial se desarrolla sobre la base de empresas locales. En este sentido, la hipótesis de partida de los teóricos endógenistas es acertada. Pero las formas a partir de las cuales se ejerce la “empresariabilidad” por parte de los agentes locales se encuentran muy lejos de sus presupuestos teóricos. En primer lugar, porque el acceso a la condición de empresario es difícil. Se trata de mercados “maduros” y tradicionales donde la creación de nuevas empresas es algo complicado. Pero, adicionalmente, porque, dada la construcción social del mercado imperante en los municipios estudiados, el protagonismo no lo tienen una serie de pymes que compiten y cooperan entre sí, sino un núcleo reducido de grandes empresas.

 

La pequeña y mediana empresa se encuentra íntimamente ligada a la gran empresa a partir de complejas relaciones proveedor / cliente, pero siempre en una posición de debilidad, es decir, subordinada a la misma. Normalmente, se ocupa de la primera transformación de las producciones agrarias y del posterior almacenamiento del producto, dejando que sean las grandes organizaciones las que sobre la base de su concurso flexibilicen crecientemente sus procesos productivos, propiciando una disminución muy significativa de sus costes fijos. Este papel dominante de la gran empresa no es puesto en cuestión como consecuencia de los cambios acaecidos en los mercados en el período estudiado, sino que, muy al contrario se fortalece como consecuencia de los mismos. Los sistemas de pequeñas y medianas empresas lejos de suponer otra forma de articular las relaciones productivas, sirven para asentar y dotar de flexibilidad a la organización del mercado previamente existente.

 

Además, curiosamente, el principal ataque, desde el interior de estos municipios, que esta estructura de valorización socioeconómica ha tenido en los últimos años no proviene del desarrollo de una nueva generación de empresarios capaces de reestructurar y rearticular las relaciones de producción, dando lugar a sistemas productivos más abiertos y eficientes, sino que, por el contrario provienen de la “acción política y social”. Ya desde los años 60, pero particularmente en los 80 se asiste a un fuerte desarrollo del sector cooperativo que supone un cambio sustancial en las relaciones mercantiles de actividades como el aceite de oliva o la aceituna de mesa. Supone la existencia de organizaciones productivas que, en estas actividades, compiten con las tradicionalmente grandes empresas de estos sectores contribuyendo a la defensa de los intereses de los agricultores. Por tanto, la principal evolución interna sufrida por el sistema de producción agroindustrial de los municipios rurales y semirrurales estudiados no proviene de la “empresariabilidad” concebida en abstracto, sino de actuaciones con una fuerte carga política, favorecidas por las distintas administraciones y con una fuerte legitimación social.

 

Pero, si algo amenaza la supervivencia de las “grandes empresas localizadas en entornos rurales” es el desarrollo de organizaciones productivas todavía mayores. Nos referimos a los cambios observados en la gran distribución, que han supuesto concentrar la capacidad de compra de las producciones agroindustriales en unos pocos grupos empresariales. Con esto se ha reducido el poder negociador de las grandes empresas agroindustriales de capital local, ya que su tamaño es muy pequeño comparado con el de la gran distribución (en la actualidad su principal cliente). La situación de las pequeñas y medianas empresas que, todavía, van por libre es mucho peor ya que, directamente, se las ha marginado de estos canales de comercialización.

 

Con lo cual, tiende a haber un tipo de relación entre los grandes establecimientos agroindustriales y la gran distribución, de la que quedan marginadas las PYMES. Si éstas desean tener acceso a estos canales, tienen que desarrollar alguna forma de “partenariado” con alguna de las grandes empresas existentes. Partenariado que suele finalizar con una absorción. En este contexto, únicamente la actuación de algunas cooperativas (aceiteras o aceituneras de segundo o tercer grado) proporciona a las pequeñas organizaciones (en este caso, cooperativas más pequeñas o cooperativistas individuales) un margen de actuación más cómodo. Por otro lado, existen productos, como la carne, donde la gran distribución todavía no tiene una cuota de mercado especialmente importante, lo que ha dejado el espacio suficiente como para que pequeñas industrias locales se desarrollen.

 

Pero es que además no se trata únicamente de la existencia de un conflicto de intereses entre la gran empresa y la pequeña empresa, entre la gran distribución y los productores locales, sino que esta situación fuertemente competitiva termina por afectar a las características de los procesos de trabajo. La competencia fuerza la búsqueda de la eficiencia productiva. Esto, a su vez, promueve una flexibilización del funcionamiento de la fábrica. En entornos rurales y semirrurales como los estudiados esta flexibilización afecta sobre todo al factor trabajo. En las pequeñas empresas mediante el uso de la contratatación temporal. No es extraño encontrarse con empresas donde si no hay trabajo, los trabajadores vuelven a casa, sin cobrar, por supuesto. En las grandes empresas, las cosas funcionan de un modo semejante sólo que con una mayor organización. Hasta cierto punto, la flexibilidad del trabajo es obligada en producciones fuertemente estacionales, pero en todo caso, se ha fortalecido como rasgo distintivo de la actividad agroindustrial en los municipios considerados.

 

Con lo cual, en definitiva, nos encontramos con un “modelo” de desarrollo de actividades agroindustriales sobre la base de capitales locales, pero sobre la base de una situación muy distinta a la descrita por los teóricos endogenistas. Con ello, se confirma el fuerte carácter retórico de estos argumentos. Conceptualizar correctamente la realidad es, por último, una condición necesaria para poder actuar sobre la misma. Como indica K. Polanyi (1992) en su libro “La gran transformación. Los orígenes políticos y económicos de nuestro tiempo” la ausencia de una adecuada perspectiva de los fenómenos de transformación en curso favorece su reproducción desordenada, impidiendo a los mecanismos de acción política y social funcionar de forma adecuada.

 

“el aumento del pauperismo rural fue el primer síntoma del levantamiento que se acercaba. Pero nadie parecía haberlo pensado en ese momento. La conexión existente entre la pobreza rural y el impacto del comercio mundial no tenía nada de obvia. Los contemporáneos no tenían ninguna razón para conectar el número de aldeanos pobres con el desarrollo del comercio en los siete mares. El incremento inexplicable del número de pobres se imputaba casi siempre al método de administración de la ley de pobres.... En realidad, el crecimiento ominoso del pauperismo rural se ligaba directamente a la tendencia de la historia económica general, debajo de la superficie.” (pag. 98)

 

En nuestro caso, el futuro de la actividad agroindustrial o más genéricamente de las actividades económicas en entornos rurales y semirrurales debe ir más allá de la simple promoción del crecimiento en el interior de las mismas. Debe partir de un análisis de su funcionamiento interno, de las relaciones sociales y de poder en su interior, de los condicionantes impuestos por los procesos de Reestructuración y Globalización, para de este modo, de una forma lenta y progresiva ser capaces de consensuar y de imaginar una estrategia que permita realmente una mayor sostenibilidad ambiental y equilibrio social de los procesos de transformación agroindustrial. Pero para ello, no sólo hay que mirar el crecimiento. Si para Schumpeter el crecimiento era un proceso de destrucción creadora, en el caso andaluz, lo que se destruye es, en muchas ocasiones, superior a lo que se crea. Los procesos de competencia generados por una economía abierta a flujos de mercancías y capitales provenientes del exterior son demasiado intensos para la mayor parte de las organizaciones empresariales existentes en su interior. Esto es lo que ha motivado un proceso de fuerte destrucción de empresas, que, en el caso de la industria agroalimentaria estaban y siguen estando (aunque en menor medida) localizadas mayoritariamente en entornos rurales y semirrurales.