Lucrecia Soledad Wagner
CAPÍTULO 3: HISTORIA DE LA MINERÍA EN ARGENTINA
“…Pueden considerarse bienes ambientales a los servicios y recursos tomados o apropiados desde el ambiente por las fuerzas del mercado, y que son puestos a funcionar (hasta donde fuera posible) en beneficio de éstas y, no necesariamente, en el mismo sentido o función que previamente prestaran desde la naturaleza, hacia la sociedad humana y las otras especies en su conjunto…”
Walter Pengue (2009:215)
3.1. ANTECEDENTES Y PRIMEROS AVANCES DE LA ACTIVIDAD MINERA. DESDE LOS ORÍGENES PRECOLOMBINOS HASTA LA DÉCADA DE 1990
Como menciona Vicente Méndez en el inicio de su artículo “Historia del desarrollo minero argentino”, hasta el siglo XVI las evidencias sobre la actividad minera en el actual territorio argentino son más bien escasas (Méndez, 1999). En el caso específico de Mendoza, la minería se remontaría a la época precolombina, en la zona de Paramillos de Uspallata. Si bien hubo en la zona una importante presencia de los Jesuitas en la época de la Colonia, hay indicios de que probablemente algunas ramificaciones del Imperio Inca pueden haber realizado trabajos previos. Se puede decir, entonces, que la minería se inicia en Mendoza, para algunos historiadores en 1648, para otros en 1672.
En el siglo XV, los conquistadores europeos se plantearon como prioridad la búsqueda y explotación de minerales de plata, metal de elevado valor que para esa época se constituyó en el patrón monetario. Mucha información sobre este tema se habría perdido en el transcurso de las guerras civiles, así como también por la negligencia de los funcionarios, pero, sin embargo, numerosas crónicas hacen referencia al distrito minero de Famatina, mina de oro y plata ubicada en la actual provincia argentina de La Rioja (Mendez, 1999).
A mediados del siglo XVII llegaron al país las misiones jesuíticas y, hasta la disolución de la orden en 1773, explotaron el Famatina y numerosas minas de oro y plata en distintas regiones del país, entre ellas, las ya mencionadas para el caso de Mendoza, especialmente en la zona de Paramillos de Uspallata: “…Alonso de Ovalle (1642), sacerdote jesuita, cuenta que alrededor del año 1638, muchos mineros potosinos vinieron a trabajar algunas minas de oro en la región de Paramillos de Uspallata y que en general los laboreos eran pequeños y casi nunca llegaron a atravesar la capa freática. El mencionado sacerdote dice que vio esas minas, cuya posición dio a conocer en sus cartas a Roma…” (Méndez, 1999:8).
Asimismo, los aborígenes que poblaron el sur, sudoeste de la provincia de Mendoza y la región patagónica, sostuvieron como concepto tradicional, que el decaimiento y su ruina como nación fue provocado por la apetencia del hombre blanco en obtener la riqueza minera que poseyeron sus ancestros. Esto generó tal antipatía, que al blanco le fue imposible obtener información sobre la secreta ubicación de las minas, a la que sí accedieron algunos jesuitas (Méndez, 1999).
Luego de la independencia de España, se mantuvieron los intentos de continuar con la actividad minera, lo que generó un flujo transitorio de capital extranjero hacia esa actividad. En el marco de un modelo económico agroexportador dominante, tuvo lugar una relativa expansión de la actividad minera en diferentes provincias, basada en producciones artesanales destinadas al mercado local y el intercambio, por ejemplo, el cobre de las provincias cuyanas (Brailovsky y Foguelman, 2006). Estos intentos de constituir un país minero se sostuvieron sólo en las primeras décadas de vida independiente, hasta que, desde fines del siglo XIX, el éxito del modelo económico agro-ganadero generó una paralela “cultura agro-ganadera” en la comunidad, y la vieja “cultura minera” se fue perdiendo a través del tiempo (Lavandaio, 2008).
Por la tanto, la minería en Argentina nunca ha sido una industria fuerte, de primer plano. Por otra parte, siempre ha estado dividida en una mediana y pequeña minería, especialmente minería no metalífera y de rocas de aplicación. La excepción, en cuanto a su antigüedad y su carácter de inversión privada, es Mina Aguilar, en la provincia de Jujuy, que es la única mina de tipo metalífera que lleva casi 75 años de explotación.
Salvo este caso, la inversión ha sido mayoritariamente estatal. El resto de los proyectos siempre estuvo en manos del Estado, a través de sus distintos organismos: Dirección General de Fabricaciones Militares (DGFM), Secretaría de Minería de la Nación, Servicio Geológico Minero Argentino (SEGEMAR) y las Direcciones de Minería provinciales; es decir, siempre han estado a cargo de institutos de la órbita estatal que se han dedicado a prospectar y explorar zonas, con la finalidad de ofrecerlas a la actividad privada, pero no ha explotarlas.
Fue a partir de 1823, bajo el gobierno de Bernardino Rivadavia, cuando se iniciaron los primeros negociados mineros. En 1824 se dictó un decreto cuyo objetivo sería promover la formación de una sociedad en Inglaterra, destinada a explotar minas de oro y plata que existían en el territorio. En 1826, el presidente Rivadavia sancionó la “Ley de Consolidación de la Deuda”, que declaraba nacional el empréstito de Buenos Aires y aumentaba su garantía con todas las tierras y demás bienes inmuebles de las provincias que pasaban a ser propiedad nacional, entre ellos, las minas. Méndez destaca que “…sin duda, este lapso de la historia argentina de tan intensa especulación, no tuvo la contracara de un desarrollo minero importante. Sin embargo, en este período hay evidencias indudables de una incipiente actividad minera, puesta de manifiesto a través del relato de jefes militares, sacerdotes, historiadores, geógrafos y naturalistas que recorrieron los distintos rumbos del país…” (Méndez, 1999:10). En conclusión, en las primeras décadas y hasta mediados del siglo XIX se destacó un resurgimiento del interés por la minería, hecho que trajo como consecuencia el descubrimiento de varios depósitos de metales preciosos y base, en la región andina y en el centro del país. En 1886 el Congreso Nacional sancionó la Ley Nº 1.919 que aprobó el Código de Minería, el cual entró en vigencia en 1887.
Desde fines del siglo XIX y hasta la década de 1940 se advirtió un moderado progreso minero, como consecuencia de los descubrimientos de tungsteno, estaño, hierro, plomo, plata, zinc, cobre, azufre y especialmente petróleo, en respuesta al proceso de industrialización por el que atravesaba el país y al impacto de la Segunda Guerra Mundial. Esta coyuntura obligó al Estado a asumir protagonismo en la evaluación y explotación de los recursos naturales no renovables en virtud de que la empresa privada no estaba preparada ni decidida a afrontar los grandes riesgos emergentes de este tipo de actividad. Es así como en 1941 se creó la DGFM, empresa del Estado Nacional con capacidad de explorar, explotar y solicitar minas en todo el país.
Durante esta etapa, la exploración de materias primas minerales se orientó a sustentar el modelo de desarrollo industrial impulsado en el país. Se evaluaron e investigaron los depósitos minerales conocidos y los descubiertos en el transcurso de los trabajos realizados a lo largo de todo el territorio nacional. Las sustancias exploradas con mayor detalle fueron: plomo, plata y zinc (evaluándose entre otros el distrito de Uspallata, en Mendoza), cobre (Las Cuevas y San José, en Mendoza), tungsteno, estaño, hierro, litio, manganeso, niobio y tantalio, bismuto y berilo en otras provincias. Las exploraciones realizadas entre 1942-1960 no arrojaron los resultados esperados: los depósitos pequeños no permitieron alumbrar las reservas necesarias para satisfacer los requerimientos de la industria nacional. Por ello, ningún tipo de promoción del Estado a través de créditos liberales, exenciones impositivas, políticas aduaneras preferenciales, construcción de huellas mineras, entre otras, pudieron activar la minería. Se concluyó que la nueva política minera debería sustentarse en la prospección y exploración sistemática y regional, planteando como objetivo el descubrimiento de depósitos de gran volumen de reservas, principalmente diseminados, polimetálicos y explotables a cielo abierto (Méndez, 1999).
Por estas razones, en la etapa previa a 1990, la minería habría tenido un escaso desarrollo, con algunas empresas estatales que se ocuparon de ciertas actividades consideradas estratégicas, como la minería del hierro, del carbón, del uranio y del cobre, y empresas privadas que se dedicaron a la minería inducida, que provee materiales de construcción y minerales industriales (Lavandaio, 2008).
Se observa, asimismo, una gran persistencia en la reconsideración y revisión de los viejos distritos mineros, fuente tradicional de discordias, especulaciones y mitos (Popper, 1887). Dentro de este ámbito singular, la minería se estableció en los distritos ya conocidos y a partir de ellos, nuevos flujos de inversiones, muchas veces discontinuos en el tiempo, impulsaron la actividad hasta llegar en algunos casos a la etapa de explotación (Méndez, 1999).
Entre los emprendimientos mineros que el Estado Nacional llevó a cabo, se encuentra el “Plan Cordillerano”, realizado en forma conjunta con Naciones Unidas desde 1963 a 1968. Este plan priorizaba a las provincias de San Juan, Mendoza y Neuquén como regiones objeto de exploración. Se realizaron así relevamientos aerofotogramétricos, muestreos geoquímicas, prospecciones geofísicas y perforaciones. Las áreas de reserva identificadas permitieron destacar, por primera vez, que en el país había importantes depósitos tipo Pórfido de Cobre, a los que luego se sumaron otros minerales. En este sentido Méndez concluye: “…sin duda que este relevante avance relegó antiguos conceptos geológicos que subordinaron la minería metalífera de nuestro país a una mera colonia agroexportadora…” (Méndez, 1999:14).
Las exploraciones geológicas así iniciadas encontraron continuidad en el “Plan Cordillerano Centro”, que estableció un convenio entre la DGFM y las provincias de San Juan, Mendoza y Neuquén por el cual se seleccionaron áreas de reserva y se dividieron en tres grupos (A, B y C) de acuerdo a su potencial económico. Entre ellas, en la provincia de Mendoza, se destacaron: Paramillos Norte (A), Paramillos Sur (A), Las Cuevas (B), Cacheuta (B) y Laguna Diamante (B).
Posteriormente se realizaron planes específicos en algunas regiones del país, entre ellos el “Plan Mendoza”, llevado a cabo entre 1973 y 1979, que tuvo como objetivo desarrollar un trabajo sistemático de prospección y exploración de recursos minerales de primera y segunda categoría en aquel sector del territorio provincial que no fue incluido en el Plan Cordillerano. El informe concluyó que la región bajo estudio no contaba con indicios favorables para ampliar sus posibilidades mineras con relación a la presencia de nuevos depósitos minerales (Méndez, 1999).
La prospección, exploración y explotación de uranio, por su parte, fue llevada a cabo, a partir de la década de 1950, por un ente creado con objetivos específicos, la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA). De este modo fueron descubiertos 14 distritos uraníferos en el país, dos de ellos en la provincia de Mendoza: “Sierra Pintada” y “Huemul”. La CNEA desarrolló la tecnología necesaria para procesar los concentrados de uranio obtenidos en los complejos minero-fabriles, hasta la producción de los elementos combustibles terminados de centrales nucleares a uranio natural, materia en la que se alcanzó de este modo en el país una total autosuficiencia (Méndez, 1999).
De esta manera, la inversión realizada por el Estado en programas de investigación y prospección ejecutados durante varias décadas, especialmente en las de los años ´60 y ´80, demostraron que la República Argentina poseía condiciones geológicas muy favorables para el hallazgo de yacimientos metalíferos de importancia (Lavandaio, 2008). En el caso específico de Mendoza, a través del ya mencionado “Plan Cordillerano”, junto con otros planes del SEGEMAR y de la Dirección de Minería, se encontraron entre 35 y 38 zonas prospectivas, es decir, zonas de interés minero.
Respecto a las potenciales inversiones en minería a gran escala, Lavandaio afirma que, en general, los empresarios argentinos no incursionaron en inversiones de riesgo, y que los empresarios foráneos consideraban inestables y poco atractivas a las reglas de juego del país. Ante ello, el Gobierno Nacional intentó promover esta inversión mediante leyes y mecanismos destinados a favorecer a las empresas de capital nacional, como la “Ley de Promoción Minera”, vigente desde 1973 hasta 1993, que significó grandes sacrificios fiscales y magros resultados. Esa realidad llevó a los dirigentes de la década de 1990 a formular una nueva política minera. (Lavandaio, 2008).