Y bien, yo quise perseguir lo nuevo, no porque deseche la artesanía,
ni la reproducción industrial de arquetipos originales inicialmente,
sino porque entendía que la maduración no se iba a lograr en el país
si no se rompían cadenas y se superaban represiones...
Jorge Romero Brest, “A Damián Carlos Bayón, discípulo y amigo” (1972)
La literatura se muere si se la reduce a la inocencia,
a canciones. Si cada frase escrita no resuena en
todos los niveles del hombre y de la sociedad,
no significa nada. La literatura de una época
es la época digerida por su literatura.
Jean Paul Sartre, “Los escritores en persona” (1972)
...el arte, no puede ni debe estar desligado de la acción política y
de la difusión militante y educadora de las obras en realización.
El arte revolucionario latinoamericano debe surgir, en síntesis,
como expresión monumental y pública. El pueblo que lo nutre
deberá verlo en su vida cotidiana. De la pintura de caballete,
como lujoso vicio solitario hay que pasar resueltamente
al arte de masas, es decir, al arte.
Manifiesto del Grupo “Espartaco”. Abril de 1961
En este capítulo busco una interpretación sobre el modo como se articulan los procesos sociales, políticos y culturales en la configuración del campo intelectual argentino entre 1955-1976. Mi atención estará puesta especialmente en el desarrollo de los tópicos fundamentales del período y en los debates acerca de los vínculos entre prácticas culturales y prácticas políticas en torno a los cuales se organizaron las concepciones estético-políticas de los hombres y mujeres de la cultura que se ubicaban en posiciones de izquierda. En este sentido, intentaré dar cuenta de la dialéctica observable entre el desarrollo histórico de las formaciones culturales del bloque temporal sesenta/setenta y las transformaciones económicas, sociales y políticas acontecidas en Argentina y América Latina vinculadas al modelo de crecimiento económico vigente en la época, el ascenso de las luchas obreras y populares, y la radicalización política de amplios sectores de la sociedad.
Además, asumiendo que el bloque temporal que conforman las décadas del sesenta y setenta constituye un momento con peso histórico propio en el desarrollo del campo intelectual argentino y latinoamericano, busco sistematizar las preocupaciones y polémicas nodales en relación a los vínculos entre prácticas políticas y prácticas estéticas. Subyace a esta búsqueda la idea de que es la particular fuerza de las demandas de los sectores populares y la inminencia de la revolución (al menos desde la perspectiva y experiencia de los sujetos de ese momento histórico) las que producían una forma de relación entre arte y política marcada por la politización del arte. De esta manera he organizado el conjunto de discusiones axiales en dos zonas de tensiones que atravesaron el campo intelectual: a) la noción problemática de la figura del artista, del intelectual y de la función social del arte, dada por la tensión entre dos polos: el compromiso de la obra y el compromiso del autor; b) la tensión establecida por el creciente impulso de politización de la intelectualidad de izquierda y la demanda de una fracción radicalizada de productores artísticos de generar, tanto propuestas de formatos estéticos que renovaran los modos de dar cuenta de las experiencias políticas y sociales vividas, como estrategias de producción cultural que construyeran nuevos nexos con lo popular.
En virtud de lo anterior, el objetivo general del capítulo es revisar la constelación de debates propios del campo intelectual de los sesentas/setentas a fin colocarla en su particular escenario histórico, de modo tal que a lo largo de este trabajo de investigación se visibilicen las modulaciones y tensiones entre el horizonte que una época proporciona y los itinerarios y experiencias singulares de dos figuras paradigmáticas, los escritores-intelectuales Rodolfo Walsh y Francisco Urondo.
Septiembre de 1955, fecha del derrocamiento del segundo gobierno peronista, es un momento en el que se abrió un proceso social que conducirá a la radicalización de buena parte de la sociedad argentina. Indudablemente, los años del surgimiento y consolidación política del peronismo constituyen una pieza fundamental en la dinámica que fue adquiriendo más tarde el conflicto social y la radicalización política de los sectores medios y populares (Bonavena, 1998). En virtud de ello, considero importante para el desarrollo de este capítulo trazar algunos lineamientos generales sobre la economía, los procesos socio-políticos y la cultura en el período 1945-1955, a fin de ubicarlos como antecedentes de la situación fundamental de las décadas siguientes.
Bajo el signo del ciclo de crisis capitalista iniciado con la depresión del 29’, la Argentina iniciaría el proceso de industrialización sustitutiva de exportaciones. La guerra antiimperialista favorecería, por una parte, la disponibilidad de divisas acumuladas a través de la exportación de materias primas, y por otra, estimularía la producción local de aquellos bienes que no se podían importar.
Guiada por sucesivos gobiernos conservadores la economía argentina respondió a la recesión mundial de la década 1930-1940 mediante la producción local de un creciente número de bienes manufacturados que antes eran importados. Al mismo tiempo que mantuvo en general adecuados niveles de renta para el sector rural y garantizó los privilegiados nexos económicos de la elite tradicional con Gran Bretaña, el Estado argentino estimuló esa sustitución de importaciones mediante una política de protección arancelaria, controles cambiarios y provisión de crédito industrial. Entre 1930-1935 y 1945-1949 la producción industrial creció hasta más que duplicarse y las importaciones se redujeron un 6 por ciento entre 1940-1944 (James, 2006: 20). Además, durante la Segunda Guerra Mundial se asistió a un considerable aumento del crecimiento industrial argentino, encabezado por las exportaciones, a medida que bienes manufacturados en la Argentina penetraron en mercados extranjeros. Alrededor de 1945 Argentina tenía una economía cada vez más industrializada; mientras el tradicional sector agrario seguía constituyendo la principal fuente de divisas, el centro dinámico de acumulación de capital se hallaba centrado en la manufactura (James, 2006: 20).
En los procesos de estructuración social se operaron cambios que manifestaron ese devenir económico. La composición interna de la fuerza laboral se modificó incorporando como integrantes a trabajadores y trabajadoras, que atraídos por el rápido crecimiento industrial de los centros urbanos, provenían de las provincias del interior del país antes que de la inmigración extranjera, sumamente reducida desde 1930. Si bien la economía industrial se expandió rápidamente, los trabajadores no se vieron beneficiados por ese proceso, con salarios reales rezagados detrás de la inflación y precarias condiciones de vida. Además, el movimiento laboral existente en el tiempo del golpe militar de 1943 estaba dividido en cuatro centrales gremiales y era débil, con limitada influencia sobre la clase trabajadora (James, 2006).
Perón desde su posición como secretario de trabajo y después vicepresidente del gobierno militar instaurado en 1943, se consagró a atender algunas de las preocupaciones fundamentales de la emergente fuerza laboral industrial. Al mismo tiempo, intentó dominar la influencia de las fuerzas de izquierda que competían en la esfera sindical (hegemonizadas por corrientes provenientes del anarquismo y el comunismo). El creciente apoyo obrero a Perón provocado por esas circunstancias cristalizó por primera vez el 17 de octubre de 1945, fecha en que una manifestación popular logró sacarlo del confinamiento en la Isla Martín García.
Luego de las jornadas de octubre de 1945, triunfa Perón en las elecciones del 24 de febrero de 1946, contra toda la oposición de los partidos tradicionales, a los que se suma una parte de la izquierda partidaria y sindical y la porción de la clase obrera militante de esos mismos partidos. Se trata de la creación de una nueva alianza social que incluirá a la fracción militar y civil gobernante, a la gran mayoría de la clase obrera y a la incipiente burguesía nacional. El núcleo ideológico aglutinante será el nacionalismo, propio de las fracciones burguesas y militares componentes de la alianza, que para su expansión necesitaban prolongar la situación de proteccionismo impuesta por la guerra, y el reformismo, encarnado por las fracciones de la pequeña burguesía y de la clase obrera que aspiraba a ciudadanizarse (Izaguirre, 2009: 65).
Durante el período 1943-1955 del gobierno peronista se produjeron múltiples y específicas mejoras de las condiciones laborales y la legislación social, sin embargo el efecto más profundo se relaciona con la posición que la clase trabajadora adquiere en la sociedad argentina. Mientras la expansión en gran escala de la organización sindical aseguraba el reconocimiento de la clase trabajadora como fuerza social en la esfera de la producción, durante el período peronista también se asistió a la integración de esa fuerza social a una coalición política emergente, supervisada por el Estado. A medida que, en la segunda presidencia, se perfiló más claramente el Estado justicialista, con sus pretensiones corporativistas de organizar y dirigir grandes esferas de la vida social, política y económica, se tornó evidente el papel oficialmente asignado al movimiento sindical: incorporar a la clase trabajadora a ese Estado. Los atractivos que ofrecía esa relación fueron grandes, tanto para los dirigentes como para las bases. Se creó una vasta red de bienestar social, operada por el Ministerio de Trabajo y Previsión, la Fundación Eva Perón y los propios sindicatos. Además, las ventajas económicas concretas para la clase trabajadora resultaban claras e inmediatas. A medida que la industria argentina se expandía, impulsada por incentivos estatales y una situación económica internacional favorable, los trabajadores fueron altamente beneficiados, por ejemplo, entre 1946 y 1949 los salarios reales de los trabajadores industriales aumentaron un 53 por ciento (James, 2006:22-24). A propósito de dichas transformaciones, varios autores coinciden en que, con la mejora de las condiciones de vida, sobrevino lo que fue el atractivo político fundamental del peronismo, el cual reside en su capacidad para redefinir la noción de ciudadanía dentro de un contexto más amplio, esencialmente social. La cuestión de la ciudadanía en sí misma, y la del acceso a derechos sociales y a la plenitud de los derechos políticos, fue un aspecto poderoso del discurso peronista, que formó parte de un lenguaje de protesta de gran resonancia popular (James, 2006:27-29).
No obstante, desde el punto de vista social, el legado que la experiencia peronista dejó a la clase trabajadora fue profundamente ambivalente. En un sentido, la ideología de conciliación y armonía de clases ponía de relieve valores decisivos para la reproducción de las relaciones sociales capitalistas; y en otro sentido, la eficacia de tal ideología estaba limitada, en la práctica diaria, por el desarrollo de una cultura que afirmaba los derechos del trabajador y la trabajadora dentro de la sociedad en general y en el lugar de trabajo en particular (James, 2006).
En la esfera de lo cultural, la irrupción del peronismo implicó una ruptura equivalente a aquella que había producido en los ámbitos de lo político y lo social. Es el momento en que los medios masivos y la consolidación de la industria cultural se constituyen en los voceros de la interpelación que desde el populismo convertía a las masas en pueblo y al pueblo en una nueva forma de Nación (Rosano, 2003). Este horizonte imaginario del peronismo tiñó no sólo el proyecto de construcción de la nación argentina, sino también los núcleos ideológicos a partir de los cuales se organizaban y modulaban las prácticas culturales. La existencia visibilizada de una masa que comienza a percibir sus nuevos derechos y exige participar en el consumo de los bienes culturales produjo reconfiguraciones de las jerarquías sociales y culturales argentinas. Además, la expansiva industria del libro y la singular ampliación del mercado lector, con sus nuevos proyectos que apuntaron hacia públicos y circuitos más masivos, supuso una correlativa extensión de las posibilidades profesionales y de intervención de intelectuales y escritores en el espacio de lo público (Rivera, 1998). Este fenómeno “marcó un giro fundamental en la apropiación simbólica que los intelectuales y escritores realizaron del campo popular” ya que, “sin lugar a dudas, se sintieron desafiados ante este sujeto social” (Rosano, 2003) que era interpelado por esa ambivalencia ideológica del peronismo. En este marco, configurado por las particularidades del momento socio-político y el desarrollo de la industria cultural, nuevos productos culturales comenzaron a popularizarse convirtiéndose en espacios de encuentro entre escritores y un público masivo perteneciente a clases populares. El caso de la novela policial resulta paradigmático, ya que a lo largo de los años cuarenta, con la aparición de algunas de las mejores colecciones nacionales, el género adquirió mayores proyecciones como campo de lectura y como eventual campo profesional para los autores y traductores argentinos. Un ejemplo que merece ser mencionado es el de la editorial Hachette que impone dos colecciones de excelente nivel: Serie Naranja y Evasión, con las cuales colaborará activamente Rodolfo Walsh en su múltiple condición de lector, traductor, corrector de pruebas, antólogo (Diez cuentos policiales argentinos, 1953) y autor (Variaciones en rojo, 1953).
Es innegable que la efectivización de un proceso de inclusión de las masas trabajadoras en la vida nacional operada por el peronismo se llevó adelante por vía de un populismo con rasgos autoritarios que planteó dos escenarios antitéticos, pero simultáneos: la violación de los derechos políticos de la oposición y la ampliación de los derechos sociales de los y las trabajadores/as. Perón había verbalizado esta dicotomía con claridad: sólo había dos fuerzas políticas en Argentina y esas eran “el pueblo y el antipueblo” (Terán, 2008: 260). Desgarrando los principios de la cultura política preexistente, el peronismo levantó contra él mismo un frente heterogéneo que abarcaba desde el Partido Comunista hasta fuerzas conservadoras y oligárquicas. Por otra parte, lo que se conformó como consigna antifascista permitió el acercamiento de figuras e ideologías bien diferentes 1 contra el ascenso del “candidato imposible”. Ya fuera como reacción frente al autoritarismo gubernamental, o como resistencia a la nueva ciudadanía popular, o una mezcla de ambas, este antiperonismo se cimentaba sobre un rompecabezas heterogéneo.
El programa del peronismo para el área educativa, según la interpretación de Clotilde de Pauw, estuvo signado por el intento de conciliar alianzas contrapuestas. Mientras el primer ministro de educación, Belisario Gache Pirán era un antipositivista convencido (1946), el ministro Ivanissevich (1948-1950) daría a su gestión un tinte marcadamente conservador (de Pauw, 2007). En el campo cultural la gestión peronista se ocupó de expulsar toda voz disidente, cerró más de cien revistas y periódicos, dejando sobrevivir otros con un público restringido. Como explica Silvia Sigal, el régimen peronista no buscaba la sujeción ideológica de la cultura letrada, le interesaba mantener ignoradas, es decir públicamente inaudibles a las voces adversas (Sigal, 2002: 35). No obstante, escritores, artistas e intelectuales opositores encontraron espacios de resistencia y producción cultural desde donde se editaron revistas como: Realidad, Imago Mundi, o Ver y Estimar, mientras Sur configuraba aún el principal espacio de confluencia de la intelectualidad liberal.
A su vez, el peronismo contaba entre sus adeptos a intelectuales de diversas proveniencias y de indentidad variadísima: desde Leopoldo Marechal y Carlos Astrada hasta Arturo Sampay y José Imbelloni, quienes representaban mucho más que una minoría de la intelectualidad argentina. Por otra parte, el puñado de hombres de tendencia nacional-populista –en particular los miembros de FORJA (Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina), grupo irigoyenista formado en 1935 que adhirió inmediatamente al peronismo en ascenso- quedó relegado a los márgenes del movimiento y del poder (Sigal, 2002: 34). Entre ellos se encontraban Manuel Ugarte, Arturo Jauretche y Raúl Scalabrini Ortiz.
En la Universidad la tolerancia del gobierno peronista hacia la disidencia fue casi inexistente. Impuso su nueva construcción del orden cambiando el cuerpo de profesores, colocando fuera de la ley las organizaciones estudiantiles opositoras y reorganizando la institución a partir del combate contra los principios de la autonomía universitaria, emblema de la Reforma del 18. Muchos docentes expulsados de sus cargos se sumaron a los centenares que dejaron sus puestos voluntariamente después de 1943; algunos se exiliaron y otros se reinsertaron creando instituciones alternativas, grupos de trabajo y revistas como las ya mencionadas.
Al interior de la fracción antiperonista del campo intelectual, la revista – y el grupo- Sur,inscriptos en la tradición liberal, se posicionaroncomo centro hegemónico y a la vez como símbolo de la cultura de elite. Laica, modernizadora y cosmopolita, según las apreciaciones de Martín Prieto (2006), Sur ocupó un lugar dominante en el campo literario, “sustentada en el sólido entramado que se consolidó entre la literatura, la crítica y las traducciones publicadas en la revista” (Prieto, 2006: 278). Gracias a esa posición dominante, Sur pudo constituirse en una suerte de espacio de poder dentro de la institución literaria y del campo intelectual en general, realizando operaciones ideológicas que le permitieron canonizar a escritores e intelectuales como Mallea (director del suplemento literario del diario La Nación entre 1931 y 1955) y Jorge Luis Borges, recortando sus obras de una literatura argentina considerada “en indigencia” dentro de la cual se incluía, por ejemplo, nada menos que a Roberto Arlt. Está claro que esta operación de la crítica realizada por la revista Sur tenía por objetivo instalar una literatura que era la que mejor interpretaba su ideología (Prieto, 2006: 280-288) enraizada en un pensamiento político conservador y en una concepción elitista de la cultura, lo cual posteriormente le valió ser colocada a la cabeza de la derecha intelectual por la intelligentsia contestataria de los años sesentas (Sigal, 2002: 66).
También ubicado en el polo antiperonista, pero marcado políticamente por una tradición de izquierda, se encontraba otro agrupamiento artístico-intelectual: el teatro independiente, cuyos comienzos pueden fecharse en la década del treinta, cuando Leónidas Barletta fundó el Teatro del Pueblo buscando quebrar la hegemonía del teatro comercial. En los cuarenta y los cincuenta el movimiento se hizo más importante hasta convertirse en un fenómeno cultural insoslayable2 , no sólo en Buenos Aires, sino también en buena parte de la Argentina y de América Latina (Pelletieri, 2006). Alrededor de esta actividad teatral se tejió una vida cultural progresista o de izquierda que, durante los años peronistas, constituyó una suerte de espacio comunitario de reconocimiento mutuo y una subcultura de oposición cuyo periódico cuasi oficial, puede decirse, fue el semanario Propósitos dirigido por el mismo Leónidas Barletta. Según John King, de alguna manera el Teatro del Pueblo era considerado un desafío al gobierno puesto que su público era una clase media que veía en el teatro independiente una forma silenciosa de oposición a Perón. Aunque el General percibía esta oposición indirecta, no impuso una censura sobre estos teatros que funcionaron como pequeños bolsones de resistencia (King, 2007: 56).
El carácter de la política cultural del peronismo es sintetizado por Sigal cuando expresa que el régimen populista convertía a la cultura letrada en un espacio disidente que permanecía mayoritariamente en los márgenes del espacio público (Sigal, 2002: 40). Así, muchos intelectuales y artistas se mantuvieron en circuitos culturales no oficiales, cuyo volumen era ciertamente menor que el de la cultura popular, admirablemente acompañada por la radio, el cine y buena parte de la prensa.
Precisamente los ámbitos del cine y la radio albergaron la producción de algunos artistas populares que se comprometieron con la política de Perón. Un caso paradigmático es el de Enrique Santos Discépolo, autor de tangos y actor, que junto a otros artistas del tango, como Homero Manzi y Hugo del Carril, adhirió con su producción a los contenidos ideológicos del peronismo.
1 Señala Oscar Terán, que algunas obras de la literatura nacional de esa década, como: “Casa tomada” y “Las puertas del cielo”, de Cortázar y “Fiesta del monstruo”, de Bioy y Borges, dan cuenta de cómo un amplio sector de intelectuales se sentía sumamente agredido por quienes consideran “los ocupantes del Estado” (Terán, 2008: 268).
2 Los grupos que formaron parte de este movimiento del teatro independiente fueron Teatro la Máscara, fundado en 1939, Nuevo teatro, Instituto de Arte Moderno, Fray Mocho y Los Independientes, que aparecieron a fines de los cuarenta. (Veáse: Pelletieri, 2006)
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