MICHEL FOUCAULT Y LA VISOESPACIALIDAD, ANÁLISIS Y DERIVACIONES
Rodrigo Hugo Amuchástegui
Roma en la Contrarreforma se quiere constituir como símbolo de la nueva espiritualidad y construirse a sí misma como polo de aglutinación, que frene la captación de fieles por la Reforma. Las estrategias son variadas. La promulgación de indulgencias plenarias (Jubileos) y Años Santos a aquellos que la visitan se complementa con la escenificación urbana. A la austeridad protestante se contrapone la espectacularización urbana: el peregrinar como movimiento continuo que une las distintas basílicas con sus objetos sagrados, las reliquias.
El problema de la circulación, que será tematizado por Foucault como luego veremos, tiene aquí una lógica estricta. “Ante todo se trata de crear un espacio transitable en el que se puedan orientar con facilidad los peregrinos que desconocen la ciudad”. Y ello supone la modificación de la ciudad, la rectificación de sus calles, la nivelación de los terrenos. De forma que “el conjunto de los peregrinos se pudiera contemplar a sí mismo como un espectáculo en movimiento, al tiempo que favorece a la alienación del individuo en la masa de las grandes ceremonias colectivas” (Checa Cremades 2001: 266).
Esta idea de la ciudad en movimiento se complementa con la ciudad-fachada. Fernando Checa Cremades, nuestro principal guía en este aspecto del recorrido, plantea que la reforma de Roma en el Barroco no pasa por la construcción de espacios habitables sino que, en la idea de construirla como un espacio de circulación de fieles, se desarrolla un urbanismo de fachadas.
“Para ello los papas tomaron toda una serie de medidas que favorecían la construcción en todos aquellos parajes vacíos atravesados por las nuevas calles, y que iban desde la traída de aguas, a disposiciones legales como la que obligaba a crear falsas fachadas para cerrar solares o unir edificios reales separados por descampados, o las que permitían la expropiación forzosa de los terrenos por parte de los promotores”. (2001: 267)
La acción de la ciudad sobre el transeúnte tiene en Bernini quizá al principal de sus exponentes. Un elemento importante es el efecto sorpresa, que el arquitecto italiano quería lograr sobre el peregrino que llega ante la basílica de San Pedro, que se diferencia del proyecto de Fontana que quería que se pudiesen contemplar las columnatas desde lejos: “Este espectacular coup de théâtre ha sobrevivido incluso al erróneo intento de Mussolini de crear un acceso monumental quitando la spina entre las dos estrechas calles que conducen desde el Tíber al Vaticano”, dice Arnheim (1977 [2001: 125]). Estas columnatas y la plaza ante la basílica están pensadas como el atrio de una iglesia, con carácter escenográfico, de ahí “la ligera inclinación ascendente de la piazza retta” (Checa Cremades 2001: 273). Las fuentes también forman parte de esa sorpresa (pensemos en la Fontana de Trevi en el siglo siguiente, con la fachada de un palacio convertida en fuente).
No es por cierto un invento del siglo XVII el trompe l’oeil que, por caso, ya en Pompeya encuentra acabada expresión, sea en la Villa des Mystères, en la Casa del Frutteto o la Maison des Vettii. También el Gótico y el Renacimiento tienen un amplio espectro de usos de esta estrategia visual, pero el siglo XVII puede ser caracterizado por el predominio que en sus interiores y exteriores se tiene de la escenografía arquitectónica, diluyendo los límites entre realidad y apariencia (Milman 1992).
Roma obliga al fiel a considerarla cuidadosamente. Cada rincón tiene su señal religiosa. Detenerse, observar, memorar es formación de hábitos. Además de las iglesias y sus vías de conexión, de sus fuentes y obeliscos también la multiplicación de nichos, hornacinas, capillas y humilladeros señalan al fiel puntos donde dirigir su atención.
Estrictamente, es Sixto V quien da un impulso transformador a Roma (Figura 40 y Figura 41) y esto lo hace solo en los cinco años de su papado (1585-1590) (aunque los papas anteriores desde finales del XV también tienen su importancia). Giedion afirma:
“En Roma, la unidad de medida de la ciudad renacentista fue destruida de una vez para siempre. En lugar de la ciudad estelar circunscrita, encerrada entre murallas, se perfiló, durante los cinco años del pontificado de Sixto V, una evolución de gran importancia. En Roma fueron trazadas por primera vez, y realizadas con seguridad absoluta, las líneas de la red fundamental del tráfico de una ciudad moderna”. (1940 [1982: 77])
Sin duda había condiciones psicológicas en los pontífices que impulsaban a la acción determinadas por los límites de la asunción del papado. Así: “el Papa debe ser prudente y entrado en años, porque es conveniente que su pontificado no sea demasiado prolongado”, (Giedion 1940[1982: 84]), lo cual presenta un límite temporal muy acotado para actuar en la construcción urbana a una vida que quiere trascender también por sus transformaciones edilicias y debe luchar contra una muerte relativamente cercana.
Fig. 40. Esquema de las calles de Sixto V, 1588 Fig. 41. Roma transformada por Sixto V en 1593
Si nos centramos estrictamente en la Roma barroca, debemos considerar la relación entre estos dos grandes arquitectos, Bernini y Borromini.
Bernini piensa a Roma desde el concepto de Monumento, es decir, “el valor monumental tiende a salir del edificio y a extenderse a la ciudad; su ideal, en otras palabras, es la ciudad monumental” y él, podemos pensarlo, su principal urbanista. La Roma de Bernini es la del papado y el papado es la ortodoxia, la aceptación plena de la teoría y el dogma. La Catedral de San Pedro simboliza la cabeza de la Iglesia y la columnata de la plaza, los brazos de la Iglesia abrazando a la humanidad.
Por su parte, Borromini defiende la praxis frente a la teoría. Y el tema no es ajeno a la problemática religiosa de la época, ya que se discute “si es suficiente creer en el dogma y respetar la gran autoridad de la Iglesia y del Papa, para alcanzar la salvación o, por otro lado, si es necesario ‘hacer algo’, es decir, si es necesaria una praxis religiosa” (Argan 1966: 103). Frente a la ortodoxia pasiva que defiende el Papado, se ha ido generando un movimiento en las órdenes religiosas, inquietas por la Reforma alemana y la cuota de verdad que la misma encierra. Si, entre otras causas, la Reforma critica la venalidad de la iglesia, evidente en la venta de cargos e indulgencias e incluso la impiedad de muchos religiosos, los cambios propuestos destruirían la estructura de la Iglesia. El Concilio de Trento servirá para confirmar las viejas verdades y el poder papal, pero reconocerá que la fe deberá estar acompañada por buenas obras para obtener la salvación. Es decir, “la reforma católica debiera ser la realización del programa moral de la reforma protestante, sin tocar la verdad dogmática” (Argan 1966: 103). Borromini no sólo defiende el lugar de la praxis arquitectónica como análoga a la praxis religiosa, sino que sus principales construcciones fueron realizadas para esas órdenes reformadoras.
Si entonces de Bernini tenemos los grandes espacios teatrales del papado, como la cátedra del ábside de San Pedro y el baldaquino, la plaza con su columnata, el Ponte Sant’Angelo, por otra parte, los espacios de las órdenes religiosas, en algunos casos fuertemente impulsoras de la Contrarreforma, tendrán en Borromini su arquitecto. Así construirá el monasterio e iglesia de San Carlo alle Quattro Fontane para los Trinitarios Descalzos, Santa Maria dei Sette Dolori para los oblatos agustinos y, en un lugar destacado, el edificio Propaganda Fide para los jesuitas. Es decir, sin proponer divisiones absolutas y simplificadoras, pues Bernini, por ejemplo, realizó Sant’Andrea al Quirinale también para los jesuitas mientras que Borromini igualmente tuvo encargos oficiales, especialmente durante el pontificado de quien fue su mecenas, Inocencio X, podemos decir que entre ambos configuran el espacio de Roma, uno marcando los centros de poder papal, el otro, en relación más directas a aquellas órdenes activas, que ven en la acción religiosa la justificación de sus existencias.
La dimensión estrictamente arquitectónica del paisaje escenográfico romano, que apunta a reforzar el poder eclesial (tanto el papal como el de las órdenes activas subordinadas de todos modos a éste) frente a la Reforma, se complementa con las fiestas religiosas (procesiones, canonizaciones, autos de fe). Su empleo de elementos profanos como “carros y arcos de triunfo, fuegos de artificio, decoraciones provisionales, contenidos alegóricos y emblemáticos, representaciones teatrales” (Checa Cremades 2001: 278) acaba por debilitar las diferencias. Los elementos profanos de las fiestas son reinterpretados religiosamente para formar parte de los elementos pedagógicos y propagandísticos, alimentándose del gusto popular por la “novedad, el lujo y la maravilla”. Los jesuitas tienen un rol destacado en esta revaloración.
La arquitectura-escenografía de Roma, es decir, la ciudad organizada a través de sus fachadas, caminos y centros de atención para provocar la atracción y los desplazamientos del feligrés, busca reforzar su sistema católico de creencias. La arquitectura es parte de una estrategia persuasora:
“La fiesta cambia el verdadero aspecto de la ciudad, disimulándolo bajo decoraciones efímeras, que en ocasiones acentúan el valor arquitectónico de los edificios al sustituir tipologías obsoletas por fachadas modernas y en otras destruyen su efecto arquitectónico bajo una acumulación decorativa y narrativa”. (Checa Cremades 2001: 280)
Pero también sus interiores forman parte de los procedimientos que, a través de la emoción, buscan dirigir las conductas. Con una lógica similar a nuestro análisis de las catedrales góticas, se puede plantear la problemática interior de las iglesias en este período. El texto postridentino de San Carlos Borromeo Instructiones Fabricae et Supellectilis Eclesiasticae se constituye como herramienta fundamental dando las normativas correspondientes:
“El escrito de Carlos Borromeo, en principio confeccionado para su archidiócesis milanesa, tuvo una enorme repercusión hasta bien entrado el siglo XVII ... (allí se) exhortaba a los obispos a cuidar de lo representado y expuesto en sus diócesis, en concreto vigilar y controlar qué y cómo eran plasmadas y presentadas las imágenes”. (Suárez Quevedo 2003: 159)
Publicado en Milán en 1577, fue reimpreso múltiples veces hasta el siglo XX: “Hasta finales de 1960, la arquitectura y el mobiliario de la mayoría de las iglesias católicas en todo el mundo fueron consecuentes con las directivas de las Instructiones (Gallegos 2004).
La decoración impresionante, la multiplicación de imágenes, eran parte del dispositivo de confirmación en la fe. Borromeo indica también las características de la luz en las capillas para que las imágenes sean capaces de actuar eficazmente sobre los creyentes:
“Se plantea algo cercano a una sinestesia o sensación subjetiva captada por la vista, a la que coadyuban otras sensaciones, todas interrelacionadas e interactuantes sobre el fiel espectador, para conseguir en éste un estado anagógico, que suponga la elevación y enajenamiento del alma por la visión de las imágenes divinas”. (Suárez Quevedo 2003: 159)
La iglesia, como dice Checa Cremades, debía volverse “escenario del milagro” (2001: 252). Éste fue un medio del que se valieron la iglesia y los jesuitas, en particular, para lograr la sugestión sobre las masas: “Los jesuitas contribuyeron celosamente por su parte a estimular la creencia en los milagros y a satisfacer la sed de lo maravilloso en el pueblo” (Weisbach 1942: 88) y la multiplicación de las iglesias evidenció esta urgencia pues “durante los pontificados de Clemente VIII (1592-1605) y Pablo V (1605-1621) (29 años) se construyeron en Roma más iglesias que durante los ciento cincuenta años anteriores” (Checa Cremades 2001: 252).
En oposición a una arquitectura religiosa que propone la armonización de la iglesia con la ciudad y la organización geométrica de sus simbolismos como ser Cataneo, Quattro Primi Libri d’Architettura de 1544, y Palladio, I quattro libri dell’archittetura de 1570, Borromeo se desinteresa de esta relación edilicia con el contexto, así como de cuestiones de estilo o de tradición. Sí le importa que la iglesia tenga una posición dominante y le resulta tan importante el edificio como los utensilios, como lo indica en el título del tratado la referencia a Supellectilis.
Si en nuestro capítulo sobre la catedral podíamos vincular el “dispositivo visoespacial catedralicio” a la influencia de la filosofía neoplatónica, ahora este simbolismo de formas perfectas geométricas es reemplazado por imágenes que lleguen más directamente a la emoción, al sentimiento. El interior de la iglesia debe ajustarse a una renovada necesidad de interacción entre sacerdotes y fieles. Se plantea la necesidad, a partir de Trento, de la confesión, de la comunión, del sermón y obviamente de la participación en la misa y, en consecuencia, de la adaptación del espacio eclesial a dichas necesidades. De ahí que se requiera una nueva arquitectura de confesionarios y particularmente de púlpitos “convertidos en máquinas gigantescas” (Checa Cremades 2001: 257) en la que lo gestual debe ser advertido.
Con respecto a la Eucaristía, tema que claramente entraba en conflicto con las prácticas reformistas, también debían tenerse consideraciones espaciales. Recordemos que los protestantes, que tienen también su modo de comunión, llamado Santa Cena, rechazan el concepto católico de transubstanciación y por ello tampoco la hostia consagrada tiene valor, fuera del momento preciso de dicha celebración (Ronchi 1985: 86). Por el contrario, en el catolicismo, la exposición de la hostia ha tenido destacadas características ornamentales, en particular en todo el desarrollo de las custodias. El altar que contiene la hostia debía ser “el principal objeto de foco en el santuario” (Gallegos: 2004), debía “convertirse en el lugar de la manifestación de lo santo y en donde se produce el encuentro del alma con la divinidad” y para ello las formas materiales debían ser adaptadas: “La creación y la decoración del altar debían materializar sensiblemente este acontecimiento espiritual de forma que su impacto emotivo se produjera a través de un ilusionismo óptico” (Checa Cremades 2001: 259).
Se busca, en este espacio interior, donde el dominio de las sensaciones es más directo, la anulación de las percepciones que en el exterior sufren múltiples excitaciones, para reducirlas en este contexto más ajustado: “La sorpresa, la maravilla y la suspensión de los sentidos era algo que se buscaba concientemente para conseguir el clima emocional y manifestar de forma sensible su singularidad”. Bernini también lo manifestaba al decir: “le macchine non se fanno per far ridere ma per far stupire” y, sirviendo de apoyo a nuestra idea de que hay que considerar a la iglesia como un dispositivo que organiza unitariamente una multiplicidad, también consideraba según su biógrafo Baldinucci que “l´architettura col la scultura e pittura in tal modo, che di tutte si facesse un bel composto”, citado en Checa Cremades (2001: 262). Seducir, sorprender, impresionar son verbos que se vinculan a los efectos del arte de este período. La arquitectura del fasto, con su lujo y ostentación tiene una clara función política: “Las ceremonias y al arte religioso en el siglo XVII responden también al espíritu triunfal de la iglesia que sucede a las severidades iniciales de la Contrarreforma” (Checa Cremades 2001: 262).
En síntesis, Roma es en el siglo XVII, a partir de preceptivas y construcciones iniciadas con anterioridad, que se refieren tanto a las fachadas e interiores, el escenario para la reafirmación de la fe, construyéndose como un decorado perfecto y una maquinaria muy eficaz.