Juan Soto del Angel
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“Lo mismo es en efecto percibir (pensar) que ser” (Parménides, citado en Heidegger, 1990: 69). Sólo es posible señalar que pensar y ser son lo mismo, si antes se suponen distintos (Cf. Heidegger, 1990). He allí, quizá, la observación o diferenciación de mayor influencia en la historia del conocimiento occidental. La distinción entre pensar y ser, desde luego, permite designar uno con la consecuente negación del otro: pensar es pensar y no es ser; ser es ser y no es pensar. Ahora bien, cuando Parménides (s. V a. de C) indica que son lo mismo, no hace otra cosa que mostrar el camino hacia la verdad con relación al ser.
Sólo dos caminos de investigación se pueden concebir. El uno consiste en que el ser es y no puede no ser; y este es el camino de la persuasión, puesto que le acompaña la verdad. El otro, que el ser no es y es necesario que no sea; y esto, te digo, es un sendero en el cual nadie puede persuadirse de nada. (Parménides, citado en Abbagnano Vol. 1, 1978: 30)
En otras palabras: se piensa “que el ser es y no puede no ser”; no se piensa “que el ser no es y es necesario que no sea”. Para llegar a la verdad del ser, pues, basta con pensar (ignorando, por tanto, lo que los sentidos puedan mostrar) . “Lo mismo es en efecto percibir (pensar) que ser”. Más aún: “sin el ser en el cual el pensamiento se expresa, tú no podrías encontrar el pensamiento, puesto que no hay ni habrá nada fuera del ser” (Parménides, citado en Abbagnano Vol. 1, 1978: 30).
La diferenciación entre pensar y ser, puede verse, abre la posibilidad de la investigación. Parménides mismo fija un principio: “el ser es y el no ser no es”. Desde entonces, empezó a conocerse tan sólo el ser. El no ser quedaba relegado. Además, la inmutabilidad del ser se manifestó firme ¿Cómo pensar su movilidad o transformación? Moverse significa dejar de ser en un lado, para ser en otro; transformase, dejar de ser una cosa con el fin de ser otra ¿Dejar de ser? Es decir ¿no ser? He allí algunos problemas que otros observadores hallaron en la distinción-identidad entre pensar y ser que trazara Parménides.
En Platón (1984) y Aristóteles (1989, 1996) hay dos ejemplos. En el Teetetes, la tarea de la ciencia trata de fijarse, por un lado, en lo móvil; por otro, en lo inmóvil. No logrando una ni otra cosa, se ofrece una tercera opción. La ciencia se haría cargo de los juicios verdaderos acompañados de explicación fundada. Mas como es común, el Sócrates platónico encuentra vetas de no-saber, dejando el asunto en suspenso. Aristóteles, por su parte, distinguió como tema de la metafísica dos modos de ser: lo inmutable y lo mutable. Lo primero se hacía coincidir con lo divino; lo segundo, con la naturaleza y lo humano. También aquí aparecen dificultades ¿Cómo pensar lo mutable de la naturaleza y de lo humano, si no es posible pensar, al menos con verdad, lo mutable? Así, se hacía indispensable reformular las propuestas de Parménides.
Los filósofos griegos citados hacen lo suyo. Platón (1984), de modo similar a Parménides, rechaza los sentidos como el camino para llegar a la verdad del ser y propone a la razón. Además, caracteriza un método y un ser específicos: respectivamente, la dialéctica y las ideas. Los sentidos perciben mutabilidad, pero ello es sólo apariencia; la dialéctica, en cambio, tiene como blanco al mundo inmutable de las ideas. Aristóteles (1996) no es excepción. Reflexiona sobre la posibilidad de una ciencia del ser. Ésta debía prescindir de lo particular o sensible, a fin de ocuparse de lo necesario (o inmutable): la sustancia o el ser del ser. Al mismo tiempo, confiere a la posteridad una serie de trabajos que se publicaron bajo el título de El organon, quizá con el fin de hacer patente que constituían un instrumento de investigación.
Como éstas, infinidad de observaciones de la antigua Grecia y de la Edad Media pugnaron por la conservación de la inmutabilidad del ser. Aunque sustancialmente se mantuvo la sustancia aristotélica. La Época Moderna no escapó al asunto. Racionalistas y empiristas, por ejemplo, polemizaron en la caracterización del ser y el procedimiento para conocerlo. En Descartes (1997) aparecen las sustancias pensante, divina y extensa, cuya defensa se hace en un Discurso del Método. Leibniz (1991) escribe una Monadología, algo así como una ciencia de las sustancias simples. Locke (1999) distingue entre cualidades primarias (inmutables) y cualidades secundarias (mutables). Berkeley (1994), a pesar de considerar cambios en lo percibido, acepta la percepción en calidad de algo que permanece. En fin, Hume (1998) halla lo duradero en la creencia.
No es de extrañarse, pues, que desde la antigüedad la ciencia empatara de algún modo con la inmutabilidad. En el Menón de Platón se identifica con lo estable, con lo que permanece, frente a la conjetura, que es inestable, no permanente. En el Protágoras y en el Menón, se concibe principalmente como el arte de calcular, o lo que es lo mismo, la aritmética. Ello se ve más claro en el Protágoras, cuando el Sócrates platónico señala que la virtud es ciencia, puesto que mediante el cálculo permite optar por las acciones que originan la mayor cantidad de placer o la menor cantidad de dolor ¿Cómo, no? Las verdades de la matemática conservaban, entre los griegos, el carácter de la inmutabilidad.
Sólo cuando algo es inmutable puede conocerse sin tener que observarlo cada vez. De allí que la matemática fuera el modelo de la ciencia griega. La ciencia moderna se orienta por un principio similar: “leyes naturales inmutables vinieron a sustituir a los grandes contenidos de la sabiduría griega de inspiración matemática” (Gadamer, 1998: 309). La diferencia entre la ciencia griega y la moderna es que la primera se inclina por la matemática debido al ser constante de sus objetos; la segunda, en cambio, “por su modo de conocimiento más perfecto” (Gadamer: 54).
Lo que prevalece ahora es la idea del método. Pero éste en sentido moderno es un concepto unitario, pese a las modalidades que pueda tener en las diversas ciencias. El ideal del conocimiento perfilado por el concepto del método consiste en recorrer una vía de conocimiento tan reflexivamente que siempre sea posible repetirla. (Gadamer, 1998: 54)
En este sentido, la inmutabilidad, que deriva de la distinción-identidad entre pensar y ser propuesta por Parménides, persiste. No sólo a través de las leyes de la naturaleza infiltradas por la ciencia moderna, sino también por medio de su método que aspira en todo momento a la repetición, a la permanencia, de algún modo, a la inmutabilidad. Las diferenciaciones instituidas por la ciencia moderna se impusieron poco a poco. Verbigracia, Kant (1979) no cuestionó ya esta forma de conocimiento. Al contrario, la consideró exitosa y única. Tanto, que preguntó por sus condiciones de posibilidad.
Pese a conservarse de alguna manera la inmutabilidad, en la Época Moderna fueron produciéndose fisuras a la distinción-identidad entre pensar y ser (o sustancia aristotélica) . Descartes (1997), en primera instancia, niega el ser. Pues la única garantía que tiene de que el ser sea es la que logran darle sus sentidos, aquéllos que le han engañado en diversas ocasiones. Encuentra que duda, y puesto que sólo puede dudar si piensa, concluye que piensa. No obstante, se las arregla para conservar la distinción entre pensar y ser. Bajo la máxima de que únicamente se piensa si se disfruta de la existencia, sostiene que él es un ser, una sustancia pensante. Así, deduciendo, llega también a validar el ser de Dios. Que, a su vez, le permite legitimar el ser de las cosas (extensas, en este caso). Parménides promovió la identidad entre pensar y ser, seguramente porque observaba que la idea de su diferencia predominaba entre los griegos. Martín Heidegger (1889-1976) (1990) diría, quizá, que es algo que predomina de manera inconsciente entre los hombres. De allí que invite a un salto que posibilite hacerla consciente. Descartes, se vio, niega el ser en primera instancia. Es decir, objeta la diferencia entre pensar y ser. Después, y todo a través de pensar metódica o deductivamente, rescata el ser en tres manifestaciones. Esto es, restaura la diferencia entre pensar y ser. Sin embargo, los golpes han sido dados y las grietas han sido abiertas.
A partir de Aristóteles (1993) se había cultivado la primacía del ser, o lo que es lo mismo, la verdad de un juicio se hizo depender de su concordancia con la sustancia (el ser del ser). Descartes (1997) da prioridad al pensamiento. Sólo acepta lo que allí aparece como claro y distinto. Racionalistas y empiristas, aunque difieren en sus propuestas, siguen el ejemplo. Leibniz (1991) sostiene que la razón toma las verdades de sí misma. Locke (1999), Berkeley (1994) y Hume (1998) ponen el acento del lado del pensamiento, aunque concedan predominio a la experiencia. Ésta, dicen, no reproduce las cosas tal y como son, sino tal y como se piensan desde la información que los sentidos aportan. Hume va más allá: niega la existencia de uno de los pilares de la ciencia moderna, la causalidad, puesto que se carece de una experiencia sensible de la misma.
En la Época Moderna, pues, se conserva la inmutabilidad y prospera la primacía del pensamiento. Una y otra cosa culminan en Kant. Leonardo de Vinci (1452-1519), Nicolás Copérnico (1473-1543), Juan Kepler (1571-1630) y Galileo Galilei (1564-1642), entre otros, habían conformado los principios de la ciencia moderna. El principal: la organización matemática (por tanto, racional) de la experiencia (Cf. Abbagnano, 1978 Vol.2). Bajo la misma línea, Newton reduce los cielos y la tierra a leyes fisicomatemáticas. Ésta forma de conocimiento irradiaba éxito por todas partes. De allí que Kant (1979) considerara un tanteo a cualquier otra y, además, preguntara por sus condiciones de posibilidad. El filósofo desarrolla la respuesta en la Crítica de la razón pura y en sus Prolegómenos a toda metafísica del porvenir. Aquí tan sólo se hará una cita de los segundos: “el entendimiento no toma sus leyes (A PRIORI) de la Naturaleza, sino que se las prescribe a ésta” (Kant, 1973: 68). He allí, triunfante, la ciencia moderna. Única e inmutable en tanto forma de conocimiento. Además, transformando la primacía de la sustancia (es decir del ser) en una primacía del entendimiento (es decir, del pensar). Aún hace falta mencionar que el método de la ciencia moderna, forjado en el ámbito de la naturaleza, se importó a lo social. Augusto Comte (1798-1857) se llevó las palmas.
Por supuesto, las cosas no fueron sencillas ni la evolución se desarrolló con uniformidad. Es sabido que la ciencia moderna tuvo que afrontar los dogmas de la Santa Inquisición. Pero también se dieron otras batallas. Los románticos, por ejemplo, valoraron menos la razón que el sentimiento. Hegel (1977) censuró el saber mediado por conceptos que Kant había elevado a única forma exitosa de conocimiento.
Tomás Reid (1710-1796), fundador de la escuela escocesa del sentido común, arremete contra empiristas y racionalistas. No está de acuerdo con la primacía del pensamiento iniciada por Descartes. Sostiene la existencia de la realidad exterior a partir de que la humanidad, tradicionalmente (por sentido común) y por un designio de Dios, ha creído en ella. He aquí una opinión y un argumento en relación con la polémica de Reid y su escuela contra Hume (Cf. Abbagnano Vol.2, 1978: 349-50):
En efecto, es gran don de los cielos poseer un entendimiento humano recto (o, como se ha dicho recientemente, simple). Pero la prueba debe consistir en hechos, en reflexiones y razonamientos sobre lo que se dice y piensa, no en aquello a lo cual, cuando no se sabe alegar nada inteligente para su justificación, se apela como a un oráculo. Apelar al sentido común humano, precisamente cuando el conocimiento y la ciencia descienden al abismo, y no antes, es una de las más sutiles invenciones de los nuevos tiempos, en los cuales, el insustancial charlatán compite confiadamente con las más profundas cabezas y puede mantenerse en contra de ellas. (Kant, 1973: 23-24)
Vale la pena destacar que más tarde, George Edward Moore (1873 – 1958) y Bertrand Russell también apelaron al sentido común. El primero argumenta con razón que resulta contradictorio negar la existencia de sujetos y objetos; quien hace tal cosa, se niega a sí mismo en calidad de sujeto que niega la existencia de sujetos y objetos. Además, quienes niegan a otros la existencia de sujetos y objetos, admiten por sentido común la existencia de distintos sujetos que, igual a él, hablan de objetos. De otro modo. “Hemos hallado que todo conocimiento debe fundarse en nuestras creencias instintivas, y que si éstas son rechazadas, nada permanece” (Russell, 1982: 30).
¿Argumentos con razón en defensa del sentido común? Esa es la paradoja de Moore. Respalda todo el conocimiento, o lo que es lo mismo, la existencia de sujetos y objetos, en el sentido común, más como este último carece de competencia para sostenerse a sí mismo, echa mano de la razón (Cf. Abbagnano Vol.3: 558-561). Se dijo antes, la paradoja es inevitable. Russell, más cauteloso, señala “que originariamente no llegamos a la creencia en un mundo exterior independiente, por medio de argumentos” (Russell, 1982: 29). “Hallamos esta creencia formada en nosotros en cuanto empezamos a reflexionar” (Russell: 29). De cualquier modo, la sentencia de Kant tiene vigencia. “Apelar al sentido común humano, precisamente cuando el conocimiento y la ciencia descienden al abismo, y no antes, es una de las más sutiles invenciones de los nuevos tiempos”.
En relación con la polémica iniciada por la escuela escocesa y limitando el asunto a la causalidad, podrían citarse tres enfoques. “Hay otras opiniones que subsisten junto a las de Hume, Reid y Kant, pero éstas son las de mayor influencia. Constituyen las filosofías del positivismo, del sentido común y del trascendentalismo” (Peirce, 1988a). Hume (1998) argumentó la inexistencia de la causalidad por carecerse de una experiencia sensible que la justificara; Reid, en oposición, encuentra puntales en el sentido común; Kant (1979), por último, está de acuerdo con Hume en lo que niega, pero no en lo que afirma. Concuerda en que no es posible hallar impresión sensible de la causalidad, pero rechaza que se trate de una ilusión de la razón; y, en contraparte, sostiene que constituye una de las condiciones lógicas del conocimiento.
Charles Sanders Peirce (1839-1914) hace su propia propuesta. En contra de Hume, Leibniz y Kant (quienes atribuyeran universalidad y necesidad, respectivamente, a la creencia, a la mónada y al conocimiento de la ciencia moderna), sostiene que lo “universalmente verdadero va claramente mucho más allá de lo que la experiencia puede garantizar” (Peirce, 1988b); de igual modo, lo “necesariamente verdadero (es decir, no meramente verdadero en el estado existente de cosas, sino que lo sería para todo estado de cosas) va igualmente más allá de lo que la experiencia garantizará” (Peirce, 1988b). Con base en la experiencia, pues, niega la universalidad y la necesidad de la verdad ¿A qué atenerse, entonces? Funda la diferencia entre duda y creencia. Considera, luego, que la primera irrita el pensamiento y la segunda lo relaja. “El único motivo posible del pensamiento en acción es el de alcanzar el pensamiento en reposo y todo lo que no se refiera a la creencia no es parte del pensamiento mismo” (Peirce, 1988c)
Para satisfacer nuestras dudas es necesario, por tanto, encontrar un método mediante el cual nuestras creencias puedan determinarse, no por algo humano, sino por algo permanente externo, por algo en lo que nuestro pensamiento no tenga efecto alguno (...) Nuestro algo permanente externo no sería, en nuestro sentido, externo si su ámbito de influencia se redujese a un individuo. Tiene que ser algo que afecte, o pueda afectar, a cada hombre. Y aun cuando tales afecciones son necesariamente tan diversas como lo son las condiciones individuales, con todo el método ha de ser tal que la conclusión última de cada una sea la misma. Tal es el método de la ciencia. (Peirce, 1988c)
Así, Peirce transforma la verdad en una creencia carente de necesidad, de universalidad y delimitable por la ciencia. Pero el fantasma de lo exterior vuelve a presentarse. Hay que fundamentarlo, pues. Se hace del siguiente modo: “el sentimiento que da lugar a cualquier método de fijar la creencia es el de una insatisfacción ante dos proposiciones incompatibles” (Peirce, 1988c).
Pero aquí hay ya una concesión vaga de que una proposición representaría una cierta cosa. Nadie, por tanto, puede realmente poner en duda que hay reales, pues de dudarlo la duda no sería entonces una fuente de insatisfacción. La hipótesis, por lo tanto, es la que todo el mundo admite. De manera que el impulso social no nos lleva a ponerla en duda. (Peirce, 1988c).
¿Algo “que todo el mundo admite”? ¿Un “impulso social”? ¿Se trata, acaso, de una defensa racional del sentido común? Y desde luego, Peirce tiene razón. Suponer la realidad de una cosa, posibilita la experiencia de la insatisfacción ante dos proposiciones incompatibles. No suponer tal realidad, por tanto, hace inviable tal experiencia. Y bajo aquél supuesto, no se “puede realmente poner en duda que hay reales, pues de dudarlo la duda no sería entonces una fuente de insatisfacción”. Luego, lo que Peirce ha hecho no es más que señalar la paradoja de un observador que por una parte duda de la realidad y por otra no. Algo análogo hizo Moore con empiristas y racionalistas. También, se ha visto, Hegel con Kant; y, Kant (1973), con la escuela escocesa del sentido común. Maurice Merleau Ponty (1908-1961) (1975) muestra el pensamiento paradójico de Edmund Husserl; y, Paul Ricoeur (1913- ) (1999), el de Jürgen Habermas y el de Hans-Georg Gadamer (1900-2002). Una vez más: todo observador que observa a otro observador, o a sí mismo en calidad de observador, está en condiciones de contemplar la paradoja de la observación. Peirce, aunque pretende, no escapa a la suya. Propone la ciencia como el método indicado para satisfacer la duda, pero sus dudas acerca de la realidad no las satisface con tal método. De intentarlo, irremediablemente caería en una petición de principio. Sabedor de ello, corta vuelta: si la hipótesis de la realidad “es el único apoyo de mi método de indagación, mi método de indagación no tiene que utilizarse para apoyar mi hipótesis” (Peirce, 1988c).
En el presente trabajo, independientemente de la postura de Peirce, interesa una de sus distinciones en calidad de observador de observadores. Con relación a la causalidad separó tres filosofías: positivismo (Hume), del sentido común (Reid) y trascendentalismo (Kant). Desde el punto de vista del hilo conductor que se ha seguido aquí, se ubicarían del siguiente modo. La primera se identificaría con la supremacía del pensamiento, puesto que niega toda exterioridad; la segunda, conserva la diferencia entre pensamiento y exterioridad (sustancia aristotélica), con la primacía de aquél; y, la tercera, tampoco se desliga de tal diferencia, pero imprime a la misma cambios profundos que incluyen la inclinación por una primacía del entendimiento (pensamiento). Véase una manera más de observar a los observadores:
Actualmente cuando hablo de paradigmas prefiero hacer la siguiente división: el paradigma de la filosofía primera en el sentido de la metafísica ontológica anterior a Kant, el de la filosofía de la conciencia o del sujeto en el sentido de Descartes, Kant o Husserl, y finalmente, el de la semiótica trascendental o pragmática trascendental o hermenéutica trascendental. (Apel en Recás, s.f.)
Aristóteles denomina filosofía primera a la ciencia que se ocupa del estudio de la sustancia. Luego, con tal nombre, Karl-Otto Apel (1922- ) refiere la perspectiva que parte de la diferencia entre pensamiento y ser (sustancia), con una primacía del segundo. La filosofía de la conciencia o del sujeto, por supuesto, arranca de la misma diferencia, pero con la primacía del pensamiento. El tercer paradigma constituye la propuesta de Apel y las tres denominaciones que usa delatan entronques del autor. Semiótica, pragmática y trascendental son conceptos que tienen firma. Los dos primeros por parte de Peirce y el tercero por Kant. Hermenéutica también dice algo. Apel (en Recás, s.f.) reconoce una cercanía inicial y un distanciamiento posterior con Gadamer. Éste, en su hermenéutica filosófica, concede importancia predominante al lenguaje y a la historia. Apel concuerda en relación con lo primero, pero no con lo segundo.
Kant (1979), en tanto observador de la exitosa ciencia moderna, formuló las categorías a priori de su posibilidad. En Peirce, la ciencia era ya un método (es decir, un subordinado) al servicio de la creencia. No obstante, partidario en buena medida de Kant, se hizo indispensable que hablara De una nueva lista de categorías. Apel (en Recás, s.f.) conserva el apriorismo de Kant, pero está más cerca de las categorías peircianas: no ya las condiciones de la ciencia moderna, sino “los procesos de inferencia sintéticos de abducción, inducción y deducción como algo válido a priori” (Apel en Recás, s.f.):
Por el hecho de argumentar, todo el mundo es miembro de una comunidad. Una comunidad ilimitada. Y se debe presuponer una comunidad ideal de comunicación, porque existen los presupuestos de validez. Por ejemplo, utilizando la pretensión de verdad hay que decir que las cosas son de esta forma porque presupongo que cada miembro de una comunidad ilimitada o ideal de comunicación tiene que estar de acuerdo conmigo. No podría ser que no fuese verdad y no hubiese intersubjetividad entre todos los miembros de la comunidad ilimitada de argumentación. Ésta es para mí la base de la hermenéutica. (Apel en Recás, s.f.)
La ciencia moderna, de este modo, vuelve a perder terreno. Ya no es ella la última instancia de la verdad. Ni siquiera en calidad de método para fijar la creencia. Ahora, las cosas se dejan en manos de la argumentación, bajo el presupuesto de “una comunidad ideal de comunicación”. “Y se debe presuponer una comunidad ideal de comunicación, porque existen los presupuestos de validez”. La paradoja es inevitable: presupuestos fundamentan otros presupuestos ¿De dónde sacarían fuerza de fundamentación los primeros? Ya se había dicho: desde Aristóteles se sabe que los primeros principios son indemostrables. Apel (1986) no ignora el asunto, en su polémica contra los escépticos da la razón al filósofo griego. Y como él, aunque diferente, funda un primer principio: la argumentación en el plano de una comunidad ideal de comunicación. Por supuesto, evita fundamentarlo con el fin de librar la petición de principio. Luego, no hace más que sostenerlo como el fundamento sin fundamento de todos los fundamentos.
Recapitulando. Parménides inaugura la diferencia-identidad entre pensar y ser. La primacía de la sustancia reina desde Aristóteles, hasta que Descartes la pone en duda. La primacía del pensamiento alcanza su máximo esplendor en Hume, quien niega toda exterioridad. La escuela escocesa y continuadores intentan recuperarla con bases del sentido común. La ciencia moderna, con una primacía del pensamiento, avanza triunfante. Kant reconoce en ella la única forma rigurosa de conocimiento. Peirce reduce los alcances de la ciencia y la transforma en un método para fijar la creencia. Apel la degrada más: queda convertida, entre otras formas, en una posibilidad de acuerdo bajo las argumentaciones de una comunidad ideal de comunicación.
Peirce y Apel no son los únicos que siguen a Kant en la ruta del a priori (aquí, primacía del pensamiento), al tiempo que se distancian de él en su devoción a la ciencia moderna. Wilhelm Dilthey distingue las ciencias de la naturaleza de las ciencias del espíritu; y, como Kant hiciera con la ciencia moderna de la naturaleza, intenta fundar una crítica de la razón histórica. Hay que citar también, desde luego, a las escuelas que en sentido estricto se reconocen neokantianas: de Marburgo y de Baden. La primera, representada principalmente por Hermann Cohen (1842-1918), Paul Natorp (1854-1924) y Ernst Cassirer (1874-1945); la segunda, por Wilhelm Windelband (1848-1915) y Heinrich Rickert (1863-1936). Una y otra se manifiestan por una filosofía de la ciencia o de la cultura, en donde la ciencia moderna o ciencias naturales comparten créditos con otras formas de conocimiento. Verbigracia, Cassirer (1998) equipara en un mismo rango filosófico (el de las formas simbólicas) el mito, el lenguaje y las ciencias fisicomatemáticas; Windelband, por su parte, análogamente a Dilthey, separa las ciencias nomotéticas de las idiográficas.
La ruta kantiana del a priori, con su respectivo rechazo a la devoción por la ciencia moderna, no constituye la única directriz hacia la ampliación del conocimiento. Hubo quienes arrancaron más atrás, desde que se puso en duda la primacía de la sustancia.
El filósofo formado en la escuela de Descartes sabe que las cosas son dudosas, que no son tales como aparecen; pero no duda que la conciencia sea tal como aparece a sí misma; en ella, sentido y conciencia del sentido coinciden; desde Marx, Nietzsche y Freud, lo dudamos. Después de la duda sobre la cosa, entramos en la duda sobre la conciencia. (Ricoeur, 1973: 33)
La duda cartesiana echó abajo la primacía de la sustancia, y con ello, reforzó las posibilidades del método de la ciencia moderna: la organización racional o matemática de la experiencia. Poco a poco, este procedimiento adquirió carta de naturalidad en la conciencia. Nadie dudaba ya de él. Por el contrario, se convirtió en juez. Distinguía lo que se libraba de la duda de lo que no. Paralelamente y de manera independiente, Friedrich Nietzsche (1844-1900), Karl Marx (1818-1883) y Sigmund Freud (1856-1939) supusieron “la conciencia en su conjunto como conciencia ‘falsa’ (Ricoeur, 1973: 33).
Lo que los tres han intentado, por caminos diferentes, es hacer coincidir sus métodos “conscientes” de desciframiento con el trabajo “inconsciente” de cifrado, que atribuían a la voluntad de poder, al ser social, al psiquismo inconsciente. A astuto, astuto y medio. (Ricoeur, 1973: 33)
¿No llegó a convertirse la ciencia moderna en ama y señora en cuestiones de cifrado y desciframiento de la verdad? ¿No es cierto que para tales menesteres se apeló a ella sin cuestionarla, es decir, guardándole inconscientemente profundo respeto? Antes se dijo: sin más, era el juez. Luego, en el trabajo de estos tres maestros de la sospecha, como los llama Ricoeur, podrían hallarse raíces de la caída del monopolio de la ciencia moderna con relación a la verdad.
De una u otra manera, diversas formas de conocimiento se abrieron camino para competir con la ciencia moderna. Pero la lucha no ha sido fácil. Se ha requerido de observadores perspicaces, incluso radicales, al estilo de los maestros de la sospecha. Husserl (1984), al poner por debajo de las ciencias europeas el mundo de la vida, les arranca su orgullo: la objetividad. De manera más humillante: “es la explicación o la revelación de la vida precientífica de la conciencia lo único que da su sentido completo a las operaciones de la ciencia y a la que éstas remiten constantemente” (Merleau-Ponty, 1975:79). “¿Por qué es el ente y no más bien la nada? Esta es la pregunta” (Heidegger, 1993: 11). Más allá de la ciencia, se cuestiona en ella la manera de interrogar en la tradición occidental: ¿por qué se ha impuesto preguntar por el ente y no por la nada?, ¿qué o quién decidió que así fuera?, ¿no se habrá errado el camino? “Hay que dejar en todo rigor aparecer/desaparecer la marca de lo que excede la verdad del ser. Marca (de lo) que no puede nunca presentarse, marca que en sí misma no puede nunca presentarse” (Derrida, 1998: 57). Quizá, pues, en vez de preguntar, hay que dejar aparecer. No faltan insultos a todo tipo de saber. Véanse las siguientes citas inspiradas en Nietzsche. “El conocimiento esquematiza, ignora diferencias, asimila las cosas entre sí, y cumple su papel sin ningún fundamento en verdad. Por ello el conocimiento es siempre un desconocimiento” (Foucault, 1995: 111). Además: se da “bajo la forma de ciertos actos que son diferentes entre sí y múltiples en su esencia, actos por los cuales el ser humano se apodera violentamente de ciertas cosas, reacciona a ciertas situaciones, les impone relaciones de fuerza” (Foucault: 111).
Y en efecto, es posible mostrar “reglas lógico-metódicas e intereses que guían el conocimiento”: en “las ciencias empírico-analíticas interviene un interés técnico”; en “las ciencias histórico-hermenéuticas interviene un interés práctico; y, en “las ciencias orientadas hacia la crítica interviene un interés emancipatorio” (Cf. Habermas, 2001: julio 5). También se ha dicho que la disputa metodológica entre ciencias de la naturaleza y ciencias del espíritu estaba mal planteada. “Lo que tenemos ante nosotros no es una diferencia de métodos sino una diferencia de objetivos de conocimiento” (Gadamer, 1977: 11). No ha de pasarse por alto que “la dialéctica entre ideología y utopía puede arrojar alguna luz sobre la no resuelta cuestión general de la imaginación como problema filosófico” (Ricoeur, 1999: 59). Allí han de ventilarse cuestiones sobre lo imaginable (desde luego, incluida cualquier forma científica) bajo un mismo problema: autoridad o poder. “Si toda ideología tiende, en última instancia, a legitimar un sistema de autoridad, ¿no intenta toda utopía afrontar el problema del poder mismo?” (Ricoeur, 1999: 59). Para finalizar, dos citas clásicas. “Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo” (Marx, s.f.). “Hasta ahora, los filósofos no han hecho sino cambiar el mundo, de lo que se trata es de dejarlo en paz” (Marquard, citado en Dussel, 1993: 129).