Romero señala que en el ámbito de la universidad, desde el momento que va desde el Golpe de 1955, en que Lonardi derroca a Perón, a 1966 (momento en que Illia es depuesto por Onganía) estudiantes e intelectuales progresistas se proponen “desperonizarla”1 y modernizar sus actividades para insertarla en la transformación que la sociedad toda emprendía (Romero, 1994).
En relación a lo anterior, Terán matiza, apuntando que, hacia 1950, a partir de la conformación del Centro de Estudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, puede observarse una posición que logra escapar a la polarización dominante. Se trata de una “franja intermedia” o “zona gris”, marcada por la ruptura y la innovación, con gravitación en el campo intelectual de la década, cuyas posiciones se expresaron en las revistas Centro y luego Contorno: “Son los llamados ‘denuncialistas’ entre quienes podemos mencionar a los hermanos Ismael y David Viñas, Carlos Correas, Juan José Sebrelli, Oscar Massotta, León Rozitchner, Noé Jitrik, Ramón Alcalde, Adolfo Prieto” (Terán, 2008: 264). Sus intervenciones daban cuenta de su desazón ante el ambiente de mediocridad imperante en la vida cultural de nuestro país y de la universidad peronista en particular. Sostenían la idea de pertenecer a una “generación sin maestros”, desconociendo cualquier herencia o modelos en el ámbito local (Terán, 1993:152)2 . De hecho, impulsados por una necesidad de renovación teórica en el pensamiento marxista, tomaron como guías a “faros intelectuales” como Gramsci, Marx, Sartre, que nutrían a la corriente de la Nueva Izquierda internacional. De esta manera, el existencialismo sartreano les propuso la imagen de un intelectual que, al igual que toda existencia humana, se encuentra “inexorablemente arrojado en una situación (o un “contorno”) ante la cual debe dar cuenta de lo que hace, a partir de su libertad” ya que no hay nada que lo destine a ser algo ya definido, así como tampoco existe una naturaleza o existencia previa (Terán, 2008: 264). De esa raíz existencialista se desprende precisamente la noción de “compromiso”, así como la idea de construirse a sí mismo. La teoría del compromiso implicaba un doble movimiento: involucrarse en una situación político-social determinada, pero sin abandonar el campo intelectual. De este modo, el intelectual participa de los debates políticos, pero lo hace desde su condición de intelectual, manteniendo distancia con la práctica político-partidaria. La tarea intelectual se percibe como el modo de articular respuestas a esa situación política en la que se hallan arrojados y por la cual se sienten profundamente interpelados. Precisamente por ello los intelectuales de Contorno, a medida que transcurren los años del pos-peronismo,se comprometen fundamentalmente con una propuesta de interpretación frente a la antinomia política del momento: peronismo/antiperonismo.
Lo cierto es que hasta mediados de los ’50 gran parte del sector intelectual se sintió agredido por el “fenómeno peronista”, y el antiperonismo se constituyó en el factor aglutinante de la oposición. Pero a partir de 1955, con el derrocamiento de Perón, la mayoría de los intelectuales de izquierda empezaron a vislumbrar que, lejos de retomarse una situación artificialmente interrumpida por el peronismo, aquella emergencia había significado un auténtico clivaje en la historia de la Argentina moderna; hecho que es fundamental para comprender las transformaciones operadas años más tarde. Así, finalizando los ‘50, se inicia una vertiginosa relectura del “hecho peronista” que comienza a escindir a las fracciones intelectuales de la izquierda respecto de la liberal. Se trató de un giro fundamental, en el que sectores de la izquierda, que habían militado en la oposición al gobierno de Perón, comienzan a desconfiar de los sucesores de la llamada Revolución Libertadora, operando rupturas en lo que hasta entonces se había presentado como un potente bloque que había reunido, en torno de la interpretación del peronismo, a los integrantes de Sur y a un amplio abanico de izquierda.
El quiebre entre el sector más progresista de los intelectuales y sus aliados más conservadores del frente antiperonista -que iba desde la revista Sur hasta el Partido Socialista- cristalizó casi de inmediato por obra de la política antipopular y represiva del gobierno de facto, y sobre todo por los interrogantes que promovía la persistencia de las mayorías populares en el peronismo. Oscar Terán se refiere en los siguientes términos a la importancia que el peronismo adquirió como fenómeno interpelador para esta nueva intelectualidad:
Y es que el fenómeno peronista operó sobre la franja crítica efectos de recolocación de vastas consecuencias, dentro de un complejo movimiento que llevó desde la natural oposición mientras el peronismo estuvo en el gobierno hasta un encarnizado proceso de relectura del mismo a partir de su derrocamiento, lo cual constituyó uno de los rasgos político-culturales fundamentales del período analizado. En dicho movimiento, este sector crítico buscó de hecho la creación de un espacio independiente entre el campo liberal y la ortodoxia peronista, pero mientras el corte con este último era un dato de la realidad, para el distanciamiento radical con el primero se necesitó la exclusión del peronismo del Estado (Terán, 1993: 29).
Estos intelectuales, decididos a volver a pensar la sociedad argentina, organizaron sus preocupaciones en una serie de tópicos abordados casi obsesivamente: la relación entre izquierda y peronismo, entre intelectuales y pueblo, entre nacionalismo y marxismo. Por decirlo en los términos de Gramsci, estos intelectuales se hallaban ante el dilema de procurar una nueva forma de articulación político-cultural con los sectores populares, a la vez que compelidos a distanciarse de la fracción orgánicamente vinculada a la conservación del orden establecido. De allí que uno de los puntos centrales para ellos fuera la problematización de su papel como intelectuales en la sociedad y en la política. Fundamentalmente se preguntaban acerca de la naturaleza de su posible intervención en una escena política que exhibía las marcas de las decepciones del pos-peronismo y de la ausencia de alternativas. Dicho cuestionamiento sobrevuela a estos intelectuales de clase media, marginalmente insertados en partidos, que se plantean en Contorno, en 1958, dudas similares a las que asaltaban a Pasado y Presente en 1965. En ese momento de crisis que fue el posperonismo para la intelligentsia contestataria, hay una búsqueda de la identidad intelectual, a través de una hermeneútica del peronismo modulada desde la pregunta por lo que fue, o debería ser, el lugar de los intelectuales en la sociedad. A diferencia de la intelectualidad liberal, que rechazaba la experiencia peronista por considerarla “un hecho maldito” (Terán, 1993: 57), los nacionalistas y marxistas que irían confluyendo en la llamada Nueva Izquierda se afirmaban como militantes intelectuales críticos y herederos de esa experiencia peronista. Se veían llamados a intervenir en la crisis ideológica del peronismo, atribuyéndose un papel fundamental al adjudicar a esa operación intelectual una central importancia (Sigal, 2002: 99-102).
Además, y como se mencionó anteriormente, Frondizi había logrado atraer la adhesión de los progresistas independientes y los militantes de los partidos de la izquierda tradicional, a partir de proponer una apertura al peronismo sin renunciar a la propia identidad y desde un discurso con un enérgico tono antiimperialista. Dicha situación abonó esa etapa de reflexión y crítica, abierta en 1955, que culminaría en la formación de la Nueva Izquierda. Oscar Terán define a esta Nueva Izquierda como incipientes formaciones que, a partir de la segunda mitad de los ’50, comenzaron a dar paso a esa revisión del peronismo que contrastaba con las visiones de la franja liberal, la cual persistía en un enjuiciamiento que equiparaba sin matices peronismo y fascismo. Dichas formaciones se inscribían en aquella zona de la izquierda que o bien rompía o bien nacía desde el vamos separada del tronco de la izquierda tradicional conformado básicamente por los Partidos Socialista y Comunista. (Terán, 1993: 95).
Por otro lado, la resistencia peronista constituyó un elemento fundamental a la hora de la conformación de la Nueva Izquierda, exigiendo a los intelectuales el abordaje de renovados debates teóricos y políticos. El hecho de que el peronismo o, más precisamente, la autoridad de Perón sobre las clases populares persistiera luego de la caída del régimen exigía de los intelectuales, fueran estos nacionalistas, marxistas o progresistas, la construcción de nuevas interpretaciones que funcionaron a menudo como motor de la estrategia y las prácticas políticas.
Para Romero la Nueva Izquierda “se formó mirando al peronismo primero, y luego a la Revolución Cubana y se caracterizó por la espectacular expansión del marxismo, fuente de las creencias básicas. Dentro de él las variedades eran infinitas; la ortodoxia stalinista retrocedía frente a nuevas fuentes doctrinarias: Lenin -cuyo lugar central se mantiene por sus tesis sobre el imperialismo-, Sartre, Gramsci, Trotsky, Mao (...) Marx” (Romero: 1994,165). Las versiones más esquemáticas del marxismo fueron progresivamente impugnadas dentro de la Nueva Izquierda argentina. Era un arco de intelectuales que incluía, además de a los denominados “denuncialistas”, a algunos pertenecientes a grupos de inspiración trotskista como Jorge Abelardo Ramos, ex comunistas como Rodolfo Puiggrós y otros provenientes de un espacio intelectual de frontera ideológica marxista/peronista como José Hernández Arregui y John William Cooke. El rasgo común en sus interpretaciones del peronismo estaba en que lo inscribían en el gran relato marxista: “no como retroceso, ni como una desviación del camino que llevaba a la clase obrera a la realización de su ser, sino como un tramo del camino, el tramo de la nacionalización de la conciencia obrera” (Altamirano, 2001: 77).
Otro factor no menor en la configuración de la Nueva Izquierda fue la emergencia, a comienzos de los ‘60, en Córdoba, de un grupo de jóvenes intelectuales comunistas, encabezados por Aricó, estimulados por la lectura de Gramsci, que inician una renovación ideológica, teórica y cultural a través de la revista Pasado y Presente.
El primer número de Pasado y Presente aparece en 1963 y es recibido con entusiasmo –no exento de celos en algunos casos, sobre todo en Buenos Aires- por la mayoría de los intelectuales de izquierda. Fue una publicación elaborada por una nueva generación de intelectuales comunistas: José Aricó, Oscar del Barco, Juan Carlos Portantiero, Héctor Schmucler, entre otros. Les importaban nuevos temas y debates, que –en contacto con la realidad local- se traducen en nuevas herramientas para pensarla, insuflando una corriente de aire fresco a la sofocante atmósfera intelectual del Partido Comunista Argentino, y de la izquierda en general. Sus ocho números fueron publicados entre 1963 y 1964. Ante la iniciativa, la dirección del PCA dictamina que, detrás de ese emprendimiento intelectual, se esconde un proyecto incompatible y hostil respecto del propuesto por el partido (Rodríguez Agüero, 2010). La revista continúa publicándose, pero sus responsables son expulsados del PCA. Este enfrentamiento con el comunismo condujo, a su vez, a la ruptura de la relación histórica entre los intelectuales radicalizados y el PCA. Ese fue el terreno fértil en el que echó raíces el pensamiento de Gramsci y al cual las iluminaciones del italiano contribuyeron a dar perfil propio (Aricó, 2005).
Al respecto Aricó señalaría:
Si hasta que tuvimos acceso a Gramsci vivimos la posesión de la cultura como un agudo sentimiento de culpa, a partir de él nos reencontramos con lo que efectivamente éramos, con nuestras grandezas y servidumbres. Ya no ingenieros de las almas aplastados por un mandato incumplible; sólo hombres que, al igual que los plomeros, cumplían una función en la trama social. Por vez primera la cultura era colocada allí donde debía estar, como una dimensión insuprimible de la acción política. El partido como ‘intelectual colectivo’, en su interior, nosotros como ‘intelectuales orgánicos’“(Aricó, 2005:39).
Las palabras de Aricó expresan con claridad las concepciones e ideas en torno a la cultura y al rol de los intelectuales que irían ganando terreno en el campo intelectual durante los años sesentas.
De este modo, a partir de la influencia de Gramsci, comienza a gestarse la transformación de gran parte de los intelectuales y escritores comprometidos en intelectuales orgánicos (Gramsci, 1960). Gramsci, durante los años que pasó en la cárcel, define dos frentes con los que el intelectual orgánico se ha de comprometer simultáneamente: por un lado, el de las primeras filas del trabajo intelectual, porque su tarea es adquirir mayores conocimientos que los intelectuales tradicionales. Pero el aspecto que resulta crucial es el segundo: el intelectual orgánico no puede quedar absuelto de la responsabilidad de comunicar esas ideas, ese conocimiento, a quienes no pertenecen a esa categoría; es decir, a las clases subordinadas y a los movimientos históricos que las representan.
Dentro de estos encuadres teóricos, un asunto de suma importancia asumido por estas formaciones de la Nueva Izquierda, será el de la posición de los escritores en relación con la sociedad y la política, y el del carácter del propio quehacer literario. Los grupos intelectuales más significativos de la época sobre los que me he detenido, no sólo tuvieron un protagonismo decisivo en los procesos ideológico-políticos relacionados con las interpretaciones del peronismo y el lugar del intelectual, sino que también participaron de un arduo debate enhebrado con la concepción de la ortodoxia estalinista 3 en lo relativo a la actividad específica de artistas y escritores.
Desde 1955, el Partido Comunista Argentino, coherente con sus posiciones más generales, sostenía con energía y convicción los valores del llamado realismo socialista. Este corpus teórico-práctico, tuvo su canonización como doctrina de obligada obediencia a mediados de los años treinta a partir del Primer Congreso de Escritores Soviéticos realizado en 1934 con la presencia dominante de Máximo Gorki 4. Más tarde, en los tiempos en los que Andrei Zhdanov 5, miembro del Politburó del PCUS, se desempeñó como inmediato representante de Stalin en el terreno ideológico-cultural, el realismo socialista adquirió un valor paradigmático incontestable, sin que existiera ningún atisbo posible de impugnación, o siquiera de duda. Uno de los pilares fundamentales de la línea comunista soviética en lo relativo a estética era la teoría del reflejo, tal como la desarrolló Lenin en Materialismo y empiriocriticismo (1908), la cual puede ser sintetizada “en la fórmula de que el mundo existe objetivamente, que es cognoscible, al igual que las leyes que lo rigen, y que la operación de conocimiento es la del reflejo de ese mundo objetivo en la mente humana” (Crespo, 1999: 426). El sentido del arte y la literatura, al igual que el de la ciencia, es que refleje fielmente la realidad objetiva del mundo. De manera que, tanto el arte como la ciencia, apoyados en la teoría gnoseológica del reflejo, estarían en condiciones de suministrar la verdad absoluta y objetiva, dotando al realismo del estatuto de condición esencial de un arte progresista. Además, el realismo socialista vincula al arte y la literatura con la construcción del socialismo, puesto que clausura toda posibilidad de un arte neutral ligándolo, o más bien, subordinándolo a la política partidaria 6. En este sentido, la subordinación a la directiva política coincidía en materia artística con una práctica sostenida por la teoría del reflejo.
Como se dijo, el PCA suscribió la posición soviética acerca de la producción estética y la revista Cuadernos de Cultura publicó frecuentemente artículos y documentos que la explicaban y difundían. No obstante, esta revista dirigida por Héctor P. Agosti, uno de los intelectuales comunistas de mayor prestigio, fue un espacio que también alimentó el fermento gramsciano para impulsar una posible renovación dando cuenta de cierta distensión de las formulas estalinistas ante las exigencias de la situación política, social y cultural compleja que atravesó el país luego de 1955.
Por su parte, los miembros de Contorno, tanto en el período de la aparición de la revista como en sus desarrollos posteriores, participaron de un clima de asunción del existencialismo y de la fenomenología como las vías filosóficas que permitían enfrentar precisamente los dogmatismos del estalinismo, sin apartarse de la fuerza revolucionaria y transformadora que el propio marxismo encarnaba. La teoría del compromiso, tal como se expresaba en los escritos de Sartre, ponía fin al aislamiento de los intelectuales respecto de la clase obrera y aparecía como el medio a través del cual la literatura podía plantearse como acción política efectiva. Dicha efectividad de la literatura estaba reñida con la teoría del reflejo, puesto que implicaba la presencia de un compromiso como “toma de partido” del escritor, pero enfrentado a una imposible objetividad “pura”.
En el centro de este debate teórico-político también estuvieron los miembros de Pasado y Presente. Según Horacio Crespo, este grupo mantenía una discusión al interior del PCA sobre la relación de los intelectuales con las fuerzas sociales transformadoras, y de este modo más o menos mediatizado lograba plantear problemas que confrontaban con aspectos más generales de las concepciones del partido. En este sentido, las consideraciones del grupo acerca del significado social del arte y la literatura, no estuvieron concebidas desde el realismo socialista y la teoría leninista del reflejo, sino por el contrario, señalaron la asfixia que generaba la línea partidaria en materia artística (Crespo, 1999: 434).
Un ejemplo de la crítica global a la línea del partido a través de la discusión de aspectos medulares del arte fue el libro que Juan Carlos Portantiero publicó en 1961, Realismo y realidad en la narrativa argentina. A la crítica literaria de raigambre materialista que procede, mediante la “asimilación mecánica”, de la teoría marxista, Portantiero opone la crítica materialista que, si bien parte de la teoría, no plantea una lectura dogmática. Aclara que su adopción de una perspectiva marxista implica aceptar al marxismo como “método” y no como “una hilera de dogmas escolásticos, inmutables e impávidos” (Portantiero, 1961: 7). El punto de partida es la idea de que la lucha por el realismo en la novela actual se integra a una problemática más amplia, la urgencia del intelectual argentino por reinsertarse en la realidad y en la cultura nacional. La búsqueda del realismo en la experiencia literaria coincide siempre con la tentativa de los intelectuales por reencontrar sus vínculos con el pueblo-nación. En el caso argentino, esto significa resolver “el nudo histórico del peronismo” (Portantiero, 1961: 70) lo cual constituye “la clave del pensamiento político del libro de Portantiero: una nueva apreciación del peronismo, a partir de la cual se pudiera trazar una estrategia renovadora de la relación entre intelectuales, sociedad y política” (Crespo, 1999: 437).
Específicamente sobre la estética realista, o “nuevo realismo” 7 a partir de las conceptualizaciones elaboradas por autores como Antonio Gramsci, Carlo Salinari y Galvanno Della Volpe, Portantiero rebate la noción lukacsiana de realismo como “estilo”, entendido en términos de un canon eterno, inmodificable e identificado con la cultura del Siglo XIX; y propone, en cambio, la definición del realismo como “tendencia artístico-cultural, enfrentado a otras tendencias, nutrido sucesivamente con los aportes totales de cada etapa del conocimiento humano” (Portantiero, 1961:65) Afirma así el carácter histórico de esta estética, su dinamismo, su variabilidad. En este punto, su propuesta se aleja entonces de las consignas lukacsianas y supera la separación establecida por Lukács entre realismo y vanguardia, en tanto que no considera a esta última una estética decadente, sino una tendencia actual que debe ser rescatada para poder superarla. No obstante, las tensiones que recorren su texto muestran claramente que, más que delinear una respuesta, Portantiero diseña un azaroso camino en busca de este “nuevo realismo” que logre sintetizar la perspectiva política y las renovaciones de la técnica narrativa, un ejercicio crítico compartido con otros escritores e intelectuales de la época en el cual se desnudan las dificultades que comporta la posibilidad de esa síntesis.
Por último, cabe aclarar que el debate sobre el realismo y sus diferentes conceptualizaciones gravita con fuerza en los discursos de los intelectuales de la Nueva Izquierda y de los artistas progresistas. Todas estas polémicas en torno a la legitimidad de las formas, las teorías estéticas, los géneros y los programas estético-políticos fueron omnipresentes en la reflexión sobre la praxis literaria y artística puesto que las producciones se concebían y se juzgaban desde el lente de la abigarrada relación entre concepción política, posición como intelectual y función social de la obra producida.
De la mano de Gramsci y Sartre, muchos de estos intelectuales comprendieron la situación de crisis de la izquierda tradicional, a la vez que revalorizaron el lugar de la cultura en la disputa política. De allí la relevancia de los debates acerca del realismo socialista y la necesidad de reflexionar sobre el papel de los intelectuales: se trataba de asumir su función como críticos de la cultura tradicional y como productores de nuevas formas estéticas capaces de interpelar a los sectores populares.
1 Luis Alberto Romero entiende por “desperonizar”: eliminar a los grupos clericales y nacionalistas, de ínfimo valor académico, que la habían dominado en la década anterior. Desde 1955, la Universidad se gobernó según los principios de la Reforma Universitaria de 1918, postulando la autonomía y el gobierno tripartito de profesores/as, egresados, alumnos y convirtiéndose en un pool crítico respecto de los gobiernos y de las tendencias más tradicionalistas de la sociedad (Romero, 1994)
2 Por su parte Horacio González ha caracterizado como “parricidas” a los integrantes del grupo que, en los ‘50, gestó la revista Contorno: David e Ismael Viñas; Noé Jitrik; León Rozitchner; Adelaida Gili; Juan José Sebrelli, entre otros. González retoma en realidad la expresión utilizada por el crítico uruguayo Rodríguez Monegal para hacer referencia al profundo corte que sus miembros operaron sobre “los lenguajes áulicos y melancólicos del ciclo anterior” (González, 2007: 1). En un nuevo gesto “parricida” los intelectuales revolucionarios de los ‘70 rechazaban la idea de verse incluidos en cualquier genealogía local.
3 Siguiendo a Horacio Crespo: “Cuando utilizamos el término estalinista en el área de la cultura nos referimos a un corpus de teorizaciones acerca del arte y la literatura elaboradas en la Unión Soviética de la época y transmitidas verticalmente como doctrina obligada a todos los ”partidos fraternos”, tanto en lo concerniente a los fundamentos de la estética como a la función de los productos artísticos en la sociedad, y a posiciones y conceptos que normaban con bastante rigidez la actividad creativa y crítica de los militantes del Partido. Pero también influenciaba a los actores del campo cultural –artistas, críticos, escritores, intelectuales en general-, ya fuesen compañeros de ruta o simpatizantes de la línea político-ideológica comunista en el país, como también adherentes y admiradores de la experiencia soviética, que constituían el conjunto bastante extenso denominado –en terminología de la época, signada por las tensiones de la Guerra Fría- el campo de los artistas e intelectuales progresistas y amantes de la paz” (Crespo, 1999:424).
4 Máximo Gorki (1868-1936) es probablemente el más notable de los escritores que desarrollaron su actividad en Rusia tanto antes como después de la revolución de Octubre. En los años previos a la revolución de 1917 residía fundamentalmente en San Petersburgo, donde apoyaba al ala bolchevique del Partido Socialdemócrata, teniendo participación activa en sus filas. Más tarde planteó diferencias con Lenin y Trotsky, y en su última etapa en suelo ruso, Gorki se convierte en propagandista del estalinismo. En 1934 es el primer director de la Unión de Escritores Soviéticos, desde la que aboga por los principios del realismo socialista.
5 Andréi Zhdánov (1896-1948). En 1915 se unió a la facción bolchevique del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia. Fue consuegro de Stalin y fue ascendiendo entre las filas de la organización hasta llegar a liderar su rama de Petrogrado. Se caracterizó por ser un férreo defensor del realismo socialista, entendiéndola como corriente estética que buscaba ser la representación artística del socialismo frente a los valores burgueses y reaccionarios. Hasta fines de la década de 1950 su código ideológico, conocido como zhdanovismo, dominó en gran medida la producción cultural de la Unión Soviética. Zhdánov es conocido por sus ataques contra figuras como Sergéi Eizenshtéin, pero bajo su hegemonía cultural muchos otros artistas, menos famosos, fueron descalificados y perseguidos. El resultado de esta política fue un desierto cultural.
6 Cf. Surkov, Alexei (1955), “Acerca del estado y los problemas de la literatura soviética”, en Cuadernos de Cultura, Nº 20, p.59.
7 El autor identifica el “nuevo realismo” con la “cosmovisión dialéctico materialista”. Considera que esta estética “no se propone una poética prescriptiva determinada; es, simplemente, el arte de una concepción del mundo que coincide con la objetividad de lo real. Busca, a partir de una tendencia clavada en la realidad contemporánea, restablecer íntegramente el diálogo total del arte con el mundo del hombre; restablecer al realismo como método propio del arte.”(Portantiero, 1961: 61). Las cursivas son del autor.
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