MICHEL FOUCAULT Y LA VISOESPACIALIDAD, ANÁLISIS Y DERIVACIONES
Rodrigo Hugo Amuchástegui
Con respecto a la relación poder-arquitectura, nos centramos ahora en la vinculación de Foucault con el trabajo arquitectónico y los arquitectos. El tema del poder del arquitecto estrictamente tiene diferentes recorridos en su obra, aunque nunca es enfocado centralmente. En Vigilar y castigar, en el capítulo “La prisión”, Foucault señala que para él un arquitecto no es alguien simplemente funcional a la construcción de un edificio (hace lo que otros le dicen que haga), sino parte constitutiva del proyecto, y siendo el Panóptico “el programa arquitectónico de la mayoría de los proyectos de prisión”, pero también de escuelas y hospitales, el arquitecto aparece como el especialista encargado de traducir “en la piedra la inteligencia de la disciplina” (1975 [1978: 252]).
Incluso, y si seguimos una nota en la que Foucault aclara este punto, vemos que el arquitecto para el siglo XIX francés, al menos en este caso, está antes que los encargados del área administrativa:
“Si se quiere tratar la cuestión administrativa haciendo abstracción de la de construcción, existe el peligro de establecer unos principios a los que se sustraiga la realidad; mientras que con el conocimiento suficiente de las necesidades administrativas, un arquitecto puede admitir muy bien tal o cual sistema de encarcelamiento que la teoría tal vez hubiera relegado al número de las utopías” (Abel Blouet, Project de prison cellulaire, 1843, p.I). Citado en Foucault (1975 [1978: 252, n.57])
O sea, el fundamento del funcionamiento de la realidad de la prisión está en el arquitecto (y ésta es una perspectiva valorativa del poder del arquitecto). La función de modalización de las penas, la conversión de los individuos, supone un trabajo conjunto. Intérprete de una necesidad para resolver un problema, el arquitecto aparece como el reverso de la moneda del poder, que en una de sus caras tiene a la autoridad, y a él en la otra. El espacio humanitario, si se quiere mantener esa idea, estará modalizado con el de la perfecta vigilancia. O sea:
“La autoridad de una parte, y el arquitecto de otra, tienen, pues, que saber si las prisiones deben estar combinadas en el sentido del suavizamiento de las penas o en un sistema de enmienda de los culpables y conforme a una legislación que, remontándose al origen de los vicios del pueblo, se torna un principio regenerador de las virtudes que se debe practicar” (L. Baltard, Architectonographie des prisons, 1829, pp.4-5). (cit. en Foucault 1975 [1978: 253])
Los principios del Panóptico son claros y se plantea la forma arquitectónica y sus variantes como formadora de conductas. Sin embargo, esta posición no está sostenida en otros textos. Así, en la entrevista ya citada con Paul Rabinow, y refiriéndose a los siglos XVII y XVIII, Foucault afirma que no son los arquitectos (formados en la Escuela de Bellas Artes) los artífices de la organización y administración del territorio, sino los ingenieros de la Escuela de Puentes y Caminos, y hace presente la devaluación de su función: “Aquellos que pensaban el espacio no eran los arquitectos, sino los ingenieros, los constructores de puentes, de rutas, de viaductos, de caminos de hierro, así que los politécnicos controlaban prácticamente las vías francesas”, y amplía respondiendo a la pregunta:
“-¿Los arquitectos no son más necesariamente los maestros del espacio que fueron antes o que creían ser?
-No. Ellos no son ni los técnicos ni los ingenieros de tres grandes variables: territorio, comunicación y velocidad. Estas son las cosas que escapan a su dominio”. (1982a: 275)
Foucault, en esta entrevista, deja claro además que si bien hay “intenciones” de los arquitectos para producir arquitecturas liberadoras, estas intenciones no bastan, y en esto se refiere a Le Corbusier en forma ambigua, mencionando y oponiéndose a las acusaciones de cripto-estalinista con que algunos habrían catalogado al famoso arquitecto franco-suizo. Le Corbusier estaba “lleno de buenas intenciones, esto que él hizo estaba de hecho destinado a producir efectos liberadores” y si numerosas de sus proposiciones, formales y teóricas se han acabado por sus fracasos, es también porque “no hay nada jamás en la estructura de las cosas para garantizar el ejercicio de la libertad” (1982a: 276). No son las formas por sí mismas capaces de ello. Y por último, en este caso, aclara:
“Después de todo, el arquitecto no tiene poder sobre mí. Si yo veo demoler o transformar la casa que él me ha construido, instalar nuevos tabiques o agregar una chimenea, el arquitecto no tiene ningún control. Es necesario por lo tanto colocar al arquitecto en otra categoría, –lo que no quiere decir que no tenga nada que ver con la organización, la efectivización del poder, y todas las técnicas a través de las cuales el poder se ejerce en una sociedad. Yo diría que es necesario tenerlo en cuenta –su mentalidad, su actitud, tanto como sus proyectos–, si se quiere comprender un cierto número de técnicas de poder que son puestas en obra en arquitectura, pero no es comparable a un médico, a un sacerdote a un psiquiatra o a un guardián de prisión”. (1982a: 278)
Foucault incluso presenta la dependencia de la práctica arquitectónica –a partir del siglo XVII– de la figura del médico experto “que proyecta el espacio urbano como un objeto a medicalizar”. Lo cual, sumado al lugar que le reconoce al ingeniero, nos muestra esa pérdida de competencias. Esto es lo que ha hecho que el arquitecto progresivamente se haya ido desinteresando de “los problemas de la ciudad y de los grandes proyectos de administración de los que él estaba excluido, para asumir la condición de artista (y ponerse durante dos siglos la máscara de poeta)”, afirma Violeau (2004: 169).
Esta cita interesa además pues da a entender que la concepción del arquitecto como artista –una idea que sigue despertando polémicas– resulta de un movimiento de reemplazo de los arquitectos por los médicos e ingenieros. O sea, en la medida en que éstos aparecen como los adalides de la causa urbana (al menos de su organización), los arquitectos –como urbanistas– empiezan a perder importancia y deben refugiarse en el territorio más maleable del arte.