RODOLFO WALSH Y FRANCISCO URONDO, EL OFICIO DE ESCRIBIR

Fabiana Grasselli

El oficio de poeta, periodista, narrador de testimonios

            El signo de la trayectoria de Francisco Urondo parece ser el de un paulatino desplazamiento hacia posiciones de mayor radicalidad y cuestionamiento, ya sea dentro del campo intelectual y de las prácticas artísticas, como en el ámbito de la militancia política. En ese tránsito, como se ha señalado en los capítulos 6 y 7 de esta tesis, su oficio de escritor se despliega de modo proteico, diversificándose para abarcar otros modos discursivos además de la poesía, que durante la década del cincuenta, se presenta como su gesto escritural dominante. Así, junto al ejercicio de la escritura poética, Urondo, durante la década del sesenta, se involucra intensamente con la práctica de la escritura periodística, es decir, construye su oficio también desde su quehacer como periodista (Cfr. Capítulo 6). Este reposicionamiento del escritor, marcado por la apropiación de herramientas de la tarea periodística y por la experiencia de trabajo en el espacio de los medios gráficos de circulación masiva (Leoplán, Panorama y La Opinión Cultural), reclama, desde mi punto de vista, una lectura atenta a las inflexiones del itinerario intelectual de Urondo y a los momentos claves en la configuración de su oficio de escritor.
            A comienzos de la década del sesenta, Urondo es un escritor que ha venido construyendo su proyecto intelectual, fundamentalmente en torno al trabajo con la poesía, a la vez que, en vinculación con la labor de poeta, ha ido abriendo nuevos espacios para la escritura estimulado, según mi entender, por un modo específico de comprender la práctica poética. Su trabajo como periodista cultural (Leoplán) y como editor de revistas literarias (Poesía Buenos Aires, Zona de la Poesía Americana) estuvo estrechamente vinculado a esa idea, que ha expresado en varios de sus artículos y ensayos, respecto de que la poesía y por extensión el arte no debían concebirse como un trabajo aislado, sino situado en las circunstancias históricas. De este modo, la poesía debía “recuperar el don comunicativo, (...) religar al público con los poetas, hallar las claves esenciales de una poesía que siendo profundamente nacional fuera también un vehículo para la perplejidad cotidiana, humana y social de los argentinos” (Urondo, 1968a: 36). Sus trabajos periodístico-ensayísticos (como colaborador y como editor en revistas culturales) responden a esa búsqueda -también presente en los colectivos de poetas que integró- de ampliación de los espacios de circulación social de las producciones artísticas y las concepciones de escritura literaria que consideraba más legítimas. Asimismo sus notas y ensayos periodísticos constituían intervenciones en los debates culturales de la época a través de los cuales vehiculizaba sus posicionamientos estético-políticos.
La tarea periodística, entonces, fue ganando terreno dentro de su proyecto intelectual, a lo largo de los sesentas, hasta desarrollarse de modo paralelo a la actividad de poeta, lo cual le permitió experimentar la escritura como una profesión y como un trabajo, inscribiéndose así en una tradición de escritores argentinos que fueron resignificando y construyendo su oficio a espaldas de los modelos y códigos de los letrados del circuito ‘culto’ o ‘académico’ (Cfr. Capítulo 6). De hecho, Urondo, desarrolló buena parte de esta producción periodística en el marco de su participación en grupos artísticos y literarios marginales o emergentes (Poesía Buenos Aires, Zona de la Poesía Americana) que tuvieron posiciones críticas y de enfrentamiento respecto de las instituciones de la cultura oficial y de la tradición literaria. No obstante su producción obtuviera reconocimiento y legitimación a mediados de los sesentas, Urondo se mantuvo posicionado como impugnador de las reglas de juego establecidas por los sectores dominantes del campo intelectual, lo cual guarda una estrecha relación con el proceso de politización y radicalización ideológica que se evidencia en el escritor-intelectual luego de su desvinculación del proyecto frondizista. El desencanto político frente al rumbo que finalmente tomó el gobierno de Frondizi y la centralidad que fue adquiriendo en el campo intelectual la polémica sobre la legitimidad social de las prácticas simbólicas, tiene su correlato en un posicionamiento ideológico y artístico que se va profundizando y que liga las preocupaciones estéticas y los debates acerca del compromiso intelectual a la elaboración colectiva de lo que Urondo denominó la frustración provocada por “la última carta –ya jugada- de una alternativa reformista” (Urondo, 1968a: 75). Del mismo modo que ocurre con Walsh, Urondo participa, desde comienzos de los sesentas, de un “nosotros” dentro del campo cultural, de ciertos lazos de “familia intelectual”, de una fracción importante de la intelectualidad de izquierda, que se va definiendo por una praxis intelectual contrahegemónica, y que aparece enfrentada a la elite cultural, a la vez que atraviesa un proceso crucial de redefinición del significado de la práctica política, en franca identificación con la idea de revolución. Urondo se refiere a esta experiencia colectiva de los intelectuales contestatarios argentinos en su ensayo Veinte años de poesía argentina:

Así implícita e insensiblemente, los intelectuales van reaccionando contra su propia clase y contra su ideología y decadencia; la cosa empezó con un enfrentamiento con el oficialismo, suscitado a su vez en una necesidad de expresión, casi se diría, de aire para respirar. Pero a pesar de este progresivo proceso, a menudo estos poetas tampoco pueden desembarazarse de sus limitaciones de clase. Así aparecen contradicciones, idealizaciones frente a algunos cambios como la Revolución Libertadora, o el frondizismo, a menudo la prescindencia política, el miedo. Es que el pasaje de una ideología a otra, de una clase a otra, de una actitud política a otra, los irá colocando frente a la dicotomía reformismo o revolución, que para el caso también podría ser enunciada como frustración e injusticia –con su consecuente mala conciencia-, o revolución. Los cambios y los riesgos, incluso personales, que esto supone, demoran el pasaje, incluso la toma de conciencia –aún inconclusa- que es penosa y lenta (Urondo, 1968a: 54).

 

Ese transitar por el “progresivo proceso” hacia un posicionamiento estético-político más radicalizado transcurre, en el recorrido de Urondo, en un juego de límites y presiones entre su itinerario subjetivo, los desarrollos de las formaciones culturales de la izquierda heterodoxa, y los procesos histórico-sociales. La serie de experiencias de índole cultural y política que el escritor atraviesa, luego de esta inflexión que es observable hacia principios de los sesentas, van precipitando en una mayor profundización de las preocupaciones estéticas que ligan la práctica literaria con la práctica militante. En este marco es posible comprender ciertas continuidades entre la escritura poética y la escritura periodística de Urondo en la década del sesenta, así como la acentuación de la dimensión política que había estado presente en sus prácticas intelectuales desde el inicio.
La participación de Urondo en determinadas redes de relaciones dentro del campo intelectual, más específicamente, en círculos de poetas e intelectuales vanguardistas, contestatarios y antioficialistas como los grupos de Poesía Buenos Aires y Zona le posibilitó vincularse con ámbitos como la revista La Rosa Blindada y el grupo Contorno, así como con grupos de artistas, intelectuales y periodistas provenientes de la cultura de izquierda, con los que iría estableciendo lazos cada vez más estrechos. La voluntad estético-política presente en estos grupos de no “enajenarse de su contexto”, de “exceder los contenidos estrictamente poéticos” y de lograr “una forma propia de expresión, social y artísticamente legítima” en una coyuntura histórica marcada por los gobiernos pos-peronistas, constituiría el eje de las reflexiones colectivas (Urondo, 1968a: 87). De este modo, sus siempre vigentes preocupaciones en torno a la búsqueda de una escritura imbricada con la vida y con la situación histórica, se irían nutriendo de los debates sostenidos en estas formaciones culturales y serían resignificadas operando recolocaciones en este escritor-intelectual a medida que las condiciones históricas del campo van cambiando y que el país se agita al calor del ascenso de las luchas populares.
En este sentido, Urondo consolida, en la primera mitad de la década del sesenta, un modo escritural, que abarca tanto su producción poética y cuentística, como su producción periodística, y que se mixtura con lo coloquial, lo narrativo, los contextos sociales de la enunciación, en un interés por incluir lo testimonial, lo experiencial y la cultura popular. Hay marcas reiteradas en su escritura de una búsqueda direccionada a entretejer una urdimbre indisoluble entre praxis artística y transformación político-social (Cfr. Capítulo 6). Los poemas, ensayos y notas de periodismo cultural, que desarrolla en el marco del proyecto de Zona, dan cuenta de esta búsqueda. Una muestra de ello es el ensayo sobre Javier Heraud que fue publicado en el número 4 de Zona de la poesía americana, en octubre de 1964, en el cual Urondo responde a una voluntad de rescatar y de hacer circular las poesías del poeta peruano luego de su violenta y temprana muerte en el marco de una experiencia guerrillera en la selva. La admiración de Urondo por la personalidad y la poesía de Javier Heraud (según indican sus propios pares) estaba directamente vinculada con la condición de poeta y militante que el escritor argentino reconocía en su colega peruano, condición que por esos años comenzaba a insinuarse en él mismo. Así, Urondo valora el compromiso activo de Heraud con los procesos revolucionarios y la particular manera de dar cuenta de ello en una producción poética que no abandona sus preocupaciones estéticas, pero que asume los avatares de la militancia como materia de sus poemas (Ricci, 2008).

Independientemente de la justa indignación que produce su martirio, y de que su muerte sea un testimonio más de las desdichas que vivimos los latinoamericanos, podemos reconocer su poesía, teñida y conformada por la vida y la muerte de un hombre, por las desgracias de la gente, dramas comunes e individuales. Pero podemos ver bien una poesía que no necesita de estas connotaciones para sentirla presente, que ha obtenido autonomía de vuelo; que no precisa anécdotas indudablemente y además un poeta, tal vez el mejor en la nueva poesía peruana. Si no hubiese sido asesinado, seguiría siendo el mejor. Habría que pensar por qué siendo así sufrió este destino. No pienso en la fatalidad, sino en la época que nos toca vivir, aquí, en Sudamérica (Urondo, 2009 (1964): 74).

 

Del mismo modo, en los poemarios que Urondo publica en esos años, Nombres (1963) y Del otro lado (1967) ingresa a una poesía donde un yo colocado en una circunstancia epocal se anuda con los componentes explícitos de la coyuntura socio-política –ensayando incluso un tono de denuncia-, a la vez que se abren espacios polifónicos que ensamblan elementos de la cultura popular, citas de tangos, voces de la ciudad, diversos registros comunicacionales (noticia periodística, carta abierta, solicitada) dando lugar a una oralidad que penetra en el espacio de la escritura. Los versos del poema “La pura verdad” y de “África cansada” dan cuenta de esa poética:

Me avergüenza verme cubierto de pretensiones; una gallina torpe,/ melancólica, débil, poco interesante,/ un abanico de plumas que el tiempo desprecia,/ caminito que el tiempo ha borrado./(...) sé que llegaré a ver la revolución, el salto temido/ y acariciado, golpeando a la puerta de nuestra desidia./ Estoy seguro de llegar a vivir en el corazón de una palabra;/ compartir este calor, esta fatalidad que quieta no sirve y se corrompe. (Urondo, 2006 (1960-1965): 296).

 A los que tienen, / a los que se resignan/ y tampoco esperan. A los que no se compadecen/ y no soportan y no se arrepienten; a los que no perdonan,/ a los que han visto caer sin olvido/ a un hombre negro como la buena memoria, / a un hombre sin suerte, / a un hombre que será vengado/ por los signos más eficaces de este tiempo,/ salvado por la voluntad más firme de la impaciencia./ Hay una palabra secreta, que anda por la calle;/ se corre una voz, un frío. Hay una revolución que todos callan/ y nadie prefiere comentar (Urondo, 2006 (1960-1965): 266).

 

Asimismo, se pueden trazar líneas de continuidad entre su poesía y sus textos periodísticos de esos años. Las notas, ensayos periodísticos y reportajes dan cuenta de situaciones y sucesos cotidianos de la ciudad como si obedecieran a una suerte de pulsión por documentar el clima de época y el complejo acontecer social. Las historias particulares se narran contextualizadas, situadas en la escena de los hechos sociales. Urondo construye crónicas en las que escribe la memoria colectiva de su ciudad utilizando como procedimiento una recuperación de los diálogos -“conversaciones”- de la sociedad. Así, la inclusión de voces testimoniantes que circulan en el devenir cotidiano y en los diversos contextos sociales, ingresan a los textos en un juego de polifonía que funciona como documento (Cfr. Capítulo 6).
Este conjunto de rasgos que marca la producción de Urondo al promediar los sesentas podría conceptualizarse como una gestualidad escritural que le es propia, y que hacia fines de la década se afianzará al impregnarse de “una singular aprehensión de la estética militante” (Ricci, 2008: s/n). Como ya se ha señalado en el capítulo 7 de esta tesis, hay en los años cercanos a 1968 un momento de inflexión en los recorridos del autor, una transición en su biografía intelectual y política (Redondo, 2005) que expresa una profundización de la relación entre política y escritura. En este sentido, lo que prima en sus posicionamientos dentro del campo intelectual, en sus búsquedas estético-políticas y en la tematización de ese proceso en la propia obra, es una fuerte conciencia artística que no entra en colisión con su cada vez más preeminente conciencia política y participación militante.
Del mismo modo que se observa en Rodolfo Walsh, Francisco Urondo transita este momento de inflexión de su trayectoria en el horizonte histórico que se configura para Argentina y Latinoamérica en torno a los conflictivos e intensos años 1968 y 1969. Ese tiempo denso constituye el escenario donde los itinerarios intelectuales de estos escritores se entrelazan en un recorrido marcado por los procesos colectivos. En este sentido, he insistido a lo largo de esta tesis en que los años 1968 y 1969 constituyen un hito de máxima tensión dentro del bloque temporal sesenta/setenta. En el capítulo 8, dedicado a la producción testimonial de Walsh, he desarrollado una explicación acerca de los fenómenos sociales, políticos y culturales que se implican y condensan en esta coyuntura histórica (Cfr. Capítulo 8, p. 222-223).Simplemente indicaré que ese hito representa un clivaje a partir del cual precipitan los siguientes procesos: el inicio de un ciclo de auge de masas que pone de manifiesto la crisis de hegemonía evidenciada en la resistencia a la dictadura de Onganía y en el Cordobazo, la reorientación de la intervención de los intelectuales hacia una articulación con la protesta social y los proyectos revolucionarios, y la tendencia de las formaciones culturales de izquierda hacia una identificación entre las esferas de la política y de la cultura. En este marco, atendiendo a una relación dialéctica con esa coyuntura de condensación histórica, es posible avizorar en el itinerario de Urondo una instancia en que su proyecto intelectual se entrelaza con proyectos colectivos revolucionarios. Se trata de un trayecto, donde la escritura, las intervenciones en el campo intelectual y el ingreso en la experiencia militante confluyen en una práctica en la que palabra y acción se implican mutuamente.
Hacia 1968, Urondo había estrechado sus relaciones con Cuba. Sus visitas a la isla para participar en eventos relacionados con actividades político-culturales, como el Encuentro Rubén Darío, el Congreso Cultural de La Habana y los concursos literarios que organiza Casa de las Américas, parecen haber sido decisivas en su determinación de integrarse a la lucha revolucionaria. Además, en el período en que realiza estos viajes, el poeta se incorpora al MALENA. Esa experiencia de intervención en el debate político-cultural, promovido desde el frente de intelectuales partidarios de la Revolución Cubana, implicó para Urondo el compromiso con un conjunto de posiciones ideológicas cruciales en su trayectoria: una concepción del quehacer cultural como herramienta de combate político, la noción del intelectual combatiente y los valores del guevarismo, tanto en el ejercicio de la práctica cultural como en el compromiso militante y con un acercamiento cada vez mayor hacia la alternativa de la lucha armada. En 1970, ya comprometido con las FAR (había sido uno de los treinta combatientes que participó el 30 de julio de ese año en la toma de Garín), Urondo realiza una entrevista célebre a Carlos Olmedo. Es la primera vez que una organización armada reemplaza el consabido comunicado por el formato entrevista. Si en 1957 Urondo había manifestado, en la introducción del libro Primera Reunión de Arte Contemporáneo, que la transformación cultural puede producirse si se producen “otras transformaciones” en el terreno de la política “de las cuales, en cierta medida, depende la cultura”, a la vez que señalaba que “esa tarea política”, si bien les incumbe a los poetas, “no la pueden desempeñar” (Urondo, 1957: 9); en 1970 había asumido su trabajo de escritor como parte de las tareas de militancia. La huella de la perspectiva guevarista se hace patente en esas concepciones urondianas. Guevara había explicado -en El Socialismo y el Hombre en Cuba, de 1964- la necesidad de no dejarse atrapar por la jaula invisible, de no convertirse en becario del Estado, ni en un individuo enceguecido por el estrellato, sino ponerse al servicio de la revolución y ayudar a construir la vanguardia, a la vez que extender la conciencia socialista y los saberes necesarios para la transformación de la sociedad (Redondo, 2005). En el marco de esta serie de experiencias, el habitus de Urondo se va afianzando en torno a esa praxis, que se asume como propia de los “trabajadores de las ideologías” (Urondo, 2009 (1974): 166-167) y desde la cual es posible contribuir a los procesos de emancipación con saberes y competencias adquiridos en la conformación del oficio de escritor. En un artículo titulado “Algunas reflexiones”, publicado en Crisis en 1974, el escritor desarrolla esta perspectiva en los siguientes términos:

La íntima relación que existe entre los problemas culturales y los problemas político-sociales e históricos, la imposibilidad de separar unos de otros, incluso para el análisis, permitiría aventurar la idea de incorporación del concepto de vanguardia para la resolución del campo específicamente cultural. (...) Los hombres que den los primeros pasos, que encaminen la construcción de esa vanguardia, tendrán que identificarse con el campo popular –sin idealizarlo- aunque no pertenezcan naturalmente a la clase productiva. Deberán hacerse cargo de la problemática de esta clase. No es suficiente estar cerca de los trabajadores para conocerlos. No es suficiente estar cerca o conocer las realidades de un pueblo, sino que hay que identificarse con esa realidad, correr la suerte del agredido. (...) El problema, entonces, está en las prácticas y en cómo están destinadas esas prácticas. Para quién se trabaja. No en la clase originaria. Los artistas, intelectuales, científicos, técnicos, generalmente hemos tenido que trabjar dentro de los cánones de la ideología burguesa, aunque pudiéramos suponer en algún momento que la estábamos enfrentando. Como ha trabajado aisladamente, el del intelectual es un trabajo solitario, aunque algunos técnicos o científicos hayan creído trabajar en equipo, sin advertir que se trataba de equipos aislados del todo. (...) Es necesaria la presencia de los intelectuales en las organizaciones populares. Son importantes para el cuerpo global de la sociedad y para la clase que debe hegemonizar el proceso revolucionario (Urondo, 2009 (1974): 166-169).

En toda la escritura de Urondo aparecen registros de este reposicionamiento a partir del cual se profundizan los vínculos entre su proyecto intelectual y la militancia en proyectos colectivos revolucionarios. Así, Daniel García Helder, que también observa esta inflexión en la trayectoria de Urondo, da cuenta de lo que él denomina “un nuevo giro” de su poesía hacia finales de los ’60 y principios de los ’70 y señala que ese giro se visibiliza claramente en su libro Poemas póstumos (1970-1976). Allí el poeta “se asume plenamente como integrante de una reflexión colectiva sobre América Latina y el panorama internacional (…) la actualidad nacional e internacional, los hechos colectivos, las noticias, adquieren una presencia mucho mayor que en otros libros y disminuye proporcionalmente lo personal, lo que es particularmente importante en una obra que hasta entonces se presentaba en buena medida como una revisión crítica de la propia existencia.” (García Helder; 1999: 231).
En el poema-libro Adolecer, publicado en 1968, también se constata la impronta de ese momento clave para Urondo, en el cual el paso a una militancia política que ocupa la vida toda, impregna y enriquece la propia literatura. El poema construye una suerte de genealogía de revoluciones, revueltas y resistencias, recogiendo las voces extendidas en el pueblo, las de otros poetas, las de los personajes de la historia argentina, yretomando la tradición de las montoneras del siglo XIX hasta llegar a las luchas populares contra la dictadura de Onganía. Como indica Nilda Redondo, el tiempo pasado se ve desde el presente, desde la posibilidad revolucionaria percibida desde un “ahora”, en el que la alternativa para la alienación y la represión estatal es la revolución (Redondo, 2005: 125).
Un aspecto importante de la poesía urondiana de esta época, es que despliega los comunes tópicos de la militancia, pero los incorpora desde una polifonía de voces que trabaja lo referencial desde un universo literario personal, que incluye citas bíblicas, de poetas cultos, vanguardistas, bohemios, revolucionarios, y también de tangos, del cine, de la cultura masiva y popular. De esta manera, la poesía de Urondo intenta resignificar el momento histórico y prosigue sus búsquedas, como sostiene la lectura de Martín Prieto, “contra todos los presupuestos de la poesía militante”, sin desprenderse de “su base imaginativa, liberada de la pura presión referencial” que lo caracteriza como autor que ha alcanzado una madurez poética difícil de borrar. Tomando la hipótesis de García Helder, Prieto asegura que una de las características más singulares de la obra del autor es que logra conformar “esa original ‘amalgama de franqueza vitalista, compromiso político y experimentación artística’ a partir de la cual construye una de las manifestaciones poéticas más destacadas de la segunda mitad del siglo XX.” (Prieto, 2006: 391). Lo interesante de estas lecturas sobre la obra de Urondo, señala Ricci, “es que ponen en escena de qué manera esta particular poética, en lugar de anular la discusión sobre la supuesta contradicción entre vanguardias artísticas y vanguardias políticas que alcanzó ribetes tan ásperos en los setentas, logra convertir esa dialéctica en materia propia de su literatura” (Ricci, 2008: s/n).
En esta línea de interpretación, considero que lo que consolida Urondo, hacia fines de los sesentas, es un modo escritural que se nutre de las experiencias que han ido configurando su oficio de escritor y que se propone como una praxis, es decir como una clase de producción literaria y periodística surgida de un “ejercicio compartido de la realidad” (Urondo, 1968a: 87), de un “mecanismo dialéctico” (Urondo, 2009 (1974): 170) en el cual la experiencia militante transforma la escritura, y la escritura procura transformar -generar efectos- sobre la realidad histórica. En el cierre del ensayo Veinte años de poesía argentina 1940-1960, también publicado en 1968, Urondo se refiere a este modo escritural retomando las ideas de Edgar Bayley:

“La poesía es una actividad real -ha dicho Bayley-, que opera en la realidad, entre otras fuerzas igualmente reales. La poesía entonces está y trabaja en el mundo y se transforma junto con el mundo. No existe por el mundo (no es su reflejo, su consecuencia, o su comentario); no existe sin el mundo (al margen, en otro reino); existe con el mundo en relación con él, en una interacción creadora. El poeta debe saber que, si por una parte su misión es trascender la experiencia, avanzar sobre ella, por la otra, él está allí para conocerla, para penetrar la realidad. No se le pide que nos dé su última queja, sino que nos transmita su dominio, un conocimiento (un conocimiento creador de sentido, de significado, no un conocimiento reflejo). Y para llegar a un conocimiento es preciso admitir previamente que la realidad existe, que las cosas, que los hombres existen y que proyectan sobre nosotros la sombra de su diferencia, de su condición ajena u hostil a la nuestra” (...) [La poesía] se preocupa por expresar aquello que nos concierne; por obtener una forma de expresión, social y artísticamente legítima. Se abastece en un espíritu de liberación que excede los contenidos estrictamente poéticos (Urondo, 1968a: 86).

Es posible advertir en estas conceptualizaciones la conciencia de Urondo acerca de que el ámbito de la política y el de la escritura literaria se superponen, se mixturan, se tensan, se territorializan uno en el otro: “pienso seguir trabajando rigurosamente en ambos terrenos, que para mí es el mismo” decía en 1973 (citado por Montanaro, 2003: 104). El ejercicio de la palabra y el ejercicio de la política revolucionaria son, para el escritor, formas de acción, praxis imbricadas de modo dialéctico. La tensión entre escritura y participación militante no se configura como una contradicción; sino que esa tensión (que no se resuelve) hace participar de una misma praxis la producción simbólica y la acción política. Por ello, en una entrevista que le realizaron en 1973 para la revista Así, se plantea que los rótulos de “poeta, periodista y combatiente revolucionario” son los que mejor determinan su accionar de los últimos años (Urondo, 2009 (1973): 200-201). La actividad política y la actividad intelectual se superponen en esa praxis en la cual el periodismo, la poesía y la militancia son “las armas” que ligan al escritor con “el proceso de la lucha popular” (Urondo, 2009 (1973): 201).
En este sentido, es observable en Urondo, a principios de los setentas, una lógica de vasos comunicantes en su escritura que pone en juego los saberes de un oficio de escritor configurado desde el asedio constante del compromiso político. En el marco de esa lógica, Urondo procura una práctica escritural implicada con su situación histórica y con la transformación revolucionaria, una escritura que responde a búsquedas estético-políticas tendientes a incorporar otros registros, otros modos de decir más eficaces en el aspecto comunicativo y en el conocimiento de la realidad. En esas búsquedas, al igual que su amigo y compañero de ruta, Rodolfo Walsh, Urondo opera un gesto desafiante y revulsivo hacia el estatuto de lo literario, cuando en su “desesperación por aprehender la realidad” (Vicente Zito Lema, 2008), incorpora a la escritura literaria formas discursivas excluidas de la “institución literatura”. Por consiguiente, su escritura, que venía apelando -tanto en la poesía como en la producción periodística- a cierto registro documental, a la inclusión de voces-otras, a la recuperación de historias individuales y de la historia con mayúsculas, se desliza hacia nuevos formatos vinculados a los géneros testimoniales. Hay una comprobación de las posibilidades artísticas y políticas que conlleva la exploración en las formas del testimonio. Es elocuente en este sentido, el artículo de Urondo “Escritura y acción” publicado en agosto de 1971 para La Opinión literaria, en el cual, recabando las opiniones de novelistas como Manuel Puig, Haroldo Conti, Miguel Briante, David Viñas, entre otros, reflexiona rigurosamente sobre la constatación colectiva de que la novela, como género, está en crisis, y de la necesidad de asumir otro tipo de escritura, ya sea periodística, ensayística, testimonial, diferente a la literatura de ficción. De manera que Urondo plantea que, a comienzos de los setentas, en el panorama de la narrativa argentina, no obstante “el publicitado boom literario del continente (...) parecía coronar una vieja aspiración de los escritores ‘indianos’ (...) comienza la retracción; al menos las reticencias, la desconfianza sobre la efectividad del género, especialmente en momentos en que la presión política es grande y el pasaje de un tipo de sociedad a otra pareciera inevitable en estos países” (Urondo, 2009 (1971): 133). Se trata de una legitimación de los relatos testimoniales a partir del reconocimiento de una vitalidad en el género que brindaría mayores posibilidades que la novela para dar la lucha ideológica y para lograr una recuperación política de la literatura. Así pues, el escritor sostiene que “la presión de los hechos -a lo mejor algunos sentimientos de culpa- parecen conducir hacia una literatura de testimonio”; y prosigue señalando que “por ese lado podría buscarse una salida a la crisis de la narrativa” (Urondo, 2009 (1971): 135). Más adelante también parece compartir la opinión de Viñas en relación a que es posible “rescatar la testimonialidad de la novela burguesa: claro que esta testimonialidad deberá estar encuadrada en estructuras distintas” (Urondo, 2009 (1971): 137). Esta serie de afirmaciones pueden considerarse como intervenciones de tipo programático, si se las lee en vinculación con otras declaraciones vertidas por Urondo, también en el año 1971, en el ya citado reportaje de Marcelo Pichón Rivière para Panorama. Allí el escritor se refiere a la novela que está escribiendo, Los pasos previos, y anuncia que “intenta contar la historia de algunos héroes anónimos de esa etapa revolucionaria que comienza un poco antes de 1966 y que culmina con el Cordobazo, en el 69”. Asimismo manifiesta que es posible que “inserte entrevistas a algunos militantes del peronismo”, y cierra afirmando: “Probablemente no escribiré más ficción; me interesa ahora hacer libros testimoniales, porque la realidad que vivimos me parece tan dinámica que la prefiero a toda ficción” (Pichón Rivière, 1971:38).
La escritura testimonial es presentada como una respuesta a la crisis de la narrativa literaria producida en un contexto socio-político que también evidencia los signos de la crisis. La agudización de la protesta social y el horizonte de la revolución demandan nuevos formatos literarios que puedan dar cuenta de la experiencia histórica de los sectores sociales en lucha.
Urondo articula, entonces, la respuesta que proveen los géneros testimoniales y compromete su oficio en la narración de testimonios1 . De este modo escribe una novela que recurre al registro periodístico y a materiales documentales en procura de componer la memoria de su tiempo. Dos años más tarde, ratifica esta opción cuando publica La patria fusilada, un texto testimonial basado en una entrevista a los sobrevivientes de la masacre de Trelew, que se erige como una denuncia, como una contra-historia construida contra el silenciamiento, la tergiversación del relato “oficial” y el olvido.


1 Redondo también ha advertido la reivindicación que hace del testimonio Francisco Urondo, en tanto el escritor considera “que da sentido al sacrificio de los mártires y constituye una manera de crear realidad a través de la palabra”. Coincido con la autora en que “esta concepción está presente en La patria fusilada y la novela Los pasos previos...” (Redondo, 2006: 39).

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