El interrogante inicial que dio lugar a esta investigación fue la pregunta por las significaciones e implicancias que la escritura testimonial tiene en los recorridos estético-políticos de Rodolfo Walsh y Francisco Urondo.
Indagar acerca de los alcances estético-políticos de una escritura testimonial que busca constituirse en una práctica político-cultural “peligrosa” originada en la sociedad en la que, a la vez, incide; buscar en torno a las posibilidades de politización del arte a través de los géneros testimoniales; seguir los itinerarios de los proyectos narrativos de Walsh y Urondo, sus exploraciones en la escritura testimonial, sus intentonas de construcción de una política de la escritura que permitiera la recuperación de la memoria colectiva y de la experiencia histórica de los grupos oprimidos a contrapelo de la historia hegemónica, fueron las motivaciones que impulsaron este proyecto.
Como suele suceder fue necesario trazar un itinerario de viaje que se configuró como las partes de esta tesis, como el recorrido erudito que nos permitiría ir estableciendo respuestas, aún cuando éstas fueran provisorias, para dar cuenta de lo acontecido en esos años, de las transformaciones del campo intelectual, tomado como parte del mundo histórico-social, como un espacio a la vez específico y relativamente autónomo en el cual condensan procesos económicos, sociales, políticos y culturales propios de aquellos años, dando lugar a particulares experiencias y prácticas estético-políticas.
Tal como ya se ha señalado, el momento histórico que comprenden los años 1968 y 1969 aparece como un punto de inflexión a partir del cual se produjeron experiencias político-culturales decisivas que desembocaron en la radicalización de las prácticas estéticas, en la mutua reterritorialización de lo político y lo cultural, que se ligó, en Argentina, al ascenso de la protesta social y a la crisis de hegemonía del régimen.
Por esos años condensaron una serie de transformaciones. Algunas como producto de procesos largos, otras como una suerte de salto inesperado en el continuum de la historia. La Revolución Cubana forjó un horizonte de pertenencia que favoreció la conformación de un frente de intelectuales latinoamericanos que atravesó las fronteras de la nacionalidad y dio lugar a la formulación de un discurso predominantemente progresista. Esa comunidad intelectual, organizada alrededor de una trama de relaciones personales entre escritores y críticos del continente, produjo efectos sobre las modalidades de la crítica y sobre las consagraciones literarias a partir de alianzas y divergencias.
La Habana, como una suerte de “Roma antillana”, en el decir de Halperin Donghi, desempeñó el papel de una verdadera “locomotora cultural”. Casa de las Américas, creada en 1959, se convirtió en un centro influyente de la cultura latinoamericana y su revista produjo un intercambio a escala continental que permitió la difusión de un programa estético-ideológico común que planteaba como criterio el compromiso del autor, noción que no era fácilmente definible, pero que funcionaba como un signo de identidad de la comunidad de intelectuales de izquierda. Si la obra comprometida podía ser formulada tanto en términos de estética realista como vanguardista, los intelectuales latinoamericanos comprometidos coincidían en rechazar el realismo socialista tal como éste había sido impuesto por el stalinismo, y la división internacional del trabajo que asignaba a América Latina el destino de producir literatura telúrica, arte folklórico y aires nativos. Del coro formaban parte Siempre!, Primera Plana, Marcha.
Hacia 1968/69 se produce una inflexión: la fracción más radicalizada del campo intelectual busca establecer una alianza con los sectores populares desde una visualización de la situación histórica como pre-revolucionaria. La crisis, por decirlo en palabras de Gramsci, trajo aparejadas una serie de recolocaciones y posicionamientos dando lugar a una transformación perceptible en el campo intelectual, una redefinición, incluso, de aquello que hasta entonces se había entendido por cultura.
Roto el paralelogramo de fuerzas que había hecho de Sur el centro de los círculos intelectuales desde los años cuarenta, la transformación no se limitó al desplazamiento de los grupos liberales ligados a Sur desde el centro del campo intelectual argentino hacia zonas más periféricas, sino que se produjo un cambio de juego. Los intelectuales de izquierda ponían en cuestión los límites de los proyectos que consideraban burgueses, incluso aquellos bañados por la luz equívoca del modernismo, por el sueño de colorear el Riachuelo, o cinetizar la pintura. Para quienes habían transitado el Caso Padilla optando por el compromiso con la Revolución el asunto derivaba en procura de un modo revulsivo de reinscribir el arte en la praxis vital y política. Disponían de una vasta red de revistas, entre ellas la Rosa Blindada, de editoriales de vida efímera pero de una productividad asombrosa, alentados por editores apasionados como Jorge Alvarez, o José Luis Mangieri, edificaron en ese tiempo instituciones que luego se revelaron frágiles, pero que entonces posibilitaron encuentros, debates, espacios propios. Éstos proporcionaron la oportunidad de articular las polémicas culturales bajo el signo de la transformación de la sociedad, y de forjar las propias reglas para la práctica simbólica. Fue entonces que las preocupaciones derivaron hacia la relación entre intelectuales y cultura popular, hacia la búsqueda de nuevas prácticas estéticas y políticas, hacia la puesta en juego de asuntos que no habían ocupado atención alguna: las narrativas de los sectores populares, la prensa de las organizaciones sindicales, el documentalismo, en un empeño por hacer visibles las relaciones de dominación y las causas que, en América Latina, hacían necesaria la violencia revolucionaria.
Walsh y Urondo, encarnaron ese tipo de intelectuales.
Se proponían superar el hiato que separaba a los intelectuales revolucionarios de las masas, transmutar el arte en política y la poética en un arma cargada de futuro. Decidido a apartarse del destino de heredero de Borges, Walsh diría por esos años:
Me he pasado “casi” enteramente al campo del pueblo que además –y de eso sí estoy convencido- me brinda las mejores posibilidades literarias. Quiero decir que prefiero toda la vida ser un Eduardo Gutiérrez y no un Groussac, un Arlt y no un Cortázar (Walsh, 2007a (1968): 118-119).
Ese cruce entre los itinerarios singulares de Walsh y Urondo y la modificación del campo cultural es el objeto de la segunda parte de la tesis.
De la misma manera que no hay en ellos el desenvolvimiento de un proyecto de escritura política que habría estado presente desde el inicio y se fue desplegando a lo largo de sus vidas, no hay una determinación directa capaz de producir una conexión lineal entre los procesos marcados por los acontecimientos políticos y sociales del período y los avatares de sus escrituras.
Walsh había transitado distintos oficios, había ocupado una posición periférica en el campo de la industria cultural y el periodismo. Había sido corrector y traductor para la editorial Hachette, escritor de cuentos fantásticos y policiales, antólogo, periodista. Gozaba, hacia mediados de los cincuenta de un módico prestigio, podía aguardar el cumplimiento de la promesa de devenir, en el futuro, el heredero de Borges en esa suerte de cruce extraño entre quien tiene la deferencia de descender hacia un género menor y quien lo frecuenta como trabajador de la cultura.
El abrupto encuentro con Livraga hizo lo suyo. Walsh escribió y publicó Operación Masacre por primera vez en 1957. Sin embargo, como él mismo dice, el efecto estrictamente político tardaría en cumplirse. Sólo más tarde transitaría las calles de La Habana y Prensa Latina, el espacio abierto por Jorge Álvarez, los vínculos de amistad con los contornistas. Sus oficios habían ido dejando marcas en su escritura e intervenciones periodísticas, del mismo modo que las amistades que cultivó y las instituciones en las que trabajó.
Tras el cimbronazo de 1968 Walsh parece haber procurado una respuesta a esa pregunta que había quedado dramáticamente suspendida luego de Operación Masacre y de su experiencia cubana. El involucramiento en el Semanario CGT lo impulsaría a una reflexión más cuidadosa sobre la relación entre arte y política.
Si Walsh había sido autor de importantes relatos testimoniales, Operación Masacre y ¿Quién mató a Rosendo?, no los consideraba textos literarios, sino escritos periodísticos. Será hacia principios de la década del setenta cuando conceptualice lo testimonial como producción literaria, cuando advierta que de lo que se trataba era de salir del chaleco de fuerza, de los límites establecidos por los círculos restringidos, para escribir de modo tal que la materia misma del trabajo literario sea “la experiencia política, y todas las otras experiencias” (Walsh, 2007a (1971): 206).
Urondo escribía poemas. Había experimentado con la escritura y desempeñado oficios diversos, había adherido al frondizismo. La radicalización ocurre hacia finales de los sesentas. Hasta este punto de su trayectoria, Urondo describe un paulatino proceso de politización y radicalización artístico-ideológica. Su incursión en proyectos culturales contestatarios, tiene que ver con las experiencias colectivas atravesadas por los intelectuales progresistas, así como con la politización y radicalización de amplios sectores de la sociedad argentina y latinoamericana. En este sentido, Urondo, que desde sus inicios había sostenido una noción de escritura poética profundamente vitalista y una necesidad de producir textos situados; durante los sesentas fue resignificando esta noción de “vida” y “situación”, que implicaba fundamentalmente lo personal, hasta abarcar la coyuntura social, el conflicto de clases y la historia con mayúsculas. También fue ampliando su horizonte escritural, incorporando nuevos registros discursivos, géneros, lenguajes, incluyendo otros formatos, incursionando en la industria cultural e incluso en la televisión como guionista, aproximándose a la cultura popular.
Ese proceso de apertura hacia otras formas estéticas, puede leerse también como parte del proceso de construcción del oficio de escritor en Urondo, estrechamente ligado a su trabajo de periodista, de editor de revistas literarias, de poeta: la adquisición de herramientas del lenguaje, de procedimientos de escritura, de mecanismos de construcción textual, fue organizando en él un conjunto de disposiciones estables que le posibilitaron convertirse en un escritor con los instrumentos necesarios para intervenir en ese terreno de disputas que fue el campo literario de los sesentas/setentas.
Su temprana pertenencia a círculos de intelectuales contestatarios le permitió, por una parte, ligar su práctica cultural a una cierta genealogía antioficialista de escritores formada por Ortiz, Girondo, Macedonio y Discépolo; por otra parte, le posibilitó vincularse con ámbitos como la revista La Rosa Blindada y el grupo Contorno y, también le facilitó una convergencia con periodistas, músicos, realizadores teatrales y cinematográficos provenientes de la cultura de izquierda.
El ritmo vertiginoso del tiempo histórico podía ser descripto, a fines de los sesenta, al estilo del espíritu de “modernidad” que indica Berman. Responde entonces, en buena medida, a la descripción que realiza Marx en El Manifiesto comunista: el avance arrollador de las fuerzas productivas (o los proyectos desarrollistas en América Latina) y el ahogamiento de todo cuanto hasta entonces había sido sagrado (la caída de las máscaras de la cultura burguesa), a la vez que está habitado por la plena confianza en que esos hombres y mujeres que no tenían nada que perder, salvo sus cadenas, transformarían con su actividad no sólo el mundo material, sino las relaciones de los sujetos entre sí.
Ese tiempo dejó su huella en la aceleración de las trayectorias personales, políticas y artísticas de Rodolfo Walsh y Francisco Urondo, para quienes la inminencia de la crisis revolucionaria y la necesidad del combate con la burguesía en el plano cultural y político precipitaría en la militancia dentro de organizaciones político-militares y en la búsqueda de modos de politización de la práctica escritural. Las experiencias, los saberes, las herramientas que habían adquirido en la configuración de su oficio de escritores y periodistas se reconfiguraron al ritmo de sus experiencias como intelectuales y militantes puestos al servicio de proyectos revolucionarios. Entonces sí sus itinerarios confluyeron efectivamente, entonces sí, como he señalado en la tercera parte de este trabajo, su preocupación central y común sería la escritura testimonial.
Walsh señalaba 1968 como el año de su crisis ideológica. Por entonces se le presentaba la necesidad de reflexionar acerca de la tensión entre “el trabajo agitativo del semanario, y el sinuoso, paciente, elaborado de la literatura”.
En 1971 la lectura de Los pasos previos se presentó a sus ojos como la puesta en acto de la relación entre novela y documental, entre crónica y ficción. Esa “crónica jodona y tierna” de los avatares en la vida de un grupo de intelectuales revolucionarios lo colocaba ante una respuesta posible al dilema de la transformación radical de la literatura.
En el breve lapso entre 1968 y 1977 ambos escritores llevarían a cabo una labor de crítica poética y política a los límites de la literatura burguesa, a sus compartimentos estancos, a los géneros estabilizados, en procura de articular el relato verdadero de lo acontecido (como había sucedido con Operación Masacre, Caso Satanowsky y ¿Quién mató a Rosendo?, como sucedería con La patria fusilada)con el trabajo “sinuoso y paciente” de la escritura literaria.
Convencidos de que el formato testimonial no sólo consistía en el cambio temático (la realidad de las persecuciones del pueblo, el sufrimiento del pueblo), sino en una instancia de transformación formal, Urondo y Walsh acometieron la tarea de crear realidad a través de la palabra, de hacer de la escritura una parte de la propia experiencia de militancia.
Testigos de su tiempo, portadores de la voz de los pequeños, Walsh y Urondo operan como narradores de la violencia política descargada por los poderosos sobre las espaldas del pueblo. Sus textos urgentes son portadores de peligrosidad. Contribuyen a una reconstrucción de la memoria colectiva de los sectores subalternos y oprimidos pues barriendo a contrapelo la historia hacen presente lo que está “fuera de escena”, revelan la historicidad propia tanto del arte como de la lucha de los sectores populares. Operación Masacre y La patria fusilada (por mencionar dos de sus textos testimoniales paradigmáticos) operan como instancia de ruptura de la normalidad al descubrir las relaciones de dominación recuperando la memoria de la experiencia pasada, de los pasados truncados y la violencia que los malogró, pero también inducen una ruptura en la institución literaria al poner al desnudo los procedimientos de escritura. En esa reposición de lo que no es inmediatamente percibido, los textos testimoniales aparecen como una práctica crítica que revela aspectos expresamente ocultados por “los dueños de todas las cosas”, al decir de Walsh. La mostración de los procesos de construcción de los relatos desnaturaliza las versiones oficiales, su voluntad de ocultamiento, produciendo efectos a la vez políticos y estéticos, transformando las relaciones entre arte y sociedad.
Ahora bien, la reorganización de los marcos de visibilidad que ponen en juego esos textos al testimoniar la violencia política no refiere a un problema de “contemplación”. No se trata de proporcionar una mejor descripción del mundo y de los sucesos históricos, sino de una cuestión política, de transformarlos. De allí la amalgama entre experiencia estética y experiencia histórica que hace a la peligrosidad de esa literatura.
El estado del campo, articulado a las transformaciones que habían tenido lugar en ese tiempo urgente había posibilitado esta singular amalgama entre arte y política. El cuestionamiento del arte burgués devenía cuestionamiento de la sociedad que lo había hecho posible, que necesitaba de la evasión para la profundización de las relaciones de dominación, que hacía de la literatura un gesto inútil, e impotente: los textos escritos, los asesinos sueltos.
En ese breve tiempo Walsh y Urondo apostaron, por la vía del testimonio, a la transformación de la literatura en una herramienta política, en una interpelación hacia los sectores populares merced una experiencia estético-política que se aparta de la contemplación inmóvil para ir en la búsqueda de una conciencia activa y crítica. En pocas palabras: se trataba para ellos de generar una respuesta para la crisis de la cultura burguesa politizando el arte.
Sin embargo nada estaba garantizado de antemano, de la misma manera que Walsh y Urondo no tenían un destino prefijado de escritores revolucionarios.
Ese tiempo que posibilitó sus experiencias, ese tiempo que había abierto los umbrales de enunciabilidad para los testimonios que escribieron corría precipitadamente hacia el final. Ellos no lo sabían con la certeza con la que es posible saberlo ahora. Walsh y Urondo escriben empeñosa, desesperadamente contra la violencia desatada por “los de arriba”. Walsh, el sobreviviente, escribe sobre sus Cartas: a Vicki, a Paco, y la última, la que le costará la vida, la célebre Carta a la Junta. Walsh dejará de testimoniar. Sólo los sobrevivientes pueden hacerlo.
Un zócalo de silencio y de violencia, al decir de Pêcheux se alzaría sobre sus obras y sus vidas. Como en un juego de cajas chinas sus memorias retornarían a partir de la posibilidad de recuperar alguna forma de palabra sobre lo acontecido, la posibilidad de leer sus escritos, de revisitar sus textos, de saber acerca de sus recorridos.
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