RODOLFO WALSH Y FRANCISCO URONDO, EL OFICIO DE ESCRIBIR

Fabiana Grasselli

Un programa compartido: militancia intelectual y literatura testimonial

            Para continuar con la similitudes que presentan ciertas búsquedas, opciones y modos de encarar la tarea intelectual en Walsh y Urondo, entre 1970 y 1974, período de gran aceleración de los procesos socio-políticos y de profundo involucramiento de estos escritores en la lucha armada, ambos producen una constelación de textos que podrían definirse como programáticos: una entrevista que le realizaron a Walsh en 1971 para la revista Nuevo Hombre, el ensayo “Algunas reflexiones” de Francisco Urondo publicado en el número 17 de Crisis, en 1974; la recordada entrevista realizada por Ricardo Piglia a Rodolfo Walsh en 1970, y publicada en 1973 con el título “Hoy es imposible en la Argentina hacer literatura desvinculada de la política”; y la ya citada entrevista que Marcelo Pichón Riviére le hizo a Urondo en 1971 para Panorama. En ellos pueden rastrearse los núcleos de sus concepciones acerca de la función del escritor-intelectual y de una literatura revolucionaria en esa singular coyuntura histórica que son los años setentas. Así pues, en dichos textos son observables ciertas reflexiones, posicionamientos y planteos que permiten reconocer un núcleo ideológico común, o bien, la existencia de postulaciones programáticas compartidas en lo que concierne a la intrincada relación entre práctica militante y escritura literaria.
            En primer lugar, tanto en Walsh como en Urondo se afianza, en los años setentas, la lectura política de que el país atravesaba una “situación pre-revolucionaria, previa a la lucha definitiva” y como consecuencia de este momento de transición y de crisis de los valores de la cultura dominante; la producción cultural y el campo intelectual se hallaban en proceso de transformación. En este sentido, la noción guevarista del surgimiento del “hombre nuevo”, a la que ambos adscribían, les permitió pensar la necesidad de transformación de la subjetividad burguesa del intelectual, a la vez que procesar su autoimagen como intelectuales con todas las contradicciones presentes, pero con la certeza de que con la participación en las luchas del pueblo, en los procesos revolucionarios y en la construcción del socialismo, sobrevendría una nueva identidad intelectual equivalente a ese “hombre nuevo”. La convicción de que un nuevo modelo de sociedad produciría hombres diferentes y mejores y nuevas sensibilidades, parece reforzar en ellos el carácter claramente orientado respecto de las aspiraciones colectivas, tanto de las fórmulas estéticas como de las conductas intelectuales. Del mismo modo, los dos escritores identifican como principal obstáculo, en ese proceso de transición, las propias configuraciones de intelectuales que promueve la cultura dominante. Éstas deben ser enfrentadas mediante un nuevo modo de trabajo superador de la ideología burguesa y por medio de la contribución a los procesos históricos protagonizados por el pueblo. En este sentido, ambos autores insisten en la idea de que los escritores, artistas e intelectuales revolucionarios deben considerarse trabajadores; mejor dicho, “trabajadores intelectuales”, o bien, “trabajadores de las ideologías”.
            Esa identificación entre intelectual y trabajador comporta la puesta en marcha de dos operaciones ideológicas fundamentales para Walsh y Urondo. Por una parte, se enfatiza la idea de que el escritor aporta un saber específico a un proyecto político colectivo, es decir, los trabajadores intelectuales contribuyen a los procesos de emancipación con sus habilidades para el manejo de técnicas y con los conocimientos que han adquirido en la conformación de su oficio. Dicha contribución implica la “organicidad” del escritor o intelectual a los sectores populares y trabajadores, y la asunción de sus problemáticas y de sus luchas como propias. Por otra parte, la tarea del intelectual no es impugnada en cuanto tal, sino que es cuestionada cuando se practica dentro de los límites de tolerancia instituidos por la cultura hegemónica. Esta posición, aunque cercana a los postulados del antiintelectualismo surgidos en los setentas, no desemboca en la total depreciación o el abandono de la actividad cultural, sino que más bien propone la búsqueda de una articulación entre escritura y militancia, entre literatura y revolución, entre las armas y las palabras, que pueda contener respuestas o salidas al momento de crisis social, política y cultural. De hecho Urondo sostiene en 1973 que “poética quiere decir acción” y Walsh afirma en 1970 que no concibe el arte “si no está relacionado directamente con la política, con la situación del momento que se vive en un país” (Walsh, 1994 (1973): 69). Además, si bien se puede afirmar que la búsqueda de legitimación de la práctica intelectual a través del fundamento ofrecido por la política responde a una concepción antiintelectualista (Terán, 1993: 143; Gilman, 2003: 166-169), lo que aparece en Walsh y Urondo no es una justificación de la tarea intelectual como medio de la política revolucionaria, sino la explicitación de una concepción del quehacer cultural como inherente al combate político, en un momento percibido como de ascenso de las luchas populares.
Ni Walsh ni Urondo plantean que la práctica cultural carezca de validez en sí misma o que deba subordinarse a los dogmatismos y requerimientos de funcionarios. Por el contrario, sus concepciones e intervenciones estético- políticas entrañan la idea de que, si la práctica intelectual es resignificada como trabajo militante en el marco de la lucha de clases, puede desencadenar nuevas formas de producir, de comunicar y hacer circular las producciones artísticas e intelectuales, superando de ese modo “los canones de ideología burguesa”. En su concepción no se trata de un razonamiento del estilo “medios y fines”, es decir: el trabajo intelectual sólo sería válido como un medio para los fines revolucionarios, sino de una crítica radical de la noción burguesa de la cultura y la política como compartimentos estancos. En un momento de auge de masas la praxis intelectual es praxis política que devuelve a los sectores populares una interpretación del mundo que nutre sus energías revolucionarias. En otras palabras, encuadrar a Walsh y a Urondo como partidarios del antiintelectualismo redunda en una apreciación reduccionista y simplificadora, principalmente porque obtura la posibilidad de comprender el sentido histórico de sus conceptualizaciones: en un momento que se percibe como de resquebrajamiento de la hegemonía burguesa, y de crisis de la cultura, el concepto mismo de intelectual estaba siendo redefinido. En este sentido, Walsh y Urondo ensayaron una respuesta afirmativa: debían transformarse, como parte del proceso de transformación social, y convertirse en “trabajadores intelectuales”. Así queda planteado por Walsh en una entrevista que le realizaron en 1971 para la revista Nuevo Hombre, y por Urondo en su ensayo “Algunas reflexiones”, publicado en Crisis en 1974:

Ingresé a la CGT de los Argentinos a partir de la serie de artículos de Operación masacre, una campaña periodística que me permitió tomar contacto, a partir del periodismo, con la clase obrera. Yo nunca tuve una vida “intelectual” precisamente y esto te lo digo no porque el término intelectual me suene mal ni mucho menos. Pero antes que todo, fui un trabajador. Mi conversión intelectual es tardía y surge a partir de ciertos libros que escribí.
N.H. ¿Cómo analizarías el paso de un trabajador intelectual desde su posición individualista, reconocida, a una dimensión donde lo importante sea lo colectivo, lo anónimo?
Rodolfo Walsh: Creo que es un paso muy duro, pero nunca más duro que el que da cualquier persona de otro sector social, el obrero y el estudiante, por ejemplo, que abandona su realización personal, su posible prestigio para entrar en una acción colectiva. Es un acto de renunciamiento donde se prescinde, en muchos grados de la tarea específica, de la vida en familia. Existe un obstáculo inicial muy grande, que es la propia conformación del intelectual dentro del sistema. Pero ese obstáculo debe franquearse, para poder recibir las otras gratificaciones, las auténticas y mucho más importantes que consisten en vivir, percibir las esperanzas, las inquietudes y los reclamos de la clase obrera, en una elaboración común de sus consignas, de sus caminos de salida. No enseñé nada, ni di cátedra. Fui a aprender mucho y aprendí casi todo. Lo que aporté fue un conocimiento técnico, fundamentalmente. Una tarea formal para hacer llegar con mayor eficacia las ideas, los problemas, a la clase obrera (Walsh, 1971:9).

Los intelectuales y artistas que se aboquen a la construcción de una vanguardia cultural (…) tendrán que luchar contra un enemigo difícilmente identificable. Un enemigo difícil de aislar y de aniquilar. Ese enemigo son ellos mismos. O dicho de otra manera, a estos trabajadores de las ideologías, lo que más les obstaculiza la tarea es la propia ideología (…) Porque allí está el pecado original de intelectuales y artistas: en su práctica y no en su origen de clase. (...) El problema entonces, está en las prácticas y en cómo están destinadas esas prácticas. Para quién se trabaja. No en la clase originaria. (…) No se ha producido todavía una inmersión de estos grupos en la realidad cabal que se vive en el campo del pueblo. Hay trabas, dificultades objetivas, para esta identificación, y sólo la práctica, la imaginación y la capacidad creativa de estos artistas e intelectuales irán encontrando los caminos, superando las dificultades, hasta que sean suyas las alegrías y las preocupaciones del pueblo. (Urondo, 2009 (1974): 166-167).

           
            Estas concepciones de Walsh y Urondo sobre los nexos entre escritura y práctica política también se articulan en otros dos importantes textos programáticos a través de la validación de la exploración de nuevos géneros y técnicas escriturarias. De manera que, en la entrevista realizada por Piglia a Walsh y el reportaje llevado a cabo por Pichón Riviére a Urondo, encontramos en ambos escritores discursos de legitimación respecto de los valores estéticos y políticos de nuevos formatos y categorías artísticas que privilegian el vínculo con las culturas populares, los aspectos “comunicativos” de los textos, y el conocimiento de la realidad. Concretamente aparece en algunas de sus declaraciones un reconocimiento de la eficacia de los géneros testimoniales. Éstos son valorados como un modo de escritura apropiado para dar cuenta de la experiencia histórica de las fuerzas sociales que luchan por la emancipación de los pueblos, y para rearticular una versión contrahegemónica de los acontecimientos. Frente a la ficción y la novela, Walsh y Urondo oponen la escritura testimonial al reconocerla como una práctica literaria “peligrosa” capaz de desarticular el discurso dominante, dar espacio a las versiones subversivas de la historia y conjurar las voces de los excluidos 1. Urondo y Walsh hacen referencia a esa legitimación de los relatos testimoniales en los siguientes fragmentos de las entrevistas mencionadas:
           
Los pasos previos cuenta o intenta contar la historia de algunos héroes anónimos de esa etapa revolucionaria que comienza un poco antes de 1966 y que culmina con el Cordobazo, en el 69. Los personajes son algunos periodistas, que representan el papel de apóstoles, de difusores. Un poco el papel de ellos es el de la novela. Es posible que en ella (...) inserte entrevistas a algunos militantes del peronismo. (...) Probablemente no escribiré más ficción; me interesa ahora hacer libros testimoniales, porque la realidad que vivimos me parece tan dinámica que la prefiero a toda ficción. Y seguiré escribiendo poemas: una especie de fatalidad (Pichón Rivière, 1971:38).
      

Habría que ver hasta qué punto el cuento, la ficción y la novela no son de por sí el arte literario correspondiente a una determinada clase social en un determinado período de desarrollo, y en ese sentido y solamente en ese sentido es probable que el arte de ficción esté alcanzando su esplendoroso final, esplendoroso como todos los finales, en el sentido probable de que un nuevo tipo de sociedad y nuevas formas de producción exijan un nuevo tipo de arte más documental, mucho más atenido a lo que es mostrable. Eso me preguntaron, me hicieron la pregunta cuando apareció el libro de Rosendo. Un periodista me preguntó por qué no había hecho una novela con eso, que era un tema formidable para una novela. Lo que evidentemente escondía la noción de que una novela con ese tema es mejor o es una categoría superior a la de una denuncia con ese tema. Yo creo que esa concepción es una concepción típicamente burguesa, de la burguesía y ¿por qué? Porque evidentemente la denuncia traducida al arte de la novela se vuelve inofensiva, no molesta para nada, es decir, se sacraliza como arte (...)
...creo que gente más joven que se forma en sociedades distintas, en sociedades no capitalistas o en sociedades que están en proceso de revolución, gente más joven va a aceptar con más facilidad la idea de que el testimonio y la denuncia son categorías artísticas por lo menos equivalentes y merecedoras de los mismos trabajos y esfuerzos que se le dedican a la ficción (Walsh, 1994 (1973): 67-68).

            Es importante observar que las anteriores consideraciones de Walsh y Urondo sobre la escritura testimonial dan cuenta de un modo de interpretación de los géneros literarios estrechamente vinculado a los debates del campo literario de la época, cada vez más politizado. En dicho campo, las polémicas acerca de la legitimidad cultural, política y social de las estéticas vanguardistas y realistas abarcaron la discusión en torno a la apreciación de los valores estéticos e ideológicos de los diversos géneros. Las fracciones más radicalizadas del campo literario, en las que se ubicaron Walsh y Urondo, rechazaron la estrechez de los dictados del realismo socialista a la vez que producían una crítica hacia la novela como forma narrativa propia del arte burgués2 . El ingreso de la producción de los novelistas del boom en la lógica del mercado editorial, el éxito de sus autores y la facilidad con la que, a sus ojos, ésta se convertía en instrumento de legitimación del orden establecido, los inducía a pensar que la forma novela se había empobrecido como fuente de conocimiento social. Pensaban que era preciso que emergieran, en esa coyuntura histórica, formas artísticas capaces de vehiculizar las experiencias de los sectores populares. Este cuestionamiento de la validez estética e ideológica de ciertos formatos y géneros literarios los llevó a experimentar en el uso de formas y géneros hasta entonces inusuales, de alguna manera impropios para el campo de la literatura pues hasta entonces podrían haber sido perfectamente considerados como producto de la labor periodística, e incluso como crónicas, en el mejor de los casos.
            En esa atmósfera se inscriben las conceptualizaciones y escrituras testimoniales de Walsh y Urondo. Ambos se alejan tanto de las propuestas vanguardistas de los escritores del boom, que rechazan el “referente”, como del realismo social y directo sostenido por los comunistas dogmáticos. Consideran el testimonio como una forma de relato que vendría a superar a la novela en tanto género identificado con la cultura burguesa, a la vez que le reconocen una capacidad para encauzar la denuncia, articular las narraciones de las memorias populares, incorporar el documento y dar cuenta de la dinámica social. En esta dirección, también se distancian de los narradores realistas del sesenta, que reniegan del realismo ortodoxo, y postulan un “nuevo realismo”, iluminador y crítico de la sociedad. La propuesta de Walsh y Urondo no sólo considera la utilización de nuevas técnicas o la implementación de nuevos recursos del lenguaje, sino que busca la transformación radical del discurso literario, asumido como praxis.
            Esta opción programática de los dos escritores por el relato testimonial no solo habla del anudamiento de sus trayectorias y sus estrategias escriturales, sino que da cuenta de la búsqueda compartida de respuestas frente a las preocupaciones de quienes asumían la práctica literaria como compromiso militante. Cabe aclarar que Walsh y Urondo pertenecían a una fracción de intelectuales latinoamericanos cuyos recorridos estaban muy ligados a la Revolución Cubana, por lo cual supieron de la importancia que adquirió para esa intelectualidad el texto de Miguel Barnet, Biografía de un cimarrón (1966) (Walsh, 1994 (1973): 68), o relatos testimoniales, como La noche de Tlatelolco (1971) de Elena Poniatowska, en los cuales se denuncia el terrorismo de Estado y la violencia represiva en América Latina. Además, en 1970, Casa de las Américas impulsa el cultivo del testimonio al publicar en la revista una caracterización específica del género y al establecer el Premio Anual a esta modalidad literaria. Rodolfo Walsh es convocado como jurado3 y responde que considera “un gran acierto de Casa de las Américas haber incorporado el género testimonio al concurso anual” porque constituye “la primera legitimación de un medio de gran eficacia para la comunicación popular” (Casa de las Américas, Nº 200, 1995: 121). De esta manera, se comienza a postular desde esta institución la necesidad de hallar nuevos registros discursivos capaces de oponer al deterioro de los canales tradicionalmente destinados a la difusión de la cultura, nuevas vías y procedimientos innovadores para transmitir conocimiento y para la expresión artística. Urondo y Walsh contribuyeron con su escritura a la consolidación de lo que se denominaba novela-testimonio o testimonio a secas, convencidos de que en este género primaba la experiencia de la realidad social a la cual se imprimía un sentido fundamentalmente histórico.


1 El análisis de sus textos testimoniales será abordado con exhaustividad en los capítulos 8 y 9 de esta tesis.

2 Existen estudios que abordan en detalle esa posición distante de Walsh y Urondo respecto de las poéticas propuestas por el realismo socialista: El relato de los hechos. Rodolfo Walsh: testimonio y escritura (1992) de Ana María Amar Sánchez; Si ustedes lo permiten prefiero seguir viviendo: Urondo, de la guerra y del amor (2005); El compromiso político y la literatura: Rodolfo Walsh. Argentina 1960-1977 (2001) e “Intelectuales y revolución. Argentina: Walsh, Conti, Urondo” (2006) de Nilda Redondo; y “Concepto de vanguardia y escritura testimonial en los programas estético-políticos de Rodolfo  Walsh y Francisco Urondo” (2010) de Fabiana Grasselli.

3 La obra ganadora en ese primer concurso de 1970 fue La guerrilla tupamara, de María Esther Giglio.

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