MICHEL FOUCAULT Y LA VISOESPACIALIDAD, ANÁLISIS Y DERIVACIONES
Rodrigo Hugo Amuchástegui
Introducción
La historia de los espacios que propone Foucault está para escribirse. En lo que sigue -en su primera parte- no podemos tener la certeza de estar en ese camino, pero sí que los espacios (o dispositivos visoespaciales, en nuestra terminología) fueron iluminados por la obra de Foucault. Sin pretender que la metáfora sea suficiente por sí misma, recordemos aquello que fue dicho en la Introducción. Foucault nos sirve como principio de búsqueda, y obviamente por ello estamos refiriéndonos a sus escritos. Se puede decir de ellos entonces que funcionan como principio heurístico, como generadores de nuevos interrogantes y descubrimientos y más específicamente de “derivaciones” visoespaciales. Nosotros teniendo presente las conceptualizaciones e investigaciones foucaultianas encontramos que ciertas arquitecturas (reales o imaginarias), que ciertos territorios pueden (y deben) ser considerados como complejos dispositivos visoespaciales. Y es sobre ellos que queremos presentar una descripción. Presentar el laberinto, o la catedral, por caso, como interpretaciones foucaultianas es ciertamente arriesgado, dada la gran cantidad de tinta que ha corrido por y para ellos. Por eso mismo, nuestra presentación debe ser prudente. Sin embargo, entendemos que puede atribuirse una clara impronta foucaultiana a los casos que presentamos como “derivaciones”. Las mismas las consideramos desde distintos enfoques. Por un lado, tenemos los capítulos llamados “El laberinto, como lugar de paso”, “El dispositivo visoespacial catedralicio”, “Políticas espaciales del siglo XVII” y “La Secretaría de Educación Pública de México” que dan cuenta de investigaciones totalmente personales, donde la proyección de las categorías e investigaciones foucaultianas no tienen antecedente. Bastante extensos en algunos casos, ello nos parece necesario para que su fundamentación sea lo más persuasiva posible. Entender el contexto histórico -por muy sintético que se presente- o los antecedentes incluso biográficos aparece como condición necesaria y quizá suficiente para aceptar estas “proyecciones” del pensamiento foucaultiano. En segundo lugar, en el capítulo “Derivaciones singulares” analizamos cuatro estudios de “aplicación” de las ideas foucaultianas a problemáticas espaciales. Sin duda, la distancia es enorme con respecto a los primeros ejemplos personales, pero responde a nuestro objetivo de mostrar una diversidad de enfoques, de allí que incluso incluyan la proyección de las ideas de Foucault al mundo animal. Estas descripciones no necesariamente recurren para justificar su marco teórico a textos referidos a cuestiones espaciales, aunque finalmente éstas sean los ámbitos de su aplicación.
El nombre “Derivaciones diferentes” hace sin duda alusión a que todos los textos referidos tienen como su marca de origen las ideas y los espacios descriptos en el artículo “Des espaces autres” y, en particular, en el concepto de “heterotopía”. Pero también allí es posible confirmar la dispersión de temáticas y objetos referenciados, confirmando que ese inicial y último texto encierra el potencial de generar investigaciones cuyo límite no está cercano.
El laberinto, como lugar de paso
Comenzar por el laberinto en la relación poder-saber-espacio-imagen es comenzar por una forma geométrica que ha sido continuamente retomada en su misterio y develamiento a lo largo de la historia occidental. Es también retomar un tema que se encuentra en Foucault, pero en un pasillo secundario, nunca central y del que no se puede decir que tenga un recorrido único o que éste llegue a alguna parte. Es así que aparecen múltiples referencias al laberinto dedálico en el capítulo de Raymond Roussel (1963b [1999]) “La metamorfosis y el laberinto”, así como en el artículo que tiene ese texto como referencia, “Decir y ver en Raymond Roussel (1962). También aparece en “Un saber tan cruel” del mismo año (1962a) y en “Ariadna se ha colgado” de 1969 (1969a), pero si bien son referencias que tienen en el mito griego su lugar de origen, su interés está atado al devenir literario y no tienen referencias a la problemática visoespacial que nos ocupa. Podrían también plantearse otras entradas desde la obra de Foucault, como obviamente serían todas las asociaciones del laberinto con la prisión y tener a Vigilar y castigar como punto de partida. Nuestra intención sin embargo no es esa. Nos desprendemos de una dependencia literal de los textos foucaultianos, para ensayar una relación entre espacio, imagen, poder y saber –que sí está en textos de Foucault– partiendo del mito griego, y al mismo tiempo, establecer un punto de partida de nuestra recorrida cultural, que aunque cruce tiempos y pareceres debe empezar por algún lado.
El mito del laberinto claramente pone en juego la relación antedicha. Rivera Dorado en su libro Laberintos de la Antigüedad (1995) encuentra que el laberinto como “concepto, figura y significado, pertenece de lleno al catálogo de los grandes símbolos de la acción política y social” (1995: 21). En su análisis, centrado en tres modelos antiguos (griego, maya y egipcio) asentados en gobiernos monárquicos, vincula el laberinto con la vida religiosa y con la necesidad de los gobernantes de situar su propia persona y sus actos de gobierno en dicho horizonte. Vincularse al mundo trascendente es una necesidad de todo gobierno que desea “que su legitimidad emane de la ideología religiosa, puesto que así se sitúan en el terreno de los fenómenos y las decisiones incontestables, junto a las divinidades y los arcanos de la voluntad de las potencias superiores” (1995: 28). Y, en este sentido, y para regresar a la dimensión espacial, centro de nuestro interés, cumplen su función los palacios y los templos, intercambiando valores simbólicos entre ellos. La casa del rey y la casa del dios “albergan poderes gemelos y complementarios en los diferentes planos cosmológicos” (1995: 29). De este modo, la arquitectura cumple su función en la legitimación política. Del orden divino al terrestre se establecen lazos de continuidad. Para Rivera Dorado los laberintos tienen varias funciones:
“impulsar y asegurar la armonía cósmica en la que se integra el grupo social, afianzar la continuidad y promover la renovación del mundo y de la vida, dar ejemplo y esperanza en la resurrección después de la muerte, ejercer el magisterio de la sabiduría del orden universal y las leyes divinas y humanas, guardar y transmitir la doctrina de los significados últimos de las cosas, sancionar la iniciación por la que se accede al conocimiento”. (1995: 30)
Queda claro inmediatamente de esta enumeración que los laberintos, con su vinculación a la sabiduría –aunque no obviamente al saber como lo plantea Foucault– y al poder conforman un verdadero dispositivo de saber-poder de los tiempos arcaicos. No es nuestra intención –la de este trabajo– desarrollar el amplio tema de la relación simbolismo político y arquitectura que tendría varios puntos para detenerse, que incluirían desde las Pirámides a las Torres Gemelas, y que se apoyaría, en tanto simbolismo, en la larga duración propia de las construcciones arquitectónicas, al menos mientras no haya una expresa intención humana de destruirlas o la intervención de las fuerzas naturales. El poder se muestra al construir y no solo templos, sino también ciudades.
Actuar mediante el símbolo no es actuar por la violencia, y la actuación por el símbolo, en tanto ha servido para modificar o crear conductas, ha sido una constante en la cultura, aunque, por supuesto, también lo ha sido el empleo de la violencia física.
Por otra parte, poder real, poder económico y arquitectura se encuentran vinculados:
“Cuantos más monumentos se erigían, más crecía el prestigio del monarca y más sólidamente se afianzaba su poder, de manera que podía contar más fácilmente con más fuerza de trabajo, que rendía a su vez mayores beneficios económicos, que servían para emprender otras obras ... El rey era más divino cuanto más rico, y era más rico cuanto más divino. La prueba de su divinidad era la arquitectura”. (1995: 222)
Y los laberintos son la confirmación de esa divinidad. Su existencia supone el pasaje al mundo de los muertos, su conocimiento. El acceso a este otro mundo es el acceso que solo recorren los muertos u hombres especiales. El recorrido del laberinto, como acceso al otro mundo, es un camino que debe recorrer el rey, en la medida en que es partícipe del mundo divino y le permite también, y por eso mismo, legalizar su situación política.
Entrar en el laberinto es acceder a un conocimiento que colabora con la organización social, al hacer que el mundo de los muertos no aparezca ya como absolutamente amenazador, pues hay una figura –el rey que transita ese territorio– que lo conoce. Conocimiento y poder están aquí fuertemente imbricados y, a fin de cuentas, si el poder se expresa a través de la arquitectura, el poder absoluto se expresa mediante la arquitectura absoluta, como son los laberintos. Esto, dicho así, para poder vincular en principio los conceptos de espacio y poder, y tendría algunos elementos de la llamada arquitectura del fasto, a la que Foucault contrapone la arquitectura disciplinaria. Pero también permítasenos señalar un recorrido para repensar, desde coordenadas ensayísticas, su significado. El laberinto como símbolo –representación visual de una idea– sirve como clave de interpretación cultural que pone en juego la triple relación saber-poder y visoespacialidad que vertebra esta sección del trabajo.