EL IMPACTO TRIBUTARIO DE LA ECONOMÍA INFORMAL EN MÉXICO. EN BUSCA DE UNA PROPUESTA ESTRUCTURAL
Emigdio Archundia Fernández
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Desde hace dos siglos aproximadamente, los conceptos de “Democracia”, “Estado de Derecho”, “Constitución” y “Constitucionalismo”, están de tal suerte vinculados entre sí, que resulta indispensable su tratamiento simultáneo en todo macro análisis contemporáneo de los fenómenos y de las estructuras del poder.
En forma aislada discurrir sobre la “Democracia”, cualquiera que sea el sentido o el contenido que se atribuya al vocablo, puede conducir lo más lejos que se proponga remontarse en el tiempo. No así, en cambio, cuando el propósito de una investigación consiste por ejemplo, en examinar las formas de organización y ejercicio del poder en los “Estados Democráticos de Derecho”.
Como se sabe el “Derecho” concebido como normatividad coercitiva ha existido prácticamente desde siempre, junto a versiones variadísimas de organización política y a formas distintas de estructuras “estatales”. Sin embargo, el “Estado de Derecho", al que se asocia con la idea de Democracia y que aspira desde su nacimiento a regular en la praxis el ejercicio del poder, ve la luz con las dos Revoluciones de finales del siglo XVIII, teniendo como antecedentes inmediatos a las Revoluciones Inglesas del siglo anterior.
“Constituciones” desde luego, ha habido diversidad como Estados o estructuras de poder institucionalizadas. Al estudiar la “Constitución Política” de una organización social puede transportar al pasado, tan lejos como antigua sea la sociedad de que se trate. Cuando se refiere en cambio, a la “Constitución del Estado de Derecho”, se remonta tan solo a dos siglos, a una época en la que “Constitución” y “Estado de Derecho”, inauguran conceptualmente lo que los estudiosos de la ciencia jurídica denominan “Constitucionalismo Moderno”.
En suma, desde las Revoluciones Norteamericana y Francesa, el origen del poder político, su estructura, su ejercicio, sus límites, sus fines y su justificación, así como sus detentadores, sus destinatarios y las condiciones en que unos a otros actúan, son analizados tomando en cuenta junto a otros, los cuatro elementos teóricos señalados, de manera independiente e interrelacionada, sea para juzgar sobre el grado de aproximación entre la reglamentación normativa del poder político y su ejercicio real, o para concluir que entre teoría y norma por un lado y praxis por el otro, hay distancias o abismos insalvables.
Consecuentemente, el estudio de los sistemas políticos contemporáneos y la discusión sobre sus posibles modificaciones estructurales no pueden sustraerse a la concepción, ni al análisis sistemático de los fenómenos del poder en el Estado de Derecho descrito normativamente en Leyes supremas o constitucionales, cuyo télos o desiderátum común, a pesar de su variabilidad orgánica, es la democracia. Desde luego, no se pretende sugerir que con el tipo de Estado y las estructuras normativas del poder descrito en forma paradigmática por el “Estado Constitucional de Derecho” del Siglo XVIII, se deba hacer coincidir el inicio del fenómeno estatal, aparezca el poder político como componente social o los sistemas políticos existan por vez primera y se conviertan así, en posibles objetos de estudio teórico.
Es obvio que el poder que se ejerce en un ámbito social, independientemente de sus bases materiales o de sus fuentes de legitimación, es tan antiguo como las sociedades mismas, las incipientes, las organizadas en formas simples o las muy complejas estructuralmente.
Ahora bien, ¿Cuál es entonces, la esencia y la importancia del concepto “Estado de Derecho” y cómo justificar que el punto de partida históricamente más o menos preciso que se ha tomado para iniciar el tratamiento de estos temas, sea el del nacimiento del “Constitucionalismo Moderno”?
La existencia de una Constitución como texto único, que reúne las reglas concernientes a la atribución y al ejercicio del poder político en determinada sociedad, es un fenómeno relativamente reciente: En la forma que se le conoce actualmente, no es anterior al Siglo XVIII. Esto no significa que antes de esta época las sociedades no hayan tenido una organización política; simplemente, no habían tenido necesidad de una Constitución. Esta técnica jurídica resultó necesaria en el momento en que la burguesía, políticamente minoritaria frente a la aristocracia, busco el medio de limitar el poder real en el cual, teóricamente no participaba.
La vieja teoría del contrato social, ya presente en la Edad Media, fue retomada por los filósofos de las Luces y encontró una encarnación precisa: el texto de la Constitución no es otra cosa que el resumen de las afirmaciones de los derechos de los ciudadanos y de las modalidades de ejercicio del poder por ellos mismos y por sus representantes. La Constitución representa por lo tanto, la Ley suprema en la organización de la sociedad que confiere al Estado sus fundamentos y sus límites.
La esencia del cosiddetto “Constitucionalismo Moderno” consiste en la limitación del ejercicio del poder político, objetivo primario de la nueva estructura estatal, que surge como una aplicación y una consecución práctica de la aceptación filosófico-política de estos tres principios:
a) El poder no se justifica más en función de la herencia, ni tiene origen divino, sino radica en la volonté genérale, la Nación, el pueblo, o en términos actuales en los ciudadanos.
b) Estos requieren de una esfera jurídica protectora de su persona o de su individualidad y de sus derechos, que “garantice” su invulnerabilidad y represente por ende, un freno y un límite a la acción del Estado. Los derechos fundamentales del hombre y del ciudadano, las garantías individuales o los derechos humanos son, sin perder de vista las diferencias conceptuales entre ellos, la primera limitación institucional al ejercicio del poder político.
c) El otro instrumento básico por medio del cual se intenta conjurar, dentro de éste modelo, el peligro de un poder excesivo y no constreñido a límite alguno, es la distribución de las funciones del Estado en órganos distintos que deben actuar sólo en el ámbito de su competencia y que se controlan entre sí. La “división de poderes” limita el ejercicio del poder político que al no estar concentrado, deja de ser absoluto y que al tener frente a sí marcos referenciales de actuación concretos y definidos (competencias fijadas normativamente), adquiere un carácter relativo delimitado por las atribuciones y de los deberes que sólo competen a un órgano o a la concurrencia de uno y otro.
A estos principios e instrumentos esenciales del nuevo tipo de Estado corresponderían medios para concretarlos y fines u objetos que justificarán y dieran sentido al modelo de organización y de ejercicio al poder que generó.
El medio por el que se optó fue “el Derecho”; el fin último que se pretendía alcanzar era la “Democracia”.
Derecho y Democracia, conceptos cargados desde siempre y hasta hoy de sentidos y significados equívocos, completaron el modelo “Constitucionalista”, dentro del cual representan forma o estructura el uno y télos el otro.
Según el esquema clásico que se examina, el derecho constituye el marco referencial del ejercicio del poder político. Este no puede penetrar en el ámbito de los derechos del hombre (primer límite), ni puede ser utilizado por un órgano o por una autoridad para actuar fuera del ámbito competencial que le asigna la ley (segundo límite).
Como se sabe, tanto los derechos del hombre, después garantías individuales y hoy derechos humanos, como la división de poderes, principios básicos del nuevo modelo estatal, son recogidos por normas jurídicas, a través de las cuales transitan del nivel ético-declarativo y al de la observancia obligatoria. El derecho en tal virtud, formalizando estos principios, regula y limita el poder dándole certidumbre, objetividad y fundamento a su ejercicio, es decir, lo institucionaliza y lo convierte en práctica admitida y admisible para todos, por estar basado en la Ley y non piú en la voluntad del monarca.
La norma jurídica superior que jerárquicamente recoge los principios y las instituciones referidas, dando “nacimiento” al nuevo Estado y fundamentando la validez de todas las leyes o normas jurídicas en general, que serán base de todo acto de autoridad, recibe el nombre de Ley Suprema o Constitución.
Si se observa con cuidado, dentro de este esquema hoy en muchos sentidos modificado, inclusive con relación a algunos de sus contenidos fundamentales, la Constitución se identifica con la consagración jurídica de los derechos del hombre (parte “dogmática”) y con la distribución del poder en órganos del Estado (parte “orgánica”).
Entonces, su origen histórico, las razones por las que las constituciones suelen definirse así y el significado en muchos casos hasta sacramental, que se atribuye a la expresión “Ley Suprema”, aparece con claridad para su mejor comprensión y con ella también, lo cual es tan importante o más, para su desmitificación.
En suma, la Constitución enmarca, define, organiza y delimita el ejercicio del poder, que según este paradigma, será un poder político legal y legítimo desde sus orígenes, durante su aplicación y hasta el cumplimiento de sus fines.
El “nuevo Estado” (Poder), en el cual la base de su actuación será la Ley (Derecho), se diferencia de su predecesor esencialmente, por qué en el “Estado de Derecho”, todo acto de poder público es objetivo e impersonal, rasgos típicos de toda norma jurídica, frente a la subjetividad y parcialidad que caracterizan la actuación de un monarca.
Ahora bien, el “Estado de Derecho” se sustenta en un principio superior y aspira a alcanzar un fin último. El paradigma del “Estado Constitucional” no puede tener como génesis otro principio que no sea el de la voluntad común, en torno a la conformación estatal y el de la aceptación consecuente de la única fuente legítima del poder, es decir, su origen popular. El pueblo se da a sí mismo estructuras e instituciones políticas descritas por la Ley, bajo cuya regulación actuarán los gobernantes, “sus representantes”, orientando el ejercicio de su función hacía la consecución de los valores sociales supremos: “Libertad, Seguridad, Propiedad, y Democracia”.
Soberanía popular y democracia quedan inmersas en un proceso único, el del origen, ejercicio, límites y fines del poder del Estado, que se fundamenta en el pueblo por qué tiene que ser democrático y que se instituye para su beneficio, por que solo en función de las aspiraciones del pueblo se concibe al poder político legítimo.
Es de advertirse que una vez reunidos en un esquema aparentemente acabado de nuevo Estado los elementos “Soberanía Popular”, “Derecho del hombre y del ciudadano”, “División de Poderes”, “Constitución” y “Democracia”, es decir, descrito y estructurado en forma completa el “Estado de Derecho”, inaugurado con el “El Constitucionalismo Moderno”, se crea un auténtico paradigma teórico al que además pretende darse hasta la fecha un valor práctico absoluto.
Conviene detenerse en el estudio de las instituciones fundamentales del “Estado de Derecho” clásico. Es decir, antes de examinar las relaciones dinámicas entre derecho y poder, resulta muy útil hacer una referencia aunque sea esquemática, de las estructuras del “Estado Constitucional” estáticamente consideradas.
Estás son en síntesis:
• La titularidad de la soberanía recaen en el pueblo.
• El origen del poder coactivo del Estado no es divino ni hereditario, sino popular.
• Los Órganos del Estado están integrados por representantes populares.
• El hombre y el ciudadano poseen derechos fundamentales que la Ley tutela y garantiza.
• El ejercicio del poder se distribuye entre órganos jurídicamente estructurados y dotados de competencias limitadas.
• El poder del Estado se ejerce por definición de manera limitada.
• Es precisamente el derecho el que fija los límites del poder, esencialmente por medio de dos instituciones, a saber: 1.- Los derechos del hombre y el poder ciudadano; y 2.- la división de poderes.
• Toda esta estructura se consagra en una Constitución, Ley fundamental del Estado y marco de referencia de la validez y de la legalidad del orden jurídico, así como del ejercicio del poder público.
• La Constitución determina la génesis, el ejercicio y los límites del poder del Estado.
• Los Órganos del poder público y los ciudadanos están sometidos a ella.
• Todos los actos de autoridad deben representar los términos constitucionales de forma (estructura de los poderes), de fondo (competencia de cada órgano) y de legalidad (respeto del contenido de las normas).
• Las transformaciones del orden constitucional son reguladas previamente por la propia constitución.
En suma, las estructuras que caracterizan al “Estado de Derecho” presentes en tipos de Estados anteriores en forma sea incipiente o bien en proceso de desarrollo, no formaban parte de un esquema completo, diferenciado de los anteriores, señaladamente por que en adelante:
• La Ley no limitará el poder del monarca, sino lo excluirá.
• El Derecho limitará el poder político, quien quiera que lo detente, por que el origen del poder en todos los casos será la Ley.
Una vez descritos los elementos formal-constitucionales del “Estado de Derecho”, es necesario elegir algún punto de partida para adentrase en el análisis de sus aspectos dinámico-funcionales más importantes.
Parece conveniente examinar de manera inicial estas tres cuestiones, a saber:
• Los efectos y las consecuencias del tratamiento jurídico y de la incorporación al texto de las constituciones, del principio político de la “soberanía popular”.
• Las relaciones concretas en el mundo del “ser” y no del “deber ser”, entre la descripción formal-normativa del poder político y su ejercicio en la realidad.
• La distinción entre liberalismo y democracia que, aunque suficientemente explorada, sigue siendo desatendida por algunos estudiosos e ignorada para efectos prácticos, persistiendo por ende, la asimilación de uno y otro concepto.
Así pues, el análisis de estos tres aspectos del “Estado de Derecho” se situará al final de ésta sección, en una posición suficientemente sólida para iniciar el estudio pormenorizado de las instituciones y formas de organización política, que presentan entre sí grados importantes de variabilidad, pero que responden a un origen común, desde hace dos siglos identificado como el “Estado Constitucional de Derecho”.
La negación de la soberanía popular y su traslado a la Constitución y a los Órganos del Estado.
Se dice y con razón, que quien ejerce poder político pretende acrecentarlo, asegurarlo y conservarlo. No importa cual haya sido la vía para alcanzarlo legal o ilegal, pacífica o violenta, el detentador del poder tiende por definición a tratar de mantenerse en la posición de quien ordena, preferible a la de quien recibe órdenes. La perspectiva desde el poder es, salvo muy pocas excepciones, por naturaleza conservadora.
A esta regla no necesariamente puede oponérsele la expedición de la “vía revolucionaria” para tomar el poder, que pudiera hacer suponer que un cuestionamiento radical y progresista desde fuera o frente del poder político que aún no se detenta, tendrá correspondencia con una actitud de signo coincidente, una vez que el poder se ha alcanzado.
La experiencia demuestra lo contrario. Los “revolucionarios” que tienen éxito en su intento por modificar el “desorden existente” se tornan, se insiste, con escasas excepciones, en los más fieles “promotores del orden establecido” y en muchas ocasiones, inclusive, en los más furiosos detractores de los medios que alguna vez emplearon para lograr sus objetivos. No es extraño encontrar en la “Historia de las Revoluciones” los mismos nombres de quienes “lucharon por el poder animados por las ideas más progresistas en su momento”, convertidos en partidarios a ultranza de posturas reaccionarias desde el Gobierno, o en el mejor de los casos, en defensores convencidos de instituciones similares a las que poco tiempo antes repudiaban ferozmente.
Bajo esta perspectiva, parece útil, analizar el profundo, amplio y complejo tema de la soberanía, en cuanto a su papel fundacional del “Estado de Derecho” y a su “legalización” dentro de la estructura que lo caracteriza.
Sin duda, la modificación radical del concepto de soberanía regia de Bodin o de Hobbes consumada en el Siglo XVIII, trastoco los cimientos político-jurídicos a partir de los cuales había sido construido el Estado Monárquico.
La substitución de la celebérrima definición de la soberanía de Bodin, entendida como puissance absolue et perpétuelle d´ une République que les latins apellent majestatem, por la souveraineté nationale de Siéyés, proveniente de la volonté générale rousseauniana, sencillamente elimina toda forma posible de identificación del Rey con el Estado o viceversa y legitima además la toma del poder contra el Rey y la destrucción de su Estado.
La violencia constructiva, que es violencia revolucionaria, es solo admisible cuando proviene de la Nación, colectividad indivisible y perpetua que va más allá del pueblo existente en un momento dado.
Ahora bien, conviene plantear una interrogante ¿Cuáles son los efectos de la soberanía concebida “jurídicamente” y no solo con fuerza política? o mejor, ¿Qué ocurre cuando la soberanía pasa de ser fundamento de una revolución a precepto de una Constitución?
El principio de “soberanía popular” constituye en la actualidad, el único fundamento aceptable de legitimidad del poder político. La inmersa mayoría de los Estados del mundo contemporáneo, por no decir que todos, independientemente de las diversas formas de gobierno que adopten y de la variabilidad de sus instituciones políticas, toman este principio como base de su estructura constitucional.