Samuel Immanuel Brugger Jakob
En la década de los ochenta del siglo XX, la mayoría de los países latinoamericanos comenzaron un proceso de reforma económica, que fue el inicio de la conocida como la “era neoliberal”. Aunque la duración y la profundidad de este proceso varió de país a país, sus principios básicos fueron muy similares en todos: disciplina fiscal y monetaria, desregulación financiera y determinación de las fuerzas del mercado en la asignación y distribución de los recursos. Aunque estas reformas generaron una baja en la tasa de inflación y consiguieron el control de esta variable, no se logró la estabilidad financiera, como lo muestra la gran cantidad de crisis financieras que ocurrieron en los años noventa, y tampoco se alcanzaron tasas de crecimiento significantes ni se redujeron las desigualdades económicas, como lo habían predicho los evangelizadores de esa teoría (World Bank, 1997).
En lo que respecta a la desregulación financiera, se argumentaba que los mercados financieros que funcionan bien promueven el crecimiento (Levine, 1997) y que la única forma en que éstos funcionasen bien era desregulándolos. Toda intervención o regulación podía provocar una asignación suboptimal o, peor aún, podría desincentivar la entrada de nuevos flujos. Aunque ya existían estudios centrados en el impacto negativo de las crisis financieras (tipo de cambio, bancaria y bursátil), éstos no se tomaron en cuenta con el argumento de que aunque a corto plazo pudiera provocar una caída, en el largo plazo la desregulación iba a provocar unas tasas de crecimiento más altas. Así surgieron una gran cantidad de estudios (Atje y Jovanivic, 1993; Barro, 1990; Beck et al., 2000; King y Levine, 1993) que trataban de demostrar que el desarrollo de las instituciones financieras y de los mercados promovía de forma más eficiente las inversiones, y por lo tanto, se generarían tasas de crecimiento de largo plazo. Sin embargo, los autores no pudieron demostrar que el desarrollo de los mercados financieros tenía que ver directamente con la desregulación, ya que existe un problema esencial en las ciencias sociales por el que no es posible realizar una comparación con una aplicación de modelo sin desregulación financiera, es decir, con una hipótesis alterna.
Aunque La Porta, López de Silanes, Shleifer y Vishny (1996) concluyeron que el crecimiento económico sólo puede perdurar con políticas públicas de normas y regulaciones que el mercado por sí mismo no genera, desafortunadamente, su crítica no fue tomada en cuenta en las políticas neoliberales, y menos aún en los sectores financieros. El patrón que se debía seguir en América Latina fue una liberalización radical (World Bank, 1997) y una regulación mínima posterior, y muchas veces arbitraria, sólo si los grupos de interés se veían afectados.
Las políticas principales de liberalización de los mercados financieros eran la remoción de los controles de las tasas de interés, la eliminación de políticas de fomento de créditos hacia ciertos sectores económicos, la privatización de todos los bancos estatales y la liberalización de los regímenes de inversión extranjera. Sin embargo, no se observan grandes reformas de regulación y transparencia, por lo que los dos sectores principales del mercado financiero, el bancario y las bolsas de valores, no tuvieron restricciones fuertes. El sistema bancario se caracterizó por el crédito al consumo pero sin regulación alguna, por lo que el sector bancario latinoamericano quebró a los pocos años de haber sido liberalizado. El argumento principal era que los bancos no necesitaban de ninguna regulación, porque al ser privados generaban automáticamente los incentivos de atraer los ahorros para invertirlos en proyectos altamente rentables.
El índice mostrado en la gráfica 1 incluye los índices de razón de pasivos líquidos a PIB y de razón de asignación del crédito al sector privado a PIB de los países seleccionados para esta investigación. Se observa que no hubo cambios significativos en el desarrollo bancario desde 1985, tomando en cuenta que en ese momento los países latinoamericanos se encontraban en plena crisis de la deuda. Únicamente México repuntó, pero hay que mencionar que en la década de los ochenta estaba también muy por debajo de los demás países latinoamericanos. Chile, que era el país más avanzado en la liberalización, tampoco incrementó su índice, por lo que se puede concluir que la liberalización del sistema bancario no produjo una mejora real.
Las bolsas de valores se vieron frente a una gran cantidad de capitales golondrinos; aún más al no haber una regulación ni políticas de fomento a la creación de empresas, este capital sólo se mantuvo en el mercado secundario, donde creó grandes burbujas especulativas que tarde o temprano tenían que estallar, como sucedió en 1994, 1998 y 2001. Los indicadores con los que se trataba de mostrar el desarrollo de los mercados bursátiles fueron: 1) la razón de la capitalización promedio a PIB, con la cual se trataba de medir el tamaño de los mercados bursátiles en relación a la economía total; 2) el volumen de negociación durante un año dividido por el PIB para mostrar la liquidez del mercado; 3) la razón del valor total negociado en un año dividido entre la capitalización del mercado bursátil, y 4) la disponibilidad de la información de las empresas cotizadas en las bolsas obtenidas de la International Financial Corporation (IFC).
En el índice en la gráfica 2 se puede observar que Argentina, Brasil y México mostraron ser mercados muy pequeños pero con una altísima negociación de títulos, mientras que Chile era una bolsa relativamente grande en comparación con las latinoamericanas pero con una negociación mucho más pequeña. La mayoría de los países latinoamericanos registraron incrementos importantes en su capitalización a finales de los ochenta, cuando estaba en pleno auge la privatización de empresas estatales.
El problema principal de este índice –que muestra los resultados de las desregulaciones en los mercados bursátiles– es que mide algunos indicadores asumiendo que la teoría en la que está basada es correcta. Faltan, por ejemplo, las nuevas ofertas públicas iniciales, las cuales seguramente se consideraron superfluas, ya que la teoría financiera argumenta que cualquier proyecto rentable puede conseguir financiamiento (Brealy et al., 2007, cap. 15). Sin embargo, la liberalización sin cambios en las normas y sin políticas de fomento para nuevas empresas inhibió que el capital financiero se utilizara para financiar las nuevas empresas. Así, la concentración de capital en los mercados (el porcentaje del total de capitalización de las 10 principales empresas) apenas bajó de 51% en 1990 a 46% en 1995 (IFC, 1995). En el mismo periodo los nuevos países asiáticos industrializados bajaron de 40% en 1990 a 32% en 1995, mientras que en los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) el porcentaje siempre ha fluctuado alrededor del 30%. Se observa, pues, que las reformas se implementaron principalmente para atraer capitales que sirvieran a las grandes empresas y a los Estados para que pudieran refinanciarse con tasas de interés más bajas, pero no estuvieron acompañadas, como en el caso asiático, de un fomento a las ofertas públicas iniciales.
Los demás índices, aunque mejoraron, seguían siendo muy bajos en comparación internacional. Así, la capitalización de los mercados bursátiles con relación al PIB en 1995 era para la OCDE de alrededor del 60%, en los países asiáticos del 130% y en América Latina apenas del 20%. Y la razón del valor total negociado en un año dividido entre la capitalización del mercado bursátil para medir la liquidez era aún peor (1995): la OCDE, del 30%; los países asiáticos, de alrededor del 55%, mientras que en América Latina era de únicamente el 5%.
Por otro lado, la liberalización financiera tuvo como segundo objetivo hacer más eficiente el ahorro agregado, debido al riesgo, a las inversiones más rentables. Una forma ha consistido en la modernización de las bolsas de valores. Con esto los ahorradores domésticos deberían tener la posibilidad de invertir su capital financiero y así incrementar el ahorro, lo cual traería el progreso a la región. Por su parte, teóricamente, se consideraba que los beneficios de la movilidad de capitales en el desarrollo de los mercados financieros serían varios: 1. apoya la eficiencia y la fortaleza del sistema financiero, con lo que se posibilitan menores costos financieros, una incorporación más rápida de las innovaciones y una mejor asignación de recursos; 2. aporta liquidez a los mercados y reduce las restricciones a esa liquidez en los periodos desfavorables; 3. facilita la diversificación de riesgos y protege a la economía doméstica de los shocks externos (todo esto permite estabilizar los flujos de ingreso, consumo e inversión); y 4. la competencia internacional introduce disciplina en las políticas macroeconómicas e incentiva la aplicación de mejores políticas financieras (Marshall, 2000).
El Consenso de Washington de los años noventa, con sus reformas de libre mercado, “estabilizó” la economía con la privatización de la mayoría de las empresas estatales, las cuales comenzaron a cotizar en las bolsas de valores. La idea era atraer los millones de dólares en ahorros depositados por la población latinoamericana en bancos extranjeros y que comenzaran a adquirir esas acciones. Aunque las reformas consiguieron atraer grandes cantidades de capital, éstos eran mayoritariamente de fondos de inversión y pensión del Norte Global. Hubo incrementos espectaculares en los valores. La capitalización total de los principales mercados de valores de la región aumentó de unos 37 mil millones de dólares en 1987 a 680 mil millones de dólares en 1997 48 Si bien las reformas privatizadoras de la seguridad social en América Latina crearon fondos que se fueron a las bolsas de valores, la mismas reformas de liberalización financiera evitaron que esos recursos se mantuvieran en las bolsas de sus respectivos países para lograr un volumen propio y por el contrario, se invirtieron en las distintas bolsas del mundo.
(Constance, 1997). Sin embargo, aunque hayan tenido un repunte espectacular en el incremento del valor, las empresas no representaban a la economía. Así, la capitalización total de los mercados de la región equivalía solamente a alrededor del 30% del PIB (FMI, 1996), algo muy distinto de lo que ocurrió en su contraparte asiática, donde la relación había llegado al 100% en el mismo periodo.
Esto se debió, como se apreciará en el capítulo 3, a que los mercados de valores en América Latina representaban sólo a un puñado de empresas. Las empresas eran, por un lado, del sector industrial y, por otro, de servicios públicos privatizadas. De esa forma, en las bolsas de Brasil y México alrededor de la mitad de la actividad diaria involucraba a las acciones de sus empresas telefónicas predominantes (Constance, 1997). El gran grueso de las empresas no podían conseguir financiamiento por medio del mercado accionario, por lo que se veían obligadas a conseguir el capital financiero, en algunos casos mediante créditos bancarios, pero principalmente mediante créditos de proveedores y formas informales, las dos formas de financiamiento más importantes en la actualidad. En Argentina, Brasil y México, que en conjunto suman dos tercios de la capitalización de mercado de la región, el número de empresas que cotizan en bolsa ha permanecido igual desde 1987 o ha disminuido.
Este problema es uno de los dos factores que originaron que los mercados bursátiles no lograran la profundidad necesaria. La falta de profundidad en los mercados bursátiles tiene un efecto muy tangible en la economía real, porque este tipo de financiamiento ofrece una alternativa al financiamiento bancario, de proveedores e informal. Además los mercados de valores que funcionan bien ofrecen un destino diferente y más productivo al ahorro interno (Constance, 1997).
El segundo punto es que la liberalización financiera no logró crear una sociedad ahorradora en títulos financieros. Esto se debió principalmente a dos factores: por un lado, la mala distribución del ingreso y la reducción de la clase media hicieron que fuera un grupo pequeño de la población el que tuviera la posibilidad de ahorrar una suma cuantiosa para invertir; por otro, las bolsas de valores no sólo no incrementaron el número de empresas que cotizan, sino que, por las altas barreras impuestas, tampoco hubo un incremento significativo de accionistas nacionales. En el caso mexicano, un accionista necesita por lo menos 50 mil dólares para poder invertir (Accival Banamex) y en las demás casas de bolsas requiere un mínimo de 200 mil (Málaga, 2005). De esta manera la inversión nacional proviene principalmente de los programas de retiro y de jubilación que se privatizaron con la implementación de las políticas del Consenso de Washington.
De tal manera, en materia de profundidad del mercado financiero, en la gráfica 3 se observa que Chile es el único país latinoamericano que presentó un desarrollo que corresponde a su nivel de ingreso por habitante. Los países con mayor profundidad financiera son del Norte, en especial Estados Unidos y Japón. Chile, por su parte, aunque mostró una mayor profundidad financiera que el resto de los países de América Latina, esta muy distante de los países del Norte. Se puede decir que los países latinoamericanos se sitúan en un lugar muy bajo y que Chile ocupa un lugar intermedio.
Respecto de la profundidad del mercado bursátil, medido por el coeficiente de capitalización con relación al PIB, Chile fue otra vez la excepción latinoamericana. Mostró el nivel más alto de todos los países latinoamericanos, pero comparado con los países del Norte su situación siguió siendo insignificante (Gráfica 4). Argentina, Brasil y México por su parte tuvieron una capitalización muy baja, que en porcentaje del PIB representó alrededor del 20%.
Resultados muy similares muestra el índice de desarrollo financiero del Foro Económico Mundial en un estudio realizado en 2008, a dos décadas de que las políticas de liberalización y desregulación de los mercados bursátiles fueran implementadas en América Latina. Este índice mide distintos factores, como el tamaño de los bancos y de las compañías financieras no bancarias, la liquidez de las acciones y de otros mercados de 52 países, entre otros. En este índice, Chile ocupó el lugar 30, es decir, estuvo a media tabla, mientras que los restantes tres países latinoamericanos de la muestra (Argentina, Brasil y México) ocuparon lugares entre el 40 y el 50, es decir, en el último tercio de los países analizados (Bnamericas, 2008).
Chile que fue el único de los cuatro países de América Latina estudiados que tuvo control de capitales, y fue el que más profundidad tenía; sin embargo, comparado con los mercados del Norte, en el mejor de los casos a su desempeño se le puede considerar mediocre. Ninguno de los países latinoamericanos consiguió generar una gran profundidad financiera. En vez de regular para incrementar el número de accionistas nacionales, se prefirió atraer los fondos de inversión y de pensión tanto nacionales como extranjeros.
El ahorro interno se vio limitado a no invertir en sus propias bolsas. Sólo le quedaba invertir en el extranjero o bien entregar sus ahorros a algún fondo. Por eso se reformaron los sistemas de pensiones para que los trabajadores depositaran sus contribuciones jubilatorias en fondos de inversión privados (Marshall, 2000). Según el banco de inversión Salomon Brothers Inc., los activos de los fondos de pensiones en América Latina aumentaron de 50 mil millones de dólares en 1993 a unos 130 mil millones de dólares en 1997, y seguían creciendo a un ritmo de alrededor de mil millones de dólares mensuales (Constance, 1997). Los fondos mutuos y de pensiones locales tomaron una creciente proporción de las nuevas emisiones de papeles gubernamentales. Las pocas ofertas públicas iniciales de obligaciones y acciones de empresas privadas eran adquiridas casi enteramente por inversionistas extranjeros. Los fondos nacionales jamás tuvieron la liquidez suficiente. Según el Wall Street Journal, las acciones y obligaciones compradas por los inversionistas locales durante el periodo 1991-2000 únicamente fue de entre un 20 y un 30%. Esto generó uno de los problemas principales, la alta dependencia de los flujos de los fondos de inversión y pensión extranjeros. Sin embargo, estos fondos miden y comparan los títulos según sus rentabilidades en moneda extranjera –por lo general, en dólares– con sus alternativas en todo el mundo. De esta forma, la inversión extranjera especulativa no sólo depende del rendimiento en función del riesgo de cada empresa sino también del tipo de cambio.
Como los inversionistas institucionales invierten por regiones, un cambio en la percepción del riesgo puede significar una volatilidad muy alta de los flujos entre regiones de países en vías de desarrollo, como se observa en la gráfica 5. Es así que debido a la crisis mexicana de 1994 hubo una reducción significativa de los flujos de capitales bursátiles. A comienzos de los años noventa estos flujos alcanzaron unos 150 mil millones de dólares anuales. Luego crecieron rápidamente hasta superar los 200 mil millones de dólares en el trienio de 1995 a 1997.50 Especialmente fuerte fue la reducción de los flujos que resultó de la crisis asiática, la cual, a diferencia de otros contagios anteriores, que únicamente afectaron a una región, impactó en todas las regiones del Sur, en especial en Rusia y Brasil. Como la inversión en portafolio fue cada vez mayor entre estos flujos (véase la gráfica 6), también se incrementaron cada vez más la volatilidad y los co-movimientos.
Se puede concluir que la idea central de la política de la liberalización neoliberal de los mercados bursátiles en América Latina falló rotundamente. Ni el Stock Market Development Index del IFC, que se midió en el primer intento de hacer reformas a los mercados bursátiles durante 1985-1995, ni el Índice de Desarrollo Financiero del Foro Económico Mundial de 2008 muestran mejoras significativas. Sin embargo, a diferencia del sector bancario, que sigue con las legislaciones de las reformas de la segunda mitad de los ochenta, el sector bursátil ha tratado de reformarse continuamente. Así, a principios del siglo XXI prácticamente todos los países latinoamericanos reformaron las leyes de gobierno corporativo y de accionistas minoritarios. Sin embargo, aún no se han obtenido los resultados deseados, aunque los Estados han podido incrementar su emisión de deuda en moneda local y, por consiguiente, a tasas más bajas y con fechas de vencimiento cada vez más duraderos. Por otro lado, la gran cantidad de flujos de inversión de cartera prácticamente sólo ha sido aprovechado en la privatización de las empresas estatales. Para que esas grandes cantidades de flujos pudieran ser aprovechados para financiar el crecimiento económico, hubiera sido necesario fomentar a las medianas empresas con garantías estatales para que pudieran lanzar sus ofertas públicas iniciales. Además, mientras no se regule a la banca de inversión para que baje sus requisitos y la clase media latinoamericana pueda invertir sus ahorros, no se generará un flujo de liquidez estable para las bolsas.