Hasta el gobierno de Manuel Ávila Camacho la alianza populista había sido constituida para propiciar el desarrollo del país. El Estado había tenido un marcado acento popular, cuyo principal objetivo era integrar a toda la población que había sido excluida durante la etapa anterior al conflicto armado, y ello había dado como resultado un régimen político altamente centralizado que se apartaba de las disposiciones contenidas para tal efecto en la Constitución de la República.
Pero dos factores determinaron la culminación de esta alianza populista: el restablecimiento de los vínculos económicos del país con los Estados Unidos, una vez concluida la guerra mundial; y el giro en la orientación social del Estado con el objetivo de poner freno a la política de masas implementada hasta entonces, desde las propias organizaciones de trabajadores.
El triunfo de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial derivó en su hegemonía económica, política y militar mundial, situación que impactó de forma importante su relación con México. Desde entonces el proceso de industrialización con sustitución de importaciones del país se llevaría a cabo con una creciente participación del capital privado norteamericano, y ello estrecharía los vínculos políticos y militares con el vecino país del norte, teniendo como un tema recurrente dentro de la agenda bilateral el combate al comunismo. El control del mercado capitalista mundial como resultado de los tratados de Bretón Woods que le dieron el control de las diferentes agencias multilaterales como el FMI, el BM, el BID, así como el GATT y después de la OMC, se desplegó en su hegemonía militar desafiada únicamente por la URSS y una enorme influencia en la política internacional a través del control de la ONU y los diferentes organismos que la componen.
En este contexto, en el gobierno de Miguel Alemán se echaron atrás varias de las reformas implementadas por el gobierno cardenista. Entre otras, puso límites al avance de la reforma agraria, restringió recursos destinados a los ejidos y orientó las políticas para beneficiar en mayor medida al sector empresarial en el campo, elevó los límites a la pequeña propiedad agrícola, e impulsó el derecho de amparo para los dueños de la tierra. Además promovió la inversión extranjera como eje del modelo económico y aplazó la distribución de sus beneficios, poniendo freno a la reivindicación de las organizaciones de trabajadores de aumentos al salario. El Estado deja de ser populista para volverse desarrollista, ya que se pasa de un proyecto de desarrollo integrador de la nación, a un proyecto de desarrollo excluyente que promete distribuir sus beneficios entre la nación en el futuro y como condición de su éxito.
Tales cambios fueron instrumentados desde el Estado y tuvieron como blanco las organizaciones de trabajadores, con la imposición de líderes afines al nuevo proyecto modernizador en la CTM (destitución de Vicente Lombardo Toledano y nombramiento de Fidel Velázquez como Secretario General) y el denominado “charrazo” en 1948 en los sindicatos de minería, petróleo y ferrocarriles que derivó igualmente en la imposición de dirigentes leales al gobierno.
El corporativismo de Estado con ello se institucionaliza y adquiere un carácter autoritario. Los líderes como interlocutores de las corporaciones con el Estado, al ser impuestos por éste dejan de representar los intereses de las bases y se transforman en un eficaz mecanismo de control social. El pacto social heredado del periodo populista se mantiene, pero pasa de ser un acuerdo nacional-popular, a uno limitado a los sectores obreros y populares mejor organizados por el Estado y situados en los sectores estratégicos de la economía, sin cerrar la posibilidad de extenderlo o limitarlo de acuerdo a las circunstancias.
El pacto corporativo se desgasta durante los sesenta y setenta, dado que el régimen empieza recibir demandas que no puede responder y que lo llevan a apoyarse cada vez más en sus mecanismos de control. Por otra parte, surgen nuevos sectores sociales no corporativos, como las clases medias que dan lugar a los movimientos sociales más importantes de finales de la década de los cincuenta y sesentas, así como los empresarios que escenificaron los conflictos con el gobierno de Luis Echeverría y la insurgencia electoral de los ochenta.
El gobierno echeverrista busca readecuar el régimen a las nuevas circunstancias sociales que se presentan, lo que origina un ascenso en los movimientos sociales independientes:
En algunas de las industrias de punta surgió la vanguardia del sindicalismo independiente, además del sindicalismo de “cuello blanco”, los maestros, médicos y universitarios que continuaron con sus moviliaciones iniciadas en los años sesenta. En el campo, a principios de la década siguiente se agotaron los efectos políticos de la gran distribución cardenista, tanto como su efecto productivo. Con ello surgió una nueva generación de campesinos demandantes de tierra y se produjo la crisis del sector ejidal […] No sólo se exigían tierras y mejoras económicas, sino que se cuestionaba la conducción de las organizaciones populares. Se reafirmaron, además, las demandas de un verdadero estado de derecho, de libertad de prensa y de la democracia, que habían planteado los movimientos de los años ochenta.
A partir de los años ochenta, estas presiones derivaron de las consecuencias sociales de la implementación del modelo de crecimiento neoliberal, lo que significó la ruptura del pacto social.
Por otra parte, el debate en torno a la caracterización de corporativismo mexicano ha dado mucho de sí durante muchos años, pero tal vez una las definiciones que más consenso ha tenido en los estudios sobre el tema en los últimos años ha sido aquélla creada por Philippe Shmitter:
El corporativismo puede ser definido como un sistema de representación de intereses en el cual las unidades constitutivas se organizan en un limitado número de categorías singulares, compulsorias, no concurrentes, ordenadas jerárquicamente y diferenciadas funcionalmente, reconocidas y autorizadas (si no es que creadas) por el Estado, y a las que se le concede un exclusivo monopolio de la representación dentro de sus respectivas categorías, a cambio de observar ciertos controles en la selección de sus líderes y en la articulación de sus demandas y apoyos.
En este sentido, se argumenta que tal estructura para la representación política y la mediación de intereses de grupos estratégicos estuvo integrada en el Partido Revolucionario Institucional a través de los sectores: campesino, que agrupaba a los ejidatarios y comuneros; obrero, que agrupaba a trabajadores organizados en sindicatos únicos de afiliación obligatoria, que regularmente tenían dirigencias vitalicias y escasa organización interna; popular (el sector militar había desaparecido en 1940), creada en 1943 e integrada por burócratas, maestros, gremios profesionales y terratenientes privados. Se destaca que además que estas corporaciones tenían una representación monopólica de sus organizaciones, misma que se ejercía por dominios diferenciados de acuerdo al sector social de que se tratase. La coordinación jerárquica de las organizaciones se daba a través de los líderes de las grandes centrales de cada sector, dentro de la cuales las más importantes fueron: CNC, sector campesino; CTM, sector obrero; y CNOP, sector popular.
Esta estructura funcionaba con la contribución de las corporaciones al sostenimiento del régimen principalmente a través del voto pero también a través de otras estrategias de respaldo a las políticas implementadas como movilizaciones, mítines de apoyo, etc. El apoyo por tanto no era individual sino corporativo y en eso redundaba la eficacia de este entramado. A cambio y siempre a través de la intermediación de sus líderes las bases de las organizaciones corporativas tenían acceso a ciertos beneficios sociales reflejados en mejoras salariales, mantenimiento del empleo, prestaciones sociales, o en el caso de los campesinos el acceso a la tierra para trabajarla o algunas prebendas para otros grupos profesionistas o gremiales.
Estas características del corporativismo en México encontradas en varios trabajos escritos en esta década sobre el tema, exaltan las relaciones establecidas entre el Estado y la sociedad estrictamente en los ámbitos societal y político, pero pierden de vista un elemento constituyente del fenómeno y que es su funcionalidad económica. En este sentido, Enrique de la Garza coincide en que: “El corporativismo implica que la arena estatal es privilegiada para dirimir las disputas entre el capital y el trabajo, y que las relaciones laborales al nivel de empresa son subordinadas a las grandes políticas estatales desde el momento en que los sindicatos adoptan el papel de corresponsables de la marcha del Estado”. Pero advierte que esta afirmación no debe llevarnos a omitir que el corporativismo es una relación asimétrica y vertical de poder y que encuentra su racionalidad en el campo de la economía y la producción.
Para de la Garza, el entramado de relaciones entre los sindicatos y el Estado, que tienen su contraparte en el entramado de relaciones entre trabajadores y sindicato-Estado-Empresa, se desarrollaba en varios niveles: a) la participación de las organizaciones corporativas en el sistema político, particularmente en el Partido de Estado y los órganos de gobierno; b) la participación de las corporaciones en las instituciones responsables de la reproducción de la fuerza de trabajo, a través de los Consejos de Administración (como el IMSS, ISSSTE, etc.), aunque con muy bajo nivel de incidencia; c) la participación de los sindicatos en la gestión económica, que aunque tampoco fue decisiva sí representó para el Estado un importante control sobre las variables salarial y conflictual); y d) como gestores del sistema de conciliación y arbitraje comandado por el Estado. Existe además una dimensión cultural del corporativismo, que se refleja en la delegación de las decisiones en las cúpulas, patrimonialismo en las relaciones base-dirigencia, estatalismo o esperanza en las soluciones que vienen del Estado, y “garantismo” del puesto de trabajo, del salario y las prestaciones.
De igual forma, habría que precisar que el corporativismo en el campo mexicano en términos generales funcionaba de manera similar que el corporativismo en la industria y los servicios, pero contenía rasgos particulares. En relación al primer punto, funcionaba como sistema de intermediación de intereses donde las cúpulas de las organizaciones gestionaban la repartición de tierras y la producción agrícola con el Estado, a cambio de la fidelidad política de las bases campesinas. La influencia de las organizaciones campesinas se presentaba en la gestión del régimen político a través de su participación en el PRI y otras instancias gubernamentales; en la gestión de la producción a través de su presencia en distintos órganos de las instituciones de gobierno encargados de la política en el agro; en la gestión de recursos y políticas dirigidos a la producción; y en la definición del reparto agrario. En cuanto a las especificidades, a diferencia del corporativismo sindical obrero donde los trabajadores en su totalidad forman parte de la población necesaria para la producción, en el caso de las organizaciones campesinas los contingentes de población que las integran, en un porcentaje importante, forman parte de la población excedente; y que la participación de las organizaciones de productores agrícolas en la gestión de la producción y el reparto agrario estaba en función no tanto de la regulación del salario y el empleo (aunque el tema de los jornaleros con el paso de los años fue ganando terreno), sino en la obtención de recursos y tierras para las bases.
Por otra parte, el carácter fundante del corporativismo en el régimen político mexicano ha llevado a algunos trabajos como el de Ilán Bizberg y de Rigoberto Ocampo Alcántar , a caracterizarlo a partir de este elemento únicamente, subordinando u omitiendo otros elementos igualmente importantes, sin los cuales su análisis resultaría incompleto, como son las facultades legales y extraordinarias del presidente, el control del partido de Estado y el control presidencial sobre el proceso electoral. Pero también ha existido una gran tradición de trabajos que destacan ya sea los aspectos estrictamente institucionales del régimen, el nivel de control del sistema electoral o el carácter no competitivo del sistema de partidos, para determinar su carácter autoritario.
En la tradición liberal, los criterios para distinguir un régimen democrático presidencial y uno parlamentario o semipresidencial son: a) el presidente o jefe del ejecutivo es electo popularmente; b) no puede ser destituido por el Parlamento o el Congreso durante el periodo para el que fue electo, y c) encabeza o dirige el gobierno que designa. Por lo que no sería problema definir al régimen político mexicano como presidencial.
Lo cierto es que legalmente la constitución de 1917 contempla tales criterios en la organización del régimen político, pero además dotó al titular del Poder Ejecutivo de facultades extraordinarias, y de acuerdo a Lorenzo Meyer ello ocurrió así porque el constituyente intentó encauzar por márgenes legales el poder que de facto ejerció el presidente durante la dictadura de Porfirio Díaz. Se pensó que una presidencia fuerte actuando por causes legales sin la necesidad de actuar fuera de ellos, permitiría a ésta encabezar el proyecto transformador de la revolución.
Dentro de las facultades del presidente destacaban: a) las facultades que le otorga la Constitución de 1917; b) otras facultades que provienen de errores de las propias leyes de la Constitución de 1917; c) el asiento de los poderes federales en la Cd. de México, que le da un carácter radial al poder presidencial; d) la dirección del desarrollo económico; e) el nulo federalismo practicado en la República, que permite al presidente centralizar la toma de decisiones; f) la poco nítida división de poderes, o de manera más precisa, la subordinación del legislativo y en menor medida el judicial al ejecutivo; y g) los efectos psicológicos que en los gobernados tiene un derroche de poder de esa magnitud, “pues basta que la gente crea que un hombre es poderoso para que su poder aumente por sólo ese hecho”.
Dichas facultades por sí mismas no cuestionan el carácter democrático del régimen, pero es en el ejercicio del poder en donde podemos rastrear su veta autoritaria. Por ello en la obra de Jorge Carpizo sobre el presidencialismo mexicano, que ya es un clásico de la literatura sobre el tema, se advertía que las particularidades del régimen político debían encontrarse en las facultades metaconstitucionales del presidente. Entre las que el autor destaca: a) la jefatura real del PRI; b) la designación de su sucesor; y c) la designación y remoción de los gobernadores.
Daniel Cosío Villegas señaló que otra de las piezas fundamentales del régimen político era el PRI en tanto mecanismo de control en manos del presidente sobre el aparato corporativo y sobre los poderes regionales y locales.
Por otra parte, estudios posteriores sobre el régimen han encontrado en el control presidencial sobre el sistema electoral otro elemento para explicar su enorme poder autoritario y sus transformaciones recientes. Destaca aquí el control que desde la promulgación de ley electoral de 1946 tuvo el Ejecutivo en la conducción de los procesos electorales a través de la Secretaría de Gobernación, prácticamente hasta 1997. Mecanismo sumamente eficaz para desarticular los polos de disidencia electoral, pero también como válvula de escape al conflicto social.
De esta forma, con lo dicho hasta aquí se puede caracterizar al régimen presidencialista mexicano como autoritario, ya que cumplió con por lo menos cuatro aspectos que lo distinguieron de los regímenes totalitarios o democráticos: a) pluralismo político limitado y no responsable; b) Carece de una ideología acabada, pero cuenta con comportamientos políticos específicos (distintive mentalities); c) Movilización política inexistente, salvo promovida por el propio régimen; y d) El poder reside en un líder o pequeño grupo.
Así que consideramos que en la caracterización del presidencialismo mexicano, la subordinación de los intereses de las organizaciones de los trabajadores a la estrategia de desarrollo impulsada por el Estado en este periodo, es lo que va a definir el carácter autoritario del régimen político constituido entonces, y en consecuencia, hará inviable el funcionamiento de la democracia liberal en nuestro país. El fenómeno del presidencialismo parte de esta condición que subordina el ejercicio de la ciudadanía de los individuos a un proyecto aparentemente colectivo e incluyente, en pos del cual la representación política se hace incompatible con el ejercicio individual de los derechos políticos y libertades de la población, a pesar de estar expresamente sancionados de esa forma en el aparato legal. Esta condición es la que hizo del presidencialismo un régimen sui géneris que concentrará en el Ejecutivo un poder que trastocaba la división de poderes republicana plasmada en el cuerpo legal, apoyándose en cuatro mecanismos fundamentales: el aparato corporativo como mecanismo de control social, las facultades constitucionales y metaconstitucionales del Presidente, la jefatura del Partido de Estado, y el control sobre el sistema electoral.
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