El Estado capitalista es la organización política de los intereses de la clase burguesa y está constituido por un conjunto de relaciones que adoptan la forma de instituciones. La relación fundamental es la relación capital-trabajo, misma que es una relación de explotación y determina el resto de las relaciones que se desarrollan en el seno de la sociedad capitalista.
En la medida que la relación fundamental aparece oculta por el salario y el uso de la violencia en el proceso productivo es externa, el Estado en la sociedad capitalista adoptará históricamente la forma democrática para cumplir con sus funciones de dominación. Esto no sería posible si la relación de explotación de la que parte todo esto, no apareciera oculta para las partes involucradas. Es en esto donde el liberalismo burgués jugó un papel muy importante al difundir la idea de la existencia individual de ciudadanos, separados unos de otros, pero que son iguales ante la ley, más allá de su posición económica. Por eso la democracia debe ser denominada con el adjetivo liberal, porque sin los principios y valores liberales que la fundamentan simplemente nunca hubiera existido.
De ahí que el Estado capitalista adquiera y requiera una autonomía relativa en relación a la base económica, particularmente bajo su forma democrática liberal. Esto no sólo le permite actuar con legitimidad frente a los gobernados, sino sobre todo tener un margen de maniobra para conciliar los intereses a veces contrapuestos de las fracciones de la clase burguesa, y éstos con los de la clase explotada, con el objetivo de crear las condiciones para el desarrollo capitalista.
La existencia de una autonomía del Estado llevó a algunos autores marxistas, como Nicos Poulantzas, a plantear que la política del Estado no es monolítica y totalmente coherente con los intereses de una fracción de la clase dominante, sino que “debe ser considerada como el resultado de contradicciones de clase inscritas en la estructura misma del Estado.” Este señalamiento lo llevó además a afirmar que, “El Estado condensa no sólo la relación de fuerzas entre fracciones del bloque en el poder, sino igualmente la relación de fuerzas entre éste y las clases dominadas.” Aunque, acotaba, la presencia de los dominados en el Estado, a diferencia de lo que ocurre con la clase dominante, que se materializa a través de aparatos que concentran un poder propio, se concreta través de focos de oposición respecto a su clase antagónica.
Sin embargo, esta definición del Estado como condensación de la relación de fuerzas entre el bloque en el poder, y entre éste y las clases dominadas, nos remite a una situación en el que el Estado ha perdido su carácter de organización política de la burguesía en el capitalismo, y resulta ser un armazón que puede ser utilizado por cualquier grupo organizado en una determinada correlación de fuerzas. Esta fue la principal crítica que Ralph Milliband en su momento hizo a la obra de Poulantzas, y permitió avanzar en la comprensión del Estado desde la teoría marxista.
Por eso en la democracia liberal la inclusión formal-legal de los dominados en el Estado imprime a sus gobiernos el sello de representantes de los miembros de todas las clases, aunque en realidad esta inclusión sólo sea formal y la aparente autonomía del Estado sea relativa, porque ante lo que no puede ser autónomo el Estado es frente al funcionamiento del capitalismo.
Esto lo demuestra el hecho de que el pueblo ni hace las leyes, ni las interpreta, ni las hace cumplir directamente. Su participación se limita a votar y se supone que a través de su voto elige funcionarios públicos que cumplirán con dichas tareas, ejerciendo con esto un supuesto control de origen sobre ellos. Giovanni Sartori, uno de los principales ideólogos contemporáneos de la democracia liberal, formula el asunto en los siguientes términos: “Cuando votamos para elegir no decidimos cuestiones específicas de gobierno. El verdadero poder del electorado es el poder de elegir quién lo gobernará. Por lo tanto, las elecciones no deciden las cuestiones, sino quién será el que las decida.”
Pero este principio siempre criticado desde el marxismo, ha encontrado en los teóricos liberales de todas las épocas a sus más valientes defensores. Por eso desde que en el siglo XIX las preocupaciones de la burguesía, ya constituida como clase dominante, pasan al tema de dotar de racionalidad su dominio, la función principal del sufragio fue justificada como medio para proteger a la población del gobierno. Sin embargo, su función real fue proteger la propiedad privada, bajo el principio de que nadie debe valerse de su poder para ejercerlo sobre otros.
A partir de entonces la forma concreta que adquiere el Estado estará determinada por la morfología de la clase dominante y dará lugar a la democracia liberal. El sufragio entonces fue pensado por los ideólogos liberales como un mecanismo idóneo para resolver la problemática que le representaba a la burguesía el no ser una clase homogénea, ya que el hecho de estar compuesta por distintas fracciones que compiten entre sí por la ganancia, era un peligro real para su dominación. El sufragio resolvía esta dificultad, ya que abría la posibilidad a los integrantes de la clase dominante de competir por el poder a través del sufragio, pero con esta alternativa se abría a su vez la posibilidad de que la clase dominada accediera al sufragio y pusiera en peligro la dominación. Por eso es que el sufragio tardó tanto tiempo en volverse realmente universal, y sólo se alcanzó cuando la clase dominante tuvo la certeza que la clase dominada no accedería al poder mediante el sufragio.
De ahí que pensadores como Jeremy Bentham o James Mill se preocuparan a lo largo de su obra a tratar de dotar de racionalidad a la democracia liberal, tal es el caso del utilitarismo. Macpherson sostiene que ellos suponen como el objetivo principal del hombre en la sociedad la felicidad y que ésta se identifica con la riqueza como medio para alcanzarla, es decir, el hombre como consumidor y apropiador infinito. Pero ambos pensadores elevaron el principio del respeto a la propiedad privada como principio supremo al cual estaban subordinados todos los valores humanos, por lo que en realidad sólo buscaban dotar de racionalidad a la dominación política de la burguesía, no cuestionar el sistema económico en cual sustentaba su poder.
De igual forma, Macpherson señala que a mediados del siglo XIX John Stuart Mill se abocaría a resolver dos nuevas problemáticas que se planteaban a la democracia liberal: la amenaza que representaba la organización de la clase obrera para la propiedad privada y el problema moral que planteaba las condiciones cada vez más inhumanas en que existía ésta. Por ello sustentaría que el objetivo del hombre en la sociedad no se limita a acumular riqueza, sino que debe ser su desarrollo en todos los órdenes. Sin embargo, sus preocupaciones por la igualdad chocaban con los privilegios que protegía la democracia liberal, por ello su propuesta de hacer del sufragio universal el medio para que el hombre a través de su participación en el gobierno se desarrolle, siempre estuvo sesgada por el principio de la proporcionalidad de la participación política en relación a la propiedad. En realidad en este punto la preocupación era desactivar la organización de los obreros como clase social.
En realidad el sufragio universal pasó a ser un prerrequisito de la democracia liberal, una vez que se le lograron conjurar los peligros que éste representaba para la dominación burguesa, y esto se logró según Macpherson, gracias a la eficacia con que el sistema de partidos aportó un determinado tipo de equilibrio a la democracia. En este sentido, el autor afirma: “No creo exagerado decir que la principal función que ha desempeñado de hecho el sistema de partidos en las democracias occidentales desde el comienzo del sufragio democrático ha sido suavizar las aristas de los conflictos de clase temidos o probables, o, si se prefiere, moderar y aquietar un conflicto de intereses de clase con objeto de proteger las instituciones de la propiedad existentes y el sistema de mercado contra todo ataque eficaz.”
Con la ampliación del sufragio, el sistema de partidos pierde, por fuerza, responsabilidad ante el electorado; previamente a que llegara a ser democrático, su función consistía en atender las necesidades de combinaciones variables de diversos elementos de la clase propietaria. Sin embargo, con la llegada del sufragio democrático, el sistema político ha tenido que atender las exigencias de dos clases, la que tiene propiedades considerables y la que no. Ello implica que la realización de transacciones, necesita de un margen de maniobra suficiente para el gobierno. Dicho margen sería imposible con un gobierno responsable ante sus electores.
Pero los partidos políticos cumplen esa función porque su organización guarda muy poca relación con la organización cotidiana de la sociedad, son un tipo de representación indirecta, y es indirecta por que las clases sociales que los integran tienen intereses contradictorios. Los partidos políticos en la democracia liberal son resultado de la estructura morfológica de la clase dominante; es decir, si en el terreno económico la única racionalidad que guía a la burguesía es la ganancia, y es en torno a ello que organiza sus intereses como clase; en el terreno político la única lógica que guía a los partidos políticos es la conquista de espacios de representación a través del sufragio, y es principalmente alrededor de esta lógica que estructuran sus intereses y estrategias, no a partir de posiciones que recuperen los intereses de una de las dos clases fundamentales, porque ello iría contra su propia racionalidad.
Macpherson advierte sobre dos prerrequisitos para que los sistemas de partidos hubieran podido funcionar como la han hecho hasta ahora: que los miembros de la clase dominada no tengan un objetivo común y que tengan tendencias en direcciones distintas por otras corrientes entrecruzadas (etnia, religión, etc.); y que el capitalismo haya entrado en una fase de expansión imperial en los centros desarrollados, lo que le permite a la clase dominante hacer ciertas concesiones a los trabajadores en esas latitudes.
Pero además este autor advierte que con la ampliación del sufragio el sistema de partidos pierde responsabilidad frente a sus electores, ya que dicha ampliación trae como consecuencia el tránsito hacia partidos nacionales de masas que hacen necesaria la construcción de una maquinaria electoral controlada por un centro al interior de los partidos, que normalmente es la que ocupa los puestos del gobierno, y desde éstos ejercen un control vertical sobre la militancia. De esta forma el elector pierde control sobre el partido y sobre sus gobernantes.
Por otra parte, las funciones de gobierno son ejercidas por burocracias cuya selección y actividades son en gran medida independientes del control popular. Stanley Moore señala al respecto: “A veces, la policía y el poder judicial se distinguen de la burocracia. Pero sigue en pie el hecho de que, normalmente, en los estados capitalistas, todos los componentes del poder estatal –militares, policía y poder judicial, así como la burocracia, en su sentido restringido- son jerarquías de funcionarios rentados en las que cada miembro del grupo es controlado únicamente por sus funcionarios superiores y en las que el trabajo del grupo está dividido y centralizado como en una fábrica.”
De lo anterior se concluye que la relación entre la administración burocrática y el sufragio universal dista mucho de ser directa, y que en todo caso a quien se elige pasa a comandar a ciertas capas burocráticas que obedecerán al representante de los intereses de la burguesía en turno. Pero además, el aparato administrativo está diseñado para funcionar así y no de otra manera, el aparato institucional y jurídico al que se ciñe la burocracia sirve como ya hemos visto a los intereses de la clase dominante. De ahí que el resultado natural sea una burocracia que sirve al pueblo con palabras y a la clase dominante con hechos.
Es por todo lo anterior que la democracia liberal es la forma más eficaz que adquiere el Estado burgués para ejercer su dominación. Por un lado, está diseñada para crear consensos al interior de una sociedad desgarrada por conflictos de clase entre dominadores y dominados; por otro, está diseñada para organizar de la mejor forma posible a las distintas fracciones que integran la clase burguesa, que de otra forma llevarían la competencia por la tasa de ganancia entre ellas a una lucha irresoluble. La democracia liberal es además una forma eficaz de legitimar a la clase dominante ante los dominados, sin poner en peligro la explotación que a nivel económico ejerce sobre estos, es decir, contribuye a fomentar el consenso frente al orden existente.
Pero el logro de dichos consensos no resuelve los conflictos de clase, las contradicciones en el seno de la sociedad capitalista siguen su curso en la medida que la explotación incrementa, como resultado del desarrollo de las fuerzas productivas y de la acumulación privada de la riqueza generada por la sociedad. Es por eso válido afirmar que para que la democracia liberal cumpla su función de generar consensos entre las clases explotadas, requiere que las clases dominadas en una proporción mayoritaria gocen, además de los derechos civiles y políticos que le son consustanciales a la democracia, de ciertos derechos económicos, sociales y culturales, así como de garantías para su goce por parte de los individuos para el ejercicio de la ciudadanía.
En la actualidad, ambos tipos de derechos están ampliamente reconocidos en las legislaciones de las naciones del mundo y forman parte de dos pactos internacionales signados por la mayoría de los Estados adscritos a las Organización de las Naciones Unidas.
Los derechos civiles y políticos integran el Pacto Internacional del mismo nombre, que fue aprobado por la Asamblea General de la ONU en 1966 y su entrada en vigor se dio en 1976. Son conocidos como derechos de primera generación por haber sido los primeros en consagrarse en los ordenamientos jurídicos internos e internacionales, y son herencias de las revoluciones políticas burguesas que se desarrollaron en Europa y América desde finales del siglo XVIII y el siglo XIX.
Como ya vimos, estos derechos supuestamente están destinados a la protección del ser humano individualmente contra cualquier agresión de algún órgano público, y obligan al Estado a abstenerse de interferir en el ejercicio y pleno goce de estos derechos. De manera enunciativa éstos son :
Los derechos económicos, sociales y culturales integran el Pacto Internacional del mismo nombre aprobado por la Asamblea General de la ONU en 1966 y que entró en vigor diez años después. También conocidos como derechos de segunda generación, tienen como objetivo fundamental garantizar el bienestar económico, el acceso al trabajo, a la educación y a la cultura, para así asegurar el desarrollo de los seres humanos y de los pueblos.
El principio fundamental que da origen a la difusión y adopción por los Estados de este tipo de derechos es el pleno respeto a la dignidad del ser humano, a su libertad y a la vigencia de la democracia, mismos que sólo son posibles si existen las condiciones económicas, sociales y culturales que garanticen su vigencia.
El pacto reconoce que la vigencia de estos derechos se encuentra condicionada a “las posibilidades reales de cada país” . Con lo que se están reconociendo diferencias importantes en las formaciones sociales, que obstaculizan su universalización. Por lo tanto, este tipo de derechos sólo son exigibles al Estado en la medida que éste tiene recursos para garantizarlos. Estos derechos son los siguientes :
La existencia de ambos tipos de derechos depende en última instancia de las condiciones materiales concretas en que se desarrolle la acumulación en los Estados, y del nivel de eficacia con que funcione la democracia liberal. En todo caso, éstos son prerrequisitos fundamentales para su plena vigencia.
Ahora bien, habrá que señalar que estos derechos son resultado de incontables luchas políticas y sociales de los trabajadores de todo el mundo en diferentes épocas, que no hay lugar para revisar aquí, y no una simple obra de buena voluntad del Estado capitalista. Pero es importante dejar constancia de que el simple reconocimiento internacional de estos derechos a lo largo del siglo XX da cuenta de la penetración de la democracia liberal en todo el orbe, así como de la expansión y profundización de la explotación de la humanidad por el capital, situación que por sí misma ha sido consustancial a la generalización de la democracia liberal como forma de dominación burguesa.
Ya vimos que los derechos políticos y civiles, complementados hace ya varias décadas por los derechos económicos, políticos y sociales, en realidad lo que protegen es la propiedad privada, porque si en verdad promovieran la igualdad y la libertad de los seres humanos, entonces las legislaciones del mundo no preverían la suspensión o limitación de dichos derechos en “circunstancias de emergencia”. Además promueven el individualismo, ya que su goce y exigibilidad sólo se puede dar de manera individual, y con ello se conjura la organización de los dominados y se legitima la dominación burguesa.
Sin embargo, la vigencia de estos derechos para el ejercicio de la ciudadanía nunca ha existido de manera plena, aunque sólo en los países más desarrollados ha tenido sus aproximaciones más cercanas. Para ejemplificar esto se encuentra el estudio El Mundo en 2007 elaborado por el grupo Economist Intelligence Unit (EIU) del diario inglés The Economist. Este estudio está aplicado a un universo de 167 países y se basa en el análisis de 60 indicadores agrupados en cinco categorías, consideradas factores esenciales en una democracia: proceso electoral y pluralismo; libertades civiles; funcionamiento del gobierno; participación política, y cultura política. El índice de democracia es el promedio de los valores de cada categoría, en una escala del 0 al 10. De acuerdo al ranking, se propone la agrupación de los países que forman parte del estudio en cuatro categorías: democracias plenas, democracias imperfectas, regímenes híbridos y regímenes autoritarios.
Pues bien, destaca el dato de que el grupo de los países que integran las 28 democracias plenas por el estudio referido, es decir países donde los derechos políticos y ciudadanos se ejercen de manera más plena, está integrado en su gran mayoría por los países con los más altos ingresos del planeta y que son miembros integrantes de la OCDE. Conforman el grupo países escandinavos o del norte de Europa como Suecia, Islandia, Noruega, Holanda, Dinamarca y Finlandia; todo el Grupo de los ocho países más industrializados del mundo, a excepción de Italia y Rusia; y otros países con importantes niveles de desarrollo como Luxemburgo, Australia, Suiza, Irlanda, Nueva Zelanda, República Checa, Portugal y Bélgica. Además se encuentran Malta, Grecia y Eslovenia, países con niveles altos de ingreso pero que no son miembros de la OCDE.
Este dato es de la mayor relevancia y lleva interrogarnos sobre cuál es la dinámica del conflicto social que facilita la vigencia de la democracia liberal en el desarrollo, y cuál es por otra parte, aquélla dinámica que la dificulta en el subdesarrollo. Este es el tema del próximo apartado.
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