Juan Soto del Angel
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La base de la autorreproducción de la ciencia es la recursividad. Ésta, por tanto, se presenta de manera constante. También son constantes la clausura operativa y la autonomía ¿Cómo podrá explicarse la evolución del sistema de la ciencia, si muestra tales constantes? Lo que se incrementa es la complejidad interna (Luhmann, 1996) ¿Cómo se circunscribe este proceso?
Tradicionalmente se ha creído que el conocimiento científico es mucho más seguro que el de la vida cotidiana. Desde la antigüedad se distinguía entre episteme y doxa. La primera se refiere al conocimiento verdadero; la segunda, a la opinión. Por supuesto, aquél es falible; ésta, no. En los inicios de la modernidad, de igual modo, se defiende la racionalidad frente al dogmatismo. No obstante, el conocimiento científico presenta un mayor grado de inseguridad que el de la vida cotidiana. Poca gente vacila respecto a lo que percibe y afirma día con día; al contrario, las verdades científicas todo el tiempo están puestas en tela de duda, lo cual deriva de su carácter hipotético.
El carácter hipotético no es circunstancial, es un recurso que contribuye a mantener la inseguridad. Gracias a ello, la ciencia posibilita su permanencia como sistema. En efecto, las verdades definitivas pondrían fin a la tarea de la ciencia, y por lo mismo, a su existencia. Bajo la inseguridad, en cambio, las verdades hipotéticas quedan expuestas a la evolución. Esto es, al aumento de complejidad o aumento de la capacidad de disolución y recombinación (Luhmann, 1996).
Esta capacidad se menciona ya en los Diálogos de Platón, específicamente en el Protágoras. Aquí se aprecia la estrategia interrogatoria de Sócrates. Probablemente con la intención de impedir tendencias en la pregunta, cuestiona bajo un esquema binario, excluyendo todo tercero. Desde luego, sujetándose a la perspectiva ontológica de aquel entonces: ser y no ser. Interroga, pues, comenzando por invitar a decidir si los temas en cuestión son o no son. “Comencemos por la justicia; ¿es alguna cosa real en sí o no es nada? Yo encuentro que es alguna cosa; ¿y tú?” (Platón, 1984: 120). Bajo tal esquema, Protágoras y Sócrates mismo finalizan sosteniendo posiciones contrarias a las que antes daban por ciertas. Pero el cambio no fue fácil, las nuevas distinciones surgieron después de una tortuosa disolución y recombinación de los temas.
Algo similar sucede con Aristóteles. Refiriéndose a las palabras que enuncian las sustancias y sus ejemplos, escribe:
Ninguna de estas palabras, que acabamos de enumerar, lleva consigo y por sí sola la idea de afirmación o de negación. Mediante la combinación de estas palabras, y no de otro modo, se forman la afirmación y la negación. En efecto, toda afirmación, como toda negación, debe ser verdadera o falsa. Por el contrario, las palabras que no están combinadas con otras, no expresan ni verdad ni error; como, por ejemplo, hombre, blancura, corre, triunfa. (Aristóteles, 1993: 24)
Otra vez: la combinación facilita nuevas distinciones, sean verdaderas o falsas. Y es que la descomposición del ser, en Aristóteles, da lugar a las categorías.
Así, la capacidad de disolución y recombinación nace con la filosofía de la antigüedad. Sin embargo, no estaban dadas aún las condiciones sociales para la formación de un sistema funcional universalmente responsable de la verdad. Tanto en Platón como en Aristóteles, la capacidad de disolución y recombinación se manifiesta con límites innecesarios, fundamentalmente por el supuesto ontológico que hacía depender todo conocimiento de la concordancia entre pensar y ser. La ciencia moderna impone nuevas condiciones y hace posible la liberación de la capacidad de disolución y recombinación.
Al concebir Galileo las cualidades sensibles como ‘meros signos’ (puri nomi), las excluye justamente de la imagen objetiva del mundo de la ciencia natural. Tienen un carácter convencional, fortuito y arbitrario que contradice a la necesidad objetiva de la naturaleza. El conocimiento debe superar y abandonar todo lo meramente significativo para penetrar hasta lo verdadero, lo auténticamente real. Hoy por el contrario, el corte que separa la apariencia “subjetiva” de la realidad objetiva es llevado a cabo en otro nuevo sentido. Pues ambos, la sensación y el concepto físico-matemático, no pretenden ya coincidir en sentido absoluto con el ser de las cosas. Ambos tienen un carácter puramente indicativo, son meramente ‘índices’ de la realidad, y sólo se distinguen en que la indicación que contienen posee un valor distintivo, una distinta significación teórica y una distinta validez universal teórica. (Cassirer, 1998: 34)
En efecto, Galileo, a pesar de ver en el razonamiento matemático el principal instrumento de la investigación acerca de la naturaleza, todavía considera que conocer es reproducir la realidad, penetrar hasta lo auténticamente real, en palabras de Cassirer. No obstante las cosas han cambiado. Actualmente los conceptos son sólo índices de la realidad, cada uno con una distinta significación teórica. Traducido al contexto de la presente investigación, se diría que son diferentes disoluciones y recombinaciones del sistema de la ciencia.
La Filosofía de las formas simbólicas de Cassirer (1998) funda una coincidencia de las construcciones simbólicas de la conciencia con todo conocimiento. De allí que, por haber transformado la “teoría de la reproducción” del conocimiento físico en “teoría simbólica”, rinda tributo a Heinrich Hertz. En el presente contexto, interesa más la libre disolución y recombinación de los elementos. Véase, pues, el planteamiento de Hertz: “Nosotros nos formamos (...) imágenes o símbolos de los objetos externos y la forma que les damos es tal que las consecuencias lógicamente necesarias de las imágenes son invariablemente las imágenes de las consecuencias necesarias de los objetos correspondientes” (Hertz, citado en Abbagnano, 1978: 596-597).
Independientemente de lo que pueda ser la realidad externa, Hertz pone de manifiesto la libertad con que los físicos proceden al darle forma. En este caso, se trata de recombinar imágenes o símbolos con sus posibles consecuencias. A partir de Duhem, escribe Cassirer (1998):
La empirie parece pues contentarse con aprehender hechos aislados tal como se ofrecen a la observación sensible y ordenarlos de modo puramente descriptivo. Pero ninguna descripción semejante de fenómenos sensibles concretos alcanza la forma más simple de un concepto científico, para no mencionar la forma de una ley física. Pues las leyes no son ni serán nunca meras recopilaciones de hechos perceptibles mediante las cuales los fenómenos individuales fueron ensartados en un hilo. Antes bien, toda ley entraña, comparada con la percepción inmediata, (...) un tránsito a una nueva forma de consideración. (p. 34)
La ciencia, pues, no ensarta en un hilo los fenómenos individuales, transita a una nueva forma de consideración. He ahí, en todo su esplendor, la liberación de la capacidad de disolución y recombinación de la ciencia. En este sentido, las construcciones no dependen ya de la organización de la realidad, sino de la disolución y recombinación fijadas por las ordenanzas del propio sistema de la ciencia. “Por otra parte, la función de la ciencia descansa en una posible reorganización de lo posible, en una combinatoria de un nuevo tipo, no en una representación de lo existente, en una mera duplicación de los objetos en el conocimiento” (Luhmann, 1996:236). Y más adelante:
Aquello que la ciencia constata como unidad (por ejemplo, como objeto, como sistema, como átomo, como proceso) debe su carácter unitario no a sí mismo, sino a la ciencia, esto es, al concepto. Esto no impide –y aquí vendrían a colación nuestras investigaciones- que sea justamente la ciencia a la que resulte importante tratar como unidad ciertos fenómenos, a saber, los sistemas autopoiéticos, únicamente bajo el supuesto de que podemos determinar que se produzcan a sí mismos como unidades y determinar cómo es que esto ocurre. (Luhmann, 1996:236-237)
Así, el sistema de la ciencia evoluciona incrementando su complejidad, es decir, intensificando su capacidad de disolución y recombinación. Gracias a ello cumple su función social: decidir con rigurosidad acerca de lo verdadero y lo falso. Todo ello, en un entorno al cual se encuentra acoplado y del que nada puede saber con seguridad. Dentro de sí mismo crea autorreferencias y heterorreferencias que le permiten orientarse y experimentar éxitos y fracasos. Bajo estas circunstancias aprende, alguna memoria organiza. Por todo eso y para todo eso opera de manera recursiva y continua.