Tesis doctorales de Economía


MICHEL FOUCAULT Y LA VISOESPACIALIDAD, ANÁLISIS Y DERIVACIONES

Rodrigo Hugo Amuchástegui




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Dédalo y la identificación memorable

Este protoarquitecto y artista no ha escrito ningún texto, es más, ni siquiera ha existido, excepto en forma mítica. Pero nos interesa como autor –aunque sumido en las brumas de la leyenda– de nuestro tercer tipo de lugar de paso. El laberinto cumple acabadamente con nuestra idea. No nos interesa tampoco la existencia real del laberinto cretense, cuestión dudosa, como ya indicamos. De hecho, acá estamos refiriéndonos a lugares de paso construidos en los textos y, en tanto tal, la leyenda clásica cumple perfectamente ese rol. Ampliemos a lo ya dicho sobre el mito que en su interior deambulaban, sin encontrar la salida, los jóvenes que Atenas entregaba como tributo a Creta y que debían ser el alimento del monstruo. Este edificio con sus continuas bifurcaciones y encrucijadas, con la multiplicación de sus pasillos impulsa a un movimiento perpetuo. La única detención posible es la de la encrucijada o la del cansancio. La primera, para intentar una elección favorable hacia la salida; la segunda, porque hay que tratar de recuperar el aliento, antes de perderlo definitivamente. El peligro es el acompañante continuo del recorrido y, si nos atenemos a la tradición, no tenía salida posible para estos jóvenes cautivos. Dédalo, su inventor, tampoco habría podido encontrarla, en lo que sería un primer ejemplo de cómo una producción técnica escapa al control de su creador. Salió por arriba, volando, con ingeniosas y frágiles alas.

“El laberinto es sobre todo un ‘perdedero’, un edificio o un ámbito para extraviarse, para no salir ... (donde se siente) la desorientación, la abolición profunda de las referencias habituales de identificación, sucesión, distribución y arreglo del tiempo y el espacio”. (Rivera Dorado 1995: 40)

Si el laberinto acentúa su carácter de lugar de paso, no sólo se debe a que expresamente el paso aparece ligado a que es un caminante quien lo recorre, sino a que pertenece inicialmente a un contexto cultural mítico-religioso y el tránsito por su interior constituye un auténtico rito de iniciación o más propiamente un rito de paso (van Gennep 1909 [1986]). Es en tal sentido que este edificio podemos ligarlo, al igual que hicimos con Augé y Foucault, a la constitución de una subjetividad, pero no será en este caso ni anónima y vacía, ni normalizada y seriada. El recorrido por el laberinto, pensado como un lugar de encrucijada, peligro, resistencia y elección corresponde filosóficamente a “una mutación ontológica del régimen existencial. Al final de las pruebas, goza el neófito de una vida totalmente diferente de la anterior a la iniciación: se ha convertido en otro” (Rivera Dorado 1995: 131). Recorrer el laberinto es buscar el conocimiento esencial. Pero no cualquiera realiza exitosamente el tránsito. Los jóvenes atenienses eran devorados; Teseo, entró y salió de los terrenos de la muerte. Teseo regresará a Atenas como rey. Más estrictamente, podríamos decir que ha pasado de la seriación y el anonimato a ser plenamente reconocido como héroe: “El héroe no sólo hace lo que está bien, sino que también ejemplifica por qué está bien hacerlo” (Savater 1983: 13). Si en una sociedad normalizada, la norma es aquello a lo que debemos ajustarnos, es algo impuesto, por el contrario “el héroe representa una reinvención personalizada de la norma ... ¿Qué es la magnanimidad, el valor o la justicia? –se pregunta Aristóteles. Lo que practican el magnánimo, el valiente y el justo” (Savater 1983: 13). Este tercer lugar de paso es entonces un operador de singularidad y podemos percibir claramente la distancia al hombre anónimo y solitario del modelo augeano, y al seriado y normalizado de las disciplinas foucaultianas. Quien sabe enfrentarse al laberinto tiene un rol activo en la construcción de sí mismo y llega a cumplir el mandato oracular: “Llega a ser el que tú eres”.

En síntesis, tal vez puedan entenderse estos lugares de paso como distintivos de nuestra época. Es obvio que transitamos por los sitios que describe Augé –desde su mirada de etnólogo de la vida cotidiana– o analiza Foucault, como genealogista del presente. Pero no es frecuente que transitemos por verdaderos laberintos arquitectónicos. Sólo si lo pensamos como símbolo de cómo el hombre piensa su propio situación e intenta afirmarla o modificarla, este último lugar de paso, el laberinto, puede cobrar pleno significado.


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