MICHEL FOUCAULT Y LA VISOESPACIALIDAD, ANÁLISIS Y DERIVACIONES
Rodrigo Hugo Amuchástegui
Pero dejando el cuerpo humano, volvamos a los espacios construidos y sus determinaciones. Recordemos el ocupamiento de los leprosarios que habían quedado vacíos y la problemática del Gran Encierro. Foucault plantea que hacia mediados del siglo XVIII los espacios de encierro aparecen cargados de nuevas significaciones. Las casas de reclusión empiezan a ser asociadas a la enfermedad, a la peste. La prisión será considerada foco de males contagiosos. Pero también la ciudad, pensada como organismo corporal (en otro giro de la relación cuerpo-espacialidad), será el lugar de la enfermedad: “úlcera terrible sobre el cuerpo político” (citado en 1964 [1986II: 27]) convertido en “el receptáculo de todo lo que tiene la sociedad de más inmundo y más vil” (citado en 1964 [1986II: 28]). El viejo modelo medieval de la peste no ha perdido su fuerza y su centro será la urbe, aunque ahora tiene un nuevo motivo transmisor: el aire. Éste es pensado en términos de oposición: aire viciado igual aire de la ciudad, aire puro igual aire de campo. La ciudad se carga de imágenes negativas, la contaminación se esparce por ella enfermando física y moralmente a sus habitantes. Foucault quiere indicar con esto que si bien hay un pensamiento médico, sobre éste hay una constitución imaginaria en la época, que relega a un segundo plano los intentos más científicos de explicación. Es más, el médico no aparece en una lógica de la progresión del conocimiento. Su función es otra:
“Si se ha llamado al médico, si se le ha pedido observar a los enfermos, es porque se sentía miedo. Miedo de la extraña química que fermentaba entre los muros del confinamiento, miedo de los poderes que se formaban allí y que amenazaban con propagarse”. (1964 [1986II: 31])
Es claro, si el mal aparece ligado a estos lugares, las estrategias posibles son dos. Su supresión o la neutralización, y para ello hay que encontrar medios de purificación del espacio o la imposibilidad de que el mal salga de sus límites. Si es el aire que allí circula la fuente de los contagios, habrá que renovarlo: “Hay en esta época toda una literatura de la ventilación de los hospitales” (1964 [1986II: 32]) que indicará las formas arquitectónicas para evacuar las enfermedades. Pero también se busca que la sinrazón quede totalmente encerrada allí:
“Se sueña en un asilo que, sin dejar de conservar sus funciones esenciales, sea arreglado de tal manera que el mal vegete allí para siempre, sin difundirse jamás; un asilo que contenga por completo a la sinrazón y que la ofrezca como espectáculo, como un espectáculo que no amenace a los espectadores, que reúna todas las posibilidades del ejemplo y ninguno de los riesgos del contagio. En resumen, un asilo restituido a su realidad de jaula”. (1964 [1986II: 33])
Quizá se lo ha leído a Foucault excesivamente desde una lógica social simple en donde el Gran Encierro unifica a los inaptos para el trabajo y esa es la clave de la indistinción con que el loco pasea junto a vagabundos y prostitutas. La cuestión es más compleja. En sus palabras: “Lo que el clasicismo había encerrado no era solamente una sinrazón abstracta donde se confundían locos y libertinos, enfermos y criminales, sino también una prodigiosa reserva de fantasía, un mundo dormido de monstruos” (1964 [1986II: 35]). Por supuesto que hay cambios, y Foucault los detecta en la transformación de un imaginario metafísico-religioso de la locura a otro donde lo que está en juego es el corazón y sus deseos. Junto a los intentos de conjurar los peligros que se asocian a los espacios del encierro, éstos mismos ejercen también su seducción, sea la del horror o la de los placeres prohibidos que allí se imaginan. Su síntesis es sin duda la obra sadiana. Así observa que no es casual que su aparición esté ligada a estos lugares de encierro y que “toda la obra de Sade esté dominada por las imágenes de la fortaleza, de la celda, del subterráneo, del convento, de la isla inaccesible, que son los lugares naturales de la sinrazón” (1964 [1986II: 37]).
La época clásica no separará netamente conciencia de la sinrazón y conciencia de la locura, que posteriormente adquirirán sus características diferenciadoras o, mejor dicho, ambas están en este momento suficientemente cercanas como para apoyarse y potenciarse mutuamente. Este vínculo, hacia fines del siglo XVIII, tenderá a debilitarse y cada una buscará sus propios caminos. La conciencia de la sinrazón se dirigirá hacia la intemporalidad, “hacia las raíces del tiempo” con nombres como Hölderlin, Nerval y Nietzsche. La conciencia de la locura por el contrario será historizada, situándola “dentro de un cuadro temporal, histórico y social” (1964 [1986II: 39]).
Ahora bien, ¿cuáles son los elementos que podemos vincular con nuestra preocupación por los espacios y las formas arquitectónicas? En primer lugar, el desarrollo del conocimiento de la locura ha llevado a relacionarla fuertemente con el medio que ayuda a caracterizarla. La geografía es un buen índice. Tenemos así que, por ejemplo, hay locuras propias de países específicos: la melancolía aparece por ejemplo como una enfermedad inglesa y por ello junto con el progreso, la riqueza y fundamentalmente la libertad de conciencia. Pero hay otros espacios mucho más acotados que Foucault encuentra que pueden ligarse con el origen de la locura: el gabinete del investigador, y las abstracciones que allí se estudian, dentro del mundo masculino. Por su parte, el teatro y las ilusiones que allí se exponen pertenecen al mundo femenino de origen de la locura.
Es decir, es en la relación con el medio que se buscan las causas. En este sentido, y por la negatividad que encierra, el “medio” se opone a la naturaleza: “El medio no es la positividad de la naturaleza tal como se ofrece al ser vivo; es, por el contrario, esta negatividad por la cual la naturaleza en su plenitud se retira al ser vivo” (1964 [1986II: 53]). Así como poco antes se asociaba la locura a una naturaleza animal en el hombre, ahora ésta ha sido reemplazada por el medio. Y si Inglaterra era el lugar de cierto tipo de locura, otros espacios, otros pobladores de esos espacios, serán indicadores de salud. Así, se señalará que no hay “entre los indios un solo ejemplo de demencia” (citado en 1964 [1986II: 55]). Los indios salvajes de América, por su estado de “animalidad”, su estado de naturaleza, parecen haber podido escapar a los males del mundo civilizado. La ciudad, desde otra perspectiva, vuelve a mostrar connotaciones negativas: “Es del seno de las delicias y de la opulencia de las ciudades de donde se elevan los gemidos de la miseria, los gritos de la desesperación y del furor”, dice Matthey (citado en 1964 [1986II: 56]).
Si para unos son los progresos de la civilización la causa de la locura, para otros serán sus defectos: la insalubridad y miserias que la ciudad acoge constituyendo en este camino el concepto difundido de alienación y su nexo con el trabajo.
Cuando Foucault analiza la modificación cuantitativa de los internados, tomando como puntos de referencia los fines de los siglos XVII y XVIII en lugares como Bicêtre, Saint- Lazare y otros, encuentra que no hay cambios importantes y, sin embargo, sí se da una intensificación del temor a la locura, que se puede asociar a motivos espaciales. La explicación es simple. Ha habido un incremento de los internados, pero este aumento no se refleja en los asilos tradicionales. Lo que ha ocurrido “es la apertura, a mediados del siglo XVIII, de toda una serie de casas destinadas exclusivamente a recibir a los insensatos” (1964 [1986II: 70]). Y ésta es una novedad, es decir, si el loco antes era encerrado en los asilos, al igual que muchos otros que no padecían enfermedades mentales, ahora tiene su lugar específico. Y este fenómeno aparece no solo en Francia, sino en Alemania e Inglaterra. Pero, acota Foucault, que en este momento no se han definido progresos médicos en los tratamientos. Si se quiere, el proceso es de un internamiento dentro de la lógica del mismo. “Diríase una nueva exclusión del interior de la antigua, como si hubiera sido necesario ese nuevo exilio para que la locura al fin encontrara su refugio y pudiera estar en el mismo plano de sí misma” (1964 [1986II: 73]).
Podríamos decir que si sinrazón y locura durante mucho tiempo han compartido los dominios, mientras la razón se encontraba separada, ahora se da el proceso de intromisión de la razón en el ámbito de la locura, estableciendo distinciones cada vez más específicas. Foucault se interesó en este proceso, que supone las diferenciaciones dentro del mundo del internamiento de los locos.
Si el movimiento apunta a una distinción en el interior del mundo de la locura, que anticipa ya las clasificaciones psiquiátricas tradicionales, sus orígenes no pueden ser más complejos. No es un progreso positivista y clasificatorio, ya lo sabemos, el que estará en funcionamiento, o no sólo es tal.
Hay voces humanitarias que se están escuchando desde el siglo XVIII, pero éstas tienen dos direcciones opuestas. Podrá parecer que es indigno el encierro del loco junto a los condenados y esa voz (Tuke-Pinel) será plenamente escuchada en el siglo positivista. Pero el murmullo viene de antes y plantea lo inhumano que es, para un condenado que debe trabajar, el estar rodeado por estos insensatos, que con sus gritos en el taller y sus conductas perturbadoras alteran cualquier proceso productivo. Los otros encerrados son los que exigen ser diferenciados, protestando violentamente contra los alienados. No quieren, a través del loco que los acompaña, tener este castigo suplementario.
Si se volverá un lugar común el decir que la cárcel produce delincuentes, el internamiento, en su mezcla indiscriminada, podrá también ser considerado como una fábrica, en este caso, de insensatos: “A fuerza de vivir en ese mundo delirante, en medio del triunfo de la sinrazón, es imposible dejar de unirse, por la fatalidad de los lugares y de las cosas, a aquellos que son el símbolo viviente de ello” (1964 [1986II: 93]). Pero, quede claro, el principio básico en el siglo XVIII es que el loco debe estar encerrado. Por el contrario, aquél que no lo es y puede trabajar, debe hacerlo. En suma, y como dice Foucault, “por una vuelta paradójica, la locura aparece finalmente como la sola razón de un confinamiento” (1964 [1986II: 96]).
La separación del loco del resto de los internos va a aparecer solidaria de un nuevo movimiento, donde la espacialidad geográfica es nuevamente considerada. Los internos se convertirán en deportados, pues es necesario trabajar en las nuevas colonias. La necesidad es económica, y se generaliza la captación de trabajadores involuntarios. El internamiento no desaparecerá, pero es solo para acumular gente que luego será trasladada a regiones lejanas. Y, paralelamente a este reconocimiento de territorios exteriores, está la problemática político-social con respecto a los territorios interiores que es “la desaparición progresiva, en Francia como en Inglaterra, de las tierras comunales” (1964 [1986II: 99]), lo cual conlleva el incremento de gente sin actividad fija y la necesidad de control de los individuos por el internamiento. A estos espacios se los señala como “depósitos de mendicidad”. Pero esto trae sus problemas, y se tratará de diferenciar entre el pobre válido y el pobre enfermo, o sea, el que puede trabajar y el que no. Finalmente, en un nuevo movimiento, se tratará de liberar a los pobres (válidos) del internamiento para que sean libres y permanezcan como mano de obra disponible. A la pobreza entonces
“se la debe dejar en plena libertad del espacio social; se reabsorberá sola, en la medida que formará una mano de obra barata: los puntos de sobrepoblación y de miseria, por el hecho mismo, se convertirán en los puntos en que más rápidamente se desarrollen comercio e industria”. (1964 [1986II: 112])
Foucault introduce el concepto espacio social que si bien no responde estrictamente a la idea de espacialidad física que estamos manejando, debe ser considerado pues encierra una duplicidad a la que se debe atender. En particular, emplea dicho concepto especialmente cuando se refiere al pobre inválido, al pobre enfermo, y a las relaciones de solidaridad que se ponen en juego. Si antes la iglesia extendió su red solidaria sobre los miserables, fueren pobres, enfermos o locos, “por el contrario, el siglo XVIII fragmenta este espacio, y hace aparecer allí todo un mundo de rostros ilimitados” (1964 [1986II: 118]).
El loco convoca solidaridades y asistencias, pero no todos son sensibles del mismo modo a esa necesidad, de ahí que pueda hablarse ahora de fragmentación del espacio social, que obliga a diferenciar un ámbito religioso de uno laico.
La ayuda toma formas espaciales concretas, ya que se plantea que, más que construir nuevos y caros hospitales, hay que subsidiar a las familias de los enfermos, en una diseminada distribución urbana. El hospital está considerado –ya lo vimos– como productor de enfermedades, de ahí que pueda pensarse que “el lugar natural de la curación no es el hospital; es la familia” (1964 [1986II: 120]). Se genera entonces un doble movimiento: reabsorber la pobreza en la libre circulación de los potenciales trabajadores, reabsorber la enfermedad en la devolución a su núcleo familiar. Ambos movimientos están pensados de acuerdo con un orden natural y se dictan leyes para fijarlo. El resultado, con respecto a la locura, es devolverla constituida en su individualidad. Primero se la diferencia del mundo del trabajo y luego del mundo de la enfermedad.
Esta reelaboración de la locura termina ubicándola en un lugar incierto, ya no se sabe bien dónde colocarla. No lo saben los legisladores –dice Foucault– que quieren terminar con el encierro de los locos: “prisión, hospital, o ayuda familiar”. En un principio, casi junto al inicio de la Revolución, el lugar es el internamiento, al que se intenta despejar de sus antiguos moradores (faltas morales, libertinaje, etc.), luego, y una vez que se ha establecido la Declaración de los Derechos del Hombre, se propone un internamiento especial, “internamiento que no es médico, sino que debe ser la forma de asistencia más eficaz y más dulce” (1964 [1986II: 126]). Finalmente, y a partir de 1790, se dispone que aquellos cuya prisión no esté claramente justificada queden libres, mientras que las personas que sufren de demencia sean atendidas en los hospitales específicos. Pero como esos hospitales especializados no existen, y como se trata también de proteger al resto de la población, termina asimilándose al loco con “los animales nocivos y feroces” (citado en 1964 [1986II: 128]). Nuevamente, y a falta de otro mejor, son Bicêtre, para los hombres, y la Salpêtrière, para las mujeres, los centros a los que son enviados los locos, aunque en las provincias, siguen estando en las prisiones. Pero en unos lugares como en los otros se vuelve a una mezcla de locos y delincuentes y también presos políticos, simplemente por cuestiones prácticas, pues la sensibilidad por la diferencia se ha ya agudizado y comienzan a soñarse con lugares de corrección perfectos.
Brissot, que diseña una casa de corrección, propone un espacio que “toma los valores simbólicos de un minucioso infierno social”, dice Foucault. El edificio debe ser cuadrado y del lado del sol y con lechos y alimentación adecuados se ubicarán a las mujeres, niños y deudores (no se aclara qué delito cometieron los dos primeros) y deberán hacer “trabajos útiles al bien público”, por el contrario, “del lado del frío y del viento se colocará a las ‘gentes acusadas del crimen capital’”, sus trabajos son los que “perjudican la salud” como “tallar piedras, pulir mármol, machacar colores”, trabajos que normalmente realizan personas honradas. Y, “en esta maravillosa economía, el trabajo adquiere una doble eficacia: produce destruyendo” (1964 [1986II: 137]).
Musquinet propone un edificio de cuatro pisos, como una pirámide laboral: pirámide arquitectónica, social y meritoria. El primer aspecto se refiere a la ubicación de los talleres, el segundo a las jerarquías y sus gobiernos, el tercero a los méritos que conducen a la liberación. El trabajo aquí hace libre pues tiene sus rendimientos económicos dobles, a la institución y al condenado, que finalmente puede comprar su libertad (1964 [1986II: 138]) y un aspecto estrictamente religioso-moral con la capilla en el centro del edificio, en una valoración de lo religioso que continuará conformando buena parte de los hospitales posteriores.
Estos proyectos utópicos tratan de invertir el “valor de exclusión” del internamiento, por “una significación positiva”, ligada al trabajo, la ganancia y la reforma moral.
Pero volvamos al loco, al que ahora se lo ubica necesariamente en el internamiento, como su lugar exclusivo y donde no va a estar encerrado para el despliegue de sus furores, sino que podrá desplazarse en la interioridad del edificio, de forma que podrá desarrollar sus potencialidades y “podrán aflorar las formas esenciales de su verdad” (1964 [1986II: 148]).
Tenon y Cabanis “suponen ... que esta semilibertad, esta libertad en una jaula tendrá un valor terapéutico” (1964 [1986II: 149]). Es de destacar entonces este valor que resulta de la operación edificatoria, o sea, la transformación que se opera mediante el edificio. No es por tanto que el dominio médico se ha ya apropiado paulatinamente de la locura, sino que todo un complejo sistema de transformaciones sociales y políticas ha coagulado en esta dirección.
El edificio hospitalario comienza a constituirse en relación con las miradas autorizadas: médicos, jueces, testigos. Una mirada que no va ahora a ver el espectáculo de la animalidad humana en plenitud. La locura, en este momento, pasa a estar constituida como objeto, y justamente ésta es la novedad.
Ciertamente, el recorrido de Foucault en torno a la locura post revolución francesa, como lo viene haciendo desde antes, no es lineal, pues el proceso mismo no es lineal y son variadas las ramificaciones que ponen en juego lo médico, lo político, lo moral.
Después de la Revolución de 1789 ya no está el hombre del sentido común, el hombre cartesiano que advierte su no-locura, sino que hay un nuevo sujeto: el ciudadano. En éste radica ahora el ser, como dice Foucault, “el hombre de la ley” y “el del gobierno” y responsable de las decisiones ante la locura. Las formas de ejercer ese poder son, por un lado, los “tribunales de familia” creados como tales en 1790 con las lettres de cachet que ya existían en el período monárquico y nos muestran una distribución jurídica vinculada a la diseminación del espacio en relación con los núcleos familiares en un movimiento que ubica, como en la curación, a la familia del lado de lo natural, pero básicamente junto a la supresión del internamiento estará la concepción de un espacio para los alienados sujetos a la mirada médica, es decir, a una mirada “positiva” sobre la locura.
No es casual que pueda por tanto usar en el doble sentido metafórico y espacial el término “arquitectura”. Si hay en la época una necesidad repetidamente evidenciada de reconocerse como no loco y la exigencia de establecer espacialmente esa diferencia, ello se debe a una “arquitectura de protección”, cuyos principios entiende Foucault que continúan vigentes en la actualidad.