Ahora bien, ¿qué ecos y redefiniciones político-ideológicas aparecen en el campo intelectual de izquierda en relación con la situación de gran conflictividad y radicalización política de finales de los sesentas y principios de los setentas en Argentina?
Por una parte, es necesario señalar que el clima contestatario que se expandió a partir del Cordobazo tenía una de sus raíces en esas mismas formaciones del campo intelectual y cultural de los años sesentas. Las diversas líneas de pensamiento que se conocen bajo la denominación de Nueva Izquierda, al cruzarse en la confrontación con el régimen de Onganía, tuvieron el efecto de un poderoso revulsivo. En este sentido, es muy posible que, para estos núcleos de intelectuales que constataban el dato predominante del ascenso de la protesta social en el país y padecían la represión con las clases populares, el gobierno de la Revolución Argentina haya sido una condición necesaria de su radicalización. La orientación fuertemente autoritaria del gobierno, desplegada en el marco del encuentro de un profundo tradicionalismo de rasgos clericales con la Doctrina de la Seguridad Nacional introducida por el mismo Onganía pocos años antes, tuvo como consecuencia diversos hechos de censura que incluyeron el cierre de publicaciones, normas o leyes restrictivas de la libertad de expresión, una política de intervención de instituciones como la Universidad de Buenos Aires en 1966, o la presión sobre ámbitos cuestionadores de la moral burguesa como el Instituto Di Tella. Como consecuencia, muchos grupos culturales politizados se unificaron en un mismo lugar de oposición junto con aquellos sectores sociales y organizaciones políticas que asumieron su enfrentamiento al régimen militar.
No obstante, como afirma Cristina Tortti, el acontecimiento que funcionó como decisivo vector de radicalización de los intelectuales fue el Cordobazo. La presencia espontánea de obreros al lado de los estudiantes en las calles de Córdoba transformó radicalmente el horizonte político, seccionando el espacio cultural. El Cordobazo de mayo de 1969 fue una “sorpresa gigantesca”, no previsto ni en los cálculos del poder ni en los de la oposición; un acontecimiento, que venía a probar que algo diferente y nuevo era posible en Argentina. Además, como se ha visto, con el ciclo de los azos emergieron efectivamente sindicatos de izquierda independiente y dirigentes obreros marxistas a la cabeza de grandes sindicatos que transformaron el rostro habitual del sindicalismo argentino. Hubo entonces intelectuales que concluyeron que se estaba ante “un momento decisivo, ya que con la aparición de corrientes “clasistas” en el seno del movimiento obrero surge la posibilidad de realizar un cambio cualitativo en el problema de la cultura y los intelectuales” (Tortti, 1999).
En esta dirección de análisis, varios autores (Mestman, 1997a; Tortti, 1999; Gilman, 2003; Silgal: 2002) afirman que existe un claro pasaje de esas formaciones culturales a la práctica política entre los años 1968-1969 cuando, entre otras cosas y al decir de Oscar Terán, la rebelión de París “se vivió como un hecho local”, y luego el Cordobazo mostraría que la revolución era posible en Argentina (Tortti, 1999: 213). Este momento constituido por los años 1968-1969 representa un clivaje que permite observar la posterior profundización de la radicalización del campo intelectual y el borramiento de los límites entre práctica política y práctica intelectual.
El Cordobazo, entonces, puede considerarse una suerte de hito que reorienta o generaliza la mirada y la intervención de intelectuales y productores culturales hacia una articulación práctica con el movimiento obrero o la protesta social. Sin embargo, ya en el año previo a dicho levantamiento, durante 1968, se suceden algunas experiencias llevadas adelante por la confluencia de núcleos de intelectuales y sectores obreros que tuvieron en común algún tipo de ligazón con el espacio creado alrededor de la CGT de los Argentinos. En ellas se expresa una voluntad representativa de una amplia franja del campo intelectual argentino, que hacia fines de los sesentas intenta vincularse a la clase obrera en tanto sujeto de la revolución (Mestman, 1997a: 207). Así, periodistas, artistas plásticos de vanguardia, cineastas1 , escritores o profesionales de distintas disciplinas, encontraron un espacio -más o menos sistemático según los casos y no sin tensiones- de confluencia en torno a la CGTA.
El 1º de mayo de 1968, un grupo de periodistas reunidos por Rodolfo Walsh daba vida al Semanario CGT, el órgano de difusión de la CGT de los Argentinos, que se proponía como un medio de contra-información para aportar al esclarecimiento y la construcción de un discurso en el cual la realidad fuera reflejada desde la perspectiva de “los lectores de más abajo”. En relación con esos mismos objetivos tuvo lugar, entre fines de 1968 y principios de 1969, una experiencia de realización de un informativo cinematográfico – Cineinformes de la CGT de los Argentinos - vinculada a la misma central sindical a cargo de algunos miembros del grupo Cine Liberación del que formaba parte, entre otros, Fernando Solanas. Los tres cineinformes producidos se refirieron a la huelga petrolera de la segunda mitad del ’68, a la situación de la provincia de Tucumán y a la conmemoración del 17 de octubre (Mestman, 1997a: 210).
También en 1968 se llevó a cabo en la sede de la central una de las obras artístico-políticas más importantes de la vanguardia plástica argentina de la década del sesenta: el Tucumán Arde, realizado por artistas porteños, rosarinos y santafesinos. Ese grupo representaba el sector politizado de la vanguardia porteña y rosarina, el cual se pronunciaba por la ruptura definitiva con el circuito modernizador animado por el Instituto Di Tella y por la búsqueda de una “nueva estética” acorde a la radicalización de los procesos políticos y de su propia práctica artística (Mestman, 1997a). Por ello Tucumán Arde es considerada la culminación de lo que Longoni y Mestman (2000) han llamado el Itinerario del 68, en el que se encuentran comprendidas una secuencia de producciones e intervenciones públicas, realizadas entre abril y diciembre de ese año, que ponen de manifiesto el corrimiento de varios núcleos de plásticos experimentales desde una posición alternativa a una de oposición.
Brevemente, Tucumán Arde, fue una instalación montada en 1968 en la CGT de los Argentinos de Rosario y de Buenos Aires, acompañada de un conjunto de manifiestos, ponencias y declaraciones 2, donde el discurso político y social fue trabajado como la materia misma de la instalación. El grupo de artistas, periodistas y sociólogos que llevaron adelante las acciones buscaba, a través del arte, denunciar la distancia existente entre realidad y política, a partir de las cuales señalaban las nefastas consecuencias de las medidas económicas implantadas por el gobierno de facto de Onganía: el gobierno había procedido al cierre de la mayoría de los “ingenios azucareros tucumanos, resorte vital de la economía de la provincia, esparciendo el hambre y la desocupación, con todas las consecuencias sociales que ésta acarrea” (Manifiesto Tucumán Arde, 1968). Desde la perspectiva de los artistas, el régimen había montado una campaña pública que intentaba ocultar los efectos sociales de la crisis y por ello,”asumiendo su responsabilidad de artistas comprometidos con la realidad social”, los plásticos respondían con su obra buscando erigirse como un discurso de contra-información. En términos más generales lo que estaba en juego era una ruptura con aquellas experiencias que se habían limitado a la renovación formal estableciendo la diferencia entre “las falsas experiencias vanguardistas que se producían en las instituciones de la cultura oficial” y la “vanguardia verdadera”, que apuntaba a manifestar los contenidos políticos implícitos en toda obra de arte, y proponerlos como una “carga activa y violenta, para que la producción del artista se incorporara a la realidad con una intención verdaderamente vanguardista y por ende revolucionaria” (Manifiesto Tucumán Arde, 1968).
Ahora bien, todas las experiencias referidas están atravesadas por una serie de rasgos que dan cuenta de la necesidad de estas formaciones intelectuales de repensar y definir positivamente su rol dentro de una sociedad cada vez más politizada. Hay fuertes elementos comunes que hablan de una ruptura con las instituciones culturales burguesas, la búsqueda de un nuevo público y el intento de vinculación de la producción intelectual a la política, en particular al proceso revolucionario que perciben inminente. Como plantea Mestman (1997a), estos grupos encontraban un sentido de intervención común en el cuestionamiento radical del sistema de dominación política, así como del funcionamiento del aparato cultural. Esto involucraba una revisión de los límites del propio campo de la actividad de periodistas, escritores, artistas plásticos, cineastas o profesionales de diversas disciplinas, y el intento de inscribir su práctica específica en las luchas contemporáneas. (Mestman, 1997a: 212-213).De allí que se hayan embarcado en la búsqueda de una estética y una práctica cultural “verdaderamente” revolucionaria -orientada al logro de una eficacia política de la obra- alejándose de los criterios modernizantes y la experimentación puramente formal que habían puesto en escena los integrantes del Di Tella en los años sesentas.
Otro artista vinculado a la CGTA y resuelto a volver política su labor creativa, fue Ricardo Carpani. Desde una posición explícitamente distante de la vanguardia plástica y con una trayectoria que se remonta a la década del ‘40, Carpani realiza un intenso trabajo gráfico y muralístico en circuitos ajenos al mundillo del arte: en la calle, en los sindicatos, en publicaciones políticas. En 1959 había fundado el Movimiento Espartaco junto a otros colegas con los cuales expuso y dio conferencias en diversas ciudades del país hasta 1961. Ese año se separó del grupo para desarrollar su trabajo con las organizaciones gremiales, ya que desde fines de los años ’40 estuvo involucrado en la corriente de la denominada izquierda nacional, planteando desde postulados marxistas un acercamiento a la clase obrera peronista. De esos años son sus libros de ensayos sobre la relación entre arte y política: Arte y revolución en América Latina (1960) y La política en el arte (1962).
Por último, abordando una perspectiva continental, Claudia Gilman indica el año 1968 como un hito para las formaciones intelectuales de izquierda latinoamericanas; en sus palabras: “un año partido en dos para la familia intelectual latinoamericana” (Gilman, 2003:204). Según la autora, dos acontecimientos profundizaron el devenir de la radicalización intelectual: el Congreso Cultural de La Habana de 1968 y el denominado Caso Padilla (1968-1970).
En cuanto al Caso Padilla, constituyó un episodio sumamente controversial para los intelectuales que apoyaban la Revolución Cubana. En octubre de 1968, la UNEAC (Unión de Escritores y Artistas de Cuba) convocó a los escritores cubanos a su concurso literario anual. El jurado otorgó el premio en poesía a Heberto Padilla. Pero, el Comité de la UNEAC, sacó una declaración en la que manifestaba que los poemas de Padilla atacaban a la Revolución considerándolos irritantes o por lo menos inoportunos. Luego de un período de cárcel y un año de desempleo, Padilla escribe una carta a Fidel Castro en la que aceptaba las acusaciones, aseguraba estar arrepentido y pedía disculpas. Este hecho agrió el clima entre los intelectuales quienes polemizaron al optar por una de dos alternativas encontradas, llevando a un punto crítico la relación entre los escritores-intelectuales y la Revolución Cubana. Las opciones fueron fundamentalmente las siguientes: por un lado, la adhesión al proceso revolucionario cubano y la reafirmación de que las sospechas sobre la aplicación de torturas a Padilla eran parte de una campaña de la prensa imperialista –entre los cuales podemos situar, con sus matices, a Walsh y Urondo-, y por otro lado, la posición sostenida en la Carta de París firmada por intelectuales europeos como Italo Calvino, Jean Paul Sartre, Magnus Ezensberger, Pier Paolo Pasolini junto a algunos latinoamericanos como Carlos Fuentes, Juan Rulfo, Mario Vargas Llosa, en la que se interpretaba el hecho como un giro de la Revolución hacia el sectarismo y el stalinismo. Es claro que la situación de Padilla emergía como síntoma de una discusión de fondo no resuelta y vinculada a la redefinición de los modelos de intervención intelectual. Así lo muestra Mario Benedetti en su texto “Las prioridades del escritor” publicado en el Nro. 68 de Casa de las Américas, en 1971:
Por fin explotó la bomba. Durante años, el asunto fue postergado, esquivado, pasado por alto. Pero estaba ahí. Si algo hay que agradecerle al episodio Padilla, es que de algún modo haya sido el detonante de un problema al que era necesario meterle mano: las relaciones entre literatura y revolución, con candentes subtemas como libertad de expresión para el escritor, posibilidad de crítica dentro de una sociedad socialista, inmunidad o vulnerabilidad del artista, etc. (Benedetti, 1971: 70).
De allí en más, “la familia intelectual latinoamericana” quedaría partida entre quienes apoyaban a la Revolución y asumían que la definición de intelectual revolucionario exigía la militancia en la lucha emancipatoria y la aceptación de las directivas de los líderes políticos revolucionarios; y quienes retomaban la tradición anclada en la identidad del intelectual como conciencia crítica de la sociedad.
En este sentido, el Congreso Cultural de la Habana, del cual participaron Rodolfo Walsh y Francisco Urondo, resulta un ejemplo claro de la emergencia y posterior hegemonía de la noción del intelectual revolucionario en Latinoamérica. Hasta este momento, las diferencias entre los modelos de intervención intelectual -intelectual como conciencia crítica, intelectual orgánico, intelectual revolucionario- fueron consideradas en términos de matices o énfasis, sin afectar ni cuestionar la identidad progresista del intelectual. La famosa alocución de Fidel Castro, Palabras a los intelectuales (1961), de la que suele recordarse, “Dentro de la Revolución todo, contra la Revolución, nada” constituía un discurso sin mayores precisiones en cuanto a criterios ideológico-políticos que parecía confirmar esa amplitud señalada, o al menos así fue interpretado por escritores como Alejo Carpentier (1970) y Nicolás Guillén (1962). En este marco, la figura emergente del intelectual revolucionario comenzó a cuestionar la noción del compromiso como garantía de la legitimidad intelectual, puesto que no involucraba un programa de acción concreto ni era fácilmente definible (Gilman, 2003: 144). De este modo, la resolución general del Congreso terminó afirmando que sólo podía llamarse intelectual revolucionario, aquel que, guiado por las grandes ideas avanzadas de la época, estuviera dispuesto a encarar todos los riesgos, incluso la pérdida de la propia vida con el objetivo de servir a su patria y a su pueblo. El ejercicio de la literatura, el arte y la ciencia era un arma de lucha en sí misma, pero el escritor sólo podía alcanzar el rango de revolucionario si poseía la disposición para compartir las tareas combativas de estudiantes, obreros y campesinos. Finalmente el Congreso sostuvo: “Los antiguos conceptos de vanguardia cultural adquieren un sentido aun más definido. Convertirse en vanguardia cultural dentro del marco de la revolución supone la participación militante en la vida revolucionaria” (citado en Gilman, 2003: 207).
Como se ve, la cuestión que subyace a todas estas experiencias y a estos debates es el problema de la fusión entre arte y política, o dicho de otro modo, de la posibilidad de vinculación entre una vanguardia cultural y una vanguardia política. Esta cuestión se ubica en Argentina en una coyuntura histórica definitivamente profundizada con el Cordobazo que funciona como condición de posibilidad de la intervención del intelectual como contribuyente a la obra común de la revolución. Es decir, éste tendría un aporte específico para realizar en esa brecha que se abre entre el resquebrajamiento de la hegemonía cultural burguesa y la construcción de una nueva cultura revolucionaria.
Esta posibilidad de intervención instala con gran fuerza la tensión, ya mencionada, entre el compromiso de la obra y el compromiso del autor. El paso que va del intelectual comprometido al intelectual revolucionario responde a exigencias crecientes dentro del campo de redefinición del rol y la función social del intelectual como partícipe de la revolución y no como conciencia crítica frente a ella. En esta línea, el parámetro de legitimidad de la acción política del intelectual, que regulaba la tensión entre los polos obra y vida, fue inclinándose hacia el segundo de los términos. La inserción en los procesos revolucionarios era el criterio de valor. Por eso mismo, muchos intelectuales y artistas exploraron y ensayaron respuestas en función del logro de una producción estético-intelectual integrada a las luchas populares que constituyera un aporte a la acción política revolucionaria. Asimismo otros se preguntaron si no había llegado el momento de abandonar, transitoria o definitivamente, la práctica simbólica o de reducirla al tiempo estricto que les dejaba la lucha política.
1 La militancia nucleada en torno a la CGTA funcionó como uno de los núcleos promotores de la exhibición clandestina de La hora de los hornos desde fines de 1968. (Mestman, 1997a). Walsh participó en una de sus primeras exhibiciones antes de iniciar ese proceso, y consideraba el film un camino posible para recuperar la revolución desde el arte: "una ruta que yo empecé a transitar hace diez años" (Walsh, 2007a (1968): 120).
2 Para un completo panorama de la cuestión ver: King, 2007; Longoni y Mestman, 2000; Giunta y Malosetti Costa, 2005; Rodríguez Agüero, 2008.
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