Según Silvia Sigal, el apogeo de la década del sesenta estuvo marcado por la “ilusión de una convergencia de vanguardias artística y política” (Sigal, 2002: 205), por un encuentro entre modernización y politización y por el vínculo entre compromiso político-ideológico y autonomía de la tarea específica. Después, los años setentas y el “todo es política” exigieron, tanto en Argentina, como en Latinoamérica, que la actividad de los intelectuales se pusiera completamente al servicio de los objetivos políticos. Lo cierto es que en el contexto del pos-Cordobazo, con el incremento de la protesta social y el ejercicio de la lucha armada, se fueron acotando los contenidos de lo que se entendía por “política”, y se fue estableciendo que la idea de acción política era equivalente a acción revolucionaria.
Por otra parte, la figura del Che Guevara, que se había configurado como la clara síntesis entre militante e intelectual, señalaba una dirección para los intelectuales revolucionarios, según la cual las tareas del intelectual eran las tareas de la revolución, y sus prioridades, “las mismas que para cualquier otro militante revolucionario, fuera éste intelectual, albañil o bombero”. Por ello, su compromiso con la revolución no se diferenciará del compromiso de cualquier ciudadano y se asimilará rápidamente a la militancia (de Diego, 2003: 27). En este sentido, resulta reveladora una anécdota, consignada en Marcha por el periodista Carlos Núñez desde La Habana: un intelectual se lamentaba ante Ernesto Guevara por no encontrar la manera de promover la revolución desde su trabajo específico. El Che le preguntó: “¿Qué hace usted?”. El interlocutor respondió: “Soy escritor”. “Ah –replicó Guevara-; yo era médico” (Gilman, 2003: 181).
El único horizonte de la política fue, a partir de entonces, sólo la revolución. De este modo, los intelectuales aceptaron un pacto con la política revolucionaria en el cual ellos entraban como elementos sin privilegios: eran ante todo militantes, combatientes. Algunos, al decir de Tortti (1999: 213) ingresaban culpabilizados al terreno político, por percibir su condición intelectual como “privilegio” y “separación” respecto del pueblo, sin embargo, en muchos casos, se trataba de una comprensión de la coyuntura como un momento decisivo: la prioridad era la política. Este modo de asumir la experiencia de la participación en los procesos revolucionarios, por parte de los intelectuales, tenía que ver con una toma de conciencia de estar viviendo un tiempo urgente, en el que la actividad y la responsabilidad políticas se volvían absorbentes e impostergables.
En este marco, el fenómeno de politización de la cultura fue siguiendo los mismos clivajes de radicalización que los enfrentamientos políticos. Así, la versión del intelectual como conciencia crítica de la sociedad, defendida en general por los escritores-intelectuales consagrados, entró en descrédito en los grupos más radicalizados. A propósito Benedetti decía en 1971: “El escritor revolucionario puede ser indudablemente la conciencia vigilante de la revolución, pero no como escritor, sino como revolucionario” (Benedetti, 1977:81). Iniciada la década, caía sobre las espaldas de Vargas Llosa, Cortázar, García Márquez y Fuentes, representantes del boom, la acusación de vivir una “esquizofrenia geográfica”, pues escribían y opinaban de los conflictos latinoamericanos “desde sus cómodos sillones europeos” (de Diego, 2003:29). Por esto resultaban tan problemáticas, y rechazadas, afirmaciones como las que Julio Cortázar realizó en una carta dirigida a Roberto Fernández Retamar, publicada en 1967 en Casa de las Américas:
Por todo esto comprenderás que mi “situación” no solamente no me preocupa en el plano personal sino que estoy dispuesto a seguir siendo un escritor latinoamericano en Francia. A salvo por el momento de toda coacción, de la censura o de la autocensura que traban la expresión de los que viven en medios políticamente hostiles o condicionados por circunstancias de urgencia, mi problema sigue siendo, como debiste sentirlo al leer Rayuela, un problema metafísico, un desgarramiento continuo entre el monstruoso error de ser lo que somos como individuos y como pueblos en este siglo, y la entrevisión de un futuro en el que la sociedad humana culminaría por fin en ese arquetipo del que el socialismo da una visión práctica y la poesía una visión espiritual (Cortázar, 1967: 5)
Por el contrario, los intelectuales de la franja más radicalizada, quienes ratificaron después de 1968 su alianza con la Revolución Cubana y se sintieron interpelados directamente por las vanguardias guerrilleras y los procesos de ascenso en las luchas populares, optarían por la respuesta del intelectual revolucionario, comprometiendo obra y vida con sus ideales. La tarea de “hacer la revolución” será la práctica dadora de sentido de todo ejercicio intelectual y de los proyectos de vida de estos intelectuales, puesto que la figura del intelectual revolucionario implicaba la asunción de la construcción del socialismo.
No obstante lo anterior, en algunos casos, este mismo proceso de radicalización intelectual potenció una descalificación sobre el quehacer intelectual, y un sesgo antiintelectualista decidiría que el vacío de legitimidad se salvara con la búsqueda, fuera del campo intelectual, del fundamento ofrecido por la política (Terán, 1993: 143). De hecho, algunos intelectuales y artistas, optaron directamente por abandonar el campo cultural y pasaron a integrarse a la lucha armada. Un caso paradigmático en cuanto a la radicalización de un grupo de artistas es el del FATRAC (Frente Antiimperialista de Trabajadores de la Cultura), un nucleamiento de artistas e intelectuales ligados a PRT-ERP que, hacia finales de los ’60, intentó impulsar en el campo cultural expresiones políticas de la guerra popular revolucionaria1 .
El antiintelectualismo supone la superioridad de la política sobre la actividad intelectual, cultural, literaria; y articula un discurso que surge dentro del mismo campo intelectual devaluando la tarea específica en confrontación con otros paradigmas de valor, encarnados por el hombre de acción y el hombre de pueblo. Implica la problematización de la relación entre la labor intelectual y la acción, entendida en términos de una intervención eficaz en el terreno político (Gilman, 2003: 166). Sin embargo, las posiciones antiintelectualistas dentro de la franja de intelectuales más radicalizados no siempre desembocaron en la total depreciación o el abandono de la actividad cultural, sino que se articularon, justamente, como una problematización, una tensión, una sospecha, un dilema planteado en torno a la eficacia de las propias prácticas culturales. Escritores como Gelman, Conti, Benedetti, Galeano, Urondo, Walsh -con sus singularidades- mantuvieron la convicción de la posibilidad de realización de un arte político surgido de ese tiempo de urgencia y articulado como “letras de emergencia” en una búsqueda, muchas veces a expensas del propio desajuste, de un modo de integración con el pueblo y sus luchas.
Por ello, en el campo literario argentino y latinoamericano de esos años, la tensión instaurada por la radicalización política y el peso del antiintelectualismo, alentarán ciertas exploraciones genéricas y la apreciación de los valores estéticos e ideológicos de nuevos géneros, formatos y categorías artísticas que privilegiaban el aspecto “comunicativo” y el conocimiento de la realidad. La pérdida de legitimidad de los narradores del boom y la predisposición de la novela a incorporarse al mercado y a su aparato de publicidad, colaboraron con la instalación de las búsquedas de nuevas formas.
En este sentido, para José Luis de Diego (2003:69-70) y María Eugenia Mudrovcic (1993: 445-447) la dominante genérica de los años setentas será la novela política. Esta nomenclatura abarca los relatos testimoniales, la novela histórica y los textos que cabalgan entre el periodismo y la literatura. Mudrovcic señala que ésta no es la única manifestación de la novela en los setentas, y que el modelo no comenzó ni se agotó en la década, sino que fue en esos años cuando ocupó un lugar central. Los textos de Rodolfo Walsh, Miguel Barnet y Elena Poniatowska son ejemplos paradigmáticos de una modalidad genérica en la que se articulan los siguientes rasgos: una ideología fuertemente desinstitucionalizadora; una voluntad de rivalizar con los relatos del Estado, la historia oficial o la cultura letrada; un contenido denuncialista; y un énfasis en referir lo real a través del uso del documento historiográfico, social o periodístico. Según Mudrovcic este tipo textos puede pensarse como una lograda confluencia entre práctica literaria y práctica política:
La densidad histórica, por un lado, y la radicalización política que afectó a los espacios públicos, por otro, hizo que la práctica literaria convergiera con la práctica política y que ambas compartieran finalmente un espacio común de enunciación. La coincidencia entre vanguardia estética y vanguardia política reconoció un territorio propio en lo que, a falta de una denominación acaso más adecuada, puede llamarse “novela política” (Mudrovcic, 1993: 447).
Es claro que la opción por determinados formatos y géneros estaba fuertemente vinculada a la certidumbre de que el discurso de los intelectuales debía ser significativo para los sectores populares. De ahí la permanente voluntad de interpelación al pueblo, al proletariado, a la nación, al partido según las líneas de factura política y programática. El acento puesto en la necesidad de que las ideas emancipadoras fueran leídas por las masas respondía, sin dudas, a la idea de la inminencia de la revolución, lo cual llevó a los intelectuales revolucionarios de los ’70 a plantearse el tema de la política cultural desde una perspectiva amplia, en procura de revertir la histórica brecha entre intelectuales y pueblo. Se trataba de destruir los límites de los discursos y prácticas intelectuales o artísticas para instalarlos en el espacio de las luchas sociales y políticas (Sarlo, 1985: 3-4). En ese clima no es de extrañar el privilegio de ciertos formatos y temas por sobre otros: la urgencia de hablar de modo directo a los sectores populares operó en favor del testimonio y el documental, de la figuración y el lenguaje llano, aún cuando se escribiera poesía o ensayo.
A modo de cierre puede decirse que en los setentas la fracción más radicalizada del campo intelectual busca establecer una alianza con los sectores populares desde una lectura de la situación histórica que la caracteriza como pre-revolucionaria.
La existencia de una crisis de hegemonía se traduce en una serie de recolocaciones y nuevos posicionamientos de los escritores e intelectuales, no solamente desde sus prácticas y desde sus ubicaciones en el campo intelectual, sino también desde sus vínculos con las fuerzas sociales y políticas que luchan por el poder en ese momento histórico. La crisis producida por la visibilidad de la fuerza política de los sectores populares generó en el campo intelectual una transformación perceptible, una redefinición, incluso, de aquello que hasta entonces se había entendido por cultura. Si Sur había hegemonizado el campo desde inicios de los años cuarenta, la aparición de autores colocados en posiciones revulsivas, como Galeano, Gelman, Walsh, Urondo, producía una transformación en el campo mismo.
No sólo se trató del desplazamiento de los grupos liberales ligados a Sur desde el centro del campo intelectual argentino hacia zonas más marginales, sino de la instalación de grupos intelectuales de izquierda en lugares relevantes. Esto posibilitó el cuestionamiento de la pretendida radicalidad de los proyectos modernizadores. Los intelectuales de izquierda, que disponían en ese momento histórico de una vasta base de revistas, editoriales, redes, instituciones, encuentros para el debate, espacios propios, proporcionados en buena medida por el aparato cultural de la Revolución Cubana, hallaron la oportunidad de discutir en sus propios términos, por así decirlo. Entonces las preocupaciones derivaron hacia la relación entre intelectuales y cultura popular, hacia la búsqueda de nuevas prácticas estéticas y políticas, hacia la puesta en juego de asuntos que no habían ocupado atención alguna: las narrativas de los sectores populares, las prensas de organizaciones sindicales y agrupaciones políticas, el documentalismo, en un empeño por hacer visibles las relaciones de dominación y las causas que, en América latina, hacían necesaria la violencia revolucionaria.
Walsh y Urondo, encarnan este tipo de intelectuales y también participarán, desde sus propios lugares, de esa perspectiva. En este marco, la cultura setentista, se propondrá superar el hiato que separaba a los intelectuales revolucionarios de las masas, y se articularán diversas experiencias, poéticas, y prácticas intelectuales y estéticas vertebradas en torno a la tensión, muchas veces irresuelta, entre cultura, sectores populares y revolución.
1 Para ampliar sobre el tema ver la interesante investigación realizada por Ana Longoni: “El FATRAC, frente cultural del PRT-ERP”, Lucha armada en la Argentina, Nº 4, 2005, pp. 20-33.
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